Arcadia

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Capítulo 32

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Descubrir lo que debió de pasarle a Rosalind cuando desapareció no fue muy difícil: el sendero atravesaba el decorativo bosque, cuidado y arreglado, que conformaba la parte exterior de los jardines de Willdon. Describía curvas y ángulos, de modo que de vez en cuando al caminante se le ofrecían unas espléndidas vistas, ya fuera de la casa o de las colinas que se alzaban más allá. Era un lugar muy agradable y pensado a conciencia; en realidad formaba parte de un proyecto mucho más ambicioso, que rodeaba la vivienda en su totalidad, cada columna, fuente o gruta dispuesta de manera simbólica para cantar las alabanzas de la resistencia del dominio y el hecho de que fuese preciso para el desarrollo de la Historia.

No es que Jay tuviera el tiempo o la paciencia necesarios para dedicarse a esas cosas, aunque hubiese reparado en ellas. Por lo que a él respectaba era un sendero, ni más ni menos, que pasaba por delante de una casita en estado ruinoso, en cuya entrada había un anciano sentado encorvado, con la cabeza entre las manos.

—Hola —saludó Jay—. Buenos días, señor.

El hombre levantó la cabeza despacio y miró a Jay con tal expresión de dolor que éste se preguntó si no sería un demente. Era habitual que los grandes propietarios acogieran a personas así; las aldeas hacían otro tanto con ermitaños como Jaqui. Los necios y los débiles mentales merecían caridad, y era una señal de bondad ocuparse de ellos.

—No es un buen día para mí —replicó—. No he conocido uno peor.

—¡Estáis herido! ¿Qué os ha pasado?

Era cierto: el anciano —que quizá no lo fuese tanto, pero dejaba traslucir tal hastío que era fácil pensar que lo era— tenía un aspecto cadavérico por naturaleza; las manos, huesudas; el cabello, lacio y grasiento. Su tez era de un amarillo que denotaba mala salud y mala alimentación, y eso, más que ninguna otra cosa, hacía resaltar y ponía de relieve el gran moretón entre púrpura y negruzco de la mejilla izquierda, tan destacado y llamativo que dominaba por completo su rostro.

—Necesitáis ayuda —afirmó Jay—. Decidme dónde hay agua y un paño.

El hombre no contestó, pero ello no hizo desistir a Jay. Encontró un paño y sacó un poco de agua del pozo, y a continuación se dispuso a aplicárselo en la mejilla al hombre, que hizo una mueca de dolor y apretó los dientes al notar la presión, pero no se quejó.

—Yo os conozco —observó Jay mientras lo seguía limpiando—. Os vi anoche en una barca en el lago. Os llamáis Rambert, ¿no es así?

—Así es. Estuve allí, escuchando cómo esa harpía mía masacraba la música como sólo ella es capaz de hacer.

—¿Os referís a Aliena? A mí me pareció maravillosa.

—Sin duda. Tenéis cierto aire de estupidez.

—¿Qué tenía de malo? —inquirió Jay, que decidió no sentirse ofendido.

En verdad, Rambert no era peor que algunos de los preceptores que él había tenido a lo largo de los últimos años.

—Ah, fue preciosa —contestó Rambert con amargura—. Ellos la adoraron, ¿no es así? Esos tonos altos, esa voz tan bonita. Tan tierno y conmovedor. Me figuro que algunos débiles mentales estarían al borde de las lágrimas.

—Pues…, sí.

—Ella nunca se puede resistir a actuar para el público. Como si eso importara. Destruye, pasa por alto la tradición. Arruina la belleza de las formas, que reflejan el firmamento y no se pueden cambiar. Está tan pagada de sí misma que piensa que las reglas son para los demás. Ella, la gran Aliena, puede hacer lo que se le antoje. De manera que exhibe sus efectos baratos, y personas débiles y poco instruidas como vos aplaudís y la alentáis, y el gran tejido de la música se desgarra. Cada vez que abre la boca la música empequeñece, pasa a ser un entretenimiento de aldeanos. Pero ella lo único que persigue es el aplauso y la adoración. No le preocupa el daño que causa para lograrlo. —Miró a Jay, un ojo cerrado debido al dolor que le infligía el moretón—. Vos sois estudiante. ¿Qué os parece que la gente cambie una historia sólo porque quizá les guste más a quienes la escuchan? ¿Eh? Pues eso es lo que ella hace.

