Arcadia

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Capítulo 23

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Era lo más extraño que Rosie había oído en su vida, y tardó algún tiempo en acostumbrarse. No era una canción exactamente, ni tampoco una ópera; a decir verdad, no sabía qué era, pero se prolongó mucho tiempo. En ocasiones se notaba a las claras que era melodioso, pero eso nunca duraba mucho. No era como las canciones que conocía Rosie, en las que la melodía se repetía tres o cuatro veces. Más bien se cantaba una vez y luego la cantante la cambiaba, poco a poco, de manera que iba desapareciendo despacio o se convertía directamente en otra melodía. Había partes que eran como salmodias, otras parecía casi como si hablara, pero siempre había un breve fragmento de melodía, tan corto que a Rosie sólo le daba tiempo de captarlo antes de que se lo arrebatara. En ocasiones los músicos se hacían eco de lo que la muchacha cantaba; en otros momentos daba la sensación de que tocaban algo por completo distinto.

Sobre todo descollaba la voz de la diminuta pero imponente figura que se hallaba al frente, que respondía con suavidad con su cuerpo a los sonidos que creaba. Era como oro líquido, denso, ambarino, resonante. Rosie se acordó de las canciones que le ponía el profesor Lytten, de ésas en las que la música no es tan importante, en que una voz puede hacer que cualquier cosa suene bien. La tal Aliena, aunque sin duda debía de ser muy joven, tenía una voz así. Cuando ésta se sumó a la hipnótica música, Rosie —junto con el resto del público— no tardó en caer en una suerte de trance.

Incluso las palabras eran extrañas. Nada de «sé mi chica» ni de «rock a todas horas». La suya era la curiosa historia de unas personas que acudían a un lugar y encendían fuego y cenaban. Y eso era todo, a decir verdad, pero la canción hacía hincapié en determinadas partes: el sabor de lo primero que comían creaba una melodía muy bonita (aunque breve). Cuando después todo el mundo se iba a dormir llegó otra, que Rosie estaba segura de haber oído antes.

Luego terminó. Los músicos enmudecieron, permitiendo que la muchacha cantara sola los últimos minutos, hasta que su voz también se perdió en los sonidos del agua y del viento, no dejando tras ella nada salvo lo que Rosie empezaba a considerar el mundo real. No hubo aplausos: en las barcas la gente demostró su agradecimiento dándose palmadas en el pecho. Aliena respondió entrelazando las manos y bajando la vista mientras continuó el ruido. Una por una, las bateas que ocupaba el público fueron soltando amarras y empezaron a dirigirse hacia la costa; tras ellas iba el reguero de luz amarilla de las teas. Jay se percató de que el remero solitario también se alejaba, en una dirección distinta. Vio que Aliena lo miraba de reojo y después negaba con la cabeza, enfadada.

—Y bien, jóvenes estudiantes, ¿habíais oído algo así antes?

Fue Renata quien habló mientras Jay impulsaba la barca despacio hacia la costa. Su esposo era incapaz de pronunciar palabra. Las lágrimas estuvieron corriéndole por el rostro durante la mayor parte de la actuación, y seguía enjugándoselas con un pañuelo y sorbiéndose de vez en cuando.

—Lo ha hecho de maravilla —convino un entusiasta Jay. Demasiado entusiasta, en opinión de Rosie.

—En ese caso, debéis decírselo. Tengo entendido que se ofende si la gente no le hace cumplidos. Merece todos los cumplidos que le podamos brindar.

Y es que ése era el verdadero aplauso. La cantante se había situado en el extremo del embarcadero, y uno por uno los miembros del público se bajaron de las barcas, se acercaron a ella, hicieron una reverencia y dijeron unas palabras. Rosie se dio cuenta de que iba a ser otro de esos momentos espantosamente formales, en los que lo que se decía estaba prescrito de principio a fin.

—Jay —musitó con tono de urgencia—. ¿Qué debo decir?

Él puso cara de pánico.

—No lo sé. Sé lo que debe decir un hombre a una cantante. Sé lo que debe decir una mujer a un cantante. Cuando uno o el otro es mayor o menor. Pero no sé qué le dice una mujer a otra mujer cuando son de la misma edad y ninguna supera la edad adulta. ¿Renata?

También ella se mostró pesarosa.

—Es muy poco común que una muchacha de vuestra edad acuda a esta clase de actuaciones. Y más poco común incluso que una muchacha de su edad cante en ellas. Yo en vuestro lugar, querida, diría lo de siempre.

Eso tampoco fue de gran ayuda, claro estaba, y ahora era demasiado tarde. Le había llegado el turno a su barca, y Beltan había recuperado la compostura lo bastante para bajar y ayudar a su esposa y después a Rosie. Jay los siguió, y se unieron a la cola que se disponía a felicitar a la cantante.

