Arcadia

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Capítulo 30

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Jack More estaba cansado y de mal humor cuando llegó al Refugio donde vivía Emily Strang. Fue un error ir tan pronto; tendría que haber esperado hasta ver si la búsqueda de Angela Meerson daba algún fruto. Sin embargo, tenía presente la insistencia de Hanslip en la premura, de modo que decidió que era preciso abordar la cuestión de manera más directa. Tantearía a la chica, y si no cooperaba, la arrestaría y la interrogaría como era debido. Sus antiguos compañeros le proporcionarían el espacio adecuado para hacerlo y no irían por ahí contando nada.

El último kilómetro y medio era una caminata peligrosa: el Refugio ocupaba una franja de terreno de tan sólo unos cientos de metros de ancho y poco menos de un kilómetro de largo, entre dos sectores de alojamientos. Uno, a todas luces, era de alto nivel, puesto que los reflectores apuntaban hacia el exterior desde las torres de vigilancia, dispuestas alrededor del muro que rodeaba el recinto, cuyo cometido era mantener a raya a posibles intrusos, más que tratar de descubrir actividades delictivas en el interior. El otro asentamiento era muy distinto: el continuo estruendo de los helicópteros que lo sobrevolaban, el grueso alambre de espino que coronaba los muros, los atentos vigilantes que patrullaban por el exterior, todo ello indicaba que se trataba de una unidad de bajo nivel, que ofrecía el alojamiento más básico para aquéllos de menor valía. Tenían que estar sometidos a vigilancia, no fueran a coger más de lo debido, lo cual, como bien sabía Jack, era bastante poco.

El Refugio, en cualquier caso, tenía un aspecto incluso peor, apenas apto para ser habitado por seres humanos. Un muro de bloques de hormigón se extendía a su alrededor, y la herrumbrosa puerta de acero vibró cuando la aporreó con el puño. Haciendo un pequeño esfuerzo probablemente hubiese podido abrirla empujando con el hombro. Un perro ladró a modo de respuesta, luego otro. Jack siguió dando golpes hasta que oyó pasos al otro lado.

—¿Quién es?

La puerta no se abrió.

—Tú abre, ¿quieres?

Una luz lo iluminó desde lo alto de la pared, unos tres metros.

—Sólo uno —dijo una voz situada tras ella.

La puerta se abrió con un crujido y otra luz viva le dio a Jack en plena cara.

—Baja eso —espetó mientras levantaba los brazos para protegerse los ojos.

Cruzó el umbral y la puerta se cerró en el acto. Un hombre joven bajó por una escalera de metal y se plantó delante de él.

—¿Cómo te llamas?

—Eso no es asunto tuyo —respondió Jack.

—Sí que lo es: nadie entra sin registrarse. Va en contra de la ley, y es mejor no infringirla.

Lo había olvidado. Se sacó la identificación de mala gana y se la dio. El joven la miró de reojo sin interés.

—Bien, ¿qué es lo que quieres?

—Quiero ver a tu líder. No preguntes el motivo, porque no tengo intención de decírtelo.

El joven, que tenía el pelo largo y descuidado y pinta de llevar días sin afeitarse, le sonrió.

—Avisaré de que estás aquí. Si dice que no, te irás. ¿Entendido?

Jack asintió.

—Ven conmigo.

Lo llevó en silencio hasta uno de los edificios, empujó la puerta para entrar y se detuvo al pie de una vieja escalera de hormigón que olía a humedad. En su día, el recinto había sido una calle de tiendas o algo por el estilo, cuando las tiendas aún existían. Era probable que estuviese prevista su demolición, para levantar más bloques de habitaciones para una población que no paraba de aumentar, pero había sido ocupado de forma ilegal hasta que entraran las excavadoras. Cuando eso sucediera, los que vivían allí serían desahuciados y se irían a otra parte. Hasta entonces vivían allí y plantaban flores, e incluso habían pintado los edificios de colores muy vivos. Era algo absurdo, pero los mantenía distraídos.

