Arcadia

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Capítulo 29

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Lady Catherine fue en busca de Henary nada más dejar a Rosalind en los baños.

—¿Se sostienen tus teorías, narrador? —le preguntó.

—Estoy desolado —admitió—. Pensaba mostrar de modo irrefutable la necedad de la profecía y he logrado justo lo contrario.

—Pobre Henary —repuso ella, poco comprensiva—, con lo poco que te gusta equivocarte.

—No tiene gracia. Es ella —aseguró—. Sus nombres son los mismos que figuran en el manuscrito. Es una muchacha de unos quince años. Viste ropas extrañas, pero las descripciones también encajan. Me siento abrumado con lo sucedido. Apenas puedo dar crédito aún. ¿Tú qué opinas?

—Parece de lo más encantadora.

Henary hizo una mueca. Acababa de ver a una muchacha leyendo el manuscrito que él llevaba varios años intentando descifrar. Le había demostrado que era uno de los pasajes más significativos de la Historia, pero mucho más antiguo que la Historia en sí. ¿Cómo podía ser? Lo había hecho a la perfección, como si no fuera nada. Y después no sólo había acometido su significado, sino que incluso había señalado algunos errores y había propuesto correcciones.

—Es imposible —le dijo a Catherine—. Adultos con años de estudios no serían capaces de hacer eso. Yo diría que su aptitud es muy superior a la mía, por ejemplo.

—¿Tienes alguna explicación?

Henary abrió las manos en un gesto que rozaba la desesperación.

—La ha asombrado la idea de que fuese difícil, igual que a mí la idea de que fuera fácil.

—Mañana la sentaremos y la interrogaremos como es debido. No es que se muestre lo que se dice taciturna: cuando empieza no hay quien la pare.

—Averiguaremos quién es y de dónde viene. Después regresaremos a Ossenfud y la llevaré a la habitación restringida, le enseñaré el Anaquel de las Perplejidades. ¿Eres capaz de imaginar lo que aprenderíamos de ella si puede leer todo cuanto hay en esa estancia? ¿Lo que nos puede decir? ¿Lo que estamos a punto de descubrir? Ojalá no celebraras hoy la Festividad. ¿Importaría mucho qué…?

—Importaría, sí. Y lo sabes de sobra. Si los soldados se pueden ocupar de que no corra peligro, estará a salvo.

—Confío en que la proteja algo mucho más fuerte que las espadas.

—¿Qué?

—Su corazón —contestó Henary—. Si de verdad este manuscrito es mágico, lo afirma con claridad. «A ambos les sorprende comprobar que respiran por la boca, casi jadean, aunque no son muy conscientes de que el día es caluroso; el uno está fascinado con el otro…». Hay más cosas que no puedo descifrar, pero es bastante evidente: el manuscrito presagia que se enamora del joven al que conoce en el bosque. Jay va a estar muy ocupado.

A Henary le resultó sumamente duro dejarse llevar y confiar en el manuscrito que estaba estudiando en los últimos años para intentar demostrar que no contenía nada salvo falsas profecías. Todo en él quería no perder de vista a la muchacha hasta que entendiese lo que estaba pasando. Sabía, no obstante, que ésa no era la forma de hacerlo. Chica y chico se enamoran. Ella no puede estar lejos de él. Eso decía el manuscrito. Y puesto que había demostrado de forma tan clara sus poderes, él no tenía más remedio que fiarse.

Era en verdad aterrador. Predecía que una chica se aparecería a un muchacho llamado Jay en la ladera de una colina, y la muchacha apareció. Vaticinaba que volvería a aparecer muchos años después, y que tendría exactamente la misma edad, algo en sí mismo imposible. Y así lo hizo. Que hablaría la lengua con una fluidez asombrosa, como en efecto hacía. La muchacha había echado una ojeada al manuscrito con el que él llevaba años peleándose, había escogido el fragmento más impenetrable y lo había leído sin pararse a pensar. ¿Qué podría convencerla de que lo ayudase? ¿Qué podría él aprender y entender?

A menudo se había sentido tentado de sacar el tema del manuscrito en Ossenfud, pero siempre acababa mordiéndose la lengua. Sabía que la reacción sería de desconfianza por parte de quienes se negaban a aceptar cualquier cosa que afirmase ser anterior a la Historia, y de apoyo entusiasta por parte de los que creían en la magia. A él lo censurarían por asociación con los más idiotas y lerdos.

