Arena

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2. Rescate en el Purgatorio

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Hubo un instante en que comenzamos a subir. Contemplé absorta el incremento en los dígitos que señalaban la altitud, primero en unas pocas unidades, luego por decenas. En silencio susurré una plegaria blasfema y alcé el mentón y el pecho como si pudiera obligarlos así a subir más rápido.

Contacto con el lago sólido en tres segundos —anunció la computadora.

Grité:

—¡Suéltalo!

Estábamos a tan poca altitud que el brick no podía sufrir excesivos daños; no más de los que ya tenía.

Los anclajes perdieron potencia y se desgalvanizaron. Las naves se separaron, y mientras nosotras éramos catapultadas con fuerza hacia arriba por la repentina falta de peso, el transporte resquebrajó la superficie perfectamente lisa del lago y patinó sobre el hirviente líquido que se escondía debajo. Avanzó unos trescientos metros levantando una ola de casi veinte de altitud, y luego se quedó inmóvil.

Descendí y posé mi nave en la orilla. Rápidamente me enfundé en mi traje espacial —una prenda plateada con casco de burbuja capaz de resistir los peligrosos gases corrosivos de treón—, me ceñí la pistola de rayos al cinto y una mochila cohete a mi espalda. También agarré unos cuantos explosivos —el

abc de una chica con mi ritmo de vida—, por si acaso.

El iris de la esclusa se dilató lo justo como para permitirme el paso y luego volvió a cerrarse con presteza. Dudando, puse el pie en Tikos.

El planeta podría haber sido un magnífico destino para las vacaciones de los millonarios de Mundo Joya de no ser por su gran potencial como factoría de sustancias peligrosas. Sólo las colonias de mineros tenían algún interés en él, y procuraban no quedarse nunca durante la época de los monzones. Temblé al imaginar un tsunami de metano y amoníaco.

La linde del lago era blanda y esponjosa. Mis botas se hundían en ella hasta los tobillos, así que fui saltando sobre las escasas rocas procurando no caerme. La ola provocada por el violento aterrizaje del pecio extendía la humedad y los cortantes fragmentos de la costra del lago a casi treinta pasos de la orilla. Una vez estuve junto a ella, calculé el salto hasta la cresta superior del transporte, que lentamente se iba hundiendo en las profundidades, y pulsé el botón de ignición de la mochila.

Salí volando en un arco que me llevó más de doscientos metros hasta su vertical, y aterricé suavemente. Pese a los disipadores, aún estaba muy caliente por la reentrada, y las olas de ácido que bañaban su blindaje provocaban nubes asfixiantes. El líquido no tardaría en corroerlo, así que apresuré el paso.

Encontré una compuerta sellada justo en el centro de una bandera pintada en el casco. La reconocí enseguida: era el sol hueco con la cruz de cuchillos de Palladys, una monarquía autoritaria de la Parma Nebula. Mala gente. Si esto que tenía bajo mis pies era un transporte palladysta, sólo podía significar problemas.

Sin pensarlo más, forcé la cerradura de presión colocando el haz de mi pistola en modo cortador. En cuanto se abrió la compuerta, me llevé el susto de mi vida.

Un ensangrentado tripulante, con el rostro horriblemente deformado por las quemaduras, surgió de repente alargando sus brazos para tocarme la cara. Yo grité e instintivamente le di un puntapié. No quería hacerle daño, pero al pobre casi no le quedaban fuerzas y cayó hacia atrás, golpeándose de cabeza contra la escalera de acceso.

Bajé corriendo a ayudarle, pero cuando llegué ya había muerto. Maldije en silencio, acariciando su cabeza con mi guante. Parte de su uniforme se licuó bajo mis dedos, deformándose como plástico derretido. Sus quemaduras no habían sido provocadas por un arma energética: en algún momento debía de haberse declarado un incendio a bordo. Por el aspecto del conducto y los mamparos interiores, no podía haber sido cosa de la reentrada; el fuego se había propagado con tiempo y tranquilidad por allí dentro, atravesando cubiertas y anillos de gravedad, hasta…

Procuré no pensar en ello. Dejé al pobre desgraciado acostado en el suelo y, asegurándome que mi pistola estaba colocada en modo ráfaga, me introduje silenciosamente en las entrañas de la nave.

