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11. Mausoleos de cristal

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El duque Sax desembarcó de la lanzadera ajustándose el abrigo monoclima. Hacía un día ventoso con amenaza de lluvia sobre la sede de los Juegos. En el inmenso recinto rodeado de graderíos, cubierto ahora por la enorme cúpula de cristal de casi cinco kilómetros de diámetro que protegía las pistas, se movían centenares de personas, la mayoría personal de mantenimiento y limpieza. Unos tractores pesados recorrían las hectáreas de hexágonos dinámicos comprobando su respuesta a la presión de las ruedas. Montañas y cañones se alzaban y desplomaban aquí y allá, mientras los técnicos de orografía probaban algunas configuraciones estándar desde el control central. El estadio era tan grande que incluía hasta un dique, donde un par de trasatlánticos amarraban sus cabos dispuestos a presenciar el espectáculo.

El duque se dirigía hacia el control central. Subió a una burbuja suspensora y revisó el contenido de su maletín mientras el vehículo se aproximaba a la Torre Uno, una espiga de mármol de cuarenta pisos en cuya cúspide le esperaba su principal enemigo, el conde Kroiff el Progenitor.

—¡Sax, viejo zorro, cómo has cambiado! —bramo éste desde el extremo opuesto de la sala de mando.

Sax lo abrazó y le dio dos besos, uno en cada mejilla. Kroiff exageraba: apenas había variado su aspecto en los últimos cuatro meses, salvo por el cambio de modisto que se notaba en los pantalones bombachos y el colgante holográfico que ardía sin consumirse en su cuello. Pero el patriarca de la familia de los Temples de Tebas sí había cambiado: Sax lo notó en seguida más delgado y consumido.

—Me cazas enseguida, serpiente del desierto —bromeó—. No se te puede ocultar nada.

Kroiff le acompañó hasta el panel central de mandos. Allí, sentado frente a una veintena de técnicos de sonido e imagen, ante una cúpula reticulada dividida en más de cien pantallas interactivas, estaba el hombre al que ambos debían presentar sus respetos: el jefe de emisiones.

Era costumbre que todas las casas señoriales agasajaran en secreto a tan singular personaje, dueño y señor del tiempo en antena de las victorias de sus muchachos. Kroiff se le había adelantado y ya habría entregado su propio maletín. Sax sólo podía esperar que su oferta fuera mejor.

Una vez concluido el ritual (y comprobado el interés del agasajado por el contenido de ambos maletines), el duque y el aristócrata Xariano de Xar se reunieron a solas en una sala vacía destinada a ruedas de prensa.

—He oído que los Autarcas Edeanos han traído un nuevo juguete —comentó Sax distraídamente, mientras jugueteaba con su colgante holográfico. Si apretaba un botón, la llama que nunca se apagaba podía cambiar a dos mujeres copulando—. Algo parecido a un androide de combate. ¿Has oído algo sobre eso?

Kroiff atusó su fino bigote espinoso.

—Algo, muy poco para resultar fiable. No es un androide, al parecer, sino un traje onirométrico. Se controla con la mente, mediante las sinfonías vasnaj-sueño.

—¿Han logrado desarrollar esa tecnología? —El duque arqueó en dos medias lunas sus cejas—. Nosotros llevamos años sin conseguido.

—Tampoco nosotros. Habrá que tener mucho cuidado. Ahora mis hijos están investigando, pero el hangar de los Autareas parece una fortaleza.

—Hmm —gruñó Sax, cambiando de tema—: aún tenemos problemas con los suministros de material desde la última vez. Nos hicisteis polvo en la arena.

—En mi casa hemos tenido que curar tantos heridos y coser tantos miembros amputados que todo nuestro ejército parece un collage. Están todos cosidos de la cabeza a los pies.

Sombríos, ambos duques se aproximaron el uno al otro con aire de violencia contenida.

—Prepárate porque esta vez no habrá tregua —advirtió el conde, uniendo las cejas. El duque Sax le pasó una mano por el hombro, y ambos salieron de la sala rumbo a la cantina.

