Arena

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5. Danza

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Como a todos los que vivían allí, me estaba resultando fácil identificar las diferentes secciones de la Residencia por el olfato. Resulta increíble la cantidad de cosas que podemos descubrir por los olores cuando no los limitamos con las ventajas de los demás sentidos.

El duque Sax me había contado que, en su juventud, adquirió a precio de oro los terrenos donde edificaría a lo largo de quince años la obra que legaría a su familia, aquel complejo residencial fortificado como un castillo. Durante todo ese tiempo había amontonado piedra sobre piedra de su sueño con la paciencia y claridad de objetivos que eran legendarios en su estirpe.

Los Sax de Palladys habían emigrado del mundo madre hacía tan sólo una generación, instalándose en el periférico pero tranquilo Aeolus. Este planeta pertenecía al Racimo de la Sílfide, un conglomerado de catorce estrellas inmerso en plena Parma Nebula. De ellos sólo cinco poseían planetas habitables: uno era la propia Palladys, monarquía autoritaria y sede del Concilio de los Cinco, un grupo de poderosísimos mercaderes capaces de comprarle a Mundo Joya esa parcela del cosmos y conseguir una rebaja. Gente muy propensa a retorcer los derechos ajenos en su beneficio, cosa que hacían con toda impunidad. Cuando había suficiente dinero de por medio, cualquier burócrata apartaba la vista con la celeridad o elegancia que se le exigiese.

Yo nunca había estado en la Sílfide, pero había comerciado indirectamente con ellos en alguna ocasión. Y no sólo con los palladystas, sino con sus enemigos, la distinguida competencia Xariana de Xar, con la que Palladys mantenía una especie de guerra fría con picos más que tibios. Precisamente, a satisfacer las necesidades de esa guerra se dedicaban mis actuales anfitriones, la familia Sax, una de las estirpes de aristócratas guerreros que combatía en los Juegos Sagrados. Como todas las familias cuya estructura giraba en torno a la preparación de campeones, ésta también poseía un secreto legendario asociado a su patrimonio: en el caso de los Sax eran los venenos, que extraían de sus flores mediante soluciones arcanas sólo conocidas por el duque y sus farmacontes de confianza. Otras familias fabricaban implantes cibeméticos parasitarios, basados en organismos bionéticos, que terminaban consumiendo desde dentro al desgraciado huésped, o se habían labrado una merecida fama como pintores de cuadros mortales, con estructuras estereomórficas escondidas capaces de destruir ciertos tipos de estructuras cerebrales en aquellos que los observaran.

Aquella guerra interminable parecía desde el exterior, para la turista lega y desinformada que era yo la primera vez que estuve allí, una manera muy civilizada de resolver sus conflictos: juegos cuatrimestrales salvajes y despiadados, donde los soldados combatían para deshacer disputas políticas y para regocijo del público asistente. Millones de personas disfrutaban del espectáculo en los Circos o a través de las cámaras de los emporios televisivos de Marmolia, autorizados a retransmitir en directo la mataza. Sí, parecía algo extremadamente civilizado y aséptico.

No lo era.

Los Juegos de Palladys siempre resultaban un espectáculo bárbaro y cruel. Ya empezaba a intuir cuál era el propósito de la nave que se me cayó encima en los lagos de Tikos, el destino de su siniestro cargamento de desechos cibeméticos, entre los que había hallado al joven Tristan.

Perfumes. Fue el olor del sudor de los hombres lo primero que excitó mis sentidos cuando accedí al recinto de entrenamiento. Sin-derella se había marchado a los vestuarios (al parecer, según me había contado en aquel breve paseo, nunca almorzaba en la casa porque se entrenaba luchando por la comida en un pozo de perros salvajes). Me había quedado sola.

La familia Sax tenía presupuesto para algo más que el cultivo de flores. Penetré en aquel recinto semicircular con amplios graderíos y vi a los hombres saliendo de los vestuarios. Todos eran mercenarios a sueldo de la familia, entrenados en sus campos para combatir en la Arena. Hasta ahí lo que yo sabía. Sus miradas me siguieron por los pasillos que llevaban al recinto de entrenamientos. Algunos me saludaron mientras se secaban con toallas al salir de las duchas, mostrando sin pudor sus genitales de generoso tamaño. Pero si alguno esperaba tal vez un juicio o un agasajo a su primaria masculinidad por mi parte, se llevó una decepción. En completo silencio, crucé los pasillos. Siguiendo las flechas indicadoras pintadas en el suelo, arribé por fin al gran hemiciclo del combate.

Éste era uno de los pozos de entrenamiento de los seis que poseía la Residencia. Desde fuera parecían cilindros metálicos truncados como conos volcánicos, pero por dentro consistían en complejos laberintos de pasillos que rodeaban una pista en forma de media luna, atestada de hombres y vehículos. Tristan estaba allí, luchando contra tres gladiadores a la vez, con una naginata de doble hoja en las manos y un peto reforzado protegiéndole el corazón.

Sus contrincantes atacaban con furia, pero Tristan luchaba poseído por algún tipo de fuerza imparable, bloqueando sus ataques, contrarrestando sus embestidas y lanzando certeros golpes a sus puntos vitales.

