Arcadia

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Capítulo 3

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Jack More pensaba que el mundo exterior, por malsano y artificial que fuese, era una tentadora idea de libertad. De manera que se acercaba a menudo hasta la gran pantalla que decoraba el espacio que daba a las salas de reuniones, tan sólo para mirar y recordar. No era real: no había ventanas en ningún lugar del complejo, pero eso era mejor que nada. En ese momento se veía una estampa, imaginaria pero bastante realista, de vacas y colinas y hierba. De verdad quizá sólo fuesen las colinas, pero de todas formas le gustaba contemplarla. Dentro de un momento la imagen cambiaría y se verían montañas desiertas, coronadas de nieve, también imaginarias, ya que hacía al menos diez años que no nevaba en ninguna parte del mundo. No sabía por qué estaba allí. A pocos salvo a él les interesaba el mundo exterior; todo lo importante se hallaba en el interior del enorme edificio sellado en el que vivían y trabajaban. El exterior era peligroso y aterrador.

Se volvió al oír voces. Un grupito de gente caminaba por el pasillo que llevaba a la zona de investigación, hablando en voz baja. Él frunció el ceño, molesto. No podía estar en esa parte de las instalaciones; se suponía que debía quedarse en el bloque administrativo, y sin duda no debía escuchar nada de lo que dijeran otras personas.

No muy lejos se produjo una explosión de ira. Jack paró en seco y se situó de manera que pudiese observar sin llamar la atención. El grupo de científicos formó una suerte de manada defensiva, apiñándose para hacer frente a la inminente amenaza.

El ruido lo originaba una matemática llamada Angela Meerson. Se dejó ver, su cara de pocos amigos marcando un fuerte contraste con el rostro inexpresivo y dócil de los otros. Todo lo demás también era distinto: era más alta, su ropa de un color púrpura vivo, mientras que ellos vestían de gris y marrón, prácticamente el uniforme de los que eran como ellos. La matemática tenía el cabello largo y despeinado, como si acabara de levantarse de la cama. Los gestos de los hombres eran mesurados y controlados; los de ella, libres y tan indisciplinados como su pelo, que en algún momento había estado recogido como era debido en un intrincado moño y después se había desmelenado.

Los investigadores decidieron de manera colectiva fingir que la mujer no estaba allí, lo cual fue un error por su parte, pues a ella no le hizo ninguna gracia.

—¡¿Dónde está?! —preguntó la matemática a voz en grito.

Unos parecieron sorprendidos con su falta de respeto, de control y de decoro; otros tan sólo se asustaron. No estaban acostumbrados a semejante comportamiento, aunque algunos habían trabajado con ella en el pasado y ya habían presenciado arrebatos de ese tipo. Por lo general, significaban que estaba trabajando con ahínco.

—¿Y bien? ¿Es que no sabéis hablar? ¿Dónde está esa comadreja?

—Creo que debería calmarse —aconsejó uno, con nerviosismo—. Los protocolos para manifestar insatisfacción son claros a este respecto. Le puedo remitir la información si lo desea, estoy seguro…

—Cierra el pico, pedazo de idiota. —Le blandió un papel delante de la cara—. Mira esto.

El aludido lo leyó y quedó realmente sorprendido.

—La han suspendido —observó.

—No estás sonriendo, ¿verdad?

—Por supuesto que no —se apresuró a responder el hombre—. Yo no sabía nada de esto, de veras.

Ella soltó un bufido.

—Mentiroso —espetó.

—Mañana tendrá la oportunidad de explicarse. Estoy seguro de que se aclarará todo.

—¡Ja! —exclamó—. ¿Mañana? ¿Por qué no hoy? ¿Quieres que te diga por qué? Porque es una comadreja.

—Estoy convencido de que el señor Hanslip tiene en mente lo mejor para todos, y es su deber obedecer sus deseos. Tenemos una fe absoluta en su liderazgo, y no entiendo qué es lo que pretende conseguir con semejante arrebato.