Era tal su desesperación que a Jay no se le ocurrió nada que pudiera animarlo.

—¿Cómo os habéis hecho el moretón?

—Me caí.

—No lo creo. ¿Quién os agredió?

—No sabría deciros —contestó. Pareció vacilar, recelar incluso—. Estaba oscuro; y yo, muy cansado.

—Debió de ser un buen golpe —observó Jay—. ¿Han robado algo?

—¿Cómo lo voy a saber? Lo dudo. No tengo nada.

Jay se levantó del escalón y entró en la casita, que estaba sucia y desordenada. Había música e instrumentos musicales por todas partes —muy valiosos para quienes supieran tocarlos—, pero no vio indicios de que se hubiesen llevado nada. En el cuarto principal de la casa había una mesa y unas sillas, y una gran chimenea para calentar el lugar y cocinar. Una pequeña alacena albergaba los cacharros que poseía Rambert. Nada parecía fuera de su sitio, aunque con tanta desorganización era difícil decirlo.

Una puertecita llevaba a una alcoba, en cuyo suelo descansaba el jergón relleno de algodón de Rambert. A los pies se veía otro, de menor tamaño, que posiblemente utilizara Aliena. Jay notó un cosquilleo en la piel.

Tirado encima había un vestido de incomparable belleza y riqueza, dorado y azul, que brillaba con la escasa luz que se colaba por las rendijas de la ventana, que tenía los postigos echados. No cabía la menor duda: era el vestido que había lucido Rosalind esa noche.

El descubrimiento confirió a la búsqueda cierta urgencia, puesto que las circunstancias que Jay refirió apuntaban a que la muchacha podía afrontar un peligro considerable. El joven —que aún temía ser castigado, pero sabía que al menos ahora había sido de alguna ayuda— corrió de vuelta a la casa con la prueba y encontró a Henary y a lady Catherine conversando absortos. Les mostró el vestido.

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó lady Catherine.

—De una casita del bosque. Donde vive Rambert. La otra noche lo atacaron, pero no hay ni rastro de Rosalind. Alguien la vio adentrarse en el bosque, iba en busca del que fue su acompañante.

Henary y lady Catherine se miraron.

—Este vestido se quitó con brusquedad —razonó Catherine—. Observad: tiene un desgarro en un costado. No muy grande, pero es evidente que se lo quitó deprisa y corriendo. Cabría esperar un poco más de cuidado para algo tan valioso. ¿Estás seguro de que Rambert ha dicho la verdad? ¿Ha descrito a su agresor?

—Ha dicho que no vio a nadie. Creo que estaba demasiado borracho. En cuanto al vestido, ha dicho que no tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí.

—¿Qué opinión te merece su relato?

—No creo que me lo contara todo —repuso Jay—, pero está claro que no mentía. Estaba más interesado en su alumna que en cualquier otra cosa. También ha desaparecido.

Lady Catherine —que, como bien observó Jay, se hizo cargo de la conversación, con Henary a su lado, callado— frunció la boca.

—De modo que o tenemos a un misterioso desconocido que atacó a Rambert y quizá también a Rosalind, o bien Rambert la atacó.

—O tal vez ninguna de esas dos cosas —terció Henary—. Lo único que tenemos es una serie de acontecimientos. Sabemos que deben de guardar alguna relación, pero no sabemos cuál es. Aun así, esto es muy preocupante.

—Extremadamente.