—¡Sylvia! —gritó el joven—. Tienes visita. Vamos hacia arriba. —Empezó a subir por la escalera—. No hay ascensor —informó, volviendo la cabeza—. No tenemos ascensores.

—Me las arreglaré.

Subieron tres tramos de escalera, y después Jack entró en la habitación más extraordinaria en la que había estado nunca.

Era grande, mediría unos seis metros de largo y otros tantos de ancho, un espacio mucho mayor del que disponía cualquiera salvo la élite. No había muebles, tan sólo un suelo cubierto de telas estampadas multicolores y cojines que casi mareaban por la cantidad. De las paredes colgaban más telas, cubriendo cada centímetro. Iluminaba el conjunto toda una serie de velas introducidas en recipientes de cristal, docenas a distintas alturas, que emitían una luz amarilla, titilante, de forma que la habitación estaba oscura en algunos momentos y perfectamente iluminada en otros. Desprendían extraños aromas, dulzones y especiados, algunos de ellos no los había olido desde hacía años. Respiró hondo, sabiéndolo apreciar.

—Sus implantes no funcionan aquí —informó una voz suave desde el otro extremo de la habitación—. Así que está solo.

No era una voz amenazadora; al contrario, era dulce y melodiosa, agradable incluso en su registro.

Jack oyó un frufrú de tela y unos pies que avanzaban por el lugar. Una mujer anciana pero atractiva salió de la oscuridad. Era de escasa estatura y tenía el cabello blanco y rapado —blanco debido a la edad, no era cuestión de moda—, y lo miró con atención.

—No estaba intentando conectar. Estaba oliendo.

—Está usted mojado. Venga a secarse junto al fuego.

—Prefiero quedarme de pie.

—Yo prefiero que se siente.

Sylvia contempló con ojos soñadores el fuego y no hizo el menor caso a Jack. Tenía paciencia, más que él. Jack se sentó a regañadientes. O intentó hacerlo: hacía mucho que no se sentaba en el suelo, y le resultó doloroso adoptar la postura necesaria. Se sentía absurdo, torpe, mientras que ella estaba serena y tranquila. El aire estaba un poco viciado; Jack dejó de tiritar y empezó a notar que el calor le entraba en la ropa.

—Gracias —dijo ella—. No me gusta que personas como usted me miren desde arriba. Es posible que le parezca ridículo, pero a mí también me parecen ridículas algunas de las cosas que hacen ustedes. Y, ahora, si tiene la bondad de decir cuál es el motivo de su visita…

—He venido a pedirle ayuda.

—Eso sí que es una sorpresa. Ya sabe que no tomamos parte en los asuntos de su mundo.

—Por supuesto. No le pediré nada que no me quiera dar de buen grado. Tan sólo solicito que me preste los conocimientos de una joven llamada Emily Strang. Tengo entendido que sabe algo de historia, de documentos antiguos. Necesito encontrar uno.

—¿Piensa ofrecer algo a cambio?

—Me temo que no estoy en condiciones de ofrecer nada concreto en este momento, aunque le puedo asegurar que cualquier ayuda que me brinde será recompensada como es debido.

—No suena muy tentador. Es usted consciente, sin duda, de que se ha lanzado una nueva campaña de persecución contra nosotros. Han arrestado a cientos, han cerrado docenas de Refugios.

—Eso no tiene nada que ver con la gente para la que trabajo. A decir verdad, es posible que le pueda ofrecer cierta protección.

—Escucharemos. Le recomiendo que no oculte nada ni cuente mentiras. Iré a buscar a Emily. Ella será quien decida si desea ayudarlo o no.

En el pasado había ido a sitios como ése, en ocasiones para arrestar a alguien, pero más a menudo para realizar inspecciones y registros, y nunca se había sentido cómodo en ellos. A veces los internos eran hostiles o se mostraban temerosos, pero con frecuencia adoptaban una actitud indulgente incluso cuando él llegaba esgrimiendo armas y poderes oficiales. Con frecuencia actuaban como si lo compadeciesen, y respondían de buena gana a sus preguntas, como si intentaran hacerle la vida un poco más fácil.