Ella lo fulminó con una mirada de asco.

—¿Ah, no? ¿De verdad? Entonces mírame. Así tal vez aprendas algo.

Le lanzó el papel arrugado, haciéndolo estremecer, y acto seguido dio media vuelta y enfiló el corredor. Dijo dos veces «¡ja!» antes de desaparecer.

El grupo prorrumpió en unas risitas de alivio y nerviosismo.

—Seguro que se ha vuelto a emborrachar —apuntó uno—. Lo necesita para ponerse a pleno rendimiento. Se le pasará dentro de un día o dos.

—Aunque está bastante loca —añadió otro—. No sé cómo ha durado tanto. Yo no lo aguantaría.

Entonces vio que Jack lo estaba observando desde lejos. Le lanzó una ojeada furibunda y bajó la voz.

Confiaba firmemente en que mi dramática salida los impresionara a todos; estaba claro que en ese momento no me sentía muy segura. Mis relaciones con Hanslip siempre habían sido frágiles, cuando menos, pero durante mucho tiempo esa fragilidad se había restringido al ámbito de lo que se podría llamar tensión creativa. No le caía bien a Hanslip, y yo no lo soportaba a él, pero en cierto modo nos necesitábamos. Como un dúo musical de los de antaño: Robert Hanslip al dinero; Angela Meerson a la inteligencia. También hablábamos, y su estupidez me hacía pensar a menudo y plantearme las cosas de nuevo. Esta vez, sin embargo, la situación era distinta. Hanslip había ido demasiado lejos. Yo acababa de descubrir un complot para robar mi trabajo y venderlo al bicho de Oldmanter, tal vez el hombre más asqueroso, más pernicioso del planeta. Ésa era mi opinión, y admito que otros no pensaban lo mismo. Pero eran idiotas.

Para más inri, había averiguado que llevaba algún tiempo rumiando esa treta, todo mientras a mí me mentía con descaro. Sabía, claro estaba, que tramaba algo, pero logré completar el rompecabezas por casualidad, gracias a la visita sorpresa de una de esas personas a las que por regla general no habría hecho el menor caso.

«Lucien Grange, representante», ponía en el orden del día. ¿Qué me importa a mí esa gente? Van y vienen todo el tiempo, pregonando sus artículos. Reparé en éste por un azar, y sólo debido a una fuga en una tubería que se había producido en un corredor, que me obligó a dar un rodeo por uno de los pasillos menores. Sólo porque Lucien Grange escogió ese preciso instante para salir de la habitación que le habían asignado. Me acordaba de él; sabía que me acordaba. Y en algún rincón de mi cerebro supe que era importante para mí, y no por lo bien que se le pudieran dar las escobillas para el inodoro. Al final di con ello en un recoveco abandonado de mi memoria. Dieciocho años antes habíamos pasado algún tiempo juntos en un instituto remoto del sur de Francia, al borde justo del gran desierto que se extendía desde los Pirineos hasta Sudáfrica. Yo quería ver más, pero caí enferma, y en vez de ver algo pasé el tiempo en estado de coma; en cuanto empecé a recuperarme, me enviaron de vuelta al norte, y para entonces estaba demasiado drogada hasta para mirar por la ventanilla del helicóptero.

Por más que lo intentaba era incapaz de recordar la razón, pero el recuerdo me hacía sentir incómoda. No es que importase: el detalle significativo era que lo conocía, y yo no solía conocer a representantes de ventas. Técnicamente ni siquiera me estaba permitido hablar con ellos. Daba al traste con el halo de misterio de la distante actitud científica, tan importante para nosotros, la élite. La confianza engendra desdén; de ese modo quizá nos calaran.

