Arcadia

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Capítulo 19

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19

La carpeta de documentos que Wind dio a Lytten permaneció sin abrir, guardada en un cajón, hasta el lunes por la tarde. En el pasado, Lytten se había mostrado flexible y adaptable a un tiempo, pero nunca había creído que ninguna de esas dos cosas fuese una virtud, y ahora llevaba una vida bastante estricta, que se regía por un sistema ordenado. Y éste no incluía trabajar los domingos. Iba a la iglesia por la mañana a las diez y media, no porque fuera religioso, sino porque lo consideraba una experiencia tranquilizadora y, más importante aún, lo que uno debía hacer un domingo por la mañana. Le gustaba la música, la arquitectura y el ritmo de la ceremonia. Después volvía a casa andando y almorzaba: carne fría, patatas cocidas frías y algo de pan con queso. De vez en cuando aceptaba una invitación a cenar. De lo contrario, por la tarde leía o en ocasiones escribía, aunque nunca nada que tuviera que ver con las obligaciones propias de su profesión, y nunca a petición de Samuel Wind.

Conocía a Wind de casi toda la vida: al igual que muchas amistades masculinas inglesas, la suya estaba basada en una mezcla de ligero desdén y extensión en el tiempo. Es decir, le había caído mal durante tanto tiempo que a esas alturas le daba lo mismo que tendiese a hablar sobre todo de sí mismo, que hiciera caso omiso de ninguna preocupación que no fuese la suya, el tremendo desprecio que le inspiraban todas las personas y todas las cosas. La vida había conspirado para reunirlos demasiado a menudo. Habían asistido, durante un breve espacio de tiempo, a la misma escuela, a la misma universidad después. Cuando Portmore introdujo a Lytten en el servicio de inteligencia, Wind se las ingenió para unirse a él. Era capaz, era ambicioso, pero… ¿qué más? Lytten nunca se molestó en averiguarlo. Estaba demasiado encantado consigo mismo, y siempre estaba allí.

Acabó sucumbiendo: se preparó un sándwich, avivó el fuego y, tras correr las cortinas, cogió por último la carpetita de los papeles.

No tardó mucho en leerlos. Había unos informes de Alemania del Este de moderado interés; el resto eran galimatías, relleno, hojas aleatorias cogidas de la mesa de alguien y que carecían de lógica. Sólo un papel revestía importancia, y en él había una única frase, sin sentido, como era de esperar.

«Veré al Narrador en el Paraíso».

Debajo, una fecha y una hora. «Empieza la fiesta», pensó.

Estuvo distraído el resto de la tarde, tratando de efectuar anotaciones para su relato, pero más a menudo mirando a la nada, con una leve sonrisa ocasional asomando a su rostro cuando pensaba en lo del Narrador. La idea había acabado formando parte del entramado de su vida de tal modo que ahora también estaba grabada en su imaginación. ¿Por eso le había venido a la cabeza cuando buscaba el elemento central que dotara de coherencia a Anterwold? No quería escribir acerca de sacerdotes o reyes, y menos aún de leones o magos, pero todas las sociedades necesitan figuras de autoridad. De manera que se le ocurrieron los narradores, puesto que podían ser más pacíficos que los generales y más benévolos que los políticos. De algún modo le vinieron a la cabeza sin más, o eso pensó él, pero ahora era consciente de que habían estado allí todo el tiempo, esperándolo.

Él era el Narrador, por supuesto: le pusieron ese apodo en 1946. Cuando siguió a los ejércitos invasores en el momento en que cruzaron primero Francia y luego el Rin, y después entraron en Alemania, su cometido no era combatir, sino interrogar a alemanes capturados que quedaban atrás cuando sus ejércitos se batían en retirada sin ellos. Luego pasó un año y medio viviendo en un Berlín en ruinas, entre una población abatida y asustada. Sobre el papel era un oficial de enlace, un recadero que hablaba a los franceses en francés y a los alemanes en alemán. Conocía bien a muchos de sus homólogos, y ahí fue cuando empezaron a llamarlo el Narrador. Quizá fuese porque una noche, durante una cena improvisada en uno de los pocos edificios que no se hallaban en ruinas, la media docena de personas que formaban el grupo empezaron a contarse historias. Fue idea de él, que mencionó los Cuentos de Canterbury y el grupo de peregrinos de Chaucer, que se entretenían durante el largo camino relatando anécdotas, y los personajes de Boccaccio, que también pasaban el tiempo narrando historias mientras permanecían ocultos para librarse de la peste. Sugirió que ellos hicieran lo mismo. Contar historias, ya fuesen reales o inventadas, que cada cual eligiera.

