Arcadia

Arcadia


Capítulo 31

Página 34 de 72

31

Cuando salieron de la casa de Lytten, Rosie y Angela caminaron durante algún rato juntas por la carretera.

—¿Adónde vas? —preguntó la mujer de más edad.

—Debo ir a casa y apechugar con las consecuencias, supongo. Mis padres no me dejarán salir en meses. ¿Qué quiere usted de mí? ¿Por qué ha accedido el profesor a hacer lo que ha pedido?

—Me figuro que cree que te has pasado los últimos días en una orgía de depravación. Así que, como es natural, no querría saber nada al respecto. Pero sobre todo porque le caes bien y se fía de mí. He pensado que te gustaría almorzar, para conocernos.

—Ya.

Rosie se paró a pensar: era extraño, le gustaba bastante la idea de que sospecharan de que era capaz de darse a un vicio tremendo. Pero lo que de verdad resultaba extraño era que al profesor Lytten le pareciese plausible. Siguieron andando un poco más, hasta que al final Rosie se armó de valor.

Jenkins. Tiene ese aspecto por esa cosa del sótano.

Angela soltó una risita.

—Vamos, seguro que no.

—¡No diga bobadas! El profesor no ha mostrado interés, pero en cuanto lo he mencionado ha bajado usted disparada al sótano a echar un vistazo. Y después ha empezado a hacerme preguntas.

—Te has mostrado muy evasiva. Ésa no es una cualidad atractiva en una joven.

—Había un bosque detrás de la cortina. Y gente, y ríos, y hombres con espadas. Y una fiesta extraordinaria. Y me cortaron el pelo y me pusieron ropa elegante. ¿Cómo cree que acabé teniendo este aspecto?

—Menuda imaginación tienes.

Rosie se metió una mano en la cartera y sacó una peluca dorada, que le dio a Angela. Acto seguido se sentó en la tapia de la casa por la que estaban pasando y se quitó un zapato para enseñarle los tres relucientes anillos que llevaba en los dedos centrales de los pies.

—Sabe de sobra que esto no tiene nada que ver con mi imaginación.

Hubo una pausa.

—¿Llevabas esos anillos cuando volviste?

—Entonces ¿me cree ahora?

—¿Y no cuando pasaste al otro lado?

—No. ¿Qué ocurre?

—¿Son de metal?

—De oro y plata, creo. Me siento muy culpable por habérmelos quedado.

—Cuando volviste, ¿fue igual que la última vez? —El tono de Angela había cambiado radicalmente.

—¿A qué se refiere?

—¿Tuviste la misma sensación? ¿Sucedió de la misma manera?

—Ah, ya entiendo. —Rosie se paró a pensar—. No. La primera vez fue como cruzar una puerta. Noté un cosquilleo, pero nada más. Esta vez la cosa empezó así, pero luego me costó más, como intentar caminar por el agua. Como si fuese más denso, no sé si me explico.

—¿No te quedaste atascada?

—No. Es sólo que me costó mucho más. Por un momento tuve la extraña sensación de que me había congelado. No de frío, a ver si me entiende, sólo como si me hubiera detenido un momentito. Después pasé al otro lado, y todo perfecto. Lo raro fue que cuando pasé no había nadie cerca de mí, pero cuando volví la cabeza vi a alguien.

—¿A quién?

—No lo sé. Era de noche. Sólo distinguí una sombra.

—Ya —repuso Angela en voz queda—. Interesante, muy interesante.

—¿Qué está pasando? La he preocupado con algo.

—La verdad es que es muy difícil de explicar —afirmó—. En parte porque dudo de que puedas entenderlo.

—Pruebe.

—Escucha, ¿confiarás en mí?

Rosie se echó a reír.

—Lo dudo.

