Arcadia

Arcadia


Capítulo 2

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Rosie Wilson tomó aire con gesto crítico; a sus quince años (y unos meses, pensó ingenuamente) era lo bastante mayor para reconocer la primera señal, acre, del invierno. No es que necesitara pruebas para saber que se aproximaba. Después de todo, había vuelto a la escuela hacía tiempo, y ése era un indicador más fiable de la época del año que cualquier otra cosa.

Era sábado, y estaba libre hasta el lunes. Por supuesto, tenía tareas con las que ocupar el tiempo que podría haber pasado divirtiéndose. Pasear el perro del vecino de al lado. Hacer la compra. Pelar las hortalizas y fregar después de las comidas. Su hermano nunca hacía nada. Ese día trabajaba y el domingo se iría con sus amigos a jugar al fútbol. Eso era lo normal. Eso era lo que hacían los chicos, y ella hacía lo que hacían las chicas.

—Yo también quiero jugar con mis amigas —protestó una vez. No debería haberlo dicho.

—No tienes amigas —espetó su hermano. Le sacaba dos años y ya tenía novia y ganaba un buen dinero en una quincallería—. Las listillas no tienen amigas.

Intuía que la afirmación de su hermano era cierta; por eso le dolió, y por eso lo dijo él. Era culpa suya por aprobar los exámenes e ir a una escuela donde le enseñaban cosas. Sus padres habían estado a punto de negarse, pero ella acabó saliéndose con la suya.

Así que fue a hacer la compra, aunque se tomó su tiempo, caminando a lo largo del canal al final de la carretera y paseando primero por el parque con el perro. Era un buen perro, obediente y educado. Lo dejaba atado a la puerta de las tiendas y la esperaba con paciencia.

Salvo ahora, que había desaparecido. Ella lo llamó a gritos, miró por todas partes, y entonces lo oyó ladrar, abajo, a la orilla del río.

—¡Ven aquí! Perro malo —exclamó, no demasiado en serio, mientras iba a averiguar qué estaba haciendo—. ¡Quita de ahí! ¡Deja eso! —lo regañó cuando vio que el animal movía el rabo con entusiasmo mientras olisqueaba un hato de ropa vieja.

Entonces ella se fijó. En la ropa había alguien. Un hombre, tendido en el suelo.

Rosie se acercó con cautela; había leído en los periódicos artículos sobre personas asesinadas cuyo cuerpo descubría alguien que había salido a dar un paseo. Sin embargo, al aproximarse, el montón de ropa se movió y dejó escapar un gruñido. Un hombre con la cara pálida y que parecía enfermo la miraba. Pestañeó y se frotó los ojos, enrojecidos, inyectados en sangre. Menudo alivio, pensó ella.

—¿Se encuentra bien? —preguntó en voz alta, sin atreverse a acercarse demasiado y compensando la timidez con los gritos.

Él se puso de lado y entrecerró los ojos para ver bien a aquella niña con el abrigo de color rojo vivo que llevaba en una mano una bolsa grande y con la otra sujetaba por el cuello al perro.

—¡Atrás! —ordenó al animal—. Perro malo. ¡Malo!

—Comida —pidió con voz bronca el hombre. Su boca se movió cuando intentó añadir algo, pero no le salieron más palabras.

—¿Comida? —repitió ella—. ¿Cree que es buena idea? Tiene pinta de estar enfermo. ¿Quiere que llame a una ambulancia? ¿A un médico?

—Sólo comida. Dame.

Ella vaciló, no sabía qué hacer. Después abrió la bolsa y miró lo que había.

—Tome —le ofreció—. Es un pastelito. Estoy segura de que nadie se dará cuenta de que falta uno. No es muy nutritivo, me temo. En realidad, sólo es un bizcocho. —Se lo dio, pero él no hizo ademán de cogerlo, así que lo dejó con sumo cuidado en el suelo, apartando al perro a la vez—. ¡Ni se te ocurra! Es un pastel muy rico —añadió al ver cómo lo contemplaba el hombre.

Tras hacer un gran esfuerzo, éste dijo:

—Gracias.

—De nada. Me tengo que ir. Siento lo de Freddy. Sólo quiere jugar. ¿Está seguro de que no necesita ayuda?

Él no le hizo ni caso, y ella dio media vuelta, se alejó unos pasos y volvió. Miró de nuevo en la bolsa y le ofreció una moneda.