—Ah, Kroiff, mi nuevo ejército te va a sorprender de verdad.

—¿Puedes adelantarme de qué se trata?

—Deja que de eso se encarguen nuestros hijos… Pero te aseguro que esta vez vas a recoger las tripas de tus jugadores con una pala mecánica. Te voy a dejar boquiabierto.

Sus risas se diluyeron en el aséptico ambiente de los pasillos.

El lecho del glaciar corría raudo bajo mis pies.

Me senté y vi manchas de color rojo en la nieve. Mi sangre.

Estuve unos minutos llorando en silencio en la oscuridad, sola, mientras las morrenas se arrastraban contra las entrañas del mundo.

¿Por qué me había dejado hacer aquello? ¿Cómo no lo había visto venir? ¿Acaso no alardeaba tanto de tener un sexto sentido capaz de detectar la maldad incluso tras las fachadas mejor construidas?

Qué desastre. Qué inconsciente y estúpida había sido, dejándome llevar por los sentimientos hacia alguien improntado como yo. Tristan había abusado de mí, pero él creía que lo había hecho con Julia. Estaba loco. No sé qué me enfureció más, si el ultraje de que me violara o que siempre hubiese sido un malnacido capaz de sodomizar a su propia hermana.

¿Lo sabría Sin-derella?

Me puse en pie y examiné la grieta, que conectaba con la franja central del glaciar, el lugar más seguro para evitar ser aplastada por su imparable cinética. Imposible de escalar.

Los demás probablemente se habrían despertado al oír los gritos, pero… ¿qué les habría contado Tristan? Les diría que yo había muerto, que me había visto caer por las fisuras a la franja de desplazamiento.

No estaría muy lejos de la verdad.

Me enfundé en las escasas ropas que me quedaban, una camiseta y pantalones térmicos arrugados, únicos restos del abrigo monoclima. También me deshice del sujetador que Tristan había roto.

Busqué la pistola. No la vi por ninguna parte. Tiritando, me asomé a la grieta para chillar pidiendo socorro, pero antes de proferir un sonido me tapé la boca con una mano temblorosa.

Algo se arrastraba por los pasadizos verticales. Algo grande.

Al principio no pude hacerme una idea exacta de sus dimensiones. Estaba anclado con su seis extremidades peludas a las paredes de la grieta, pero no supe si colgaba cabeza arriba o abajo, si me estaría dando la espalda o apuntándome con su horrible hocico de bestia polar.

Entonces rugió, y subió escalando hasta el nivel superior.

—¡Sin-derella! —chillé, maldiciendo la repentina ronquera que me causaba el ambiente—. ¡Grobar, salid de ahí! ¿Me oís?

La bestia giró lo que parecía una larga oreja peluda hacia mí, pero me ignoró y continuó subiendo. Una luz iluminó la boca del túnel. Vi sombras que la atravesaban corriendo.

Sonreí. Estaban despiertos. Tal vez podrían matar a la bestia antes que…

Hubo un gelomoto. El glaciar entero tembló y se retorció como una serpiente enferma. Caí de espaldas y me agarré aterrorizada a un carámbano.

La morrena se había incrustado en una superficie más dura, y se plegaba como un colchón de piedras tratando de frenar al glaciar, pero la cinética de éste era demasiado potente. Un océano de grietas y estallidos se abrió en las paredes. El suelo tembló y se resquebrajó con un estruendo atronador.

Me agarré con fuerza a una estalagmita, rezando porque aguantara. De repente, una luz clara y potente, difuminada por todo el glaciar, penetró a través de sus paredes. No era una antorcha, ni focos ni hogueras de inusitada potencia. Era la rojiza y candente luz del día.

Recordé lo que el brahmaputra había advertido sobre el desplazamiento del glaciar: su curso y su escasa profundidad de navegación lo lanzarían con fuerza hacia arriba cuando sobrepasase la esquina en ángulo recto del horizonte. Trataría de seguir avanzando y saltaría hacia lo alto. Literalmente, el mundo se le había acabado, y brincaba como una ballena surgiendo del mar.