Él llevaba la batuta en esas extrañas veladas, en esa camaradería de quienes sabían que pronto serían enemigos. Después de que el ruso contara cómo había aprendido alemán, el francés hablara de cómo era la vida en un campo de prisioneros y el norteamericano detallara la ruta que siguieron sus padres para llegar a Estados Unidos desde Europa y sus viajes de vuelta al continente europeo, Lytten contó su relato, que giraba en torno a reyes y batallas, los cuentos fantásticos de Gran Bretaña y los mitos del Mediterráneo, incorporando lo bastante de cada uno para que en distintos momentos cada hombre asintiera con la mirada clavada en la bebida, reconociéndose con melancolía, porque cuando empezó él ya estaban todos bastante borrachos, y más borrachos todavía cuando terminó.

Si no fue ése el motivo por el que alguien lo recordase como el Narrador, tal vez fueran otras las razones, menos admirables. Y es que la guerra muda entre el este y el oeste ya estaba empezando, y Lytten se encontraba allí para sembrar la incertidumbre y la desconfianza. Hizo un buen trabajo hasta que renunció a él, asqueado con la labor y consigo mismo.

Ahora lo llamaban para que volviera a ese mundo. Se reuniría con aquel hombre en el Paraíso. Además, tenía poco que hacer y sentía curiosidad por saber de qué se trataba. Después podría lavarse las manos.

Le pediría a Rosie que se pasara para ver si Profesor Jenkins había vuelto. De ser así, el animal estaría malhumorado, exigente y hambriento. Después iría a Londres en el tren de la mañana, consultaría con los peces gordos y se pondría en marcha para ocuparse de ese fastidioso asunto.

Siempre que Lytten iba a Londres evitaba el tren de las nueve y media, ya que solía estar lleno de gente a la que conocía y a veces no podía impedir verse arrastrado a una conversación con alguien cuyo nombre no recordaba. La mayoría observaba las normas no escritas: uno saludaba con una inclinación de la cabeza, sonreía, intercambiaba unas palabras y se olvidaba del otro durante el resto del trayecto. Pero en ocasiones aparecía alguien que no entendía que los viajes en el tren de la mañana tenían una finalidad contemplativa, su propósito no era darse a la cháchara. Por si acaso, Lytten siempre tomaba el de las diez. Ahora tenía que ir dos veces en dos días, y le fastidiaba la pérdida de tiempo.

El primer día fue a ver a Portmore, algo que siempre lo hacía sentir como un colegial impaciente deseoso de que lo colmaran de alabanzas. El anciano quería saber todos los detalles, y Lytten pensó que lo mejor sería hablar con él de la pequeña operación. De manera que fue discretamente y escuchó con atención a Portmore, que, cada vez más gárrulo a medida que envejecía, habló largo y tendido de misiones grandes y pequeñas, recientes y pasadas, y al final le dijo que adelante.

—Entonces mañana saldré para París —dijo Lytten.

—¿Qué sentido tiene este mensaje tan misterioso?

—Creo que es de un hombre al que conocí en su día.

—¿Y qué crees que es lo que quiere?

—No tengo ni idea. Hablar de los viejos tiempos, ofrecerme un trabajo, qué sé yo.

Portmore esbozó una sonrisa forzada.

—¿Por qué iban a querer los sóviets tener más empleados aquí? Ya tienen bastantes. ¿Qué tal van tus pesquisas?

—He repasado el expediente de siete de las ocho personas que cree que podrían ser traidoras. Se pueden descartar todas ellas.

—De manera que sólo queda Sam, ¿no es así? ¿Lo has dejado para el final?

Lytten vaciló y después asintió.

—Si de verdad hay un traidor, como parece inclinarse usted a pensar. ¿Está seguro de que no se equivoca?

—Cada vez que tenemos a un desertor, lo arrestan y le pegan un tiro antes. Cada vez que ponemos en marcha una operación, a los nuestros los cogen o los vigilan. Nuestros contactos en Hungría están en prisión. Los norteamericanos se niegan a decirnos más. Estoy seguro, y tú también lo estarás.

Portmore se retrepó en su asiento y se estiró.