Cuando llegué a mi despacho, me serví una copa de vino —con fines sólo medicinales, una bebida autorizada y perfectamente legal— y me puse a trabajar. No tardé mucho en ubicarlo: representante de ventas, ¡y un cuerno! De hecho, era primer vicepresidente del principal centro de investigación de Zoffany Oldmanter, y al echar un vistazo a sus actividades vi que estaba especializado en engullir negocios de menor envergadura para incorporarlos al creciente imperio de Oldmanter. Era un sicario corporativo; dicho de otra manera: un asesino a sueldo con formación científica.

Ahora estaba allí, fingiendo vender artículos de higiene. De pronto todo tenía sentido. Yo había estado a punto de hablarle por fin a Hanslip del pequeño experimento que demostraba que yo tenía razón; incluso le había mandado un mensaje pidiendo una cita urgente, pero me di cuenta de que era demasiado tarde. Ahora lo entendía todo, y me asaltó una poderosa oleada de emociones. El proyecto era mío; no me lo quitaría.

Me reprimí todo lo que pude, que fueron unos diez minutos, y fui a enfrentarme a Grange en su sala de reuniones. La cara de susto que puso cuando entré por la puerta fue de lo más reveladora.

—Espero que te acuerdes de mí. No te llevarás mi máquina —anuncié mientras cerraba de un portazo para que no pudiera escapar.

—¿Perdone?

Lo cierto es que era bastante atractivo; resulta increíble lo que puede hacer la tecnología. Debía de ser mayor que yo.

—Lo que produce este complejo es basura de baja calidad, a excepción de mi trabajo; uno de los acólitos de Oldmanter no cruzaría la calle por nada de ello. Si has recorrido casi mil kilómetros para llegar a una isla pantanosa del noroeste de Escocia, seguro que es por mi máquina. No lo niegues. Ninguna otra cosa podría atraer la atención de ese ladrón.

—No permitiré que hable así del señor Oldmanter.

«Pelota», pensé.

—Y tampoco es apropiado que yo hable de tales cosas con el personal.

¿Personal? ¿Yo? ¿Qué estaba diciendo Hanslip de mí a mis espaldas? ¿Qué papel se estaba atribuyendo? ¿Qué había hecho él todo el trabajo? ¿Qué era idea suya? No me habría sorprendido.

Decidí apretarle los tornillos y rompí a llorar. Eso, claro está, hizo que le entrara el pánico. A lo largo de los últimos cincuenta años había aprendido que los despliegues de emoción descontrolados eran capaces de inducir un sentimiento de terror cuando se llevaban a cabo en un espacio confinado. Estaba acostumbrada a ellos; mi trabajo dependía de su oportuna utilización. La mayoría de la gente correría más de un kilómetro para evitar incluso encontrarse cerca, y era evidente que ahora Grange se sentía desorientado.

—Ay, Lucien —dije entre sollozos—, después de todos estos años… Y ni siquiera te acuerdas de mí.

Resultaba extraño: estaba fingiendo, eso sin duda, pero una parte de mí sentía un dolor genuino, aunque no entendía por qué.

Casi era como si lo viese repasar las opciones que tenía para eludirme.

—Dios mío, pero si…

Me dejé caer en el sofá, sollozando contra la manga del vestido y mirando de vez en cuando para ver si ello tenía el efecto deseado. Al cabo se acercó con timidez.

—Pues claro que te recuerdo —aseguró—. Pero de eso hace mucho, y es mejor olvidarlo. Además, mis órdenes son muy estrictas: cerrar el trato y marcharme. No hay tiempo para sentimientos ni asuntos personales. Por más que me habría gustado…

—¿Cuánto te vas a quedar?

—Pensaba cerrarlo mañana.

—¡Mañana! —exclamé mientras me ponía de pie de sopetón y me enfrentaba a él—. ¿Vas a llegar a un acuerdo para mi proyecto mañana? Si ni siquiera sabes lo que estás comprando.

—Claro que lo sabemos. Llevamos meses estudiando las propuestas.

