Arcadia

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Capítulo 11

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–¿Qué es todo eso que hay abajo, profesor? —inquirió Rosie tras una ausencia de varios días en los que, inexplicablemente por lo que a él respectaba, la muchacha no se había pasado a tomar una taza de té y a charlar.

—¿Eh? Ah, todo eso es de la señora Meerson —repuso—. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada. Bajé a buscar a Jenkins. ¿Quién es la señora Meerson? ¿Una amiga suya?

—¿Angela? Una vieja amiga, sí. Vive en Francia la mayor parte del tiempo, y guarda ahí abajo todas esas cosas hasta que se las pueda llevar, aunque por lo visto nunca encuentra el momento. Las heredé de Tolkien cuando se jubiló y necesitó espacio para su biblioteca.

—¿Quién es Tolkien?

—Otro amigo. Angela guardaba sus cosas en el garaje de Tolkien, y no sabía qué hacer con ellas cuando él se mudó, así que le dije que podía meterlas en el sótano. La verdad es que no lo uso mucho.

Lytten miró con curiosidad a Rosie, pero no insistió.

—Y bien, ¿qué vamos a hacer con Profesor Jenkins? Confieso que me tiene algo preocupado.

El enigmático asunto del gato desaparecido en verdad era preocupante. Ni siquiera se sabía cómo había salido de la casa.

—Un misterio de cuarto cerrado —declaró Lytten—. Alguien entró y se llevó al gato, y cerró con cuidado la puerta al salir. En cuyo caso, ¿por qué no dejar una nota pidiendo un rescate? O el gato aprendió a volar y huyó por la chimenea. O…, y aquí es donde clavo en ti mi mirada penetrante y consigo que confieses, fuiste tú, Rosalind Wilson, la que se llevó el gato, y has elaborado una historia muy rebuscada para despistarme. Tuviste los medios, la ocasión.

—Pero ningún móvil —razonó la muchacha—. Por favor, profesor. ¿Quién diantres querría a su gato?

—Muy cierto. Nadie en su sano juicio querría a Profesor Jenkins. Eso es lo que pasa al sacar los argumentos de los libros. Porque la vida, ¡ay!, la vida siempre es nueva y distinta y bastante más complicada. Debe de tratarse de un lunático. O, claro está, ese bicho tonto se alejó, se desorientó y ahora está atascado debajo de algún mueble, demasiado gordo para moverse y demasiado vago para gritar, como Winnie the Pooh en la madriguera de Conejo. Estoy seguro de que esperará hasta que yo esté por completo dormido y entonces se pondrá a maullar hasta que lo rescate, mas el gato nocturno en esto se entretiene.

—¿Cómo dice?

—Shakespeare, querida mía. La violación de Lucrecia.

Rosie se ruborizó.

—Un poema excelente, aunque no el mejor de Shakespeare. Basado en la leyenda romana. ¿Conoces la historia? Es muy famosa, pues habla de lo que sucede cuando los poderosos abusan de su posición…

Ello dio a Lytten la oportunidad de disertar mientras le preparaba un té a la chica; empezó con Ovidio, siguió hasta Shakespeare y Hogarth, y pasó a una ópera que había visto no hacía mucho y que no le había gustado nada.

—Somos nuestro pasado, querida mía, y si quieres saber cómo será el futuro, has de conocer lo que ya ha sucedido. El pasado está en nosotros, en todas partes. Incluso en cosas pequeñas, como los nombres. Tomemos el tuyo, por ejemplo.

—¿Qué le pasa a mi nombre? —A Rosie no le gustaba. Era un nombre de abuela. Le habría gustado uno moderno, como Sandra.

—Te pusieron ese nombre, no te sabría decir si por accidente o a propósito, por el personaje más perfecto de toda la literatura inglesa.

—¿De verdad?

—Pues sí. Rosalind, de Como gustéis, con mucho la mejor creación de Shakespeare. Es osada, aguda, inteligente, amable, bella y nada sentimentaloide. Con frecuencia sus mujeres son bobas o asesinas. Rosalind es magnífica en todos los sentidos, tanto es así que estoy seguro de que debía de estar basada en alguien a quien el escritor conocía y admiraba enormemente. Así que, querida mía, en su día fuiste amada por Shakespeare. No muchas jovencitas pueden presumir de eso.

—Yo diría que no —contestó ella muy impresionada.