—Para que se compre comida de verdad si tiene hambre. No es mucho, pero…

—Lárgate.

Ella lo observó un segundo, frunció el ceño en señal de desaprobación y se alejó a buen paso. Iba a llegar tan tarde que olvidó el estado pensativo que le había aportado ese paseo con el perro. Aun así, se sentía bastante orgullosa de sí misma por haberle dado ese dinerillo al hombre. Era, se dijo con confianza, lo que había que hacer. Caritativo. Bondadoso. La clase de cosa que hacía la gente buena, amable. No es que le hubiese agradecido mucho el gesto. Probablemente sólo fuera un borracho que había llegado hasta allí haciendo eses tras pasar demasiado tiempo en el pub el viernes por la noche, gastándose el salario de la semana. Pero ¿y si de verdad estaba enfermo? ¿No debería volver para asegurarse?

Sopesó la idea, pero la rechazó. Había hecho lo que había podido, y él le había dicho que se largara. Si de verdad uno quiere ayuda tiene que ser amable. Y dice: «Ayúdame». Esa clase de cosas. Aun así…

Esa idea echó a perder su sentido de la virtud, y ahora estaba enfadada y además llegaba tarde. Las tiendas cerraban a las doce y media y ya no abrirían hasta el lunes. Si no conseguía llegar a la carnicería a tiempo, el resto del día sería un desastre. ¿Qué comerían? ¿Y a quién le echarían la culpa? Su padre era un hombre de costumbres. Era sábado, así que tocaban chuletas de cerdo. Y al día siguiente, asado. A veces Rosie se preguntaba si no podrían comer chuletas de cerdo un miércoles, pero ello ocasionaría una gran confusión. Cuando fuese mayor y estuviera casada y con hijos, y con una casa de la que ocuparse, comería chuletas de cerdo el día que le apeteciera. Eso, desde luego, si alguien quería casarse con ella.

Echó a andar con brío por la carretera, procurando no olvidarse de la lista que llevaba en el bolsillo. Primero la tienda de ultramarinos, luego la carnicería, después la frutería. O quizá al revés. Por último dejaría el perro en su casa, después la compra, y por la tarde iría a ver al viejo profesor Lytten y le daría de comer al gato: los tres peniques le irían bien ahora que su espíritu caritativo había mermado sus recursos.

A Rosie le caía bien el profesor Lytten, el catedrático Lytten, a decir verdad, aunque sabía que no debía llamarlo así. «No me llames así, querida mía —le decía con amabilidad—, no soy más que un profesor que brega entre la maleza de la erudición». Sin embargo, lo parecía y hablaba como si lo fuera. Si los maestros de su escuela se asemejaran un poco más a él, estaba segura de que disfrutaría mucho más de las clases. Pero en lugar de eso tendría que pasarse el domingo por la mañana preparando un control de ortografía mientras sus padres murmuraban de fondo: «No sé por qué te empeñas». Y la gramática. Odiaba la gramática.

—¡No digas nunca: «¿Puedo ir al servicio?»! —le había gritado la maestra hacía tan sólo un día. Y tuvo que quedarse de pie a la pata coja, una agonía, mientras la improvisada clase seguía—. Por poder, puedes, Wilson. Basta con mirarte para saberlo. Pero ¿se te permite hacerlo? Eso depende. Estás pidiendo permiso, no enunciando lo que eres o no eres capaz de hacer.

—Pero, señorita… —interrumpió, a la desesperada.

—No empieces nunca una frase con «pero». Es una conjunción, y en esa posición no une nada. Es uno de esos errores que señalan a los que no han recibido mucha educación.

Cuando la mujer hubo terminado, Rosie fue corriendo al servicio, tan deprisa que podría haber ganado una medalla en los juegos olímpicos, mientras el resto de la clase se burlaba de ella.

Lo cierto es que dar de comer al gato del profesor Lytten no era un trabajo, aunque ella era la única que le encontraba algo mínimamente bueno o interesante al animal, cuyo mal humor sólo lo suavizaba su pereza. En realidad, lo hacía porque de vez en cuando el profesor estaba allí y hablaba con ella. Ese hombre lo sabía todo.

«Es muy simpático —le dijo Rosie a su madre una vez—. Habla conmigo de cosas serias, ¿sabes? Pero a veces se para a mitad de una frase y me dice que me vaya».