¿Cómo nace un universo? Una pregunta extraña, sin duda, una pregunta que nadie ha respondido nunca, que yo sepa. Todos los mundos existen, pero sólo uno se materializa en un momento dado; es posible que otro adopte una forma concreta si una fuerza externa actúa sobre él. El mundo que proyectaron las ideas de Tolkien existía sólo en potencia, y era así antes de que yo lo abriera. Mientras miraba únicamente a través de la pérgola, sólo se hacía realidad la parte que veía de él. Cuando pasé al otro lado, empezó a fundirse y de inmediato se las tuvo que ver con sus contradicciones inherentes. Las leyes esenciales de la física asumieron el mando, y dicho mundo comenzó a anularse, lo cual a punto estuvo de tener consecuencias fatales para mí.

Anterwold era más estable, pero era una auténtica suerte que fuese así, puesto que en lugar de hacerse realidad mediante lentos incrementos, cada pequeña adición ponía a prueba su estabilidad, se volvía concreto a una velocidad vertiginosa. El exquisito detalle humano lo generó Rosie en sus dos irrupciones: lo que quiera que hiciese, a quienquiera que viese o con quienquiera que hablase significó en el acto que esas personas, sus amigos y su familia, clientes, pertenencias, antepasados —y ciertamente sus descendientes— pasaron de una existencia latente a un estado de existencia real.

El tiempo empezó a avanzar. Lytten había esbozado los aspectos básicos de una sociedad alternativa y había creado algo petrificado, inmutable e inamovible; yo incorporé límites para que ese estado continuara si se producía algún accidente, pero la irrupción de Rosie amenazó con romper esos límites y lo puso todo en movimiento. Desde el momento en que la muchacha pisó Anterwold, tanto el pasado como el futuro comenzaron a adaptarse para encajar.

Esto podía suponer un serio problema. El experimento corría el riesgo de descontrolarse por completo, como descubrí cuando intenté desconectarlo y me di cuenta de que no respondía. En teoría, ahora que Rosie y el gato estaban fuera, tendría que haber sido posible. No lo entendí hasta que vi esos anillos en los dedos de los pies de Rosie y ella mencionó lo de la sombra. Hablé con ella con una parte de mi cerebro, efectué unos cuantos cálculos rápidos con la otra y, con el escaso espacio que quedaba en mi cabeza, empecé a preocuparme.

Angela llevó a Rosie hasta la bocacalle donde había aparcado el coche.

—Estoy muerta de hambre; si te parece, podríamos seguir hablando mientras comemos. ¿Has ido alguna vez al Randolph?

No, Rosie no había ido al Randolph. A decir verdad, no había ido a ningún sitio, salvo, por supuesto, al sótano de Lytten. Angela lo sabía de sobra, razón por la cual hizo la invitación. Se dijo que la muchacha se mostraría mucho más maleable si creaba un vínculo, o si tenía un par de copas en el cuerpo. Así que fue al centro de la ciudad y llevó a Rosie al hotel, donde pidió mesa para dos en un rincón del comedor.

—Supongo que no debería ofrecerte un jerez —dijo cuando estuvieron sentadas cómodamente y ella se encendió un cigarrillo.

—Supongo que no —replicó Rosie—, pero me gustaría tomar uno. —Estaba por completo inmóvil y miraba de soslayo a su alrededor—. Puede que me siente bien. Este sitio es muy bonito.

—Sí, mucha fachada y poca enjundia, me temo. La comida es espantosa —le confió—. Me habría gustado que probaras una buena comida, pero es algo imposible en este momento en Inglaterra, así que tendremos que conformarnos con comer en un sitio bonito.

—¿Ha viajado usted mucho?

—Podría decirse que sí.

—Hábleme de sus viajes.

Angela hizo lo que le pedía, y empezó a caerle bien la chica cuando vio la mirada empañada de anhelo en sus ojos mientras le hablaba de montañas, de pequeños restaurantes en plazas de pueblos, de calor y sol y cielos azules, y de las clases de comida que se podía tomar.

—Ay, eso suena tan bien… —observó Rosie.

—¿Has estado alguna vez en el extranjero?

