Arcadia

Arcadia


Capítulo 1

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Imagine un paisaje. Bañado por la luz del sol, con un olor dulzón de la llovizna que cayó por la noche y cesó al despuntar el alba. Un poblado bosquecillo de encinas crece al pie de una colina, el agua gotea con un suave murmullo, que hace que al caminar el suelo esté humedecido pero firme. A lo lejos, una pequeña extensión de agua, brillante y reluciente, refleja la luminosidad del cielo. El ancho río es de un azul tan translúcido que casi no se distingue del firmamento. Sólo la vegetación marca la división entre los campos y la sucesión de colinas bajas que se yerguen más allá. Ahora hace calor, pero más tarde será más caluroso; no se ve una sola nube. Abajo, a la orilla del río, están los agricultores con sus horcas, desplegándose por los sembrados, algunos ya manos a la obra.

Un niño los mira desde arriba. Están lejos, y ve que hablan en voz queda y seria, impacientes por empezar con el trabajo de la jornada. Al hombro lleva un pellejo vacío: va a buscar el agua que muy pronto, cuando el sol esté en el cénit, necesitarán los hombres. El agua del arroyo es fría, pues procede de las colinas que se alzan lejanas, que delimitan los confines de su mundo. El niño no sabe qué hay al otro lado. Todo su universo se encuentra ahí, el puñado de aldeas con sus rivalidades, las estaciones y sus cosechas, los animales y las festividades.

Está a punto de abandonarlo para siempre.

Se llama Jay. Tiene once años y es un niño normal y corriente, aunque tiende a importunar a la gente con sus preguntas. «¿Por qué haces esto?». «¿Para qué sirve eso?». «¿Qué son esas cosas de ahí?». Su insaciable curiosidad —que los mayores ven con malos ojos y a los de su misma edad les resulta cargante— hace que tenga pocos amigos, pero, en general, como no se cansa de decirle su madre a la gente, no da problemas.

Hoy el niño no piensa en nada. Hace un día espléndido, y sabe que el calor que nota en la espalda y la viva luz del sol no durarán mucho. Los pájaros ya se están reuniendo, preparándose para partir; no quiere malgastar ni un momento en pensar. Llega al arroyo y se pone de rodillas para lavarse, siente el frío gélido en la cara y el cuello, se retira el sudor. Luego se inclina y bebe, cogiendo el agua con las manos y sorbiéndola.

Se acuclilla y mira fijamente el agua, que refleja el sol en su recorrido; escucha las aves y el leve sonido de la brisa en los árboles que crecen al otro lado del arroyo. Después oye un ruido extraño, grave, casi incluso melódico. Cesa, y Jay cabecea. Acto seguido se quita el odre para llenarlo.

El ruido comienza de nuevo, el mismo tono, como el viento que se cuela por la rendija de una ventana en invierno. Llega del otro lado de un gran afloramiento rocoso que obliga al arroyo a curvarse en su descenso por la colina. Se levanta, se sacude el polvo de las desnudas rodillas y se mueve por el agua hacia el lugar de donde él cree que proviene el sonido.

En el peñasco hay un saliente, y justo debajo se observa una hendidura que forma una pequeña cueva. Dentro está oscuro y se percibe un olor leve, no del todo desagradable, a vegetación podrida. Entrecierra los ojos para ver en la oscuridad, pero no distingue nada. Es muy desconcertante, pero nada más. No tiene miedo.

Recuerda que tiene trabajo que hacer y, cuando se dispone a volver por el arroyo en busca del pellejo, de repente percibe un atisbo de luz en la cueva. Se asusta y parpadea, pero no se ha equivocado: la luz se está agrandando. No es intensa, tan sólo más viva que la oscuridad circundante, la justa para iluminar la penumbra. El niño ve los helechos, con gotas de agua colgando de los frondes, la forma de las piedras al fondo, el musgo y el liquen cubriéndolo todo.

Después ve una figura. Desdibujada, difícil de distinguir, pero claramente es una persona. Conoce todas las historias que se cuentan sobre las criaturas del bosque: los diablos y los demonios, las hadas y los monstruos. Ése es el motivo por el que nadie va allí solo, ni siquiera cuando el invierno es frío y la leña escasea. El bosque resulta peligroso para todo el que se aventure en él indefenso.

Ahora se da cuenta de que todas esas historias eran ciertas: tiene las piernas y los pies sometidos a un poder misterioso que impide que obedezcan sus órdenes de salir corriendo. Intenta cantar —su otra manera de desarmar al mal—, pero de su boca no sale ningún sonido. Es demasiado tarde.