A Rosie no le desconcertaba ese comportamiento tan peculiar, y su madre supuso que así debían de ser los profesores todo el tiempo. Desde luego nunca se comportaba de un modo que fuese…, en fin, que fuese preocupante. Al contrario: se dirigía a ella de forma seria y cuidadosa. Ella le hablaba de los libros que había leído o de una canción que había escuchado, y él nunca se reía de ella o despreciaba sus gustos juveniles. Ni tampoco parecía que pensara que ser una chica era una tara seria.

«Me temo que no conozco la música del señor don Acker Bilk —afirmaba—. Quizá sea un grave error por mi parte. El sábado que viene encenderé la radio y ampliaré mis horizontes. El clarinete, dices, ¿no? Una forma de jazz popular, a juzgar por su sonido. No cabe duda de que, en las manos adecuadas, es un instrumento muy expresivo. Como lo es el saxofón, naturalmente…».

Y Rosie se iba a casa con discos de Ella Fitzgerald o Duke Ellington —pues Lytten era un gran entusiasta—, convencida de lo refinados que eran sus gustos musicales y sabiendo bastante más de jazz y de clarinete de lo que sabía cuando había llegado a casa del profesor.

Lytten incluso le había contado algunas de las historias de Anterwold, para ver su reacción. Era la única persona que sabía algo de su creación imaginaria, aparte de los compañeros del pub y de su vieja amiga Angela Meerson. Una idea estupenda, llena de personajes interesantes, aunque, desde el crítico punto de vista de Rosie, aún no había una historia concreta.

—Parece que no hacen nada —señaló un día—. ¿No luchan o viven aventuras? ¿No podría hacer que alguien se enamorara o algo por el estilo? En una historia hacen falta cosas, como una relación amorosa.

Lytten tosió y después frunció el entrecejo.

—Estoy trabajando en el contexto en el que se desarrolla la historia, ¿sabes?

—Ah.

—Cuando lo tenga, la gente sabrá cómo enamorarse y por qué luchar. —Hizo una pausa y escrutó el rostro de Rosie—. Me temo que no te convence demasiado.

—Suena muy bien —lo tranquilizó la muchacha al verlo cariacontecido—. Profesor —prosiguió con tiento—, ¿son reales las apariciones?

—Qué curioso que preguntes eso —respondió sorprendido—. Yo estaba pensando en lo mismo. Los genios pensamos igual, ¿eh? ¿Por qué lo preguntas?

—Bueno…, por un libro. De Agatha Christie. —Le avergonzó que eso fuera lo mejor que se le ocurriese, puesto que estaba segura de que él no sabía nada de libros de tapa blanda con imágenes en la portada.

Para su sorpresa, a Lytten se le iluminó la mirada.

—¡Agatha Christie! Me gusta mucho, aunque me temo que hace un poco de trampa, siempre introduce una prueba crucial justo al final. ¿Tú a quién prefieres, a Poirot o a la señorita Marple?

Rosie se paró a pensar.

—La señorita Marple es más simpática, pero Poirot va a sitios más interesantes. Me encanta leer cosas de lugares que desconozco.

—Una respuesta muy sensata —aplaudió él—. ¿Te gustaría viajar, Rosie?

—Sí, claro —repuso—. Desde que era pequeña. Lo quiero ver todo. Ciudades y montañas y sitios extraños. Sitios que nadie más haya visto.

—Entonces, querrías ser exploradora, ¿es eso?

—Mi madre dice que debería ser enfermera.

Lytten le dirigió una mirada cargada de comprensión.

—Yo no soy quién para decirte que no hagas caso de los consejos de tu madre —aseveró—. Dicho esto, en mi opinión deberías plantearte seriamente no hacer caso del consejo de tu madre. ¿Qué dice la señorita Christie de las apariciones?

—Hay una escena en la que un personaje surge de la niebla como si fuera una aparición.

—Comprendo. Una verdadera aparición es algo que no es físico. «Una idea que surge en nosotros», en palabras de Hutcheson. Existe sólo en la mente de quien la ve, como la belleza o la virtud. O sus opuestos, claro está. Es sobrenatural. Un fantasma, o un hada o un ángel, o bien es una ilusión óptica, como un espejismo, o bien el resultado de un trastorno psicológico. Esas tres clases, creo, dan cuenta de todas las posibilidades. ¿Te apetece un trozo de bizcocho con el té?