—No paran de decirme que es hora de que me jubile y le entregue el testigo a otro. Y tienen razón. Pero no quiero dejar el servicio tal y como está. Me he pasado la vida entera trabajando para él, y no me arriesgaré a ponerlo en manos de un traidor. Y existe uno, Henry, y necesito que continúes buscando hasta dar con él. Si la gente no confía en nosotros, no podremos trabajar.

—¿Y si no lo consigo?

—En ese caso, tendré que rechazar a los candidatos más obvios, por si las moscas. Apostar por otro. Tengo a alguien en mente que serviría. No es el ideal, pero no puedo correr riesgos.

Lytten asintió. Era un asunto desagradable y lo detestaba de principio a fin. Pero ¿quién más podía encargarse? Sólo él sabía lo suficiente y sólo él estaba libre de sospecha, pues había abandonado el servicio hacía muchos años.

—Muy bien.

—Mantenme informado, te lo ruego. Me quedaré aquí esperando. Ve a París y pásatelo bien. No es preciso que te recuerde lo importante que podría ser esto.

Lytten pensó mucho en esa reunión mientras volvía en tren, desayunaba a la mañana siguiente y cerraba la casa para irse de nuevo. Tanto fue así que ni siquiera reparó en el hombre que estaba en la acera, vigilándolo, mientras le daba la vuelta a la bicicleta y salía a la calle.

Lytten se detuvo, con aire vacilante, al ver al curioso tipo que estaba plantado en medio del camino de entrada a su casa, mirándolo. Parecía aterrado.

—¿Puedo ayudarlo en algo? —preguntó.

Nada. Tan sólo una ligera mirada de loco que se desvaneció en cuanto el hombre reparó en él.

—No —repuso, casi a voz en grito—. Por supuesto que no. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Bien. En ese caso…, ¿le importaría apartarse?

—Ah, lo siento. Lo siento mucho. —Se hizo a un lado, rojo y aturdido. Después abrió y cerró la boca varias veces y al final preguntó—: ¿Es usted Henry Lytten?

—Sí —contestó éste—. ¿Puedo ayudarlo en algo?

—¡Ajá! —exclamó, y giró sobre sus talones y echó a correr carretera arriba, como alma que llevaba el diablo.

Lytten hizo caso omiso del incidente. Después de todo, Oxford estaba lleno de gente rara, que no mostraba mucho interés por las sutilezas sociales. El tipo no se había mostrado más torpe, maleducado o desquiciado que muchos de sus colegas, que se ponían nerviosos, avergonzados, cuando conocían a alguien. Persimmon, por ejemplo.

En el barco que enlazaba con el tren que llevaba a París, puesto que sabía que le daría sueño, Lytten leyó la última entrega del susodicho. ¿Qué mejor forma de sacudirse el aburrimiento y la preocupación? Casi cualquiera, a decir verdad, pero lo había prometido. El capítulo 12 de la extensa diatriba de Persimmon en la que ensalzaba las virtudes de la moderna gestión de la ciencia. O, mejor dicho, su obra de ciencia ficción, que, de hecho, parecía tener poca ciencia y nada de ficción. Más bien Persimmon, cuyo entusiasmo por la planificación central lo convertía en un gran peligro en las veladas y cuya vehemencia, que acompañaba con un frenético movimiento de los ojos, lo transformaba en un personaje incómodo en las conversaciones de los sábados en el pub, estaba escribiendo un relato tan sumamente tedioso que a todo el que lo leía le entraban ganas de suicidarse. Si no se equivocaba y el futuro de la humanidad estaba en una eficiencia científica bien organizada, el suicidio era con toda probabilidad una buena idea.

Persimmon era un hombre tirando a joven, delgado, desgarbado, de aspecto severo, que lo hacía todo con una irritante moderación. Nunca comía demasiado o bebía demasiado. Nunca se reía, y a veces daba la impresión de que sonreír le resultaba doloroso. A sus finos labios les costaba separarse lo bastante para dejar que salieran las palabras o entrara la comida. Se pasaba la mayor parte de las cenas en absoluto silencio, mirando a sus colegas, y cuando hablaba lo hacía en una voz tan baja que sólo la feroz precisión de su pronunciación lograba que lo que decía se entendiera. Sus colegas lo aguantaban, pero nadie pensaba que se tratase de la persona más valiosa del lugar, y algunos se preguntaban por qué diantres lo habían escogido. Además, ¿desde cuándo la política era un tema? La nueva generación de gente seria parecía tener un complejo de inferioridad por no haber ido a la guerra, y lo compensaba con una política radical, se mostraba reacia a aceptar que sus padres habían hecho del mundo un lugar mejor. O quizá no, quizá Lytten se sentía viejo y hastiado.