La figura da un paso adelante y se para. Lo ha visto. Jay presiente que debería arrodillarse y suplicar clemencia, pero tampoco es capaz de hacer eso. Se queda como un pasmarote, mudo, tembloroso y desvalido.

Baja la vista de forma instintiva, pero aun así mira de soslayo. Lo que ve le da esperanza. Es un hada, eso seguro. Con forma de niña, apenas mayor que él, pero su expresión es dulce, aunque todo el mundo sabe que eso podría cambiar en un instante.

Une las puntas de los dedos y se acerca las manos al pecho mientras hace una reverencia, luego levanta la vista. El hada sonríe, y él se tranquiliza un poco. Al menos eso lo ha hecho bien. Las hadas son unas fanáticas de la educación, y, cuando uno se muestra educado con ellas, se sienten obligadas a ser pacíficas. O eso ha oído.

Mejor incluso, el hada repite su gesto e inclina asimismo la cabeza. Él casi suelta una risotada de alivio y asombro, pero esta respuesta inesperada comporta que no sepa qué hacer a continuación. De manera que comete un error, se salta las normas que les han legado las historias y habla.

—¿Quién sois?

La criatura parece enojada, y él lamenta amargamente haber hablado.

—Os pido disculpas, mi señora —añade en la antigua lengua las palabras de respeto que ha oído en los relatos—. ¿Cómo os puedo servir?

Ella sonríe una vez más, una sonrisa radiante, celestial, que hace que el muchacho vuelva a entrar en calor. Levanta las manos en lo que él interpreta como una señal de paz… y desaparece.

Henry Lytten dejó de leer y miró a su público por encima de las gafas. Siempre lo hacía. Era una suerte de gesto afectado, pedante, pero a nadie le importaba, o ni siquiera reparaban en él. Todos tenían sus amaneramientos y se habían acostumbrado hacía tiempo a los de él.

—Hay un poco de Ovidio —apuntó uno, frunciendo el entrecejo y mirando al techo—. Amores 3, si mal no recuerdo. Has vuelto a plagiar. —Nunca miraba a la gente cuando hablaba.

—Así es —admitió Lytten—. Considéralo una sutil alusión a la tradición pastoril.

—Si no hay más remedio…

—¿Es todo? —preguntó otro, con una jarra de cerveza en una mano, una pipa en la otra y un reguero de ceniza que mientras hablaba iba cayendo en la vieja mesa de madera—. Se queda un poco corto para ser el fruto de veinte años de trabajo.

—Eso es todo —contestó Lytten—. ¿Acaso quieres más?

—¿Dónde están los dragones? ¿Un capítulo entero y ni un solo dragón?

Lytten lo miró ceñudo.

—No hay dragones.

—¿Que no hay dragones? —apuntó otro fingiendo asombro—. ¿Y magos?

—No.

—¿Trols?

—No. Nada por el estilo.

—Gracias a Dios. Continúa.

Era un pub muy pequeño, un sábado, poco después de mediodía. Las ventanas, minúsculas, no dejaban entrar mucha luz, ni siquiera en la parte delantera; en la habitación del fondo la oscuridad era casi absoluta, un rayo de luz que entraba de cuando en cuando por la puerta de atrás atravesaba el denso humo de tabaco que ya llenaba la estancia. Las paredes, desnudas, estaban decoradas únicamente con espejitos; la pintura, otrora blanca, amarilleaba por culpa del paso del tiempo y del humo. Los cuatro hombres ocupaban el espacio entero; de vez en cuando alguien asomaba la cabeza y era recibido con miradas ceñudas. El dueño desaprobaba tales interrupciones. Los sábados, la habitación del fondo pertenecía al grupito. Iban todas las semanas a disfrutar de unas horas de conversación entre hombres, a ninguno se le pasaba por la cabeza quedarse en casa con su esposa y su familia. Estaban más acostumbrados a la compañía de otros hombres, y si se les preguntara por qué se habían casado, a muchos de los amigos y compañeros de trabajo de Lytten les habría costado dar con una respuesta.

Lytten, que había hecho una pausa para asegurarse de que los demás de verdad querían oír lo que había escrito y no estaban siendo únicamente educados, bebió un sorbo de cerveza y cogió una vez más el montón de hojas de papel.

—Muy bien. Al menos no podréis decir que no os di a elegir. Ahora prestad atención.

Jay temblaba y lloraba cuando volvió a los campos. Fue directo a las mujeres, que trabajaban separadas de los hombres, pensando por instinto que ellas se mostrarían más comprensivas. Aliviado, vio a su madre, el pañuelo marrón en la cabeza para protegerse del sol. Gritó y se puso a correr para refugiarse en aquel cuerpo caliente, reconfortante, estremeciéndose y sollozando de manera incontrolable.

