Arcadia

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Capítulo 24

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Jack More volvía a un mundo que le resultaba familiar, reconfortante incluso, después del instituto estéril, muerto y por completo reglamentado que se extendía por la isla de Mull. No habló con nadie cuando tomó el viejo transbordador junto a los obreros hacia el continente y después la conexión hasta el intercambiador, a algo menos de cien kilómetros hacia el interior. Trató de no llamar la atención, procurando perderse entre la masa de apestosa humanidad que, al igual que él, se dirigía hacia el sur para ir a trabajar, a esa metrópolis que crecía descontroladamente en una superficie de algo más de trescientos kilómetros y que albergaba a tantas personas que nadie sabía a ciencia cierta cuántas eran. La mayoría no se podía mover, atada de por vida a sus fábricas o empleos para que la producción no cesara nunca. La gente se levantaba, trabajaba, regresaba a casa, y se consideraba feliz. Aunque algunos, como las personas que ahora lo rodeaban, eran trabajadores flotantes, asignados a uno u otro cometido según las necesidades; otros, sospechaba, habían escapado, confiando en esconderse y en que nadie se diera cuenta. Era consciente de que se había apartado de ellos, incluso se sentía superior, pese a haber nacido siendo uno de ellos, en una unidad de veinte mil viviendas unida a una planta procesadora de alimentos en la que su familia estaba empleada desde hacía generaciones. Jack la odiaba, y se ofreció voluntario para hacer el servicio militar simplemente para escapar. Después entró en seguridad, para evitar que lo hicieran volver. ¿Estaba influyendo en él ese tiempo que había pasado en un instituto? ¿Se estaba acostumbrando a los pequeños privilegios que ahora poseía? ¿Hasta qué punto intentaría aferrarse a ellos si se veía obligado a elegir?

Después de todo, para alguien como él —alguien como el que fingía ser ahora— era una conducta de lo más peculiar utilizar el transporte colectivo para ir a los sucios, sombríos barrios del sur. Además, iba solo, sin el habitual despliegue del equipo de seguridad y los asistentes que alguien de su supuesto rango habría insistido en llevar para que le brindaran protección del envidioso y peligroso populacho.

Estudió el leve reflejo de sus compañeros de viaje en el vagón, los rostros surcados de arrugas, las huellas del hambre, el cansancio y la cautela en sus expresiones. Todos eran insignificantes, consumidores, no productores, que estaban allí para ser objetos de control y seguimiento, y trabajar por un bien mayor, aunque nunca supiesen cuál era. No los escudriñó directamente, sino desde la ventanilla del compartimento, medio empañada debido a la fuerte lluvia que caía. Escrutó su propio rostro, y supo por qué lo miraban con recelo, con cierta desconfianza: estaba demasiado sano, demasiado en forma y seguro de sí mismo, no como los que lo rodeaban.

Algunos sí que lo contemplaron con más atención, para después apartar la mirada. No pensó que a ninguno de ellos le interesara en exceso, y tampoco lo siguió nadie cuando llegaron a su destino. Claro que, ¿por qué iban a hacerlo? De todos modos las cámaras seguían todos y cada uno de sus movimientos allá adonde fuese. Confiaba en que nadie se molestara en revisarlas.

Durante los dos días siguientes volvió a su antigua ocupación, pasándose a ver a antiguos compañeros y amigos que, a diferencia de él, habían permanecido en la primera línea de la seguridad y el mantenimiento del orden público cuando él se marchó asqueado. Ya no le veía sentido a hostigar y a seguir, a desplazarse hasta el corazón de vastos complejos de viviendas para detener a gente que había cometido delitos insignificantes. Los arrestos, los interrogatorios, los programas de reeducación forzosa no tenían otro objetivo que recordarle a la gente el poder de sus guardianes. Personas como él se dedicaban a encontrar y a neutralizar a renegados, delincuentes y agitadores, para convertirlos en ciudadanos de provecho al servicio de un bien común. Había llegado a pensar que era una pérdida de tiempo. La mayoría era incorregible y, en cualquier caso, dudaba cada vez más que supusieran una verdadera amenaza. Arrestaban a unos cuantos para intimidar al resto y para tranquilizar a las masas, para que supieran que cuidaban de ellos y velaban por su seguridad. Trabajar para Hanslip difícilmente era emocionante, en cambio, pero hasta hacía unos días no había sido necesario que fingiese que efectuaba algo útil.

Sin embargo, su antigua vida al menos le devolvió el espíritu de la camaradería con la que ya no contaba, y casi lo invadió la nostalgia cuando al franquear las puertas tuvo la sensación de que allí bullía una actividad que tenía sentido. El edificio seguía tan destartalado y en mal estado como el día que se fue, tres años atrás: los mismos montones de carpetas, la pintura descascarillada de las paredes, las papeleras a rebosar, con toda probabilidad incluso el mismo polvo en el sucio suelo. Muchos de sus moradores también eran los mismos; reconoció a varios, pero se le hizo raro —e irritante— darse cuenta de la facilidad con que lo habían olvidado. Un hombre con el que trabajó en un caso complicado de contrabando hacía años pasó por delante de él en el pasillo, se lo quedó mirando con cara de desconcierto y después dijo: «Hola, Jack. ¿Has estado cubriendo el turno de noche?».