Dejar que formara parte del grupo de los sábados fue un error. Antes era un grupo de hombres con ideas afines, de trato fácil, que se tomaban su cerveza y se fumaban su pipa, cómodos con sus experiencias y sus puntos de vista compartidos. Persimmon lo cambió todo. Quería introducir normas, fijar por adelantado la agenda, asegurarse de que todo el mundo tenía la misma posibilidad de hablar. Quería que un presidente guiara lo que antes era una conversación aleatoria, convirtiéndola en una reunión. Pronto querría un secretario y actas, sin duda. Persimmon empezó a acudir los sábados, cada vez con más páginas recién salidas de la máquina de escribir. Lo cierto es que Lytten no sabía por qué, pues no soportaba la crítica. Estaba allí para enseñarlos, no para aprender algo de sus respuestas. Era pura cobardía por parte del resto —una cobardía que hacían pasar por educación— que no le dijeran que se largara y los dejase en paz.

De cuando en cuando, la cumplida educación de Lytten generaba tales tensiones internas que no podía evitar vengarse. Cuando se sentía socarronamente malicioso, era muy fácil provocar a Persimmon.

—¿Cómo es la ciencia ficción? —podía preguntar con inocencia.

—No decimos eso. Decimos ficción especulativa.

Y entraba al trapo, bañando a Lytten en un mar de severidad hipercrítica, endilgándole sermones sobre la ficción al servicio de la educación, analizando el potencial humano. «Acuérdate de los satélites, que al principio no eran más que un sueño en un relato corto…».

—Entonces ¿para qué escribir una novela?

—Es una forma de educar a las masas —contestaba Persimmon—. Poner a su disposición pensamientos elevados de manera que los puedan entender. La ficción no me interesa. No obstante, como vehículo didáctico tiene su utilidad.

—¿No temes que tus lectores vean lo que estás haciendo y prefieran algo que no les quiera enseñar ninguna lección?

—En absoluto. Al final será una lectura obligatoria en las escuelas.

—¿No habrá siempre rebeldes y proscritos, poetas y soñadores?

—Mi intención es incluir a estas personas, de modo que quede claro el contraste entre el desorden antisocial y el comportamiento constructivo. Tendrán un final desagradable. Hemos domado el mundo exterior mediante la ciencia. ¿Por qué no podemos domar también el interior?

—Entonces ¿qué hay de la belleza y la locura? ¿También las eliminarías?

—Sin lugar a dudas. La locura será eliminada a lo largo de lo que nos queda de vida por medio de los fármacos.

—Supongo que Platón estaría de acuerdo contigo. Yo siempre pensé que su mundo era bastante terrible. Tendré que confiar en que nos desintegremos antes de alcanzar tu estado de perfección.

Persimmon se permitió esbozar una sonrisa.

—Por ese motivo el control de la tecnología ha de estar en manos de quienes la entienden.

—Así que nada de políticos, ¿no?

—Serán apartados de su cargo y se sustituirán por una meritocracia escogida en función de su capacidad y dedicada a lograr lo mejor para la sociedad.

Durmió un poco en el tren, acunado por la prosa de Persimmon. En cierto modo, resultaba halagador, aunque de una manera irritante. Persimmon, que había escuchado la meticulosa exposición de Lytten sobre crear Anterwold partiendo desde cero, decidió hacer lo mismo. Sin embargo, preciándose de una extraordinaria proeza imaginativa, tomó lo peor del comunismo y lo peor del capitalismo y lo fusionó en un todo monstruoso. Lytten lo leía a trompicones, con la esperanza de toparse con el más leve atisbo de un argumento, una broma, un poco de fantasía, pero no había nada. Cómo compadecía a sus alumnos.

Ello lo mantuvo ocupado hasta que el catre del coche cama estuvo listo y se tumbó en las limpias sábanas de hilo y se quedó dormido. Por la mañana fue en el metro al centro de la ciudad; el billete se lo picó la misma anciana que ocupaba aquel puesto la última vez que había ido a París. Después se subió al antiguo tren de madera, en el que persistía un denso olor acre a ajo, sudor y humedad.