El incendio se había extendido por la sala de máquinas y los almacenes del nivel inmediatamente superior. Había rastros de goma quemada en los dinteles de las compuertas. Algo pegajoso que hacía difícil el caminar marcaba los límites de la región afectada por el fuego. Encontré algunos cadáveres esporádicos de tripulantes medio calcinados. Di gracias por tener puesto el casco y no poder respirar su olor.

Ya no había duda: en aquel lugar se había desarrollado una pelea. Había impactos de energía en las paredes y sobre improvisadas barricadas hechas con cajas. Botiquines abiertos y pistolas descargadas yacían ennegrecidos junto a rastros de explosiones y montones de ceniza. ¿Un asalto pirata? Lo dudaba; ningún corsario que se precie ataca una nave para luego huir en sus chalupas. ¿Una rebelión de a bordo que desembocó en masacre? Por difícil de creer que fuese, no había que descartar ninguna posibilidad.

Llegué a la esclusa que sellaba la bodega. Estaba cerrada: al parecer había aguantado el asedio. Varios cadáveres se amontonaban unos sobre otros enfrente de la llave de acceso, así que los aparté con la bota. Impactos cercanos rodeaban la llave, lo cual indicaba que alguien había tratado de disparar contra ella para evitar que se activase. Gracias a los dioses, su puntería dejaba mucho que desear.

Toqué los mandos y contuve el aliento mientras la esclusa se abría. Era posible que de haber supervivientes se hubieran refugiado aquí abajo, la parte menos dañada de la estructura, para protegerse mejor en la reentrada.

Con un silbido, las planchas de acero se apartaron diligentemente, permitiéndome mirar el interior.

No estaba preparada para lo que encontré.

Había cadáveres, a cientos, a millares. Pero no eran miembros de la tripulación, ni tampoco del todo humanos. Amontonados contra las paredes, sobre cajas o colgando de ganchos del techo… brazos, piernas, torsos, cabezas cortadas, armas y restos de vehículos oruga con diseños militares muy exagerados, casi cómicos, y pintados de colores muy contrastados. Parecía un inmenso almacén de repuestos necróticos.

De entre una montaña de ciborgs ataviados con el mismo uniforme, cascos y armaduras con cabezas de cerdos tatuadas, surgía el espolón arrugado de un camión de muchas ruedas con el motor destrozado.

—Por la Parma Nebula —murmuré, pasándome la mano por delante del cristal del casco para limpiarlo. Había mucho hollín en el ambiente—. ¿Qué clase de nave es ésta?

Entré en la bodega y tuve cuidado de no pisar ninguna de aquellas manos agarrotadas en poses extremas, por si algún zombie decidía despertar y matarme del susto. Aparté la vista de un rostro (o eso parecía, a juzgar por la posición de los ojos y la nariz) que me miraba orgulloso desde lo alto de una colina de cuerpos mutilados.

Empezaba a pensar en guerras privadas, en ejércitos de triste destino a sueldo de las megacorporaciones o del gobierno de Palladys, cuando noté un movimiento.

Alcé el arma, colocando su carga en máxima dispersión.

Con mucho cuidado me acerqué al fondo de la bodega. Todo estaba de nuevo en silencio, sumido en una quietud mortal. Mis pasos resonaban contra el entramado de vigas de soporte estructural. Era una amalgama de columnas y tensores tan barroca y entrelazada que le daba al techo de la bodega el aspecto del esqueleto de un zeppelín, de ésos que tan de moda se habían puesto en Mundo Joya cuando…

Algo me agarró de la pierna.

Lo sé, lo sé, estaba distraída, lo admito. Mi corazón paró de latir, mis pulmones se congelaron en una aspiración. Lancé un gritito ahogado y bajé el arma con rapidez, disparando varias veces. Una lluvia de chispas me impidió ver si había acertado o no, ni a qué.

Cuando el humo se disipó yo había aterrizado sobre la pierna de alguien, y apuntaba nerviosamente hacia mi agresor. Éste se volvió a mover. Los impactos de mi pistola lucían oscuros y humeantes en el suelo, a su lado.