—¿Qué ocurre? Jay, ¿qué ha pasado? —Le echó un vistazo, buscando heridas—. ¿Qué te pasa? —Se agachó para situarse a la altura del rostro de su hijo y lo escudriñó, cogiéndolo por los hombros.

Las otras mujeres se acercaron.

—Lo habrá asustado algo —apuntó una anciana que se encontraba allí para supervisar a las de menor edad.

Jay estaba seguro de que no lo creerían. ¿Quién lo iba a creer? Pensarían que era una excusa para no trabajar. Su madre se avergonzaría de él, diría que estaba dejando en mal lugar a la familia.

—¿Qué ocurre? —insistió la madre.

—He visto… he visto a…, no lo sé. He visto a alguien. Algo. Ahí arriba. Ha aparecido en una cueva. De la nada. Luego ha desaparecido.

Se oyeron risitas nerviosas; su madre parecía alarmada y enfadada al mismo tiempo.

—¿A qué te refieres? ¿Dónde?

El niño señaló la colina.

—Al otro lado del arroyo —contestó.

—¿En el bosque?

Asintió.

—No pensaba ir, pero he oído un ruido raro.

—Se lo está inventando —afirmó una mujer.

Era Dell, una chismosa que nunca tenía nada bueno que decir de nadie. Había sido guapa, pero la dureza de su rostro había ensombrecido hacía tiempo su belleza. Su desprecio bastó para que la madre de Jay se irguiese con gesto desafiante.

—Iremos a echar un vistazo —decidió—. Vamos, Jay. Estoy segura de que te ha engañado la luz y te has asustado, pero no te preocupes.

Su cariño lo tranquilizó, y, desoyendo al resto, que sin duda pensaba que se trataba de una broma infantil, su madre cogió a Jay de la mano. Sólo los acompañó otra mujer, la más anciana, que consideraba que era su deber estar presente en cualquier situación que alterara el orden, por insignificante que fuese. Las demás reanudaron el trabajo.

Jay volvió sobre sus pasos hasta el arroyo, lo cruzó y se adentró en el bosque. La anciana viuda inclinaba la cabeza y farfullaba para sí para conjurar a los espíritus, hasta que se vieron los tres mirando al interior de la cueva. No había nada. Ningún sonido, ninguna luz y, desde luego, ninguna hada.

—Se encontraba ahí. De verdad —aseguró el muchacho, que las miró para ver si estaban enfadadas o si no lo tomaban en serio. Sin embargo, no lo averiguó: sus expresiones eran impenetrables.

—¿Qué aspecto tenía esa hada?

—Era una niña —replicó Jay—. Tenía el pelo oscuro. Me ha sonreído. Era muy guapa.

—¿Cómo iba vestida?

—Nunca he visto a nadie vestido así. Con un abrigo rojo, brillante y reluciente, como si fuese de rubíes.

—Nunca has visto un rubí —terció la anciana—. ¿Cómo ibas a saber eso?

—Brillaba con la luz, brillaba mucho —insistió él—. Era precioso. Después el hada ha desaparecido sin más.

Las mujeres se miraron y se encogieron de hombros en señal de impotencia.

—Bueno, pues ahora no hay nada —observó su madre—. Así que creo que lo mejor será que nos olvidemos de ello.

—Escucha, Jay. Esto es importante —advirtió la anciana viuda. Se inclinó y lo miró fijamente a los ojos—. No digas una sola palabra más sobre esto, ¿entendido? Cuanto antes se olvide, mejor. No querrás ganar fama de loco o embustero, ¿verdad?

Él negó con la cabeza.

—Bien. Porque como me entere de que vas hablando de esto, te daré la mayor paliza de tu vida, y soy una vieja fuerte. Ahora ve a por el agua y vuelve a trabajar.

El resto del día el ambiente fue peculiar: se creó una extraña división entre los hombres, que no sabían nada y trabajaban alegres y con brío, y las mujeres, que se mostraban serenas, casi temerosas. Por su parte, Jay seguía afectado: sabía que no había sido un sueño, o más bien confiaba en que así fuera. Pero también se daba cuenta de que era muy poco probable que alguien lo creyera.