—No lo sé —replicó Rosie prudente—. Supongo que ésta es la razón de que estemos aquí: que pueda ser usted amable conmigo hasta que yo responda a todas sus preguntas. Uy, no pretendo ser grosera —añadió deprisa cuando vio la cara de sorpresa que ponía Angela.

—No, no, tienes toda la razón. Soy yo la que ha sido grosera. Te he estado tratando como si fueras una niña tonta, y es evidente que no lo eres. Al menos ya no. Creo que un jerez sería muy buena idea. Y una buena copa de ginebra para mí. Bien grande. Me alegro de que todavía no hayan entrado en vigor las leyes que castigan conducir en estado de embriaguez.

Bebieron y charlaron de esto y de aquello hasta que llegó la sopa de guisantes, que les sirvieron en los respectivos platos de una espléndida sopera plateada. Fueron objeto de mucha atención por parte del camarero, dado que eran las únicas personas que había en el restaurante.

—Veamos, ¿cuál de las dos empieza? —dijo Angela después de probar la sopa, hacer una mueca y beber obstinada un poco de ginebra—. ¿Me vas a contar qué pasó al otro lado de la pérgola? ¿O te cuento yo lo que es? Preferiría lo primero, así será mucho más fácil explicar lo segundo. Es preciso que entiendas que en realidad yo no sé lo que hay al otro lado. Prometo solemnemente que cumpliré mi parte del trato.

Rosie tomó una cucharada de sopa.

—Vale, pero primero contésteme a una cosa —propuso—. ¿Es una máquina del tiempo?

—No está mal —respondió Angela—. Pero no es eso con exactitud. Te trasladó a un sitio. Relativamente pasado o futuro es algo que no sé. Pero confío en que no a nuestro pasado o nuestro futuro.

—¿Hay muchos pasados y futuros?

—No. Sólo uno. Ése es el problema. Al menos uno de los dos que he identificado.

—¿Cuál es el otro?

Angela se secó los labios dándose unos toquecitos con la servilleta.

—Bien, volver te resultó difícil, llevabas anillos y viste una sombra.

—¿Qué significa eso?

—No lo sé. Estoy trabajando en ello; por ese motivo no te voy a ocultar nada. Necesito tu ayuda. Tengo que averiguar qué ha ocurrido. Hay bastantes más cosas en juego aparte de tu situación actual con tus padres, por seria que pueda ser dicha cuestión. Además, no es algo que le puedas contar a cualquiera. Así que, dime, ¿qué estabas haciendo en ese sótano? Me refiero a la primera vez.

—Estaba buscando a Jenkins. Creí que quizá se hubiese quedado atrapado allí. Descorrí la vieja cortina por si estaba detrás.

—Ya entiendo. Y después pasaste al otro lado.

—Sólo un momento. Vi a ese muchacho y él me hizo una reverencia, y luego volví. Eso fue todo, a decir verdad.

—¿Hablas de Jay?

—Eso lo descubrí más tarde. ¿Cómo lo sabía usted?

—Después volviste a pasar. ¿Cuándo? ¿El jueves?

—El miércoles. Esa vez me quedé allí hasta tarde, pero por lo visto estuve fuera hasta que amaneció aquí.

—Ajá. —A Angela pareció interesarle mucho ese dato—. Continúa. ¿Qué viste esa vez?

—¡Cosas preciosas! Todo el mundo fue muy amable conmigo. Actuaban como si yo fuese muy importante. Se celebró una fiesta increíble, y yo era una especie de invitada de honor.

—¿Quién era el anfitrión?

Lady Catherine. Es la señora de Willdon, y asquerosamente rica. —Rosie le lanzó una mirada inquisitiva desde el otro lado de la mesa—. Se parecía un poco a usted, aunque ella era más joven y llevaba peluca. Era muy guapa.

—Me siento halagada.

—Pero fue extraño. Todo el mundo hacía muchos aspavientos con su casa, pero en realidad era muy sencilla. Bonita y grande, pero sencilla. Y se mostraban impresionados con cosas como sus tazas y sus copas, pero eran viejas y estaban arañadas, y muchas daban la impresión de haber sido compradas en Woolworth. Las de la escuela son más bonitas.

