Arcadia

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Capítulo 62

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–¡Gracias a Dios que lo he encontrado! Bienvenido a casa, profesor —exclamó Rosie cuando Lytten pasó al otro lado de la pérgola y sacudió la cabeza, aliviado y asombrado—. ¿Me cree ahora?

Lytten no contestó; se limitó a apoyarse en el viejo lavabo, respirando con dificultad. De pronto parecía muy cansado.

A Rosie le sorprendió: ella se había recuperado relativamente deprisa, pensó. Claro que la historia no era suya, quizá eso marcara la diferencia.

—¿Qué ha pasado? ¿Ha sucedido algo malo?

Lytten señaló la pérgola, que seguía despidiendo una luz tenue en el rincón. Rosie volvió la cabeza para ver lo que sin duda le preocupaba.

—Chang —dijo—. ¿Qué está haciendo?

—¿Quién?

Lytten estaba demasiado horrorizado y fascinado para responder. Miraba fijo a Chang y a Rosalind, que forcejeaban delante de ellos dos en el sótano.

Chang había agarrado a Rosalind y la sujetaba con fuerza. En la media luz se vio un breve destello metálico, Chang amenazaba a la chica con un cuchillo en la garganta, el cuchillo que Jay había presentado como el arma que acabó con la vida de Thenald y que dejó a modo de prueba junto al altar para que todos lo vieran. Rosalind se defendía, procuraba propinarle patadas, pisarle un pie y retorcerse para zafarse, pero él no prestaba atención. La obligaba a acercarse cada vez más a la luz, tirando de ella de espaldas, mirándolo por encima del hombro. Era mucho más fuerte que ella, y la luz era suficiente para ver el terror que reflejaba su rostro, las lágrimas cayéndole por las mejillas.

Poco a poco, desoyendo sus gritos y sus intentos de morderlo, Chang fue avanzando hacia la luz, de vez en cuando casi cogiéndola en volandas. No había nadie que pudiera ayudarla, nadie podía intervenir. En el círculo de piedras no había ninguna persona.

Paró, jadeando debido al esfuerzo, pero la chica seguía defendiéndose. Un empujón más, no obstante, y habría terminado. Ya estaban lo bastante cerca para que la luz iluminara sus cuerpos, la menuda figura y el hombre fornido unidos en un extraño abrazo. Chang se dobló un tanto, reuniendo todas sus fuerzas, un brazo aún rodeándole con ímpetu la cintura, la otra mano sosteniendo el cuchillo contra el cuello de la chica. Y acto seguido aflojó la presión. Ella chilló una última vez y cayó al suelo, se alejó de él rodando, pugnando por apartarse del cuchillo.

Él se estremeció un instante y cayó de lado, como si le hubieran propinado un empujón, la sangre brotando de una herida que tenía en la pierna. Rosalind contempló a su atacante, que estaba allí plantado, tirando de la flecha que sobresalía de su cuerpo, mientras la sangre salpicaba el suelo. Logró sacarla, con una mirada agonizante de dolor, pero a costa de provocarle una sanguinolenta herida cuando el extremo punzante le atravesó la carne. Flaqueó, ahora muy inestable, pero se centró en Rosalind, que seguía tendida en el suelo. Continuaba sujetando el cuchillo en la mano, y echó a andar hacia ella con pasos vacilantes.

A lo lejos, desde las matas, se oyó un grito. Antros corría hacia ellos: temía dar a Rosalind si volvía a disparar, pero estaba demasiado lejos para poder llegar a tiempo. Si se levantaba y se apresuraba para ponerse a salvo, Rosalind acabaría con un cuchillo en la espalda, sin lugar a dudas.

De manera que hizo lo contrario. Con un esfuerzo sobrehumano, se lanzó hacia delante y arremetió contra Chang cuando avanzaba hacia ella.

Con eso bastó, pero pagó por ello. El debilitado Chang cayó hacia atrás, en la luz, pero no antes de que, a la desesperada, le clavara el cuchillo en el costado a Rosalind. Ella soltó un aullido de dolor cuando unas manos la cogieron por detrás e impidieron que pasara a través de la luz.

Con un fuerte ademán, Antros la arrojó hacia un lado, y Rosalind cayó pesadamente al suelo. Él retrocedió, sacó otra flecha del carcaj, de punta metálica, al igual que la primera, la colocó en el arco y lo tensó. Con un movimiento fluido, apuntó directo a la sombra que se veía al otro lado y disparó.