Debí de poner cara de sorpresa, o quizá él pensase que yo tenía un aire un tanto asesino, y volvió a adoptar un tono oficial conmigo.

—Esto no es apropiado. Tienes que hablar con tu jefe, no estás autorizada a hablar directamente conmigo.

Daba lo mismo; ya me había contado bastante. Salí como una exhalación, llorosa y con aire triunfal. Una hora después recibí la carta en la que se me anunciaba la suspensión. Hanslip iba un paso por delante de mí.

No hace falta decir que jamás tuve la menor intención de comparecer ante su ridículo comité disciplinario. Después de todo, era evidente que estaría lleno de títeres suyos. Él declararía; cualquier cosa que yo dijera se pasaría por alto, y después me harían a un lado para dejar libre el camino de su repugnante complot. Los muñecos de peluche de los que se rodeaba asentirían y accederían a todo lo que quisiera, y a mí me apartarían de mi trabajo y se lo darían a Oldmanter y a su equipo de imbéciles con su sueldazo.

De modo que mis prioridades eran dos. La más importante era quedarme con lo que era mío; la segunda, impedir que el universo entero fuese remodelado a imagen de un puñado de brutos y acabara en ruinas. Estaba a las puertas de alcanzar un importante avance en materia de comprensión. Todavía no lo había conseguido, pero si no me equivocaba, un fascinante experimento bien podía convertirse en el descubrimiento más peligroso de la historia de la humanidad. En mi opinión, sería mejor estar segura antes de dejar que otros jugaran demasiado con él. Los secuaces de Oldmanter no serían tan prudentes. Ya había visto miradas alarmantemente codiciosas en los ojos de Hanslip mientras contemplaba las posibilidades.

No pensaba con toda la claridad con la que debería; había estado trabajando mucho y con ahínco los últimos días, y aún tenía el cerebro atontado con los efectos de los estimulantes. Sin embargo, a medida que iban desapareciendo de mi organismo, empezaba a ver una solución al problema. No estaba segura de poder convencer a alguien de que se tomara en serio las dudas que albergaba a menos que lograra acabar el trabajo y demostrar la verdad de los hechos. Y para eso necesitaba más tiempo. Así que decidí que lo mejor sería ganar justo eso, tiempo. Mientras, tenía que asegurarme de que nadie toqueteara mi máquina en mi ausencia.

Esconderme no era una opción, desde luego. Quizá pudiese evitar que me descubrieran un día o dos, pero no mucho más. Lo cierto es que sólo existía una posibilidad: que yo misma utilizase la máquina. Sabía que funcionaba, pero era complicado prepararlo todo yo sola y sin que nadie se diera cuenta.

Aun así lo logré: desvié el suministro eléctrico de unos generadores nuevos para cerciorarme de que se borrara todo rastro de mi destino y de que los datos quedaran por completo embrollados cuando me fuese. Había incorporado esa posibilidad hacía años, ya que para entonces la integridad científica que había visto bastaba para no confiar demasiado en mis colegas. Si Hanslip y Oldmanter querían experimentar, adelante. Tendrían que hacer todo el trabajo ellos solos desde el principio. Dudaba que llegaran muy lejos.

Prepararme me llevó mucho tiempo, pero a la una de la madrugada estaba lista para marcharme. Cuando oí el zumbido en los instantes previos a que la potencia aumentara, me sentí muy satisfecha conmigo misma. Casi podía apostar a que Hanslip no había anticipado mi movimiento. Él trabajaba únicamente en el ámbito de la racionalidad calculada; yo no. En un mundo de cordura inducida de manera química, un punto de locura proporciona grandes ventajas.

Quizá debiera explicar qué es todo esto. Existe el riesgo, estoy segura, de dar la impresión de que me comporté de forma malhumorada y egoísta, de que mi única preocupación era bañarme en la luz de la gloria que me merecía.