—Háblame de la fiesta.

—Había comida, que ellos pensaban que era estupenda, pero también era bastante sencilla. Y todo el mundo me preguntaba por qué no estaba casada. Escuché la música más rara que he oído en mi vida. Y conocí a un hombre muy apuesto llamado Pamarchon.

—Te estás poniendo roja.

—Y todo el mundo me llamaba lady Rosalind y actuaba como si saber leer y hablar inglés fuera algo extraordinario.

—¿Qué hablaban ellos?

—La mayoría de las personas con las que conversé, inglés, aunque como si fuese una lengua extranjera. Las otras…, no lo sé. Empecé a reconocer algunas palabras al cabo de un rato, e incluso me las apañé para decir algunas cosas. Es bastante básico, ¿sabe? No como el francés o el latín. Se parecía un poco al inglés pasado por un escurridor, no sé si me explico. O a una radio mal sintonizada en la que casi no se entiende lo que se dice.

—Parece que fue una velada interesante.

—Fue mágica. Maravillosa. Bailé, y todo el mundo me admiró, y fue precioso.

—Me alegro de que te lo pasaras bien. Me sorprende que volvieras.

—Me iba a adentrar en el bosque para ir en busca de Pamarchon. Lo ofendí, aunque no sé cómo lo hice, y quería pedirle disculpas. Me perdí, y entonces encontré a Jenkins y vi la luz. Vi la luz. Suena ridículo. Pero ya sabe a qué me refiero. Creí que sería mejor aprovechar la oportunidad mientras siguiera allí. La última vez se desvaneció.

—Eso fue culpa mía. Lo siento. Desconecté la máquina para impedir que pasara alguien al otro lado. No sabía que tú ya lo habías hecho. En cualquier caso, decidiste abandonar a tu amante por tus deberes. ¡Eres una amante infiel!

Rosie se puso roja como un tomate.

—No diga eso, ¡por favor! ¿Qué pensará la gente? Por cierto, ¿eso era una cita?

—Pareces preocupada.

—Allí siempre están citando cosas. Es un poco pesado.

—¿Y qué citan?

—La Historia, que se parece un poco a un cruce entre la Biblia y la Enciclopedia Británica. Lo que me preocupó de verdad es que llaman a ese sitio Anterwold.

—¿Y…?

—Pero es que el profesor Lytten…

—En efecto: yo lo creé a partir de su imaginación.

—¿En serio?

—En serio.

Rosie digirió la sorprendente información unos instantes.

—Continúe. ¿Qué es ese chisme? En realidad, quiero decir.

—Es una máquina que yo misma inventé, diseñé y construí. Un modo de acceder a distintas realidades. Como digo, en este momento lleva a un mundo creado a partir de la imaginación de Henry.

—¿Lo sabe él?

—No, y preferiría que no se lo contaras. Es posible que se ofenda.

—¿Qué quiere decir con eso de «distintas realidades»?

—Significa que para cualquier estado determinado del universo existe un número infinito de posibilidades distintas. Por ejemplo, hemos venido a este restaurante y tú has pedido pollo. Podrías haber pedido pescado. Un universo en el que, en efecto, pediste pescado constituye una alternativa viable a éste. Uno en el que pediste brontosaurio asado está más lejos, y acceder a él es más complicado.

Rosie entrecerró los ojos.

—¿Entonces…?

—Anterwold es una de esas variantes. Una variante muy lejana, espero. Para llegar hasta él, el número de acontecimientos distintos debe ser ingente. Por eso lo escogí. No quería que se produjera ninguna confusión con la línea de acontecimientos que va desde aquí hasta mi futuro. De lo contrario sería difícil estudiarlo como es debido. ¿Estás confundida?

—Mucho. Sobre todo con eso de «mi futuro». ¿Lo dice en serio?