—¡Cuidado! —exclamó Rosie, y empujó a Lytten a la izquierda justo cuando él le hacía otro tanto a ella a la derecha.

El resultado fue que ninguno de los dos se movió. Ambos se agacharon atemorizados y miraron hacia la pérgola. Cuando la flecha entró en la luz, se oyó un fuerte ruido metálico y sibilante, y el sótano de Lytten quedó sumido en una oscuridad absoluta. No sólo la máquina, al parecer, se cerró, sino que además provocó un cortocircuito en la casa. Chang gritaba de dolor en la oscuridad, y ello al menos le dio algo que hacer a Lytten. Sacó una caja de cerillas del bolsillo y fue con cuidado hasta los fusibles, que estaban en un rincón, junto a la escalera.

—¿Podrías venir a sujetar esto? —pidió. Las manos le temblaban—. Con mano firme —advirtió, la voz sorprendentemente tranquila—. No hagas caso al señor Chang. No podemos ayudarlo hasta que veamos lo que hacemos. Concéntrate en sujetar la cerilla sin que se mueva.

Ella logró hacerlo a duras penas, y la cerilla —varias, una tras otra— proporcionó suficiente luz para que Lytten sacara el fusible, diera con el cable y lo arreglara. Después bajó el interruptor principal y la bombilla del centro de la habitación, que arrojaba una luz débil, volvió a encenderse.

—Gracias a Dios —dijo—. Y ahora ve arriba y llama a una ambulancia. Este pobre hombre tiene que ir a un hospital. Corre.

Lytten casi la empujó para que subiera la escalera, y acto seguido empezó a ocuparse de Chang. Era una herida fea, pero Lytten —más experto de lo que le gustaría— supo que no era mortal, siempre que detuvieran la hemorragia. Corrió arriba en busca de paños limpios, se arrodilló junto al herido y presionó con fuerza la herida, tranquilizándolo con una delicadeza conmovedora mientras esperaba.

Rosie hizo un buen trabajo. La ambulancia llegó enseguida, y se llevaron a Chang después de prestarle unos primeros auxilios de emergencia mientras yacía en el sucio suelo del sótano. Estaba casi inconsciente debido a la conmoción y al dolor, pero eso al menos significaba que se había callado.

—¿Cómo rayos ha pasado esto? —preguntó el conductor—. ¿Por qué va disfrazado?

Buenas preguntas.

—La policía se lo explicará —contestó Lytten con sequedad—. Me temo que yo no puedo hacerlo. O, mejor dicho, no lo haré. Limítese a realizar su trabajo. —A continuación se volvió hacia Rosie—: Tenemos mucho de que hablar, pero no ahora. Hay algo que debo hacer, y según el señor Chang es urgente. Te puedes ir a casa o te puedes quedar aquí. O, si te ves con fuerzas, puedes acompañar a Chang para asegurarte de que está bien. Lo dejo a tu elección.

Teniendo en cuenta que Chang había intentado apuñalarla hacía un instante, por así decirlo, Rosie no quería acercarse a él.

—Quiero ir con usted —afirmó con voz temerosa.

—No puedes venir. ¿Qué hora es?

—Es hora de almorzar —le dijo. Había estado fuera un par de horas. A ella le había costado un tanto reajustar la máquina y había tardado más de lo que pensaba.

—¿Nada más?

—¿Cuánto tiempo creía que llevaba fuera?

—Unas seis horas. Quizá más.

—¿Qué piensa hacer ahora?

—En primer lugar, quitarme este albornoz. Estoy ridículo. Después iré a la comisaría a hablar con el sargento Maltby sobre el señor Chang. Y necesito hablar con Angela.

—¿Qué ha pasado allí? ¿En Anterwold?

—Bien —repuso después de tomarse un momento para organizar sus pensamientos de forma que fueran medianamente coherentes—, he representado el papel de deidad que regresa.

—Madre mía.

—Y he tenido que presidir un juicio para determinar quién mató a Thenald.

—¿Y quién lo hizo?

—No lo he determinado yo. No tenía ni la más remota idea. Henary lo ha descubierto: fue Chang. Es una especie de colaborador de Angela. Al menos es lo que dice. Ah, y Angela ha viajado en el tiempo, vino del futuro.

—Eso lo sé —afirmó la muchacha, como si no fuera muy interesante—. ¿Cómo soy? Me refiero a mí otro yo.