Así pues, al día siguiente interrogaría de nuevo a la muchacha, le pediría que le leyera el manuscrito en su totalidad. Averiguaría quién era y de dónde provenía. Esperaría hasta tener la clase de pruebas que convencieran incluso al más estricto y doctrinario de los tradicionalistas. Procedería con cautela y reuniría las pruebas que necesitaba antes de exponer sus conclusiones.

Hasta entonces, decidió pasar el tiempo de la mejor manera posible. Era una velada muy bonita, lo habían recibido con los brazos abiertos y el entretenimiento sería magnífico; además, ya había cosechado la clase de éxito con que la mayoría de los hombres sólo soñaban. Naturalmente que estaba nervioso, pero ¿quién no lo estaría?

La muchacha había aparecido, como había calculado él a partir de un antiguo manuscrito. «A ver, mis amigos escépticos: ¿cómo explicáis eso?», se dijo mientras cogía una copa de vino blanco frío —una añada excelente del famoso viñedo de lady Catherine—, que bebió a sorbos, disfrutándolo.

Dedicó una sonrisa radiante a un anciano que lo miraba con recelo, atemorizado, sin lugar a dudas, por sus ropas de estudioso.

—Buenas noches, señor —saludó, y no tardó en verse inmerso en una conversación que por lo general le habría resultado de lo más tediosa, pero que esa noche en particular se le antojó curiosamente reconfortante.

Su cuidado buen humor duró toda la velada, hasta que vio la cara de Jay cuando éste entró en el patio.

Las emociones que invadieron a Jay cuando vio que Rosalind se cogía del brazo del alto enmascarado fueron numerosas y desconocidas. De haber tenido más experiencia, habría sido capaz de distinguirlas. La primera fue la culpa: sabía de sobra que ello no habría pasado si hubiera podido apartar los ojos de Aliena, la cual, según su opinión, le sonrió de un modo bastante alentador. La segunda fue la sorpresa: no reparó en el hombre que tenían detrás, y, cuando lo hizo, él dio por sentado que no sería tan grosero como para repetir una invitación que ya habían rechazado. La tercera fue el pánico: tenía instrucciones de no perder de vista a Rosalind, de vigilarla y protegerla. Tenía que darle de comer y entretenerla, y después devolverla a lady Catherine y a Henary para que la custodiaran.

Todo iría bien, se dijo. No hacía falta dar la voz de alarma de forma innecesaria. ¿Para qué exponerse a una reprimenda sin motivo alguno? Supo de forma vaga que ésa era una mala decisión.

Jay siguió con cuidado a la pareja cuando echó a andar, pero había mucha gente pululando por el lugar. Le pareció que las risas eran como un insulto; la música lo irritaba, le apetecía aplastar los sonidos de alegría y diversión como si de una molesta plaga de moscas se tratase.

Y después los perdió.

¿Qué podía hacer ahora? Salvo aguardar y confiar, una esperanza razonable, después de todo. La esperanza lógica, de hecho, de que cuando la hora finalizara, Rosalind aparecería y no volverían a ver al enmascarado ni volverían a hablar de él. Tan sólo sería un sueño aterrador.

Al cabo de casi una hora y media, incluso Jay fue consciente de que no era ningún sueño y de que había llegado el momento de poner el asunto en manos de sus superiores. De mala gana fue en busca de su maestro, el nerviosismo en aumento a medida que iba de patio en patio, hasta que oyó una voz conocida que soltaba una perorata. Hizo acopio de los maltrechos restos de valor que le quedaban y fue hacia él.

—Lo he hecho lo mejor que he podido, de veras. Pero ha desaparecido.

Henary lo recibió con silencio: después de todo, ¿qué podía decir?

—Un hombre le ha hecho una reverencia, ella se la ha devuelto y se han ido juntos. No podía hacer nada para impedírselo.

—Supongo que no. No podías provocar un escándalo.

—He tratado de seguirlos a una distancia prudencial, para asegurarme de que no pasaba nada, pero no estaba preocupado. Después de todo, ella se hallaba bajo la protección de Willdon.

—Continúa.