—Sí. He nacido, fíjate en que no digo «naceré»; es una distinción importante, dentro de poco más de doscientos años. Confío en que ahora no me digas que estoy loca.

—He estado en su invención —apuntó Rosie—. Pero no sé qué dirían de eso otras personas.

—Puede que tengas razón. Por eso no quiero que le hables de esto a Henry. Será un secreto entre chicas. Todo resultará mucho más fácil si me crees. Igual que el futuro viene determinado por el pasado, el pasado está determinado por el futuro. De donde vengo es el futuro, y quiero que eso siga siendo así. Qué es Anterwold es algo que aún no sé.

—Entonces ¿qué es el ahora? El presente.

—Ah —contestó Angela sin darle importancia—. Nada.

—¿Nada?

—Matemáticamente hablando. Un concepto abstracto. El ahora es sólo lo que queda entre ayer y hoy, igual que el cero se sitúa entre menos uno y uno. Desde el punto de vista del futuro, el presente es el pasado. Desde el punto de…

—Sí, sí, ya me hago una idea —la cortó Rosie—. Pero no estoy de acuerdo en que no sea nada. Es el ahora.

—También lo es el lunes por la mañana y el sábado por la tarde.

—Ahora me estoy comiendo un trozo de pollo. El lunes por la mañana me quedé dormida, y el sábado por la tarde… sabe Dios lo que estaré haciendo.

—Aún estás haciendo esas cosas. A menos que algo cambie de manera que el lunes pasado no te quedes dormida y ahora estés en otra parte. Si, por ejemplo, decides no volver…

—Pero volví.

—Cierto, volviste. Pero ¿volverás?

—Es usted un verdadero incordio, ¿sabe?

—No, yo no. La existencia lo es. No es culpa mía.

Angela se sirvió una copa del vino tinto, no muy bueno, que pidió después de la ginebra y, con aire pensativo, bebió un sorbo. Resultaba curioso hablar con esa chica. Después de todo, se había visto obligada a no decir nada durante casi treinta años, y ahora lo estaba explicando con un lenguaje sencillo, el más sencillo de los lenguajes, a una chiquilla que escuchaba con gran seriedad lo que estaba diciendo. La única persona del mundo con la que podía hablar, porque sabía al menos que la máquina funcionaba.

—Ahora deja que te lo explique todo. Soy una suerte de matemática, y debido a un lío en el que me metí, tuve que realizar el trabajo de muchos años en unos días. La única forma de hacerlo fue saliéndome del tiempo, por decirlo de alguna manera. Y llegué aquí. A 1936.

Dio la impresión de que Rosie asimilaba bien la información.

—Y ahora está atrapada y quiere volver a casa.

—Más o menos. Antes debo hacer unas modificaciones. Quería descubrir algo fundamental de la realidad. Mi jefe quería, o quiere, ganar mucho dinero, de una forma que a mi entender es peligrosa. Tengo que impedírselo.

—¿De verdad es peligrosa?

—Sí. Es la cosa más peligrosa que se ha inventado nunca. Las bombas atómicas pueden aniquilar el presente, pero esto puede acabar con el pasado, y con el futuro también. Cosa que, no sé si me sigues, creo que es una mala idea.

Rosie masticaba un trozo de pollo.

—¿Es verdad que en el futuro todos tenemos mucho dinero y nadie trabaja porque las máquinas lo hacen todo y todo el mundo es feliz? Lo vi en la televisión.

—No subestimes nunca la capacidad del ser humano de estropear las cosas. Hay treinta y cinco mil millones de personas en el mundo, la mayoría lleva una vida que yo considero deprimente y absurda. O eso pensaba. Ahora ya no estoy tan segura. Una pequeña élite de expertos seleccionados lo dirige todo. Gran parte del planeta es inhabitable. Todos los animales salvo nosotros y los animales que nos comemos se han extinguido. La democracia ha sido abolida, se consideraba poco eficiente, todas las personas son objeto de seguimiento automático cada segundo de su vida, y la publicidad ha reemplazado a los sueños. Sin embargo, casi todo el mundo es feliz. Las drogas que se incorporan a la comida se aseguran de ello, excepto en el caso de los pocos que se niegan a tomarlas. Ésos son muy desgraciados. Los llamamos renegados, y de vez en cuando los encerramos.