Teniendo en cuenta las circunstancias, fue extraño que no pensara ni en su propósito ni en su entorno. París era un lugar mugriento: los edificios se desmoronaban y estaban negros debido al abandono, y las calles estaban sucias. A veces se veía el esqueleto de la que un día había sido una construcción magnífica, el destello de unas vistas espléndidas, pero en general la ciudad estaba triste y descuidada, un tanto como Londres, que también dejaba ver las señales del deterioro en cada muro cubierto de hollín.

La reunión estaba prevista en una habitación lóbrega del hotel du Paradis, en otra parte desastrada de la ciudad, cerca de la plaza des Vosges, su antigua grandeza ahora deslucida y ajada. Lytten se dirigió al lugar con cuidado, volviendo a las viejas costumbres sin querer y sin ganas. No le alegraba recordar cómo se evitaba llamar la atención, cómo inspeccionar lo que había delante y lo que quedaba atrás. No se enorgullecía de su destreza, en cierto modo igual que uno no se enorgullece de ser capaz de respirar o de caminar. Era sencillamente un modo de vida y un modo de seguir con vida.

¿Por qué había introducido en su relato una aparición? ¿Y por qué eso seguía fastidiándolo? Debía de estar haciéndose viejo y volviéndose perezoso. La idea incluso seguía en su cabeza mientras subía, sin hacer ruido y con los oídos aguzados para captar cualquier sonido extraño, los dos tramos de escalera fríos y húmedos que conducían hasta la habitación. No se oían pasos en otra estancia, nada resultaba fuera de lugar o raro. El conserje no le había dirigido ninguna mirada que se saliera de lo normal.

Lytten sabía a quién iba a ver, claro estaba: se trataba del hombre que había contado relatos de lobos y bosques y que escuchó con atención cuando le tocó el turno a él. ¿Por qué? Porque una mirada soñadora lo convirtió en una buena elección, eso era todo. Los otros se habían mostrado demasiado firmes, con los pies demasiado en la tierra. Sólo al hombre al que conocían como Volkov se le habría ocurrido concertar una reunión con el Narrador. Cuando Lytten le habló de París, de esplendor y decadencia, de hoteles grandiosos como el Ritz y otros de mala muerte, sórdidos como el Paradis. El nombre le gustó. Soltó una risita agradecida al imaginar el Paradis lleno de prostitutas. «Ojalá —dijo riendo—. Ojalá».

Volkov abrió con cierto titubeo la puerta, pero con normalidad y tranquilidad. Una insensatez: debería tener más cuidado. ¿Y si no hubiera sido Lytten? ¿Y si en lugar de un libro en la mano llevara algo más peligroso?

Se quedó allí plantado, en el rostro una sonrisa prudente, muy distinto del hombre al que Lytten recordaba, con el cabello rubio corto, de estatura baja y fornido, los ojos tristes que miraban fijo y después se apartaban. En su cara no había arrugas, casi tenía un aspecto lozano, como si hubiese llevado una vida sin preocupaciones. Lytten también se acordaba de la sonrisa pícara, del otro Volkov, alegre y entusiasta, el típico ruso. Indicó a Lytten que pasara, abriendo la puerta del todo para que viese que allí no había nadie más.

El que puede salir solo del país para ir a una ciudad occidental es un ruso importante. Que goza de confianza. Las únicas personas que había a su alrededor —aparte de las mujeres caducas que fumaban para espantar la soledad en cada arco de la ruinosa plaza— eran las sombras que Lytten presintió nada más salir del hotel; presentidas, pero ni vistas ni oídas. No había secuaces rusos, pero…

Le señaló a Lytten la desvencijada silla para que tomara asiento.

—¿Le parece que empecemos?

—Por supuesto.

—En tal caso —dijo, apretando los ojos y casi recitando, pronunciando unas palabras que había practicado a menudo—, me gustaría ir a vivir a su país, tener un empleo y seguridad. Solicito su ayuda. —Hizo una pausa y después sonrió abiertamente—. ¿Qué tal he estado para empezar?

—Muy bien —le contestó Lytten.

Volkov no pidió garantías ni puso condiciones. Ya hablarían como fuera debido cuando estuviesen en Inglaterra. Hasta entonces era mejor no decir nada. Una precaución sensata: la conversación se preparó con cuidado por si alguien había instalado micrófonos en la habitación. Poco probable, pero posible.

