Arena

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10. Despertares

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—T… Trismo…

—¡Piscis!

Paf. Una cachetada.

—¡Ay! —protesté, volviendo a la realidad. Sin-derella estaba inclinada sobre mí, sonriente.

—Has vuelto de entre los muertos, Piscis.

Me situé: la cámara de estimulación de las Flores de Narcolis. Estaba tumbada sobre un pétalo de rosa. La hermana mayor de Tristan me estaba aseando un poco con una toalla, librándome del hediondo gel del capullo.

—¿Cómo está Snuk? —pregunté, incorporándome. Sin-derella arrugó la frente.

—¿Quién?

—Eh… Tristan —corregí—. ¿Logramos sacado de allí?

—Lograste sacarme —dijo una voz masculina a mi espalda. Me volví y allí estaba él, dejándose colocar unas sondas en la cabeza por el sonriente Grobar. Tenía en sus manos una vasija llena de un líquido púrpura que abrazaba con fuerza—. Muchas gracias, mujer del espacio. Ya te debo otra.

—No lo olvides. —Le guiñé un ojo, descubriendo de improviso que estaba tremendamente agotada—. Me siento como si me hubiese pasado una astronave por encima. ¿Por qué tengo esa palabra tan recurrente en…? —Callé, abriendo mucho los ojos.

—¿… en la punta de la lengua? —rió Tristan. Luego ordenó muy serio—: Pronúnciala.

—Trismo —silabeé, anonadada. Era mi clave de condicionamiento, el candado cerebral. Miré a mis compañeros—. ¿Cómo es posible?

—Permafrost —dijo el joven con satisfacción—. Yo también me he liberado. En el último segundo del sueño creíste pronunciar mi nombre, pero por error dijiste tu palabra clave: confundiste trismo con Tristan. Y me hiciste recordar. Rompiste la cadencia de realimentación de la vis onírica, el vasnaj.

Me puse en pie, confundida. Sí, había algo nuevo en mi mente, una batería de sensaciones y momentos congelados que atisbaba de fondo si cerraba los ojos, como sombras en una caverna. Recuerdos que tras tanto tiempo de encierro no podían alcanzar la luz de golpe. Pero se iban acercando.

Reprimí un escalofrío.

El resto del día transcurrió con tranquilidad; el glaciar subterráneo que nos arrastraba por el interior de Permafrost siguió avanzando unos kilómetros más hacia la arista planetaria. Grobar nos advirtió que mejor sería que marchásemos antes de que la cruzara, ya que toda la montaña sumergida brotaría por la planicie del extremo contrario como un tsunarni descontrolado de escarcha. De todas formas, aún nos quedaban unas horas para dormir.

El interior del glaciar estaba más caliente de lo que esperaba, tal vez por algún efecto de calentamiento de la bolsa de aire por el rozamiento de la rimaya.

Nos instalamos en grietas anchas, forradas con pieles. La mía tenía el suelo transparente, y si me acostaba mirando hacia abajo podía ver las

crevasses, profundas grietas transversales, desplazarse lentamente bajo la lengua de hielo.

Traté de dormir de todas las maneras posibles: cabeza arriba, cabeza abajo, contando borreguitos, peces y exponentes primos del número pi (estaba fatal a esas alturas de la noche)… Incluso probé con el yoga, pero al tratar de colocar ambos pies sobre la nuca resbalé y me di un golpe en el trasero que disipó la poca somnolencia que había logrado acumular.

Enfadada, me abrigué y salí a dar una vuelta por el glaciar. No dejaba de pensar en las sombras de la caverna, cada vez más nítidas y parecidas a recuerdos que no estaba segura de querer rescatar del olvido.

Paseé aburrida entonando tonadillas por lo bajo, tratando de pensar en otras cosas, pero las imágenes no disminuían su intensidad. ¿A qué demonios venía ese elefante azul bailando sobre una alfombra de cristales?

Tras un recodo vi algo. Por acto reflejo me llevé la mano al hombro, donde tenía colgado el cinto de la pistola de rayos, y destrabé su seguro. Al fondo de un pasillo mal iluminado había alguien, una sombra encorvada que se mecía con las manos en las rodillas.

—¿Tristan? —pregunté en voz baja. La sombra no contestó, pero dejó de balancearse.

Al fin, tras un largo minuto de silencio, un rumor sordo que al final identifiqué como una voz llegó hasta mis oídos. Algunas palabras no se entendían bien, no supe si por el efecto eco del hielo o porque bajo ella se escondían sollozos.

—… No estaba vestida de cortesana, como cuando se casó con uno de nuestros primos lejanos, con el tul y las gasas que la hacían parecer un espíritu blanco. Aquella tarde iba de gris, tenía el pelo recogido en una trenza, rizos de papel. Papá fue a recogerla al astropuerto para ayudarla con el equipaje. No quiso enviar ningún paje ni mozos, sino ir él mismo. —Sorbió por la nariz—. Siempre decía que Julia había acumulado al nacer toda la liviandad que nos faltaba a los demás hermanos. La sostuvo en alto cuando era un bebé y la acunó como a una copa de cristal. Decía… que algún día caería del cielo una lluvia más fuerte de lo normal y ella se rompería como un sueño.

La sombra de Tristan se revolvió.

—La llevó a los jardines a ver los claveles. Se aproximaba la época en que los girasoles migrarían, esporas, esporas, al otro extremo del pabellón buscando la tibieza de la primavera, polen en cascadas de color. Ella estaba muy ilusionada con aquella migración.