Muy bien, admito que ése era un motivo. Pero sólo uno. Había otras cosas en juego, y mi deseo de que toda la humanidad no fuese aniquilada también tuvo algo que ver en mi decisión.

Todo comenzó con mis experimentos extraoficiales, que demostraron que los supuestos fundamentales en que se basaba el proyecto entero eran erróneos. Hablando en plata, metí a un empleado de limpieza en la máquina para ver qué pasaba. Era un tipo un tanto nervioso llamado Gunter, al que hicieron falta muchos tranquilizantes para convencerlo de que cooperase. Reconozco que no debería haber hecho eso, sobre todo porque no pedí permiso oficialmente antes, pero…, en fin. No podía utilizar un animal ni un objeto inanimado, dado que las posibilidades de encontrarlo eran inexistentes. Sólo se le podía seguir el rastro a un ser humano.

Él lo era. Alex Chang, uno de los más jóvenes del departamento y, por tanto, demasiado inseguro para chivarse de mí, se encargó de dicho cometido y descubrió al pobre limpiador en 1895: trescientos veintisiete años atrás. Fue un buen trabajo por parte de Chang, ya que tuvo que aprender un montón de técnicas nuevas para analizar la prueba. Gunter se volvió loco cuando llegó, y a nadie le sorprendió que acabara ordenándose sacerdote. Sin entrar en detalles —lo que hice no fue muy ético, y sabía que sería empleado en mi contra—, intenté decirle a Hanslip que teníamos un problema, pero él no entendió a qué me refería.

—¿Es que no lo comprendes? —le dije una tarde—. Todo este proyecto se basa en el supuesto de que lo que estamos haciendo no es viajar en el tiempo. Las leyes de la física. Aceptadas y aprobadas desde hace dos siglos o más. Lo único que podemos hacer es pasar a un universo paralelo, ¿no?

Él asintió, mirando a su alrededor para ver si había alguien a quien pudiera llamar para que lo protegiera si me ponía demasiado vehemente.

—Mal —proseguí—. Mal, mal. Todo está mal. Lo sé. Párate a pensar: en teoría deberíamos poder acceder a cualquier número de universos. Entonces ¿por qué al parecer sólo podemos acceder a uno? Nadie se ha parado a pensar en las implicaciones de eso. Creo que la teoría del universo alternativo es completamente absurda. Nos estaríamos moviendo en este universo. El único que existe. Viajar en el tiempo, dicho con claridad. Si ése es el caso, hemos de parar ahora. Tenemos que empezar de nuevo. Desde el principio. De inmediato.

—No podemos empezar de nuevo —objetó—. Piensa en los costes. ¿Por qué me cuentas esto?

—Porque tengo razón. Lo presiento.

En este punto, claro está, no pude dar la debida explicación. Con todo, no entendí por qué estaba tan empeñado en hacer caso omiso de mis preocupaciones. Sabía cómo trabajaba y que mi instinto era fundamental. Además, creía que le alegraría echar por tierra dos siglos de física. ¿Qué mejor forma de hacerse un nombre?

Pero, en lugar de eso, se refugió en la pomposidad, farfullando algo de previsiones presupuestarias. No tenía sentido hasta que caí en la cuenta de que estaba haciendo gestiones para vendérselo todo a Oldmanter. Un dispositivo utilizable, en funcionamiento, que daba la posibilidad de acceder a espacios y a recursos infinitos sin correr riesgos; ése era su punto fuerte. Y muy bueno, si lo que les decía encerraba algo de verdad.

Algo cuyo uso fuera demasiado peligroso salvo para realizar experimentos menores no habría abierto ninguna cartera. Además, su planteamiento era sumamente conservador. Si tenía que decidir entre mi corazonada y generaciones de trabajo científico, su única respuesta era pedir pruebas. Formaba parte de su carácter, una parte que yo ni entendía ni apreciaba. ¿Por qué no le bastaba mi palabra?