Unos días después, Rosie recibió un mensaje que decía que Lytten se había visto obligado a ausentarse de repente y le pedía que se mantuviera alerta por si Jenkins aparecía. Ella estuvo encantada. Le preocupaba el gato, pero le entusiasmaba la idea, porque así podría andar un rato a su antojo por el sótano. Se había llevado un buen susto en casa de Lytten, y no le gustaba sentir miedo; era algo que sucedía muy rara vez, y ahora la devoraba una curiosidad abrumadora, acuciante. Permanecía despierta de noche, pensando. En su cabeza, mientras miraba al techo, bailoteaba el revoltijo de recuerdos del sótano, la miseria húmeda y oscura, el olor, el polvo. Y después las aves, la brisa, la belleza…

Cuanto más pensaba, tanto más dudaba de su propia cordura. Trastorno psicológico, lo había llamado el profesor. Después de todo, ¿cómo podía haber pasado? Ella era una chica sensata y había intentado dar con una explicación, aunque se lo impedía la renuencia a contarle a alguien lo que había visto.

Lo único que se le ocurría que tenía algún sentido era que Lytten —o la tal señora Meerson— guardaba en el sótano una máquina para hacer cine nueva y sumamente ingeniosa, o un nuevo televisor. Sin embargo, estaba bastante segura de que ninguna de esas dos cosas había dominado el arte de hacer sentir el viento u oler las agujas de pino con el calor, por no hablar de crear a muchachos que se ofrecían a su entera disponibilidad.

No. O era una ilusión o era real. Lo primero podría significar que ella estaba loca, lo cual angustiaría a sus padres, de manera que se sentía obligada, por ellos, a averiguar la verdad. Como el mismísimo Poirot gustaba de decir, necesitaba más pruebas para poder resolver el misterio.

La primera oportunidad se presentó unos días después de que recibiera la nota de Lytten. Le dijo a su madre que pensaba quedarse a un ensayo adicional del coro, lo cual resultaba de lo más creíble. Rosie cantaba bien, y ese año iban a representar Zadok, el sacerdote y algunos números pegadizos de El rey y yo, a modo de concesión a lo que los maestros consideraban la modernidad. Rosie —cuyos gustos, más refinados ya, empezaban a alejarse de los musicales de Broadway, pero que todavía sabía apreciar una buena melodía— estaba encantada de cantar lo que fuera. Por regla general, los ensayos se realizaban los jueves, pero nadie cuestionaría uno extra. Ello le daba unas horas libres para zanjar el asunto del sótano de una vez por todas.

La cantidad de tiempo que había dedicado a leer novelas policíacas demostraba su valía ahora. No necesitaba forzar la puerta de la casa para entrar, puesto que tenía la llave, pero sí debía comprobar que el sótano estaba vacío e instalar un sistema de alarma por si aparecía la misteriosa señora Meerson. Asaltó la cocina del profesor Lytten en busca de una cuerda y unas latas vacías. Ató las latas y tendió la cuerda de un lado a otro de la puerta, a la altura del tobillo, invisibles en la oscuridad. Nadie podría entrar sin tropezar con ellas y hacer ruido, y Rosie dispondría de unos minutos de tiempo, pensó, si alguien volvía a la casa.

Una vez efectuados los preparativos, abrió la puerta del sótano y bajó de puntillas por la escalera. Comprobó que, en efecto, allí no había nadie, y fue hasta la oxidada estructura de hierro del rincón. Sí, seguía allí; al menos eso no se lo había inventado. No sabía qué quería que sucediera a continuación. Después de todo, quizá fuera mejor que estuviese equivocada. Al menos eso podría explicarse. No habría nada excepto un par de palas viejas y un cubo de metal. Ella se reiría, se sentiría estúpida y se iría a casa, contenta de no habérselo mencionado a nadie.

Pero lo cierto es que no quería estar equivocada. No quería pasarse el tiempo preguntándose si veía visiones cada vez que reparase en algo ligeramente poco común o inesperado.

Se acercó a la cortina, cerró los ojos para no llevarse una decepción y la apartó.

Una luz repentina que atravesó sus párpados cerrados bastó para cerciorarse de su cordura. Si la vez anterior disfrutó de unas gloriosas vistas de un valle bañado por la luz del sol, ahora allí había un paisaje arbolado: grupos de árboles y matorrales, sobre todo, ni un río ni un valle. Si bien parecía soleado, vio pequeñas nubes blancas en un cielo por lo demás de un azul perfecto. Sólo corría una leve brisa, a juzgar por cómo se movían las ramas y las hojas.

Respiró hondo y atravesó el arco.

Era como una tarde de primavera, pero más calurosa y seca de a lo que ella estaba acostumbrada. Las hojas de los árboles eran jóvenes y no se habían abierto del todo. Había una gran cantidad de campanillas en una zona a un metro de distancia, y ella supo que era primavera, aunque no tuviera muchos conocimientos de plantas.