Se trataba de un hombre joven, de no más de veinticinco años. Era guapo y moreno, pero su rostro tenía el aspecto errático de las personas que están siempre en las nubes, que miran atentos a algún lugar que sólo ellas ven. Su desarrollada musculatura era la de un soldado o un atleta, y al igual que los demás de su montón, vestía un traje de gladiador negro y azul, muy castigado en la zona del pecho y las piernas.

Superando mi inicial reticencia, me acuclillé a su lado, tomándole de la mano.

—Lo siento —me disculpé—. No quería dispararte, pero es que… Maldición. ¿Quién eres? ¿Qué lugar es este? ¿Por qué estáis en este estado?

El hombre no me oía. Miraba hacia mí, pero no parecía verme. De repente susurró:

—Grob… Grobar…

—¿Grobar? ¿Qué es un grabar? ¿A quién hay que grobar?

—G…

Se paralizó. Por un momento temí haberle perdido, pero con inmenso alivio comprobé que sólo se había desmayado.

Le apliqué un sedante para ayudarle a permanecer así y le inyecté unos centímetros cúbicos de panxadol. Luego me lo cargué a la espalda y, renqueando, lo llevé hasta la entrada de la bodega. Pero pesaba demasiado. Yo nunca he sido muy fuerte.

Jadeando, lo coloqué de nuevo en el suelo. No podría de ninguna manera arrastrarle hasta la salida. Tendría que encontrar algún waldo que aún funcionase, o…

—Jefa, ¿estás bien?

Di un respingo y activé el transmisor del traje.

¡

! Necesito que me digas a qué nivel de profundidad se ha hundido la nave, rápido. Yo estoy ahora en la bodega.

—La línea de flotación está a punto de rebasarte. No tienes mucho tiempo. Te aconsejo que salgas de ahí, Marion.

—Enseguida —murmuré, y me subí a lo alto de una caja de embalar. Saqué los explosivos del cinto y los lancé contra la pared de enfrente de la bodega. Quedaron pegados a ella a una altura de unos tres metros. A continuación hice todo lo posible para que las piernas rígidas (noté que eran prótesis metálicas en cuanto las toqué) y los brazos del joven quedasen bien abrazados a mi cuerpo, pero separados de la mochila cohete. No quería provocarle más quemaduras de las que ya tenía.

—Bien. Vamos a nadar un poco —mascullé, y lancé la señal de activación a las cargas, que detonaron dirigiendo selectivamente su fuerza hacia fuera, al blindaje de la nave. Éste, suficientemente castigado ya por el aterrizaje, se combó hacia el exterior. Si hubiéramos estado completamente sumergidos, el ácido del lago hubiera entrado a presión y habríamos tenido serios problemas. Pero no pensé mucho en ello. Atisbando el maravilloso gris cobalto del cielo del anochecer a través del agujero, abracé al joven y activé la mochila cohete.

Salimos disparados hacia arriba. Por pocos centímetros no nos estrellamos contra el perímetro del agujero. Al momento estábamos fuera, trazando espirales como un averiado cohete de feria por encima del lago metálico. Traté de controlar la orientación sobre la marcha, cosa nada fácil con un peso muerto que es mayor que el tuyo a cuestas, y logramos estrellamos con relativa dignidad en el barro junto a mi nave.

—Bravo.

—Cállate y abre la compuerta. Prepara el medicomp en la cámara de estasis —ordené, acariciándome el brazo derecho. Me había hecho daño al caer—. Vamos a llevar a este chico a un hospital.

Aquario obedeció y nos ayudó a subir a bordo. Tras dejar al joven al cuidado de los instrumentos centinelas en la sala de urgencias, corrí al puente (pero me quité el traje de vacío por el camino, porque no quería pringar el caro tapizado de las consolas), y me senté en ropa interior en el diván de mando. Activé los ciclos de despegue. El único sonido que me acompañó durante el ascenso fue un extraño rechinar de bujías estropeadas y campanillas, muy fuera de lugar. Algo así como:

—Glbli, glbli, glbli.

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