Pese a todo, había descubierto que algunos incluso le caían bien, lo cual era ridículo. Se habían erigido en custodios de ideas y prácticas que carecían de finalidad o función. Se oponían a la sociedad en su totalidad, a la que debilitaban ignorándola. Se negaban a ser felices, preferían su propia desgracia; se negaban a vivir con comodidad, preferían su miseria; y se negaban a tener buena salud, preferían lo que habían decidido que eran los procesos naturales del envejecimiento y el deterioro. La mujer que se llamaba Sylvia no tenía más de cincuenta años: un rápido tratamiento de píldoras y volvería a ser una jovencita. ¿Por qué no querría alguien eso? En su momento había averiguado muchas cosas de los Refugios, cómo funcionaban, qué querían. Gran parte resultaba incomprensible, aunque no sabía si ello se debía a que su significado estaba oculto o a que sencillamente él no era capaz de entenderlo.

Lo que sí sabía, sin embargo, era que muchos creían en lo que denominaban preservar el pasado, sosteniendo que lo que había sucedido antes tenía cierto valor. Nadie más estaba de acuerdo, al menos no hasta que Angela apareció en escena.

Jack More era eficiente, pensaba exponer lo que necesitaba y obligarlos a aceptar, o bien ofreciendo algún incentivo o bien mediante amenazas, lo que fuera preciso. Le daba lo mismo que fuese de una manera o de la otra, siempre y cuando obtuviera lo que necesitaba. Se preparaba para empezar cuando la puerta se abrió y la cabecilla del Refugio volvió con una mujer joven que llamaba la atención. Tenía que ser la hija de Angela, Emily. El parecido resultaba obvio si se fijaba, pero requería un esfuerzo ver las similitudes. Era tan alta como Angela, con su misma estructura ósea, sin embargo, al igual que una gran parte de los suyos, llevaba el cabello rapado sin ningún estilo o cuidado, y los aros identificativos de las orejas, que servían para que las autoridades viesen con facilidad que era peligrosa, eran feos. Tampoco lucía adornos como los que solía adoptar la mayoría para realzar su atractivo. Tenía un buen cutis y los ojos brillantes, pero las ojeras sugerían falta de sueño y de la medicación que utilizaría la mayoría para ocultar las imperfecciones. Por último estaban sus ropas, bastas y toscas, informes y sosas; sólo haciendo un esfuerzo supremo Jack pudo ver cómo habría sido si se hubiese cuidado un poco más, o bien si hubiera vivido en un entorno distinto.

No obstante, había algo en su rostro que hizo que Jack se preguntara si la estaba juzgando bien. Si Angela siempre parecía tensa y paralizada por emociones poderosas, esa joven se veía sumamente tranquila y serena cuando atravesó con paso elegante la alfombrada habitación y se sentó junto a Sylvia, con las piernas cruzadas, la espalda recta, mirándolo no con aprensión, sino con una curiosidad franca y audaz.

—Ésta es Emily —se limitó a decir Sylvia.

Emily asintió, pero no pronunció una palabra, esperando a que él dijese lo que había ido a decir, y después era muy posible que se fuera y los dejase en paz.

—Permítame que empiece preguntando si conoce la identidad de su madre —comenzó Jack.

Si ellos contaban con oírle decir algo, no era con eso. Jack notó la alerta y la cautela con que fue recibida su pregunta. El rostro de Sylvia era impenetrable, mientras que la chica reculó un tanto sorprendida.

—¿Por qué lo pregunta?

—Es importante.

—Sé quién es, sí —contestó—. Es científica y se llama Angela Meerson. Sylvia me lo dijo cuando llegué aquí. No nos conocemos.

—Ha desaparecido. Necesito su ayuda para encontrarla.

—¿Por qué cree que yo podría serle de ayuda? No sé nada de ella. Ni lo quiero saber.

—Aun así y todo es posible que intente ponerse en contacto con usted. Doy por sentado que hasta el momento no lo ha hecho, ¿es así?