Y ahora ¿qué? Ya había determinado que eso era real. Si fuese sensata, volvería atrás y cruzaría sin más el arco de hierro, que por ese lado no era más que una tenue mancha de luz, algo así como mirar por una ventana un tanto empañada. Se veía perfectamente bien, pero la imagen al otro lado aparecía algo borrosa. Debería hacer justo lo que hizo la última vez, echar un vistazo y volver a lo seguro. Era una chica prudente, sensata, se dijo.

Sin embargo, el olor de esa cocina húmeda, el frío del otoño y la perspectiva de cenar pastel de carne con patatas y después hacer los deberes de inglés y estudiar una lista de verbos irregulares en francés no era lo que se dice algo atractivo. ¿Quién iba a querer aprenderse otro discurso de Julio César cuando tenía ante sí un bosque soleado que explorar? ¿Quién no querría saber dónde estaba ese sitio y qué era? No parecía peligroso, ni nada por el estilo.

«Lo que haré —se dijo— será echar un vistazo». Siendo como era una chica práctica, se quitó el abrigo y lo dejó en una mata, para que de ese modo pudiera encontrar el camino de vuelta con facilidad. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un montón de pastillitas de chocolate. Teseo en el laberinto, pensó. Dejar un rastro de pastillitas para que pudiese regresar y ponerse a salvo. Doblemente seguro y prudente.

«Bien —continuó, como si fuese una conversación, pero sin hablar con nadie—. ¿Dónde estoy? En un bosque, está claro. Pero no es sólo un bosque. Para empezar hace calor. Y está en el sótano del profesor Lytten. ¿Será mágico?».

Ésa era una pregunta delicada. De habérsela formulado uno o dos años antes, Rosie habría respondido sin lugar a dudas que sí. Habría sido la primera explicación que se le habría pasado por la cabeza. De habérsela preguntado un año después, se habría negado, con aire desdeñoso, tan siquiera a plantearse una idea tan absurda. Pero se hallaba entre esos dos estados de certidumbre, de manera que la pregunta quedó sin respuesta.

A su derecha se abría un claro que, aunque no era exactamente un camino, al menos ofrecía la posibilidad de meterse por él sin que las zarzas le arañaran las piernas. Echó a andar, volviendo la cabeza cuando llegó a los árboles para asegurarse de que veía el abrigo. Seguía allí, colgando de la rama, una imagen un tanto peculiar en ese entorno. Había leído cosas sobre los bosques cuando era pequeña. Caperucita Roja también tenía una capa roja, y mira lo que había estado a punto de pasarle. Rosie caminaba intentando hacer el menor ruido posible, echando pestes por haberse negado a unirse a las exploradoras. Estaba segura de que seguir el rastro y aproximarse a cosas sin llamar la atención formaba parte de lo que aprendían. Pero ¡ese uniforme! ¡Esas canciones espantosas! Eso nunca.

El sendero describía una curva cerrada a la izquierda y se abría a otro claro, mucho mayor que el primero.

Rosie paró en seco, de pronto cautelosa y sin querer hacer ningún ruido, pues sentía cierta inquietud.

En medio del claro se veía una tapia baja que rodeaba una amplia zona ovalada de hierba. En el extremo más alejado había una estructura de piedra que se parecía a una de las tumbas más grandes del cementerio al que la obligaban a acudir una vez al año, cuando su madre ponía flores en la tumba de su abuelo. Sin embargo, no fue ése el motivo por el que Rosie se paró de golpe. Se detuvo, el corazón martilleándole en el pecho, porque inclinado sobre esa piedra había un joven que seguía con un dedo las letras escritas en un lateral. Tenía un pie apoyado en otra piedra, y descansaba su peso en una vara larga que sostenía en la mano contraria. Lo más llamativo en él era su ropa: llevaba una capa de color azul claro, aunque parecía bastante vieja y raída, una especie de pantalones cortos debajo y una túnica, además de unas sandalias que Rosie no había visto nunca, una suela plana con cordones que se entrecruzaban en el pie y subían hasta el tobillo, donde se ataban.

No parecía peligroso, pero aun así su aspecto era tan extraño… Rosie se movió un poco para ver mejor, y ahí fue cuando se puso de manifiesto abiertamente lo tonta que había sido al no unirse a las exploradoras. Pisó una ramita, que se partió en dos y emitió un sonoro chasquido.

El joven levantó la cabeza al oírlo y la vio.

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