—¿Por no ser felices?

—Es un delito contra la sociedad. A veces salen en manifestaciones, chillando consignas como «Me alegro de ser un gruñón». Y los encierran o les lavan el cerebro.

—No es eso lo que nos han prometido —objetó Rosie—. ¿Qué era usted?

—Yo formaba parte de la élite.

—Pues entonces debería avergonzarse de sí misma.

—Cada vez me avergüenzo más. No se me pasó por la cabeza que no fuera la cosa más natural del mundo, en su momento, y de todas formas tampoco podría haber efectuado gran cosa al respecto. Una persona no puede cambiar el mundo. Salvo por el hecho, claro está, de que ahora sí que puedo.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Cuando haya realizado mis pruebas y esté segura de que funcionará, creo que podré modificar algunas cosas. Entonces podré volver de manera segura y podré llevarme mis conocimientos. Es algo tremendamente complicado, al menos tardaré otra década.

—¿No será un poco mayor para entonces?

Angela puso cara de desconcierto.

—Me quedan por delante por lo menos otros ochenta años —espetó con frialdad—, en cuanto repita el tratamiento. Sólo tengo noventa y tres años.

—Mi abuela tiene noventa y tres años. Usted no está como ella.

—Eso espero.

—¿Qué hay de Anterwold?

—Bueno, existe sólo para calibrar el aparato.

—Entonces ¿qué será de él?

—Cuando llegue el momento, lo desconectaré. Me hará falta la máquina, y no puede haber dos universos existiendo de modo simultáneo para siempre.

—¿Y qué será de mis amigos? ¿Jay y Pamarchon y Aliena? ¿Qué será de lady Catherine y Henary?

—Se quedarán como estaban antes, en un estado latente.

—¿Desaparecerán? ¿Serán erradicados?

—Anterwold sólo existe en los confines de la máquina, ¿sabes? No es real, y habría sido mejor que no fuese real.

—Parece bastante mejor que el sitio del que viene usted.

—Sólo has visto una pequeña parte. No tengo ni idea de cómo es en realidad.

Y tampoco es que importe. Es imposible que adquiera permanencia.

—¿Por qué no?

—Porque… porque lo digo yo.

Rosie la escudriñó con recelo.

—Eso es lo que dice mi madre cuando no sabe de lo que habla. ¿Está segura de que sabe usted lo que se hace?

—En este momento es algo complicado. No pude desconectar la máquina porque tú estabas dentro. Eso confirió al mundo una suerte de falsa permanencia.

—Bien —respondió Rosie.

—No, no estuvo bien, y fue todo culpa tuya.

—Usted no puso un letrero que dijera «No pasar». ¿Qué cree usted que sucedería si alguien viese un bosque en el sótano del profesor Lytten?

—Está claro que no pensé que a alguien se le ocurriría curiosear en casa de otro, revolver sus cosas y acudir a una fiesta a la que no había sido invitado. Te metiste donde no te llamaban.

—Y usted fue descuidada y ahora propone cargarse a mis amigos. Y no tengo muchos amigos.

—Por favor, no empieces a compadecerte. Es algo que no sienta bien. Seguro que aquí tienes amigos.

Rosie negó con la cabeza.

—La verdad es que no.

—Soy inteligente, pero no tanto. Si la gente de Anterwold piensa que eres estupenda, será porque lo eres. Lo que significa que no hay motivo para que no te vayan detrás aquí con la misma pasión con la que te iba detrás allí Pamarchon.

—Estaba huyendo de mí. Era yo la que lo perseguía.

—Un detalle sin importancia.

—Escuche: ese sitio ¿existe o no?

Angela suspiró.

—Esa pregunta carece de sentido. Como te digo, depende de tu punto de vista.