Otros —jóvenes y nuevos— sencillamente no sabían quién era.

De modo que, con un malhumor que sólo puede instilar la sensación de ser irrelevante, Jack deambuló por el edificio hasta llegar al que había sido su antiguo despacho. A decir verdad, lo compartía con otras seis personas, todas ellas agentes secretos. Personas más alocadas, menos disciplinadas, más irreverentes, menos enamoradas de las normas. Sabían guardarse las opiniones para ellos mismos y se burlaban de las autoridades a sus espaldas, incluso sirviéndolas con lealtad. Tenían que entender a aquéllos con los que vivían, y a menudo llegaban a simpatizar con ellos. Su cometido consistía en coger a elementos subversivos; con frecuencia también acababan protegiéndolos.

Pasó una hora allí dentro, hablando de los viejos tiempos, preguntando por conocidos antes de ir al grano. Necesitaba un favor, dijo. Una mujer que había desaparecido. Nada oficial. Ni anuncios públicos, ni emisiones del tipo «¿han visto a esta mujer?». Discreto. Sin decir nada.

—¿Urgente?

—¿Mucho?

—¿Alguna explicación?

Negó con la cabeza.

—Todavía no.

No hicieron preguntas ni negociaron ni pusieron condiciones. Claro que lo ayudarían. Jack les entregó la información básica sobre Angela: todo cuanto la identificaba, números e historial, información financiera, datos relativos a su salud.

—¿Foto?

Se la dio.

—Mona.

—Tiene setenta y ocho años y es psicomatemática.

—Ya. Una chiflada.

—Eso parece, pero es muy inteligente. Durante su formación, ni una sola vez sacó menos del 99,9 por ciento en un examen. También es extravagante, sentimental y de alto riesgo. Nunca ha conservado un trabajo más de dos años, hasta que acabó en este instituto de la isla de Mull, donde la aplacaron y quizá la sedaron lo bastante para que funcionase.

—¿Actividades delictivas?

—Ninguna, que sepamos. Ningún episodio de violencia más allá de amenazar a su jefe con una botella rota, aunque, por lo que sé de él, podría estar plenamente justificado. Ha desaparecido, y no será fácil dar con ella. Es posible que se relacione con agrupamientos de renegados. Refugios. Eso dejádmelo a mí. No os acerquéis a ellos ni los asustéis. Pero sí quiero el inventario actual de las personas que se encuentran en Refugios cerca de aquí.

—¿Por qué?

—Por si algo me llama la atención.

—En ese caso encárgate tú mismo. Ya sabes dónde están las carpetas. La mayoría ni se han tocado desde que te fuiste.

Estuvo cuatro horas leyendo con atención tanto el dossier de Emily Strang como los informes sobre el Refugio en el que se hallaba registrada. En su mayor parte material rutinario. El Refugio tenía unos treinta años de antigüedad y se había escindido de otro debido a un enfrentamiento entre facciones internas. Era probable que se fragmentase en grupos opuestos, pensó, se discutiera por cuál era la mejor forma de hornear el pan, o algo por el estilo. Pocos Refugios duraban mucho antes de hacerse añicos por alguna disputa de poca importancia. Ése era uno de los motivos por los que se los toleraba: «¿Ves adónde lleva la libertad de expresión? Al caos. ¿Quieres ser como esas personas, malgastar tus energías peleando de forma inútil por nimiedades?».

Lo que hacía ése en concreto no se mencionaba, dado que las actividades a las que posiblemente se dedicaran los internos carecían, casi por definición, de sentido. La única cuestión restante era si podían ser peligrosos. Y en ese caso la respuesta era no. No hacía falta decir más, lo cual era una lástima: habría sido útil tener una idea de cuál era su filosofía interna antes de que los abordara.

Los internos eran el grupo habitual de inadaptados. Algunos habían nacido en Refugios y apenas sabían lo que se estaban perdiendo; otros habían acudido a ellos por su propio pie tras mostrar un despliegue de individualidad y egoísmo: negarse a tomar fármacos, atreverse a dar opiniones, manifestar descontento o llevar a cabo actividades semidelictivas. Según el experto Jack, ninguno parecía extraordinario o de trato difícil. Tan sólo personas que pensaban que su opinión era mejor que la sabiduría colectiva de los mejores cerebros científicos del planeta. La líder, Sylvia Glass, era una mujer de la que se esperaba que hiciera carrera en la administración hasta que un día la castigaron por cantar, y sencillamente se fue. Unos cuantos habían sido científicos o encargados prometedores en su día. Todos ellos se habían rebelado, habían sido aislados y se les había prohibido mantener contacto con los demás para que no contagiaran a otros.