Lytten miró de reojo a sus compañeros y sonrió brevemente. Al igual que él, la mayoría rondaba los cincuenta; todos ellos tenían ese aspecto cansado y desaliñado característico de su profesión. A ninguno le preocupaba mucho la elegancia en el vestir; preferían los trajes de tweed desgastados por el uso y los zapatos cómodos. Tenían el cuello de la camisa deshilachado, salvo aquéllos a los que su esposa le daba la vuelta antes de admitir que no se podía hacer nada más. A las americanas les cosían coderas de piel para alargarles la vida; la mayoría lucía unos calcetines que habían sido zurcidos con cuidado y de manera repetida. Lytten suponía que eran sus mejores amigos, gente a la que, en algunos casos, conocía desde hacía décadas. Sin embargo, no los consideraba amigos, ni siquiera colegas. La verdad es que no sabía qué eran. Simplemente formaban parte de su vida: las personas con las que pasaba el sábado, después de que algunos acudiesen a la biblioteca y otros dedicaran una o dos horas a la enseñanza.

Todos ellos tenían una pasión secreta, que ocultaban bien a la mayor parte del mundo. Les gustaban los relatos. Algunos sentían debilidad por las historias de detectives y poseían montones de Penguin de lomo verde escondidos tras libros encuadernados en piel de historia anglosajona o filosofía clásica. Otros sentían un amor igual de ardiente e ilícito por la ciencia ficción, y nada les agradaba más que aovillarse con un relato de una exploración interestelar entre las clases sobre la evolución y la acogida que tenía la novela rusa del siglo XIX. Unos cuantos preferían los libros de espías y las novelas de aventuras, ya fuesen de Rider Haggard o Buchan o (para los más disolutos) James Bond.

Lytten mostraba una inclinación por las historias fantásticas de tierras imaginarias, habitadas (si es que ésta era la palabra) por dragones y trols y trasgos. Había sido eso lo que lo había movido, hacía ya muchos años, a buscar la compañía de Lewis y Tolkien.

Se trataba de un interés que se había apoderado de él cuando tenía trece años, cuando se vio postrado en la cama durante cuatro meses con sarampión, luego paperas y después varicela. De manera que leyó. Y leyó y leyó. No había otra cosa que hacer; ni siquiera contaba aún con un aparato en el que pudiera escuchar la radio. Si su madre no paraba de llevarle obras respetables y edificantes, su padre le pasaba de tapadillo cosas disparatadas. Historias de caballeros y bellas doncellas, de dioses y diosas, de búsquedas y aventuras. Él leía y después se acostaba y soñaba, mejorando los relatos allí donde pensaba que el autor se había quedado corto. Los dragones se tornaban más desagradables; las mujeres, más avispadas; los hombres, menos aburridos y virtuosos.

Al final acabó escribiendo él las historias, pero siempre se mostraba reticente a enseñarlas. Fue a la guerra, después entró a formar parte del mundo académico, un intelectual sobresaliente, y las historias quedaron sin terminar. Además, resultaba muy sencillo criticar el trabajo de los demás, pero descubrió que en realidad era bastante arduo contar una historia. Sus primeras tentativas no fueron mucho mejores que aquéllas a las que sacaba faltas con tanta facilidad.

Poco a poco fue forjando una nueva ambición, y ésa era la que en ese momento, un tranquilo sábado de octubre de 1960, se disponía a revelar en todo su esplendor a sus amigos en el pub. Se había pasado años analizando las obras de los demás; ahora, después de que lo pincharan tanto, le había llegado su turno.

Confiaba en que reaccionaran con interés. A lo largo de los años, los miembros habían ido yendo y viniendo, y los mejores se habían ido: Lewis estaba enfermo en Cambridge, Tolkien se había jubilado, demasiado famoso y demasiado mayor para escribir más. Los echaba de menos, le habría gustado ver la cara que ponía Lewis.

—Muy bien, caballeros, si tienen la amabilidad de dejar lo que están bebiendo y prestar atención, les contaré.

—Ya iba siendo hora.

—En suma…

—Eso seguro que no.

—En suma, estoy creando el mundo.

Se interrumpió y miró en derredor. Los demás no parecían impresionados.

—¿Sin duendes? —inquirió uno, esperanzado.

Lytten exhaló un suspiro.

—Nada de duendes —respondió—. Esto es serio. Quiero construir una sociedad que funcione. Con creencias, leyes, supersticiones, costumbres. Con una economía y una política. Toda una sociología de lo fantástico.

—Además de una historia, espero.

—Naturalmente. Pero las historias se desarrollan en sociedades, de lo contrario no pueden existir. Lo primero ha de preceder a lo segundo.

—¿Acaso no tenemos ya una? Una sociedad, me refiero.

—Quiero una mejor.