Estallaron grietas y se abrieron profundas fisuras. Gases y explosiones por todas partes y pedazos que llovían del techo. Si me quedaba allí moriría sin remedio. Agarrándome al suelo hasta con los dientes, avancé hasta el nacimiento del túnel que comunicaba con el nivel superior, que a cada segundo se volvía más y más angosto. No me quedaba otra opción: tenía que arriesgarme a subir por allí, ayudándome de las recién formadas entalladuras, pese al peligro de que en cualquier momento el pasaje pudiera cerrarse y aplastarme como a un insecto.

Desde la desembocadura superior, a unos lejanos veinte o treinta metros, caía una cascada de polvillo de nieve. Vi resplandores de descargas de energía: probablemente el brahmaputra y sus alumnos estarían combatiendo a la bestia.

Anclando las manos en los resbaladizos apoyos, escalé el túnel. Las manos se me estaban poniendo azules, pero apreté los dientes y me rompí las uñas hasta llegar arriba. En el último segundo, un brusco temblor de tierra estuvo a punto de hacerme caer. No habría llegado abajo, ya que casi en el mismo momento en que saqué las piernas del agujero, éste perdió su fuerza estructural y se cerró con un estruendo de masas de hielo fracturadas.

Respiré con alivio, al tiempo que me agachaba para esquivar una descarga láser. Al final del túnel, los Sax combatían contra una bestia peluda de tres metros, con dos piernas y cuatro enormes brazos acabados en garras de la longitud de espadas. Tenía la cabeza incrustada en el pecho, por lo que era de éste de donde surgían los terribles rugidos que casi lograban acallar el estruendo del glaciar.

Grobar estaba acurrucado en una esquina, tratando de manipular los pistilos de control de su Flor de Narcolis, mientras Sin-derella y el cerdo que tenía por hermano trataban de detener a la bestia con sus pistolas de rayos.

El monstruo alzó los brazos para raspar el techo de la gruta, arrancando estalactitas. Sin-derella le alcanzó con una ráfaga concentrada en pleno esternón; el ser se encogió y retrocedió unos pasos. Al verme, Sin vociferó:

—¡Piscis! ¡Gracias a los dioses! ¡Sal de aquí!

—De eso nada —gruñí, sosteniendo la gélida mirada de Tristan, que me descubrió con evidente disgusto—. Tengo una cuenta pendiente con tu hermano. ¡Eh, bestia!

El monstruo se volvió y su mirada me heló la sangre en las venas. Su rostro (si se podía llamar así) consistía en un plexo solar expuesto al aire en torno a un esternón móvil, fracturado en colmillos de veinte centímetros, del que partía hacia sus tripas un asqueroso conducto esofágico rematado por una boca estomacal igualmente dentada. Su rugido me hizo replantearme seriamente mi maniobra de distracción.

Tragué saliva, retrocediendo.

Los hermanos elevaron sus armas y abrieron fuego a la vez contra la criatura. Sendos chorros de haces verdes le golpearon y quemaron su pelaje, pero no cayó.

Abriendo tanto el esternón que por un momento quedaron expuestas todas sus vísceras, el monstruo de las nieves alzó los brazos, estrellándolos contra el techo. Parte del túnel se desplomó sobre él y los guerreros. Grobar rozó un último pistilo y de repente el glaciar pareció cobrar vida propia, creando un foso en el hielo justo bajo los pies de la bestia. Ésta cayó unos metros, pero se afianzó con las garras.

Comenzó a trepar de nuevo.

Otro pistilo abrió el acceso a una caverna secundaria. Grobar nos hizo señas para que entráramos en la nueva cámara. Sin-derella fue la primera, pero cuando nos cruzamos Tristan y yo en el umbral, nos detuvimos en seco.

—Has sobrevivido —gruñó él.