El aviso de que se había convocado una reunión de emergencia llegó a las cuatro de la madrugada, algo lo bastante extraño para hacer que todos los interesados se despertaran, se vistieran y se movieran con rapidez. Más extraña todavía fue la forma en que se hizo: sin ningún sueño que despertara de manera brusca al que dormía con imágenes de lo que hacía falta; ni siquiera un mensaje a través del sistema de comunicaciones. No: una persona, un individuo, aporreó la puerta y siguió aporreando hasta que al otro lado su ocupante despertó, adormilado, confuso.

No hubo explicación para un comportamiento tan raro, de modo que las seis personas que llegaron al despacho subterráneo anónimo ya iban preocupadas de antemano, como era debido. ¿Qué podía haber pasado? Algunos especulaban con la fusión de un reactor; los de pensamiento más burocrático decidieron sombríamente que era un simulacro de procedimientos de emergencia que había organizado un fanático con exceso de celo.

Jack More no pensaba ninguna de estas cosas. Lo cierto es que no pensaba nada, y no sólo porque estuviese cansado: él era la única persona que no tenía ningún motivo obvio para estar allí. No era más que un encargado de seguridad. Sentía curiosidad, eso sin duda, pero no sacó conclusiones precipitadas. Si había alguna razón para dejarse llevar por el pánico, él pensaba dejarlo todo en manos de los demás. Fuera lo que fuese lo que había salido mal, no podía ser culpa suya. Ésa era una de las virtudes de la insignificancia.

Su presencia bastó para hacer que los otros se preocuparan más. Lo miraban, en parte con ganas de preguntarle por qué estaba allí. Una reunión, en persona, en mitad de la noche, era un buen motivo para sospechar que había algo de que preocuparse.

—Siéntense, por favor —dijo Robert Hanslip al entrar.

Era el jefe que controlaba el dinero, el individuo de cuya aprobación dependía la vida y la carrera de todos y cada uno de los que se encontraban en esa habitación, en la isla. No le caía bien a nadie, aunque eso era algo irrelevante. Todos admitían que era muy eficiente. Algunos creían que era inteligente en grado sumo, aunque pocos lo dirían, no fuera a ser que les cayera una larga y obsesiva diatriba de Angela Meerson sobre el tamaño exacto del gran agujero donde debía de estar su inteligencia. Sea como fuere, ninguno de los que estaban en esa habitación lo conocía. Él nunca se codeaba con personas de categoría inferior, y ya se habían dado cuenta de que en la extraña reunión no había superiores.

El punto débil de Hanslip era su apariencia un tanto ostentosa. Tenía preferencia por un estilo anticuado y había alterado algo su metabolismo para tener tan sólo un diez por ciento de sobrepeso: lo bastante para darle un aspecto más contundente sin necesidad de tener que realizar a menudo ajustes en el corazón. Tampoco era para él el dandismo de los modernos o la sobriedad del atuendo científico; se inclinaba por el aire cuidosamente arrugado, remontándose seis décadas, hasta su juventud, cuando esas cosas estuvieron en boga durante un breve espacio de tiempo.

Nunca subía la voz, pero no tenía oposición. Todo el que lo hacía enfadarse no tardaba en descubrir que se quedaba sin ayudantes, le recortaban el presupuesto. Todo ello con una sonrisa que tenía por objeto hacer que su víctima se sintiera en cierto modo agradecida de que el castigo no hubiera sido peor.

Parte de su autoridad radicaba en asegurar que todo marchaba sobre ruedas, de manera que cualquier crisis lo dañaba; sin duda, su aparición produjo cierta inquietud en la pequeña reunión. Parecía afectado; fuera lo que fuese lo que había sucedido, nada más entrar él, supieron que la cosa iba a ser mala.

—Disculpen por haberlos privado de un sueño reparador —comenzó—. Hace tres horas una fuerte subida de tensión ha provocado que el suministro eléctrico en el norte de Alemania, Finlandia, Suecia, Dinamarca y Escocia se interrumpiera durante 0,6 décimas de segundo.