Me senté junto a él y posé una mano en su hombro, pero no dije nada. Tristan señaló a la oscuridad, donde tenía clavada la vista, y exclamó sonriente, imitando la voz de su padre:

—¡No las toques todavía! Deja que sientan ellas mismas la urgencia por buscar el temple del sol. Las flores son armas que necesitan ser forjadas en el yunque de la mañana. Armas más bellas que ninguna otra fabricada por el hombre…

Me incliné despacio sobre su hombro, y apoyé la cabeza. Él me la acarició, tarareando un sonsonete que recordaba una canción de cuna.

Hacía frío.

Recuerdo que nuestras barbillas fueron alzándose lentamente, con timidez, hasta encajarse en un beso. Sentí su lengua enredarse en la mía y su mano buscar la suavidad de mi pecho, y le dejé hacer mientras tiritaba. Él abrió mi camisa y me exploró con ansia, respetuosamente al principio, más caprichosamente después. No dejó de cantar. En algún lugar de sus ojos estaba la mirada reservada a su hermana; su nombre escapó en varias ocasiones de sus labios, de manera que mientras me penetraba yo no sabía a quién le estaba haciendo el amor, si a la corsaria que le había salvado dos veces de la muerte, o al fantasma de Julia.

Hubo un momento en que su mano rozó la pistola que yo llevaba colgada del cinto, y se retiró espantado. Mis piernas cerraron su abrazo en torno a sus caderas, impidiéndole huir.

—¡No te vayas! —supliqué—. Aún quiero más.

—Tú… no eres Julia —se sorprendió. Yo le besé unos labios estáticos.

—No, soy otra mujer. La que tú buscas se marchó hace mucho tiempo, Tristan —expliqué dulcemente—. Por mucho que la desees no volverá. Tienes que aprender a vivir con ello, pequeño. Los dos sentimos regresar parte de nuestra memoria poco a poco, ¿no lo notas? ¿No ves lo parecidos que han sido nuestros destinos?

Él se zafó de mi abrazó y salió de mí con brusquedad.

—¡No!

Se puso en cuclillas mirándome con renovado odio, con la misma expresión que le había visto usar en el sueño cuando contemplaba a su padre.

—Eres una malnacida —escupió, agarrándome por el cabello como un animal. Toda la delicadeza se esfumó de un plumazo y se impuso el terrible guerrero de los combates de gladiadores. Yo me retorcí sobre el hielo y traté de alcanzar la pistola, pero él la lanzó lejos y cayó en una grieta—. ¿Por qué estás aquí, eh? ¿Cómo pudiste cambiar de opinión tan rápido en el despacho de mi padre?

—¡Tristan, me haces daño!

—¿Qué viste en el sueño? ¿Qué secreto te revelé sin quererlo? —increpó en voz baja, consciente de la cercanía de la grieta en que dormía su hermanastra, Sin-derella—. Sin duda fue algo que jamás debiste presenciar, Piscis. Mi padre abusando de mi hermana, o algo peor. Tal vez abusando de Sin-derella cuando aún era una niña. Tal vez a mí matándole con mis propias manos.

—Tu padre no mató a tu hermana, Tristan —le espeté, clavándole las uñas en la carne. Delgados hilos de sangre manaron de su antebrazo y me mancharon la cara, pero el guerrero no aflojó su presa—. Fuiste tú, ¿verdad?

—¿Qué estás diciendo, zorra? —abrió desmesuradamente los ojos, mirándome con pupilas de reptil. Su órgano viril colgaba fláccido entre mis piernas, y por algún extraño motivo también estaba manchado de sangre.

—Eras tú quien abusaba de ella cuando erais adolescentes —dije, tratando de clavarle cada palabra con la contundencia de un martillazo, con la esperanza de que se olvidara de la presa marcial que ejercía en torno a mi cuello—: Tu padre lo descubrió y casi te mata. Tu hermana no pudo soportar la vergüenza y se suicidó.

—¡Yo la quería! —gritó, y su voz creó ecos en todo el glaciar.

—Claro que la querías. Y le hacías el amor a escondidas entre las flores, ¿verdad? Has logrado olvidado, encerrado en lo más profundo de tu mente, y todos los días de tu vida le echas la culpa a tu padre de lo que ocurrió. Seguro que fue él mismo quien implantó esos candados en tu memoria para que nunca supieras la verdad. Pero me apuesto la vida a que fuiste tú, Tristan —gruñí—. Sólo tú. Tú mataste a Julia.

¡Cállate! —gritó, haciéndome girar hasta que mi cuerpo quedó boca abajo y mi cara raspó el helado suelo—. ¡Cállate, maldita puta, no sigas hablando!

Me violó durante casi tres minutos, penetrándome con rudeza por detrás mientras aplastaba mi cabeza contra el hielo y con la otra mano me retorcía un brazo hasta casi partirlo. Quise llamar a chillidos a Sin-derella o a Grobar, pero los túneles me devolvieron los gemidos tras hacerlos rebotar cruelmente en sus laberintos de resonancia.

Al final, sentí su asqueroso vaho sobre mi nuca, y noté cómo me susurraba:

—Julia… Julia… Te deseo… Yo jamás te haría daño.

Como si fuera una muñeca de trapo, me arrojó al interior de la misma grieta por donde había caído la pistola.

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