—No los encuentro, y he mirado por todas partes. Se suponía que tenía que traerla de regreso al lugar desde el que se han alejado, pero no lo ha hecho. La hora ha terminado hace siglos.

Jay se percató del verdadero alcance de su fracaso por la expresión de Henary.

—¿Hace siglos?

—Hará al menos tres cuartos de hora. He estado dando vueltas, he preguntado a mucha gente si los había visto. La muchacha ha desaparecido sin más.

—¿Estaba disgustada o afligida cuando te ha dejado? ¿Le has dicho algo que la molestara? ¿Crees que ha decidido volver a esa luz de la que hablaba?

—Yo pensaba que nos lo estábamos pasando bien.

—¿Qué actitud ha mostrado hacia ti? Te lo ruego, medita bien la respuesta. Esto es sumamente importante.

—De lo más amistosa.

—¿Amistosa? ¿Sólo amistosa?

—Sí. Me refiero a que se mostraba… amistosa. Me agradaba, y parecía que yo le agradaba a ella. Es decir, que no pensaba que fuese grosero con ella. No como el otro.

—¿Qué otro?

—El hombre al que ha conocido en el bosque antes que a mí. No paraba de decirme lo mal que se había portado con ella, y lo poco que le agradaba.

—A ver si lo he entendido —repuso Henary—: ¿Ha conocido a alguien en el bosque antes que a ti? ¿Antes de que la vieras?

—Sí. Los soldados se me han echado encima y me han arrestado, y poco después ella ha llegado al claro donde me ha encontrado a mí. Acababa de conocer a ese hombre, que ha salido corriendo cuando ha oído que nos acercábamos.

Jay descubrió los primeros detalles de lo que le había sucedido a Rosalind ofreciendo al mundo un rostro tan desconsolado y triste que llamó la atención de sus compañeros de barca. Faltaba poco para que amaneciera, el mundo de ensueño evocado por lady Catherine se desvanecía. Las velas se estaban consumiendo, y el aire de melancolía que siempre acompaña a esos finales empezaba a envolver a los que aún quedaban allí. En las tiendas y en los patios, los aldeanos se daban un festín, bebiendo y comiendo lo que había sido apartado para su disfrute. Por su parte respondían a ese gesto amable con canciones y bailes estridentes, bromas y volteretas, disipando el refinamiento de la noche. Por la puerta de la diversión procaz los invitados volvían a la vida normal, donde los últimos se irían a dormir. Sólo Jay sobresalía entre la multitud, algo que observó Renata, que se dirigió hacia él con un alegre saludo en los labios que no tardó en mudar en preocupación.

—Decid, ¿qué sucede? Parecéis tan triste…

—¿Habéis visto por alguna parte a mi acompañante? No soy capaz de encontrarla.

—Ah —contestó la mujer—. Un buen motivo para estar triste donde los haya. Pero estoy segura de que daréis con ella, sin duda.

—He estado en todas partes —alegó Jay—. No sé dónde puede hallarse. He buscado en cada pabellón, en cada rincón de los jardines.

—No está en los jardines —aseguró Renata—. O al menos es posible que no esté en ellos.

—¿Qué os hace pensar eso?

—La he visto enfilar ese caminito hace siglos.

Jay la cogió por el brazo.

—¿Estáis segura?

—Naturalmente. ¿Quién podría confundir semejante figura, semejantes ropas? Estoy por completo segura de que era ella.

—¿No ha dicho adónde se dirigía?

—No hemos hablado. Lo cierto es que no he prestado mucha atención. Sólo he reparado en ello.

—¿Por esa senda? —señaló Jay.

—En efecto —confirmó ella—. Estaba con un hombre que se ha marchado y la ha dejado allí. Minutos después ella ha ido tras él.

—¿No la ha obligado a ir con él? ¿No iba en contra de su voluntad?

—Ah, no. Iba tras él, de eso no cabe la menor duda.

Ello hizo que Jay se sintiera incluso peor.

—Gracias —dijo.

—No apuntéis demasiado alto, joven estudiante —advirtió con un tono amable—. Acordaos del relato de Gagary, que quiso tocar las estrellas pero cayó a la tierra envuelto en una bola de fuego.

Jay no oyó la advertencia: iba directo hacia el lugar que la mujer le había indicado.

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