—Ha dicho usted que no pudo desconectar la máquina porque yo estaba dentro.

—Cierto.

—Ahora estoy aquí.

—Cierto.

—Cuando ha bajado al sótano, hace una hora, ¿ha podido desconectarla?

La mirada de Angela fue evasiva cuando admitió:

—No.

—¡Ajá! —exclamó Rosie con aire triunfal.

Angela dejó la copa en la mesa.

—Me estás fastidiando.

—Así que no sabe lo que está sucediendo.

—Te llevaré a casa, me prepararé para pasarme la noche pensando y lo averiguaré. Por la mañana volveré a casa de Henry y probaré de nuevo. De todas formas, tengo que ir para echarle una mano con un asunto.

Después de llevar a Rosie a su casa —y de que entrara por la puerta como uno de los pecadores de Dante que fuese a recibir su castigo—, me sentí libre para ponerme a trabajar. En primer lugar, por supuesto, necesitaba toda la información que pudiera recabar. Tenía ideas, mi intuición era buena; lo que fallaba era el marco general.

Podía plantear conjeturas, pero eso era algo que no me gustaba alargar mucho: siempre me hacía sentir un poco desequilibrada. Sin embargo, todo cuanto podía hacer en ese momento era volver a la máquina y efectuar algunas comprobaciones para obtener la información básica que necesitaba. Después podría calmarme, averiguar dónde estaba el error y dar con una forma de quitar el enchufe. Por suerte había prometido ayudar a Henry al día siguiente con labores de traducción. ¿De qué iría aquello? Esperaba de verdad que no estuviese perdiendo el tiempo en bobadas cuando tenía una fantasía con la que soñar.

El problema era que yo ya sabía lo que estaba pasando. Mi instinto no me engañaba. Seguía habiendo un cuerpo extraño en Anterwold procedente de este mundo. Tenía que ser eso: no se podía acceder a él de otro modo, y no podía haber ningún otro motivo por el que existiera. Allí sólo habían estado el gato y Rosie, y ambos habían vuelto, así que, por eliminación, sólo podía haber una explicación única, singular.

Singular, pero no imposible. La transmisión no implicaba el movimiento físico en sí de todas las moléculas y los átomos y los electrones que componen la materia. Tan sólo se transmitía información, que se utilizaba para reorganizar un poco el universo en el momento de la llegada. Como bien sabe cualquiera que haya utilizado un ordenador, hay pocas cosas más simples que copiar datos. En la transmisión, el cuerpo se convierte en información que la máquina almacena; una gran cantidad, cierto, pero en principio el cometido es sencillo. Luego ésta se proyecta hacia el exterior, hacia el nuevo destino. Sin embargo, se guarda una copia para la vuelta, ya que es más fácil y rápido modificar un conjunto de datos determinado que reproducirlo en su totalidad. La máquina se configuró para que rechazase cualquier cuerpo físico que no tuviese guardada esa copia, con el objeto de impedir que personas de Anterwold pasaran al sótano de Henry. Introduje instrucciones para que desechara la ropa o cualquier otro material insustancial, de lo contrario una pelusa podría haber causado problemas, pero ninguna otra cosa. Lo que yo sospechaba era que Rosie, a su vuelta, había confundido al aparato con esos anillos. La rechazó, y la retuvo en Anterwold, porque no la reconoció. Al mismo tiempo, la dejó pasar porque la reconoció.

El resultado era una duplicación. Si no me equivocaba, ahora había dos Rosies, en cuyo caso yo tendría un dolor de cabeza de campeonato. Estaba preocupada y, para mi sorpresa, mi principal preocupación era la propia Rosie. Tendría que haber prestado más atención a eso. Tenía una actitud protectora. Había disfrutado con su compañía, sus preguntas, su descaro y sus críticas. Le tenía mucho más cariño del que debería, considerando que sólo la conocía desde hacía unas horas y ya me había dado problemas.

Ir a la siguiente página

Report Page