Entré en el recinto y me senté en las gradas, disfrutando del espectáculo. Paseé la vista por los diferentes grupos de combatientes: algunos practicaban estilos difíciles de identificar derivados de las artes marciales. Otros se lanzaban chorros de plasma con pequeños surtidores portátiles y trataban de esquivados refugiándose tras pesados escudos de pavés. Más allá, un grupo de enanos vestidos con cotas de malla y cascos de pilotos de pruebas daban los últimos retoques a un vehículo mezcla de acelerador de carreras y tanqueta blindada, con enormes osamentas de triceratops sobresaliendo amenazadoras de su proa.

A los diez minutos sonó una sirena en el recinto. Los combates acabaron. Reconozco que me sentí un poco triste; lo cierto es que me estaba divirtiendo mucho viendo cómo aquellos brutos se pegaban.

Tristan me descubrió allí sentada, con la barbilla apoyada sobre ambas palmas y mirándole con ojitos melosos. La verdad es que el chaval poseía un físico impresionante, muy atractivo. Hacía tiempo, por lo menos un par de meses, que no me acostaba con un hombre, y un mecanismo hormonal interior empezó a pitar en cuanto se acercó a mí y se quitó el peto de acero, descubriendo un pecho marcado por las huellas de antiguas cicatrices.

—¿Has asistido al espectáculo? —preguntó, secándose el sudor de las axilas con una toalla. Yo sonreí.

—Esto no es lo que yo llamaría precisamente un espectáculo.

—Bueno, eso depende de los gustos —comentó, sorbiendo por la nariz y escupiendo en la arena, cerca de mi bota. Yo no la aparté—. ¿Te gustó la bromita de la flor?

—Tu hermana me dijo que ese tipo de humor asqueroso es típico de ti.

—¿Mi hermana? —Tristan pareció encresparse durante un instante, recuperando parte de la agresividad que sus pupilas habían reflejado en el despacho de su padre, pero en un segundo se relajó—. Ah, sí, Sin-derella. No es hermana, en realidad, sino hermanastra. Hija de mi padre y de su quinta concubina.

—¿No te cae bien?

Tristan cacareó como un gallo de pelea.

—¿Esa zorra? ¡Ja! No te puedes fiar de ella más que en una cosa: que nada verdadero sale de su boca si tú no lo has metido antes. Además, es una lesbiana inconfesa y reprimida.

—¿Sí? —Alcé las cejas, sorprendida por la contundencia de las opiniones que Tristan tenía sobre su propia familia, y de cómo las expresaba sin pudor ante una extraña. ¿Formaría esto parte de algún retorcido juego de engaños destinado a confundir mi juicio sobre sus componentes, en caso de que yo fuera una espía?—. Pues me ha invitado a dormir en sus aposentos esta noche.

Tristan enseñó los dientes y despidió a sus sparrings. Nos quedamos solos en las gradas. Las luces se apagaron, salvo unos cuantos focos que iluminaban con haces muy duros la franja central de la arena. El joven heredero del título ducal tiró la toalla sobre el respaldo de un asiento, y extrajo dos cuchillos escalpelados de una pequeña caja.

Me tiró uno a las manos.

—¿Sabes luchar, Piscis?

Contemplé el arma, fría al tacto y tan afilada que cortaba con sólo apoyarla sobre mis pantalones.

—No sé hacerlo como tú. Yo he aprendido las técnicas de las callejuelas, y ahí vale todo. —Torcí el gesto, poniéndome en pie y tendiéndole el puñal para que lo recogiese—. Es un estilo muy diferente al que tú demuestras en estos combates coreográficos. Me ganarías enseguida.

—Eso me gusta mucho en una mujer.

—¿Qué sepa defenderse?

Tristan no aceptó el cuchillo, sino que me agarró de la mano y me condujo al área de entrenamiento.

—Que conozca sus límites —dijo, y se colocó en una pose defensiva.

Yo miré a mi alrededor, aterrada, buscando a alguien, quien fuese, para hacerle partícipe de la broma y que viniera a rescatarme de aquel embrollo. Pero estábamos absolutamente solos.

Tristan comenzó a desplazarse lateralmente, dando lentos giros a mi alrededor con la hoja de su cuchillo siempre enhiesta, inclinada ligeramente sobre su antebrazo en una pose más defensiva que destinada a agredir.

Yo sacudí la cabeza, riendo por lo bajo de lo ridícula que debía parecer a los ojos de un espectador, y alcé el puñal, agarrándolo sin gracia como si fuese un cuchillo de cocina.

—¿Dónde te improntaron? —preguntó, lanzando un primer ataque tentativo. Apenas lo deflecté golpeando su brazo lateralmente con el mío.

—En la prisión de un planeta periférico, Zhintra.

—¿Zhintra? Creí que ese penal había sido destruido hace años.

—Eso es exactamente lo que ocurrió —corroboré, tentando una estocada. Tristan la esquivó limpiamente, pivotando unos grados sobre un pie, y me empujó hacia atrás con las manos.

—¡Au! —protesté, pero él no me dio cancha.