—Así es. ¿Por qué me cuenta esto?

—Trabaja para un instituto que opera en una isla, la isla de Mull, situada en el noroeste de Escocia —informó Jack—. Creo que lo considerarían bastante inofensivo. Gran parte de su investigación se centra en la transmisión de energía. Posee los derechos de pocas personas, y está desarmada en gran medida. Evita participar en asuntos públicos y no adopta ninguna postura con respecto al trato que deben recibir los renegados como ustedes. Estoy seguro de que no se sentirán cómodos confiando en mi palabra, pero también estoy seguro de que podrían confirmar con facilidad lo que les he dicho.

»Al parecer su madre efectuó un descubrimiento de cierta importancia. Pero hace unos días desapareció, y antes de irse eliminó todos los datos del proyecto en el que estaba trabajando. Necesito encontrarla antes de que lo haga otro. Por ahora su desaparición no es del dominio público, pero cuando salga a la luz serán muchas las personas que desearán hacerse con sus servicios, y algunas de esas personas no son agradables. He venido en parte para solicitar su ayuda y en parte para advertirlos. Si mi jefe se ha planteado la posibilidad de que el camino que conduce hasta Angela quizá pase por usted, es muy probable que otros también lo hagan, y no serán tan amables como nosotros. ¿Ha notado algún indicio de que se haya incrementado la vigilancia en los últimos días?

—No.

Jack paró para ver cómo le iba: imposible saberlo. Ninguna de las personas que tenía sentadas enfrente dejaba traslucir la menor emoción. Confiaba en que hicieran o dijeran algo, cualquier cosa, de manera que él tuviera alguna pista que le desvelara si su enfoque —honradez, si no franqueza absoluta— era el adecuado.

—Gracias por la advertencia, señor More —dijo Sylvia—. Tomaremos las precauciones que estimemos necesarias. ¿Hay algo más que desee decirnos?

—Sí. Creemos que la madre de Emily podría haber escondido una copia de los datos antes de desaparecer. Es posible que quisiera que Emily la encontrara.

Por fin una reacción, aunque pequeña. La idea hizo que Emily pusiera cara de sorpresa y después de escepticismo.

—Continúe.

—Creemos que dicha copia podría estar escondida en el Depósito Nacional.

—¿Por qué demonios iba a esconder algo ahí?

—¿Por qué? Muy buena pregunta. Si pudiera dar con esos datos, o con su madre, quizá podría proporcionarle una respuesta. A mi jefe se le ocurren dos posibilidades: una es que usted está aliada con ella y usted la escondió.

—Ya le he dicho que…

—La otra es que alguien con sus aptitudes es una de las pocas personas que podrían encontrar dicha copia. No lo sé. Quizá sea una pista falsa, pero es la única que tenemos por el momento, y es por ahí por donde deseo empezar la búsqueda. Su ayuda sería muy bien recompensada.

—¿No suelen venir ustedes en helicópteros y con tropas de asalto para llevarse lo que se les antoja?

Las palabras de Emily eran hostiles, no así su voz: tan sólo preguntaba.

Jack esbozó una sonrisa tranquilizadora.

—No tenemos ejército, y el equipo de seguridad está formado por una docena de personas.

—¿La policía?

—En ese caso se haría público. Preferimos recuperar esta información antes de que nadie sepa que ha desaparecido. Alguien que conozca el lugar sería de gran ayuda.

—¿Es usted consciente de que a las personas como nosotros les han prohibido entrar en el edificio? Llevo un año sin ir.

—Dispongo de la autoridad necesaria para entrar.

—De manera que quiere entrar, hacerse con los documentos, si es que están ahí, y después, ¿qué? ¿Nada?

—Después podré concentrarme en localizar a su madre.

—Espero que sea consciente de que mientras la gente de su mundo se concentra en números y datos, nosotros nos ocupamos de palabras y emociones —apuntó Sylvia—. Somos tan expertos en nuestro campo como lo son ustedes en el suyo. Escuchamos con mucha más atención que ustedes. No nos está mintiendo, pero está omitiendo demasiadas cosas para que podamos confiar en usted ahora mismo.