—Ya conozco tu secreto, amigo —siseé—. Y pronto tu hermana también lo sabrá.

—¡Vamos, no os quedéis ahí parados! —exclamó el brahmaputra, vigilando el agujero. Las manos peludas de la bestia surgieron amenazadoramente de él—. ¡Hay que tratar de alcanzar la superficie!

Tristan sonrió. Pude leer sus intenciones en sus ojos.

—¿Lo matarás también a él? —pregunté, señalando a Grobar, que seguía con cara de pasmo. El joven alzó el arma y me apuntó.

—Si no queda más remedio…

Nos enzarzamos en una lucha cuerpo a cuerpo por la posesión de la pistola. Estábamos tan cerca el uno del otro que Tristan apenas podía maniobrar para ejecutar alguna de sus danzas de combate, pero aún podía emplear alguna llave letal. Para evitarlo recurrí a las técnicas de combate sucio. Él, recordando nuestro baile en el pozo de entrenamiento, instintivamente cubrió su entrepierna alzando un muslo. Pero al hacerlo, durante un breve segundo, dejó al descubierto su cara.

Lo que hice fue escupirle en los ojos. Aprovechando el momento en que viró la cara, le mordí con todas mis fuerzas en la mano del arma, arrancándole un pedazo de carne. Tristan aulló y me golpeó con fuerza. Caí de espaldas, resbalando unos metros y dejando aposta que la inercia del empujón me alejase de él.

Tristan apartó a su maestro del paso con brusquedad. Se paralizó en cuanto vio lo que yo tenía en las manos.

La pistola.

—¿Qué significa esto, Tristan? —berreó el brahmaputra. El joven le prestó la misma atención que a un insecto molesto, y le rompió los chips del cuello de un veloz golpe con el canto de la mano. Me sobresaltó tanto que a punto estuve de dejar caer el arma.

—Eres… un maldito asesino —balbuceé.

—Eso es lo que soy —convinó él—. Desde que tengo uso de razón; desde que mi padre me lanzó a un pozo de pelea para que compitiera por la comida con los perros.

—Y desde el momento en que mataste a Julia.

Tristan escupió.

—Es una lástima que vayan a perderse los buenos momentos que hemos pasado juntos, pero tienes que entender que no puedo dejarte salir de aquí con vida, Piscis.

Le encañoné.

—Pues yo no pienso…

No pude acabar la frase. La bestia del hielo saltó fuera del agujero y, furiosa hasta lo indecible, lanzó violentos manotazos contra las Flores de Narcolis, destrozándolas en explosiones de nieve. Luego se volvió hacia mí; rugió con tanta potencia que venteó mi pelo.

Tristan desapareció corriendo por el pasadizo. Le disparé varias ráfagas, pero todas fallaron.

Alcé el arma contra el monstruo, que se me acercó de una enorme zancada lanzando una embestida. Lo esquivé por centímetros, saltando tras una muralla de hielo que hacía sólo tres segundos no estaba allí. La bestia la atravesó quebrándola en mil pedazos.

Alzó los sables para matarme. Le disparé casi toda la carga sobre el abdomen, pero eso no hizo sino enfurecerlo.

En ese momento giré mi cabeza, y a través de las paredes transparentes vi cómo se alzaba sobre nosotros la pared vertical del mundo.

El glaciar embistió muy lentamente el horizonte perpendicular del planeta, inclinado noventa grados respecto a su trayectoria. La cinética acumulada en sus millones de toneladas de hielo en deslizamiento lo partió como cristal. Vi cómo la proa del fenómeno geológico se deshacía en astillas y la enorme plancha del suelo de la planicie se alzaba para crear una pequeña montaña. El glaciar se resquebrajó bajo mi trasero y tuve que saltar a lo que quedaba del pasadizo para evitar que la rimaya inferior me succionara.

La bestia no tuvo tanta suerte: su enorme peso rompió el basamento y se desplomó unos metros. No fue una gran caída, pero el imparable avance de la morrena lateral lo atrapó y comenzó a triturarlo. La bestia aulló mientras sus huesos se partían, pero aún trató de extender sus garras para atraparme.