Rosie digirió la información, pero no el bizcocho. Su madre era estricta con lo de picar entre comidas. «Una muchacha gorda no encontrará nunca a un hombre bueno, Rosie», decía, una opinión que le había transmitido su tía abuela Jessie, una mujer amante de los lugares comunes.

—Las hadas no existen, sin embargo.

Lytten arrugó la frente.

—Los científicos dirían que no, pero ¿qué saben ellos? ¿Eh? A menudo pienso que si se cree en algo, ese algo se puede convertir en realidad. Si crees en ellas, nunca convencerás a alguien que no cree. Si no crees, nunca convencerás a alguien que cree. Si alguna vez te topas con un hada, es probable que sea buena idea tener cuidado de a quién se lo cuentas.

—Puede que tenga usted razón —convino ella.

El tema cobró importancia unos días antes, cuando Rosie se pasó a dar de comer a Profesor Jenkins.

Jenkins era viejo y malévolo, y estaba tremendamente gordo tras dedicar toda su vida a desparramar su anciano pellejo sobre el mueble más confortable que pudiera acomodarlo. La mayoría de los pocos momentos que estaba despierto los pasaba comiendo: había descubierto hacía tiempo que podía hacer la digestión y dormir a la vez. Ningún pájaro o ratón había tenido motivo alguno para temer la presencia del gato. Jugar le era algo desconocido, incluso cuando era una cría, aunque costaba imaginar que había sido pequeño.

A decir verdad, ése era el origen de su nombre: el animalito se llamaba así por un hombre que había dado clase de química a Lytten en su juventud, un personaje igual de gordo, desagradable y perezoso. A veces Lytten se preguntaba si su mascota sería la reencarnación de su antiguo atormentador. Había algo en la malicia y la frialdad de su mirada que le traía a la memoria aquellas clases, mucho tiempo atrás, en un aula gélida.

Fuera cual fuese el origen de su alma inmortal, Jenkins rara vez dejaba que alguien se le acercara. Sin embargo, toleraba a Lytten, y casi parecía que le caía bien Rosie: ella era la única a la que le permitía que le hiciese cosquillas en la barriga.

Por regla general, cuando llegaba, Rosie iba al piso superior, donde encontraba a Jenkins tumbado boca arriba, las patitas gordas en el aire, la viva personificación del libertinaje. Entre sus muchos otros defectos, estaba ligeramente sordo y no le hacía ninguna gracia bajar y ver que su comida ya lo estaba esperando, de modo que Rosie no sólo tenía que darle de comer, sino que también debía despertarlo, aunque se había plantado en lo de bajarlo en brazos a la cocina.

Ese día Jenkins no estaba donde siempre, así que Rosie dejó la cartera en la entrada y fue de habitación en habitación, llamándolo. No se lo veía por ninguna parte. Cuando ya estaba a punto de marcharse, se dio cuenta de que la puerta del sótano estaba entornada. Ésa era la parte de la casa que Lytten no utilizaba nunca: era demasiado grande para una persona, aunque había hecho cuanto había podido por llenar cada estancia de libros.

En comparación con el resto de la casa —y Lytten no era el más ordenado de los hombres—, el sótano era desagradable. Había polvo por todas partes y olía a humedad, a podredumbre. Además, estaba oscuro, y mientras bajaba por la estrecha escalera, Rosie sólo veía los montones de papel, las viejas tazas, los escasos muebles en lo que en su día fue la cocina del servicio. La única luz entraba por la ventana sucia de una puerta que daba al descuidado jardín trasero.

—Hola… —llamó—. ¿Jenkins?

Sintió una ligera aprensión al ver tanta miseria, aunque no solía tenerle miedo a nada. Para empezar, no sabía si debería estar en ese sitio.

Jenkins… —lo volvió a llamar, y después, más segura de que allí no había nadie, subió la voz—: Jenkins, pedazo de zoquete.

¿Y si ese bicho sordo estaba escondido debajo de algo? Sin dejar de llamarlo, se puso a mirar en las alacenas y debajo de la mesa. Nada. Entonces, en medio de un montón de herramientas de jardín, vio un arco de hierro oxidado, de los que la gente utiliza para que las rosas crezcan a su alrededor. Había visto uno igual en una finca un día que fue de excursión con su clase el verano anterior. Sin embargo, era raro, estaba repleto de latas y papelitos y papel de estaño, y tapado con una gruesa cortina, tan pesada y oscura como el material que se utilizaba para oscurecer las casas, que aún se conservaba en muchas viviendas. Rosie dudaba que sirviera de algo contra las bombas atómicas, pero la gente lo guardaba por si acaso.