—Debemos actuar deprisa. Ahora debo recomendar que se forme una partida de búsqueda, y creo que lo mejor será retener a Rambert durante un tiempo. Me afligiría mucho que un hombre tan distinguido hubiese cometido un crimen abominable, pero todo es posible.

—No. Nadie se adentrará en el bosque durante dos días salvo yo.

—Pero, lady Catherine…

—Ya conoces el motivo.

Por un momento dio la impresión de que Henary iba a llevarle la contraria, sin embargo después hundió los hombros un tanto.

—Pero ojalá pudiéramos ir tras ellos más allá.

—No puedo hacer nada. Debo acudir a la ceremonia de la Degradación.

—Pero debemos hacer algo. Es posible que ella corra peligro —objetó Jay después de que un Henary profundamente decepcionado se marchara. En verdad no entendía lo que había sucedido, pero sabía que, por el motivo que fuese, la búsqueda inmediata de Rosalind se había pospuesto—. La pista aún es reciente. Si esperamos aunque sea sólo una hora…

Por primera vez Jay estaba a solas con la señora de Willdon, y su preocupación fue más fuerte que su discreción. Lady Catherine miraba con aire pensativo por la ventana, observando a un grupito de personas que iban guardando las mesas y recogiendo los platos y las fuentes y las copas de la noche anterior. Jay sabía que no tenía derecho a decir nada, pero estaba pasmado con el hecho de que el asunto no fuese tratado con urgencia. Lady Catherine lo miró con frialdad.

—Cuando digo que no es posible, es que no es posible. Asunto concluido.

Jay fue consciente de que se había pasado de la raya, pero con todo, no pudo contenerse.

—¿Por qué? —quiso saber—. Seguro que es mejor…

—Es el día de la Degradación —contestó—. ¿Es que no te has dado cuenta de que ése era el motivo de todas las festividades de ayer?

Jay cabeceó. No tenía ni la más remota idea de lo que estaba hablando.

—Ven conmigo —dijo.

Jay, que sabía reconocer una orden cuando la oía, echó a andar con cautela tras ella, que lo condujo fuera del edificio y lo llevó hasta una pequeña zona de árboles frutales (ciruelas damascenas, melocotones, ciruelas y manzanas) atravesada por un sendero que llevaba al jardín más alejado.

—Soy el señor y la señora de Willdon. Ostento una posición de gran autoridad y poder. Tú, por ejemplo. Entraste sin permiso en mis tierras. Cuando te cogieron, pude declararte esclavo. Pude hacer que te azotaran. Que te cortaran las manos o la cabeza. No tengo que consultar con nadie para tomar esa clase de decisiones, ni responder ante nadie de ellas.

Jay pensó que lo más prudente sería no decir nada.

—Por lo general, pongo esas decisiones y esos castigos en manos de un tribunal de hombres y mujeres de la localidad. Tres hombres, tres mujeres. ¿Así es como funciona en tu aldea?

—A decir verdad, no. En mi aldea los ancianos juzgan a las mujeres, las ancianas juzgan a los hombres, y cualquier delito grave se pone en manos del visitante. En Ossenfud cada colegio se ocupa de los suyos.

—Bien, pues aquí toda la autoridad emana de mi persona. Los tribunales dirimen mi justicia y mi clemencia. Sólo yo puedo invalidar su decisión. Aunque no lo acostumbro a hacer.

Jay no entendía a qué venía aquello, pero asintió. Resultaba interesante, y nunca había conocido a nadie que pudiera ordenar la muerte de otra persona. Ni tampoco esperaba que esa persona fuese como lady Catherine.

—¿Sabes de dónde emana mi poder?

Él negó con la cabeza. Se lo iba a contar, así que no tenía mucho sentido andarse con adivinanzas.

—Emana de las personas a las que juzgo. Ellas me confieren toda la autoridad, que yo pongo en manos de mis tribunales. Estimulante, ¿no crees? Hay mucho más, como es natural. Mi autoridad determina el nivel de impuestos, arbitra en las herencias, asigna tierras disponibles, cultiva las relaciones del dominio con el mundo exterior, decide qué caminos han de ser reparados, qué arroyos han de limpiarse. Poseo los molinos en nombre de todos, y los graneros y las herramientas de cultivo. Sería fácil dejarse embriagar por tanto poder, ¿no?