En un acto de piedad, le apunté justo a la boca del esófago.

—Vamos, amiguito: di ah.

El monstruo abrió su enorme boca para tragarme. A duras penas logré que la descarga centellease hasta el estómago y lo calcinase.

Eso fue lo más que dio de sí la batería; tiré la pistola y escalé túnel arriba a toda velocidad mientras la montaña se iba desmoronando. Fragmentos de hielo caían sobre mi cabeza, el suelo explotaba en polvo de escarcha que me impedía ver a más de dos metros de distancia. Pero continué subiendo, obligando a mis piernas a plantarse agónicamente una delante de la otra, rezando porque aquella pesadilla acabase pronto.

Justo cuando la escasa tibieza carmesí de la estrella que iluminaba Permafrost me encendió el rostro, y una vaharada de aire puro alcanzó mis pulmones, creí escuchar una voz.

Sí, habían sido unas palabras suplicantes. Miré alrededor: a través de un muro de cristal iridiscente, distinguí la figura encorvada del brahmaputra.

—¡Grobar!

La sorpresa fue indescriptible. El hombre tenía el implante del cuello deshecho, la carne amoratada y los ojos desorbitados, pero estaba vivo.

Encontré un enlace hasta su túnel y llegué a tiempo para que su cuerpo herido se desplomara literalmente en mis brazos.

—P… Piscis… —exhaló. Sacudí la cabeza con fuerza.

—¡No, me niego! Ya se me ha muerto demasiada gente en los brazos. No quiero ninguna muerte dramática más, ¿me oyes? Ni frases épicas ni tonterías absurdas de última hora —espeté, con lágrimas en los ojos. Él sonrió.

—Esto es importante, Marion.

A punto estuve de dejarle caer.

—¿Cómo sabes que me llamo Marion?

—Toda experiencia… —Tosió—… con los sueños de Narcolis genera una vis fundamental, un líquido que traduce todas esas vivencias oníricas en alquimia pura.

—El vasnaj —murmuré, recordando la vasija que Tristan protegía tan celosamente.

—Eso es… Tú también provocaste una sublimación de sueños tras salvar a Tristan… Una sublim…

A duras penas pudo extraer de su túnica una minúscula petaca de cristal, que no habría podido contener ni una pinta de cerveza saltesiana. Casi me sentí ofendida.

—¿Esto es mi vasnaj?

—Ten cuidado con él, porque es muy potente. Puede descubrirte cosas sobre ti misma que jamás habrías deseado saber. —La sangre manchó sus labios—. Me estoy muriendo, Piscis. Es el momento para una… frase épica y definitiva, ¿no es cierto? Es curioso que no la haya preparado hace mucho…

—¡No! No te estoy escuchando —berreé como una niña pequeña—. Estoy pensando en otras cosas, en tonterías de color verde. Tarará. ¿Ves? No te me mueras aún, por lo que más…

El pobre maestro de sueños ya había partido. Lo que quedaba en mis manos, con tanta carne e implantes aún funcionales, no era sino una triste carcasa vacía.

Cerré sus párpados, depositándolo en el suelo lo más solemnemente que pude. Una sombra se proyectó sobre nosotros; por un momento creí que se trataba del monstruo, pero al volverme descubrí al correcto Obbyr, postrado en sincera condolencia hacia su amo.

Me dio mucha pena, pero también una gran idea: destrabé de la manera menos brusca posible el collar biónico que tenía implantado el fallecido brahmaputra, y ordené a través de su emisor al robot que me siguiera. Él interpretó que era su antiguo amo quien le hablaba, y obedeció solícito.

Era posible que aún pudiera sacar algo de provecho de los datos que el brahmaputra había recopilado sobre los gemelos Sax.

En silencio, como si el tímido ruido de mis pasos fuese una ofensa para su tumba errante, me encaminé a la superficie.

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