De manera que no trataron por qué quería desertar, abandonar su país, a su familia y el alto cargo que ocupaba: coronel en el servicio secreto soviético. «Digamos tan sólo que quiero ver la catedral de Salisbury», adujo. Era una explicación pobre, que dio con una leve sonrisa, pero lo bastante buena. Al gobierno de su majestad le iban a regalar el último éxito de su servicio de inteligencia gracias al poder de la lengua inglesa. Volkov sabía que Inglaterra no era como el Wessex de Thomas Hardy, pero se sentía atraído por un país que podía crear tales obras. Se sentía atraído por una ilusión, era un prófugo de la realidad, un poco como el propio Lytten.

En un principio, llevarlo a Inglaterra no tendría que ser complicado. Salvo por el hecho de que Henry reparó en otra sombra en la pared cuando miró por la ventana, y en ese momento recordó que cuando iba por la calle que llevaba al hotel había oído un paso, un arrastrar de pies apenas perceptible. Entonces le vino a la cabeza el hombre raro que se le había quedado mirando delante de su propia casa el día anterior.

—Creo que es posible que nos hayan descubierto —apuntó en voz baja mientras escudriñaba un poco más la calle.

—Yo no he visto a nadie —afirmó Volkov.

—Tal vez no.

—No se lo he dicho a nadie —añadió.

—Mmm. —Lytten apartó un tanto la cortina de nuevo. Y una vez más vio un levísimo movimiento bajo un arco: una de las chicas miró hacia un lado y se alejó. Bastaba con eso, era todo cuanto necesitaba—. En cualquier caso, seamos prudentes —pidió—. Por si acaso.

Lo que se suponía que iba a ser sencillo se había vuelto complicado, pero Lytten había hecho más cosas, y peores, en el pasado.

No era tan difícil despistar a los que lo estaban siguiendo. Justo después de las once, Volkov y él salieron por la parte de atrás del hotel, cruzaron un patio y cogieron el metro hasta la estación Saint-Lazare, escogiendo una ruta indirecta, esperando en los andenes para estudiar a los transeúntes, subiéndose a trenes para bajarse en el último instante. Ninguno de los dos vio nada que le diera motivos de preocupación. Después tomaron un pequeño tren de cercanías que sólo iba a las afueras y detrás de la estación encontraron un hotel para viajantes. A la mañana siguiente Lytten lo subió a un autobús con destino a Rennes, y luego a otro a Granville. Un puerto minúsculo, donde sólo había barcos pesqueros. Lytten dio con uno que zarpaba esa tarde: llevaría correo y alimentos a Jersey entrada la noche y saldría a mar abierto, a las aguas de la parte occidental del canal, a la mañana siguiente. Con la ayuda del incentivo adecuado, el capitán accedió a llevarlos. Los puertos de Jersey rara vez se molestaban en comprobar el pasaporte de los pescadores procedentes de Francia, y los puertos ingleses rara vez comprobaban los barcos procedentes de Jersey.

El jueves —y Lytten era consciente de que había estado fuera mucho más de lo que pretendía— llegaron a Weymouth, desde donde cogieron el tren ómnibus a Salisbury. Allí pasaron una noche con un viejo amigo de la escuela, un pastor que nunca había tenido ninguna relación con el servicio de inteligencia. Un buen amigo, que vivía en el Close, el recinto de la catedral, en una casa muy fría, muy descuidada, que tenía un gran número de dormitorios que no se utilizaban. Volkov podía quedarse allí hasta que Lytten decidiera qué hacer con él.

Lytten estaba satisfecho, pero ¿convencería a Sam Wind? ¿Lo tomaría por un fraude, por un infiltrado o por alguien valioso? Eso ya no era cosa suya. El reverendísimo Horace Williams (licenciado en Letras por la Universidad de Oxford) accedió a ejercer de anfitrión y, tras arrancarle la firme promesa de que no saldría de la casa y se comportaría, Lytten dejó a Volkov y cogió el tren de vuelta a su hogar. Algo poco ortodoxo, posiblemente incluso precipitado, pero se trataba de una situación excepcional. No podía hablarle a nadie de su trofeo por miedo a echarlo todo a perder. «Bien —pensó mientras caminaba solo hacia la estación de ferrocarril—, por fin un poco de paz».

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