—Hasta que Chang ha intervenido, estabas en tu plenitud, querida mía. Saludable, segura y bastante enérgica. Muy decidida a casarte con Pamarchon, y parece que él también está enamorado de ti, así que estoy seguro de que seréis felices y comeréis perdices.

—Vaya. Eso me gusta.

—Pamarchon es la viva imagen de un antiguo alumno mío. Si posee su carácter, os llevaréis muy bien.

—De manera que no quiero volver, ¿es eso?

—Así es. Me temo que tú y yo nos hemos separado un tanto enemistados por culpa de tu decisión. Por eso necesito hablar con Angela.

—Henary se asemeja a usted, ¿sabe?

—Sí. Y es algo que me avergüenza un poco. Jay se parece mucho a otro alumno mío. Es evidente que Gontal está basado en un profesor de química desagradable cuyo nombre lleva mi gato. Antros era un cabo del ejército durante la guerra. A decir verdad, casi todo el mundo parece haber salido de mi memoria. Ha resultado ser de lo más peculiar. Menos mal que no llegué a conocer a Hitler. Y, dicho sea de paso, creo firmemente que deberías irte a tu casa.

—¿Después de todo lo que ha pasado? Sin olvidar los espías, las personas que han sido arrestadas, la sangre en el suelo del sótano. ¿De verdad cree que me puedo ir a casa a hacer los deberes?

Tenía razón.

—Está bien. Si es lo que quieres, puedes esperarme enfrente de la comisaría.

A Lytten no le fue difícil ver a Angela en la comisaría: tras mantener una larga conversación con Maltby y hacer un par de llamadas a Londres, dejaron de poner objeciones. Al final Lytten prometió escribir una carta de recomendación encomiando a Maltby por su inteligencia y su diligencia. Maltby prometió asegurarse de que nadie hiciera demasiadas preguntas sobre el señor Chang. Y por último soltaron a Angela. Parecía un poco cansada.

—¡Henry! Cuánto me alegro de verte —dijo con aire distraído cuando se abrió la puerta de la celda.

—De eso estoy seguro. ¿Podemos ir directos al grano, por favor?

—¿El asunto de Volkov?

—No. El asunto del sótano.

—Ah. Eso.

—Me acabo de pasar unas seis horas en ese invento tuyo.

—Caramba. Rosie no debería haber hecho eso. Ha sido muy temerario por su parte. ¿Dónde está, por cierto?

—Una, al otro lado de la carretera; la otra sigue en Anterwold. He hecho cuanto he podido para convencerla, y Chang lo ha probado utilizando métodos más contundentes, pero se ha quedado allí. Tengo entendido que eso podría causarte problemas.

—Es posible, pero no me sorprende. ¿Qué hay de Chang?

—Está en el hospital. Una de mis creaciones literarias más dramáticas le ha disparado una flecha cuando ha atacado a Rosie.

—Eso también me cuadra. El pobre lo está pasando mal. No está hecho para la vida activa.

—Tampoco yo a estas alturas.

—Se suponía que debía averiguar los orígenes de Anterwold. ¿Lo consiguió?

—Así es —repuso Henry—. Llegó a la conclusión de que Anterwold es nuestro futuro, o lo será, después de que estalle una guerra nuclear. Se debe borrar del mapa a la humanidad casi por completo para preparar el terreno de este paraíso mío. Un período oscuro, que duró siglos, con unos pocos supervivientes que resistieron en los rincones más alejados del mundo, conservando los pocos conocimientos que pudieron mantener en historias que se transmitían de boca en boca y después se ponían por escrito en la Historia.

—Entiendo —afirmó—. Me temía algo por el estilo. —Lo miró—. ¿Es lo que tenías en mente?

—Yo no tenía nada en mente. No eran más que unas notas en un cuaderno hasta que tú te inmiscuiste. —Se quedaron mirándose unos segundos—. ¿Y bien? —añadió—. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Te piensas quedar ahí sentada sin más?

—Por supuesto que no —replicó, el rostro despejándose de repente—. Voy a intentar salvar el universo, o, mejor dicho, ver si se puede salvar. Si parece un poco ambicioso, te diré que voy a visitar a tu tía. Ah, por cierto, Sam Wind vino a verme. Piensa que eres un agente soviético. Espero que no pase nada.