—¿Para qué te improntaron? ¿Quién lo hizo? No existen muchas técnicas diferentes, y son conocidas exclusivamente por unos pocos entendidos.

—Lo sé. —Me cubrí tratando de imitar su pose, pero en cuanto lo notó la cambió enseguida, variando de estrategia—. Cuando era niña, es un decir, me obligaban a acostarme con muchos potentados y ricachones de Zhintra. Peces gordos felizmente unidos a sus parejas, que acudían mensualmente al penal para satisfacer sus perversiones secretas con las esclavas de placer.

—¿Eso eras? ¿Una esclava?

Me ruboricé.

—No creo que ganemos nada mintiéndonos, así que te lo contaré como lo recuerdo. Hay partes de aquella época que he logrado borrar de mi memoria. —Finté al atacar, apuntando a su pecho desnudo, pero él se deslizó bajo mi brazo como una serpiente y se apartó, golpeando mi cuchillo con el suyo y arrancándole una pequeña chispa, que brilló a la luz de los focos como el primer destello de la luna sobre el mar—. Pero recuerdo con nitidez los gustos de aquellos pervertidos, algunas de las cosas que me obligaban a hacer… —Contraje los labios con asco—. Luego, durante la borrachera o el sueño post coito solían hablar como cotorras, profiriendo sandeces contra todo y todos, y largando algún que otro secreto de Estado de vital importancia.

—Y te condicionaron para que no soltaras prenda.

—Exacto. —Tristan se acercó poniéndome la zancadilla. Yo esperaba una maniobra así y me agarré de su mano, cruzando tiernamente mi cuchillo con el suyo y ayudándome de su fuerza para incorporarme. Sólo me llevé un ligero corte en el pulgar cuando él giró la hoja para probar mi carne, durante el escaso segundo en que estuvimos en contacto. Tristan volvió a encararse conmigo, ejecutando un fugaz y atrevido paso de tango.

—Aún busco al malnacido que me improntó —continué—, usando aquellas jeringuillas untadas con drogas que dolían como el infierno.

—¿No murió junto a los demás cuando reventó la fortaleza prisión? Oí que fue espectacular.

—Por desgracia, no. —Eché hacia atrás la cabeza al tiempo que su puño pasaba lentamente, marcando los movimientos, muy cerca de mi cuello—. Pudo huir mientras se venía abajo, junto con algunos otros supervivientes. Desde entonces le he estado buscando para matarle. —Tomé la iniciativa—. Pero háblame de ti.

Tristan se encogió de hombros, esquivando un golpe.

—Mucho me temo que mi historia es bastante menos épica que la tuya. Desde pequeño fui escogido para luchar en las guerras palladystas en representación de mi familia. Para entrenarme me enviaron a un santuario de monjes kay, en P… p… ¡joder!

—Sí, ya, en Permafrost.

Le logré encajar una estocada aprovechando la ligera distracción al pronunciar la palabra, y esta vez fui yo quien probó su sangre, haciendo manar un hilillo muy delgado de su bícep izquierdo.

Tristan lo lamió; sus labios quedaron como los míos, manchados de rojo.

—Voy a regresar en los próximos días a… ese planeta —anunció—. Si quieres puedes venir conmigo. Te avalaré para que te dejen entrar en los templos como recompensa por haberme salvado la vida. Allí está la persona que me improntó; es posible que sepa algo que ayude a encauzar esa venganza tuya.

—¿Venganza? —arrugué la frente—. Me considero una persona demasiado sofisticada para ese tipo de juegos. Esto no es una venganza.

—¿Ah, no? ¿Y entonces qué es?

De nuevo el entrechocar de hojas.

—Una advertencia. Para que nadie vuelva a hacerme nada parecido

jamás.

Tristan se lanzó bruscamente sobre mí y, desmontando mi parca defensa de un empellón, me retorció un brazo mientras colocaba su cuchillo contra mi cuello. Me obligó a arquear la espalda como en el movimiento de salida de un tango, echándose sobre mí y hundiendo unos milímetros la punta del arma en mi piel.

—Pues ten mucho cuidado con las personas que eliges como amigos —siseó, lascivo—. Porque te puedes llevar más sorpresas de las que esperas.

Sonriendo, tiré el cuchillo y atrapé su entrepierna en mi puño con la mano vacía, mientras me contorsionaba para escapar de su presa. A veces había tenido que sacar tuercas con las manos de los motores de

Aquario, y para hacerlo tuve que aprender a ejercer mucha presión en los dedos. Con Tristan no tuve la más mínima piedad. El joven se contrajo a una posición fetal mientras estrujaba con todas mis ganas sus genitales.

—Recuerda tú los datos que tu enemigo tiene la delicadeza de ofrecerte. Te dije que había aprendido a luchar en las calles, y no me asusta el contacto con estas cosas de hombres. —Le solté, dejándolo sin aliento en la pista—. Y para tu información, yo no tengo amigos.

Me alejé dejándole allí tirado, ponderando si tal vez me había pasado un poco, pero al momento respiré tranquila: lo último que oí antes de abandonar la arena fue su risa sincera.

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