Jack miró a su alrededor, preguntándose qué quería decir con eso. El resto no se movió.

—¿De cuánto ha sido la subida? —quiso saber uno.

—Aún estamos tratando de obtener la cifra exacta.

—Y ahora nos dirá que se ha originado aquí.

Hanslip asintió.

—Eso exactamente les iba a decir. El análisis oficial no ha llegado aún, pero estoy seguro de que se ha originado aquí. No es preciso que les diga que ya he enviado un informe en el que niego que haya tenido algo que ver con nosotros y exijo una disculpa a quienquiera que haya sido responsable.

—Es una subida del carajo —observó un hombre joven después de mirar con ojos exorbitados los números que recogía el papel que Hanslip pasó. Debía de ser bastante nuevo, de lo contrario habría sabido que Hanslip no aprobaba ese lenguaje—. ¿Está usted seguro de que hemos sido nosotros? ¿Cómo ha podido pasar?

—Estoy seguro de que hemos sido nosotros. De no ser así no habría interrumpido su descanso. En cuanto a qué lo ha provocado, eso será su cometido. No hace falta averiguar quién lo ha provocado. Me temo que eso ya es evidente. —La preocupación de Hanslip se transmitió al resto de los asistentes—. El tiempo —añadió—. No tenemos mucho tiempo.

Sin embargo, las burocracias avanzan a un ritmo propio, majestuoso, por urgente que sea la situación. El resultado principal de la reunión fue la formación de una comisión. Varias comisiones, a decir verdad. Una para analizar los datos con el objeto de averiguar para qué se había usado esa energía; otra para investigar cómo se las había ingeniado alguien para burlar algunos de los sistemas de seguridad más avanzados del planeta. Una tercera se ocupó de eliminar todas las pruebas que incriminaran al instituto. Las comprobaciones necesarias para determinar que su matemática estrella, y tan problemática, se había desvanecido se realizaron bastante deprisa.

—Un momento, señor More —pidió Hanslip cuando la reunión hubo terminado. Jack no había dicho ni una palabra durante la charla, ni tampoco se había dignado a mirarlo nadie—. Me figuro que se preguntará usted qué está haciendo aquí.

—Sí, pero pensé que usted me lo diría en su momento y que desoiría mis preguntas hasta que estuviera usted listo.

—Bien pensado. Es posible que necesite su ayuda. Que se cierre este centro y que todos nosotros acabemos en la cárcel son las mejores opciones que se nos presentan en este instante. Es posible que esto requiera una respuesta rápida y poco ortodoxa. Y ahí es donde entra usted en juego.

—¿Por qué es tan mala exactamente una subida de tensión?

Hanslip le dirigió una mirada de desdén.

—Ha dejado sin luz a mil millones de personas, muchas de las cuales habrán sufrido ataques de pánico. No cabe duda de que habrá habido numerosos suicidios y asesinatos como consecuencia del caos. Sabemos de dos aviones de pasajeros que se han estrellado porque todos los controles y los servicios auxiliares se han apagado de forma simultánea. El número de víctimas mortales asciende a más de dos mil y continúa aumentando. Es más, nuestra autoridad depende de que se lleve a cabo una gestión eficiente de la sociedad. Es un desastre, muy grave, y culparán a alguien de ello.

—Ya.

—Se buscará a los responsables. Se castigará públicamente a quienes han desacreditado la reputación del gobierno científico. Para demostrar que nos importa, y esas bobadas. ¿Lo entiende ahora?

—Lo entiendo.

—Bien. Necesitamos a la culpable, además de un informe que diga que sufrió una crisis nerviosa que la llevó a cometer un acto de terrorismo destructivo. Algo por el estilo. Estoy seguro de que sabe a lo que me refiero. Vamos a dar un paseo. Si va a ayudarnos, es preciso que sepa un poco más.

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