Aunque difícilmente sería mayor que Rosie, Aliena parecía muy madura y adulta. Su porte casi era imperioso; su expresión, rígida y fría; sólo su corta estatura suavizaba el efecto. Recibió las entusiastas muestras de agradecimiento y las felicitaciones como si fuese una emperatriz, sólo asintiendo y apenas mirando a la persona que se dirigía a ella. Beltan y Renata fueron objeto del mismo tratamiento, al igual que Jay, que a todas luces estaba deslumbrado con la estrella, tan nervioso que casi temblaba.

Ello fastidió sobremanera a Rosie, como el hecho de que todas esas reglas absurdas iban a conseguir de nuevo que pareciese boba. En su opinión, lo estaba haciendo lo mejor que podía en unas circunstancias tan complejas. Es más, ¿cuándo se había visto alguien en unas circunstancias más complejas?

De manera que, cuando le llegó el turno, en lugar de miedo sentía rebeldía.

—Soy forastera —empezó—. Desconozco las palabras y no sé qué se supone que debo decir, pero ha sido precioso. Una auténtica maravilla, nunca había oído nada igual. Y lo que llevas puesto es increíble.

Aliena se estremeció y después esbozó una ancha sonrisa.

—¿Te gusta? —inquirió—. Me dijeron que parecía tosco.

—Santo cielo, ¡no! Pareces una reina. Te queda perfecto. Es terciopelo, ¿verdad?

—Sí. Es más caro que…, en fin, que fue caro.

—Ya me lo imagino. ¿Quién te lo hizo?

—Me lo hice yo sola, pero la costura no me salió bien.

Se levantó el fajín de la cintura y Rosie vio que la unión de dos pedazos de tela hacía arrugas y era chapucera. Una labor de aficionada.

Rosie hizo una mueca.

—Tienes que añadir pincitas alrededor —afirmó—. Mi madre me enseñó a hacerlo. Te lo podría arreglar sin problemas.

—¿De verdad? ¿Podrías?

—Claro.

—Pues hazlo. Debes hacerlo. ¿Querrás?

—Sería un placer. Un gesto práctico de agradecimiento por el deleite que me has deparado esta noche.

Aliena se rió.

—Es una forma de decirlo mejor que mucho de lo que he oído. ¿Te ha gustado el final? Lo he incluido sólo para fastidiar a Rambert.

—¿A quién?

—Rambert, mi preceptor. El que iba solo en una barca, con la cara de vinagre. Esta tarde hemos tenido una buena discusión, así que se me ha ocurrido incorporar algo poco ortodoxo para fastidiarlo. Supongo que más tarde nos volveremos a pelear.

—A mí me ha parecido precioso. —Entonces Rosie recordó dónde lo había oído. No eran más que unos compases de una melodía, apenas reconocibles—. Casablanca —dijo—. Eso es, ¿sabes? Aunque me figuro que no —añadió con escasa convicción. Rosie comenzó a tararear As Time Goes By y acto seguido a cantarla.

—¿Conoces esta melodía? ¿Qué palabras son ésas?

—Claro que la conozco. Pero no canto bien.

—No, la verdad es que no. Me sorprende que la conozcas. ¿Te sabes otras?

—Montones.

—Cántame una.

Ello bastó para que Rosie se quedara en blanco. Desesperada, pensó en lo que gustaba a las personas de la edad de sus padres.

—Ya sé. Está ésta, te va a gustar. —Cantó un trocito de Fly Me to the Moon—. Me la puso el profesor Lytten. Peggy Lee. Buena, ¿no?

Aliena la cantó, la melodía era la misma, pero las palabras muy distintas.

—Es una de las melodías más antiguas que existen —afirmó—. O eso me ha dicho Rambert. Sólo se utiliza para los pasajes más bellos y conmovedores.

Rosie se sentía confusa: estaba segura de que no era tan antigua.

—Nosotros no hacemos canciones así —contó—. Por lo general basta con poner palabras antiguas. Duduá, bebop, cosas así.

—Es vergonzoso. Para campesinos dando brincos.

—Siento haberte ofendido.

—Eres forastera, así que no lo tendré en cuenta. Esta vez.

—¿Sigues queriendo que te arregle el vestido?

Aliena se debatía entre la dignidad y el sentido práctico.

—Sí —repuso al cabo.

Rosie permaneció a la espera con paciencia.

—Por favor.

—Será un placer.

Llegados a ese punto, Rosie la dejó y vio que Jay continuaba cautivado por la joven cantante. Habría sido erróneo decir que tenía la boca abierta, pero, en su opinión, no se estaba comportando como debería hacerlo un acompañante.

Resopló con desdén y echó a andar por la ribera ella sola. Y entonces, en el estrecho sendero, divisó al hombre alto al que antes había insultado sin querer. La expresión de su rostro, o de lo que se podía ver debajo de la máscara, era de desprecio.

Con un gesto exagerado de irónica aversión, hizo de nuevo una amplia reverencia.

Rosie se ruborizó, miró un instante a Jay, que seguía observando con los ojos desorbitados a Aliena, y, con un movimiento igualmente exagerado, le devolvió la reverencia.

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