—Lo cierto es que no lo sé, mi señora. Yo nunca he tenido ningún poder.

—En ese caso, créeme. Haría falta tan sólo un breve instante de debilidad para que cualquier hombre o mujer creyera que este poder es suyo por derecho y que es mejor que aquéllos a los que gobierna. Ahí reside la tiranía, y la hemos visto muchas veces en las historias. Tú la has estudiado, ¿no?

—Un poco.

—¿En qué año de estudios te encuentras?

—En el sexto.

—Entonces no la has estudiado.

—Bueno, no.

—No me vuelvas a mentir, Jay. Perdono la ignorancia, pero no la vanidad. Si no sabes algo, admítelo sin más. ¿Es que no te lo ha dicho nunca Henary?

Jay asintió.

—Muchas veces. Si se lo preguntáis, os lo dirá. Pero he leído muchas de esas historias por mi cuenta, aunque no las haya estudiado oficialmente aún.

—¿Y ahora?

—Mi señora, soy un muchacho pobre que viene de una granja. Un estudiante que sabe que no sabe mucho. En un solo día me libré por los pelos de la esclavitud, conocí a un hada, asistí a una Festividad asombrosa, escuché una música que nunca había oído antes, perdí a una muchacha cuya importancia aún no comprendo, y ahora estoy caminando a la luz del sol con una mujer que tiene fama de ser la más poderosa y bella de Anterwold. Lo hago lo mejor que sé.

Lady Catherine prorrumpió en una carcajada.

—Sí, es verdad. Puede que Henary no se equivoque contigo. No he sido buena contigo y te pido disculpas. ¿Empezamos de nuevo? ¿Amigos?

Jay sonrió con valentía.

—En ese caso, permite que continúe con mi largo y tedioso relato —siguió, reanudando la marcha por el paseo arbolado—. Mis predecesores conocían muy bien la estupidez del ser humano, su infinita capacidad de tender a la prepotencia, de manera que diseñaron algunos mecanismos para que las gentes de este lugar no olvidasen que no eran esclavas y para que los señores no olvidasen que no eran amos. ¿Sabías que el más insignificante de los peones de mi propiedad puede privarme de mi cargo?

Él cabeceó.

—Pues sí. Lo puede hacer. En teoría. Puede presentar una queja contra mí en mi propio tribunal, y ese tribunal me puede citar para que comparezca en juicio. Si mi falta es lo bastante grave, pueden convocar una reunión de todos los concejos del dominio y despojarme de mi poder y de mi autoridad. No ha ocurrido nunca. Después de todo, tendrían que sustituir al señor por otro. Sin embargo, cada pocos años se celebra una ceremonia cuyo propósito es recordar que es posible. Comienza dentro de una hora.

—¿Qué sucede?

—Será mejor que lo veas por ti mismo. Te cuento esto porque debo encomendarte algo. Necesito que alguien permanezca conmigo desde mediodía hasta que anochezca, hasta que anochezca y hasta que anochezca. Dos días y medio. Para que observe e informe de que llevo mi humillación con dignidad, y de que esa humillación se encuentra dentro de los límites que marca la tradición. Esa persona ha de ser independiente de mí e independiente de las gentes. Con frecuencia, de este cometido se encarga un narrador, pero Henary tiene muchas cosas que hacer hoy.

Jay casi pudo sentir el pánico que se apoderaba de él.

—De manera que quiero que asumas esta labor. Jay, ¿querrás ser testigo de la ceremonia de la Degradación?

—No sabría qué hacer.

—Ah, no es nada. Tú observa. Asegúrate de que todo el mundo se comporte. Sonríe con dulzura y ponte serio cuando sea preciso. Ahora debo ir a vestirme.

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