—He intentado decir lo que es relevante.

—Esto no tiene que ver con conseguir que los trenes sean más eficientes, ¿no es cierto?

—No. En manos indebidas esos datos podrían ser sumamente peligrosos para todo el planeta. No se trata de ganar dinero.

—¿Cuándo desapareció Angela Meerson?

—Hoy hace tres días.

—Cuando los apagones mataron a tantas personas, ¿no?

—Eso creo.

—Una coincidencia, estoy segura, pero comprenderá que actuemos con cautela. La gente empieza a acusarnos a nosotros, se pretende hacer creer que fue un acto terrorista, en lugar de una incompetencia.

—A ese respecto no puedo decir nada útil. He venido aquí con un objetivo sencillo y una petición clara. ¿Me ayudará, como le pido?

—Discutiremos este asunto en privado, señor More, cuando usted se haya ido.

—¿Es preciso discutirlo?

—Aquí es preciso tratarlo todo —respondió con una leve sonrisa—. Vaya a la entrada principal del Depósito Nacional mañana a las nueve. Emily se reunirá allí con usted si estamos dispuestos a ayudar. En caso contrario…

—¿Sí?

—No se reunirá con usted allí y no desearemos que vuelva usted por aquí.

Eso fue todo. Jack se dio cuenta de que no podía hacer nada más salvo esperar y confiar en que su petición surtiera algún efecto. De modo que volvió a la residencia, pidió algo de comer y se dispuso a pasar una noche tranquila.

Sin embargo, su paz no duró mucho. Cuando no hacía ni media hora que había llegado, llamaron a la puerta. Había tomado otro camino indirecto y había regresado cansado, y sucio y mojado, debido a la mugrienta lluvia que no había parado de caer copiosamente en todo el día. Quería darse una larga ducha y dormir. Le fastidiaba haber pasado tanto tiempo del trayecto pensando en la chica. ¿Y si volvía a acceder a los archivos para averiguar cosas de ella? Arriesgado. No quería establecer ningún contacto que lo relacionara de forma directa con ella o con el Refugio. Sin embargo, no había ninguna razón para que no pidiera a uno de sus antiguos compañeros que lo hiciera, y de ese modo jugar al despiste. Acababa de enviar dicha solicitud cuando la puerta se iluminó, señal de que tenía visita.

Sabía con exactitud quiénes o, mejor, qué eran los dos hombres cuando abrió y los vio allí plantados. El volumen, la seguridad, los ojos vigilantes que lo escudriñaban. La leve expresión de sorpresa al ver a alguien que era tan distinto de la mayoría de los miembros de la élite que conocían. Más bien era como ellos, a decir verdad.

—¿Señor More?

—Sí.

—Acompáñenos, por favor.

«Bueno, al menos son educados», pensó Jack, pero habría sido interesante descubrir cómo reaccionarían si se negaba.

—Estaba a punto de meterme en la ducha.

—Lo siento, señor. Órdenes.

—¿Quién las autoriza?

—Recibirá una explicación a su debido tiempo. Me temo que se trata de una medida de seguridad necesaria, por precaución.

A Jack le gustó lo del «me temo». Conciliador, pesaroso, como si se lo dijese a un superior. Pese a su aspecto, no estaban a punto de molerlo a palos.

—Ya. Muy bien —contestó—. No quiero complicarles la vida. Pero pasen. Denme cinco minutos. Beban algo mientras me arreglo un poco. Estoy seguro de que quienquiera que sea el responsable de esto será muy importante. No me gustaría parecer desaliñado.

La experiencia. Sabía exactamente cómo hacer que se relajaran. Cooperar, facilitarles el trabajo, conseguir algo a cambio. Así es como funcionaban las cosas. Siempre había sido así y siempre lo sería.

—Confío en no haber tardado mucho —se disculpó cuando salió—. Cuando quieran.

Sin embargo, no le dijeron a quién iba a ver ni por qué.

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