En cuanto a Emily Strang, la información era demasiado simple para ser convincente. Si de verdad era la hija de Angela Meerson, estaba claro que alguien había manipulado los documentos con sumo cuidado. Aparecía como la hija de dos renegados, calificada de corriente, pero —y esto era lo interesante— había recibido la máxima puntuación en la evaluación a la que se hallaban sometidos todos los niños cuando tenían seis semanas. Era, decían, una forma infalible de determinar la inteligencia y la futura utilidad a la sociedad. La evaluación de Emily había dado como resultado el nivel uno, que por lo general equivalía a ser aceptada de inmediato en el sistema de formación de la élite. Se la habrían llevado y la habrían metido en colegios especiales, habría recibido toda clase de comodidades y de recursos para desarrollar su cerebro y sus aptitudes. Jack, cuya evaluación lo había situado en el nivel seis, sabía —porque lo había mirado— que incluso al propio Hanslip sólo le había sido asignado un nivel dos. Sin embargo, allí estaba ella, en un Refugio, y nada en el dossier apuntaba a que esto tuviera algo de extraordinario.

Jack acabó de leer en la comodidad de su habitación, dado que había decidido que se alojaría en la clase de sitio adecuado a su nuevo rango, sólo para ver cómo era. Para realizar el trayecto desde la jefatura de policía por las sucias calles, de una miseria que parecía no tener fin, tardó casi una hora, hasta que llegó al fuertemente vigilado perímetro del complejo y entró después de que efectuaran una minuciosa comprobación de sus credenciales. El trabajo fue impecable.

La habitación que le dieron era imponente. Estaba impresionado: nunca había estado en un sitio así. El lujo era extraordinario. Podía salir al aire libre, bajo la enorme cúpula de cristal que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, y respirar el aire cuidadosamente filtrado y limpio, como si fuese natural. Podía caminar sin protección y sin miedo de que le dispararan o lo raptaran. Ni siquiera había vigilancia aérea. Los guardias de seguridad ocupaban un lugar discreto para que no se los viese, y no había vallas publicitarias o altavoces para fomentar la lealtad y el esfuerzo. Había hierba, y un árbol. A la mayoría le daba lo mismo los árboles, pero simbolizaban el espacio, el lujo y la seguridad. Había mucho que decir a favor de la élite. No estaba seguro de si la seguridad existía para proteger a los huéspedes o para cerciorarse de que el mundo exterior no supiese lo bien que vivían sus señores.

Pidió algo de comer, se duchó y se relajó. Decidió no comunicar sus intenciones de ir al Depósito Nacional, por si había alguien escuchando, y prefirió terminar el día leyendo acerca del sitio.

Las posibilidades de encontrar algo allí sin tener conocimientos especializados eran mínimas. Debía su existencia únicamente a una disputa entre varias comisiones de científicos: una quería destruir todos los archivos del pasado, aduciendo en exclusiva que eran superfluos; la otra deseaba preservarlos por el mismo motivo que se preservaban las plantas, por si generaciones futuras encontraban una utilidad a la información.

Hacía ochenta años, cuando se cerraron por la fuerza todas las bibliotecas, los archivos y los museos, el contenido de estos espacios se trasladó a un único edificio que medía unos treinta kilómetros de largo y seis de ancho, y tenía doce plantas. Se le había dado publicidad para demostrar lo mucho que se preocupaba el gobierno del patrimonio cultural del mundo, si bien el verdadero motivo era mantenerlo vigilado. Se decía que albergaba cada papel, cada libro, cada cuadro o cada reproducción que existía en lo que antes habían sido las islas Británicas. Casi nadie quería ir allí, tan sólo un puñado de renegados, y ahora incluso ellos tenían prohibida la entrada. Muchos pensaban que mantener el Depósito Nacional era desperdiciar recursos, y querían reducirlo a cenizas. No cabía la menor duda de que eso terminaría ocurriendo a su debido tiempo. Sería fácil provocar un incendio, echarles la culpa a los terroristas y después acabar con todos ellos. Hacía unos años se había presentado una propuesta para hacer eso precisamente: se desarrollaron los planes, e incluso enviaron a Jack y a los suyos a recibir el entrenamiento adecuado para rodear a muchas personas con rapidez y eficiencia. Se prepararon los campos de internamiento, los juzgados estaban listos para llevar a cabo juicios masivos y declararlos culpables.

Todo quedó en agua de borrajas, como vaticinaron que sucedería los más cínicos de sus compañeros. Recortes presupuestarios y falta de interés, una partida política que se ganó y se perdió. Sin embargo, a lo largo de los últimos meses el plan había revivido de pronto: esta vez, aseguraban algunos, las autoridades iban en serio.

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