—¿No es posible que acabe siendo algo aburrida? —inquirió Thompson, sacándose un instante la pipa de la boca para hablar. Esta vez dirigió sus comentarios al espejo de la pared del fondo—. Me refiero a que supongo que aspiras a la sociedad ideal, pero la perfección no puede cambiar. ¿Cómo van a pasar cosas? Si no pasan cosas, no tienes historia. En cualquier caso, el cambio es inherente a la naturaleza humana, aunque sea a peor. De lo contrario la gente se muere de aburrimiento. Si partes de la perfección, es inevitable que todo vaya hacia abajo.

—Además de que, claro está —añadió Davies—, te arriesgas a convertirte en Stalin. Una sociedad perfecta requiere gente perfecta. Y la gente siempre es una gran decepción. No está a la altura de las circunstancias, ya sabes. Un puñetero fastidio, eso es lo que es la gente. No me extraña que los gobernantes se vuelvan locos y desagradables. Sin duda, has leído tantas utopías como yo. ¿En cuántas de ellas querrías vivir?

—Cierto. Anterwold será el marco de una sociedad mejor, no perfecta, lo que obviamente es imposible. Aun así, necesitaré vuestra ayuda, amigos míos. A lo largo de las semanas siguientes os presentaré a grandes rasgos mi mundo, y vosotros me diréis si pensáis que podría funcionar o no. Lo iré modificando hasta que ese mundo sea fuerte, estable y capaz de tratar con las pobres criaturas que son los hombres sin caer en una pesadilla como la que tenemos. —Sonrió—. A cambio, yo os escucharé a vosotros. Persimmon —contempló al hombre que tenía a su izquierda, que todavía no había hablado—, confío en que expongas los puntos flacos de las leyes de la física. ¿Te importaría borrar esa mirada de desaprobación que te provoca mi frivolidad escapista y decirnos qué estás haciendo?

«Quiero un paisaje bello, abierto, desierto, bañado por la luz del sol», pensaba Lytten mientras más tarde volvía a casa en su vieja bicicleta. Colinas suavemente onduladas, verdes y moteadas de ovejas. El ideal del paraíso. Al menos para un lector inglés. En las montañas siempre habita el mal. En ellas la gente muere, o es atacada por animales salvajes o personas violentas. Creemos que las montañas son bellas, pero tan sólo cuando las atravesamos en tren, sin pasar frío. Nuestra actitud sería otra si tuviésemos que subirlas y bajarlas, abofeteados por la lluvia o la nieve.

Es fácil imaginar un mundo donde no sólo son pocos los que saben leer, pocos necesitan o quieren hacerlo. La lectura seria puede llegar a ser el reducto de un número reducido de especialistas, igual que hacer zapatos o ser agricultor lo es para nosotros. La cantidad de tiempo que se ahorraría. Mandamos a los niños a la escuela, y se pasan la mayor parte del rato aprendiendo a leer, y luego, cuando terminan, no vuelven a coger un libro en toda su vida. Leer sólo es importante si hay una lectura que merezca la pena. Casi todo es efímero, lo que significa comporta una cultura oral de historias que se cuentan y se recuerdan. La gente puede tener unas ideas y una capacidad de comprensión tremendamente desarrolladas sin necesidad de escribir mucho.

Eso era lo que pensaba Lytten mientras subía por la carretera camino de su casa. En la cocina tenía guardado pan y queso; había puesto a calentar agua en el hervidor para preparar té y había añadido coque al fuego, dentro de nada en el estudio haría calor. Nadie lo molestaría. Rara vez llamaban al timbre; sólo los repartidores —la entrega de la compra, el carbonero una vez al mes, el lavandero para llevarle una bolsa de colada húmeda— alteraban su paz, y a todos ellos los despachaba la señora Morris, que acudía tres mañanas por semana para ocuparse de él. La mayoría de las tardes cenaba en la facultad, y después se iba a casa a leer o a arrellanarse con música de su carísimo tocadiscos. Un capricho, pero siempre le había encantado la música, razón por la cual su mundo imaginario concedería un gran valor a la canción.

Sentía un afecto genuino por muchos, pero necesitaba a pocos. Por ejemplo, Rosie, la muchacha que daba de comer a su gato. O lo había adoptado o él la había adoptado a ella. O el gato había sido el alcahuete. Iba a visitarlo, y a menudo mantenían largas charlas. Le agradaba su compañía; sus puntos de vista y sus opiniones le parecían estimulantes, ya que no sabía nada de las chicas jóvenes, en particular de las de esa época. En la actualidad los jóvenes eran muy distintos. Resultaba halagador que diese la impresión de que él también le caía bien a Rosie, y sus conversaciones partían de un tema de lo más corriente y acababan derivando en la música, los libros o la política. Una persona mucho más interesante que la mayoría de sus alumnos o colegas. A esa chica todo le despertaba una curiosidad insaciable.

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