Tardó un rato en convencer a Rosie de que se quedara: estaba muy alterada y quería estar con las únicas personas que sabían la razón. Sin embargo, Angela fue inflexible: no había nada que pudiera hacer. Si deseaba ser útil, debía volver a casa de Lytten y permanecer allí. Asegurarse de que no entrara nadie y no dejar que nadie, bajo ninguna circunstancia, bajara al sótano. Pegarle un tiro, si fuera necesario. Aunque si quería ir a limpiar la sangre, sería de gran ayuda.

Desde luego que Rosie no quería hacer eso, pero accedió a descansar y se marchó, aunque no de muy buena gana. Después Angela llevó a Henry hasta su coche y fueron a Tudmore Court, cerca de Devizes, Wiltshire.

—¿Cómo me has sacado?

—Ha sido sorprendentemente sencillo. Puedo ser muy convincente cuando tengo al teléfono al director del MI6 para respaldarme.

—Vaya, tú sí que sabes hacer las cosas a lo grande.

No hablaron mucho: Angela iba trabajando y conduciendo a la vez, y Henry iba sumido en sus pensamientos. Sólo después de una hora, cuando terminó de hacer sus cálculos, Angela dijo:

—¿Qué te ha parecido Anterwold?

—Ah, pues…, asombroso. Funciona bastante bien. Pero no sé cómo se comportará cuando sus horizontes se amplíen. Sabía que lo había imaginado como una variante de Inglaterra, pero me figuro que habrá más personas desperdigadas por el mundo. ¿Se encuentran al mismo nivel tecnológico? No me preocupé por esa clase de cosas. ¿Cómo funciona?

—Esos elementos se producirán por inferencia lógica a partir de la información básica que recogen tus cuadernos. Por ejemplo, recuerdo que escribiste que nadie ha causado muchos problemas en ese lugar desde hace mucho tiempo, y que de las incursiones costeras se ocupa con presteza una milicia. Eso presupone una población escasa y un nivel tecnológico equiparable en otra parte. No parece que de pronto vayan a aparecer carros de combate en el sur.

—Ojalá hubieran sobrevivido más cosas. Nuestras.

—Te asombraría lo que pueden encontrar si buscan. Piensa en la cantidad de cosas que sobrevivieron de la Edad Media. Probablemente estén allí, sólo es cuestión de que busquen en los sitios adecuados. Sólo Dios sabe lo que encontrarían en esa Historia tuya si la leyeran como es debido. Y, claro está, allí hay una Rosie que los puede ayudar. No tardará en hablarles de Shakespeare y Julio César.

—Hice que Catherine se pareciera a ti.

—¿De veras?

—Sí. Me sorprendió. No di muchos detalles suyos, pero ella adoptó la forma de un personaje principal en mi vida real.

—Me siento halagada. ¿Cuánto se me parece?

—No es idéntica, dista mucho de serlo, pero se ve el parentesco. Todo cuanto pasó allí se debió a ella, y de mi cabeza no salió nada. Fue extraño.

Angela tomó una curva a una velocidad alarmante y dijo:

—Interesante. No creo que debas volver a Anterwold, ¿sabes?

—Tampoco quiero hacerlo. Además, pensaba que lo ibas a cerrar.

—No sé si podré hacerlo. Sólo espero poder modificar determinadas circunstancias para impedir que se utilice la máquina original. Si lo consigo, los acontecimientos precedentes cambiarán. Con un poco de suerte, no crearé Anterwold o Rosie no irá allí. Si eso sucede, nunca lo sabremos, claro está, porque nada de esto habrá ocurrido. Este viaje tiene por objeto averiguar si es posible.

—¿Cómo?

—Quiero ver si es posible destruir «La letra del diablo». Si no puedo hacerlo, tendré que ponerme a pensar de nuevo.

—¿Sabes lo que de verdad es extraño? —preguntó Henry, tras decidir no plantear preguntas respecto a esa última observación.

—¿En comparación con…?

—He estado leyendo un manuscrito que escribió un colega mío, Persimmon. Él expone lo que, en su opinión, es la sociedad tecnocrática perfecta. El infierno en la tierra.

—¿Y?

—Es bastante estúpido, ¿sabes?, pero predice el futuro bastante bien. La pesadilla que evoca se parece muchísimo a la que describís Chang y tú.

Angela guardó silencio un buen rato.

—Ya veo que estás intentando causarme dolor de cabeza —dijo al cabo.

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