Se acercó a la cortina, que olía a moho, y la abrió para asegurarse de que Jenkins no estaba escondido detrás. Dejó escapar un grito de alarma y, en un acto reflejo, se tapó los ojos, apartando la cabeza para que no le diera la deslumbrante luz que inundó la sombría habitacioncita.

Fue separando los dedos poco a poco para echar un vistazo, dejando que los ojos se acostumbraran a la repentina claridad. Era increíble. La pérgola —en una casa gris, sombría; en una calle gris, sombría; en un día gris, sombrío— no mostraba la pared con manchas de humedad de detrás, sino una extensión de campo abierto bañado en una luz brillante. Ante sus ojos había colinas onduladas, agostadas por el sol. Había visto paisajes así antes, en los libros que sacaba de la biblioteca. Mediterráneos, o eso le parecía. Árboles oscuros que creía que podían ser olivos, lomas cubiertas de matas. A lo lejos, un río ancho de un azul extraordinario, que reflejaba el sol de un modo que casi resultaba hipnótico.

No era una fotografía —sin duda, ninguna fotografía podía ser tan buena—, pues veía movimiento. El sol reflejado en el agua, aves en el cielo. Y en los campos había gente. Se quedó allí boquiabierta. El espectáculo era delicioso, irresistible.

Se aproximó más y tocó la estructura de hierro: estaba fría.

En ningún momento se planteó dar media vuelta; lo único que quería hacer era acercarse más. Un extraño temblor, un cosquilleo le recorrió el cuerpo al cruzar el marco, casi como si alguien le hiciese cosquillas por dentro.

Cuando lo hubo atravesado por completo, notó el aire caliente, una impresión, en contraste con la humedad heladora del sótano.

Aquello era muy bonito; deseaba quitarse el abrigo —esa prenda fea, roja, que le regalaron por su cumpleaños— y sentir el calor en la piel. Le entraron ganas de bajar corriendo hasta el río para lavarse la cara. Sabía que la sensación sería estupenda.

Se detuvo, sintiéndose nerviosa por primera vez. Al parecer se hallaba en la entrada de una pequeña cueva o algo por el estilo: las paredes estaban cubiertas de maleza y de algún que otro delgado árbol que se las arreglaba para crecer en las grietas. De pronto cayó en la cuenta de que había alguien.

Era un muchacho, más pequeño que ella, le dio la impresión, que vestía una capa tosca y llevaba las piernas, muy morenas, al aire. Tenía el pelo rubio, alborotado, y una expresión franca, agradable. Mejor dicho, la tendría, de no parecer tan aterrorizado. Rosie miró a su alrededor para ver qué era lo que tanto miedo le daba, y entonces se dio cuenta de que debía de ser ella.

No era capaz de hablar, no sabía qué decir. Confió en que él no la fuera a atacar, o a tirarle piedras o algo.

El chico dio unos pasos, vaciló y se detuvo. Inclinó la cabeza. Con tino, ella hizo otro tanto, en señal de amistad.

El muchacho dijo algo, pero ella no lo entendió. El calor del día de verano los envolvía, los pájaros cantaban de fondo, el denso calor dejándose sentir. Ninguno de los dos lo notaba.

«¿Cómo os puedo servir?», preguntó el chico despacio, esta vez en un inglés marcado por un fuerte acento, pero comprensible.

Rosie sonrió aliviada, pero la sorpresa fue tal que dio un paso atrás y tropezó con una piedra. Dando otro paso recuperó el equilibrio, y con él atravesó la luz. Se vio de inmediato en el sótano frío, maloliente; el calor y los sonidos habían desaparecido, aunque seguía viendo al muchacho, asustado y confuso. Se había puesto de rodillas y tocaba el suelo con la frente.

El hechizo se había roto, la magia se había esfumado, y Rosie sólo quería salir corriendo de allí. Puso la cortina como estaba, subió deprisa la escalera y salió a la gris mañana inglesa. Ese día Jenkins tendría que apañárselas sin comer, así de sencillo.

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