Arcadia

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Capítulo 41

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Antros estaba a punto de matar por fin al ciervo cuyas huellas llevaba siguiendo con paciencia desde hacía más de una hora. El animal se había parado a beber en un arroyo estrecho, y desde donde él estaba podía disparar con facilidad. A menos de medio metro, era un blanco fácil, no podía fallar. La flecha estaba lista, y tensó despacio la cuerda, hasta notar la pluma en la oreja. Con sumo cuidado, apuntó, contuvo la respiración… y vio sin poder hacer nada que el ciervo se sobresaltaba, se lanzaba al agua, viraba bruscamente y desaparecía en los matorrales, asustado por el espeluznante grito que resonó por el bosque.

Soltó una imprecación y otra más. La desesperación y el terror que destilaba ese alarido lo asustó tanto como al ciervo. Más, quizá, puesto que sabía que lo había proferido un ser humano. Se puso en pie de un salto —la rodilla le dolía de tenerla hincada tanto tiempo en el suelo— y aguzó el oído. Echó a correr sin pensárselo dos veces hacia donde había oído el ruido, veloz pero con cuidado. Mantenía el arco cerca, la flecha aún en su sitio. Tal vez lo necesitara.

No veía nada peligroso. En medio de la maleza había alguien, un muchacho delgado sentado en el suelo, doblado sobre sí mismo. ¿Herido? No lo parecía, pero los sollozos indicaban que lo afligía algo.

Antros no se apresuró. Llevaba viviendo lo bastante en el bosque para saber que debía ser prudente. El muchacho no se estaba muriendo. Antros se agachó detrás de una mata para observar. No parecía que fuese una trampa, no había nadie cerca. Estaba el Soto, pero nadie se atrevería a esconderse allí. No oyó ningún sonido que le chocara, no percibió ningún movimiento que lo pusiera sobre aviso.

Se irguió y dio la vuelta para acercarse al muchacho por detrás: no parecía peligroso, pero en el bosque moría gente por no tener cuidado. Cuando estuvo lo bastante cerca, tensó una vez más el arco, la flecha apuntando directa a la espalda del chico, e inquirió:

—¿Quién eres?

El joven levantó la cabeza despacio, y Antros vio que estaba pálido, las lágrimas corriéndole por las mejillas. Se relajó y aflojó la cuerda.

—¿Qué te pasa, muchacho? —preguntó—. ¿Acaso has visto un fantasma?

El chico se lo quedó mirando un buen rato, los labios temblorosos.

—¿Cómo te llamas? —inquirió, más afable—. No tengas miedo.

—Me llamo… Me llamo Ganimedes.

—¿Por qué estás tan asustado? ¿Te has perdido? ¿Dónde están tus padres, tus amigos?

—No lo sé. Estoy solo. He ido a donde esos árboles y… y…

—¿Has entrado en el Soto? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Es que no sabes lo que hay ahí?

—No. Pero es horrible. Horrible.

—Lo que has hecho es muy peligroso, muy imprudente. ¿Te han atacado?

—No había nadie.

—No me refería a personas. Levanta. Deja que te eche un vistazo.

Antros empezó a examinarlo, le miró los ojos y los oídos, y dio un paso atrás.

—No parece que te pase nada —afirmó—. ¿Quién eres? ¿De dónde eres?

Él negó con la cabeza.

—Te lo ruego, no me hagas preguntas. Por favor.

Antros sintió que el corazón se le ablandaba, pero no permitió que se le notase. Había muchas cuestiones que responder antes de que el muchacho mereciese su compasión. De manera que dijo con aspereza:

—En ese caso será mejor que vengas conmigo.

—No, no. No puedo.

—Debes hacerlo. Tienes que alejarte de aquí. Es peligroso. Tenemos que irnos. Vamos, muchacho. Haz lo que te digo.

—Ni por pienso. —Lo miró desafiante.

—Pues haz lo que te pido, entonces.

El chico cedió.

—Muy bien.

Rosalind, un tanto desaliñada, iba junto al joven que la había rescatado y se había hecho cargo de la situación. ¿Qué se suponía que tendría que haber hecho? No sabía quién era el joven, ni lo que quería. Ella estaba sola en el mundo, desprotegida. Podría haberse negado a ir con él, pero no quería arriesgarse a provocarlo, no fuera a ser tan benévolo como parecía indicar su voz. En la escuela la habían prevenido de los desconocidos. No de ir por un bosque desierto con un desconocido armado con un arco y una flecha, eso desde luego, pero estaba segura de que el principio general era válido. Si corría algún peligro, no quería que Aliena se viera expuesta a él también. Rosalind estaba convencida de que podría volver a la cabaña del pastor por su cuenta. O al menos eso esperaba.

El caprichoso hilo de sus pensamientos la devolvió a la realidad en el instante en que fue tan imprudente como para meterse en el Soto de encinas. En cuanto alzó la vista supo lo que eran aquellos bultos, medio ocultos en la penumbra, cubiertos de hojas, y lo que era ese olor dulzón.

El sitio estaba lleno de cadáveres medio descompuestos, putrefactos, desgarrados por aves y alimañas, empodrecidos por la humedad y llenos de moscas e insectos. Había docenas, si no cientos de ellos, por el suelo. Antes de echar a correr, se fijó en el cuerpo de un niño, poco más que un infante. Tenía la piel verde, el cuerpo roído, y en uno de sus ojos crecía una pequeña colonia de setas. Luego el olor empezó a ser abrumador, dulzón y no del todo desagradable hasta que uno sabía lo que era; los sonidos, los sonidos inocentes del bosque, hasta que uno sabía por qué eran tan estridentes y apremiantes.

Se desplomó y se le revolvió el estómago. Vomitó, de forma violenta y espantosa, todo el desayuno, sus tripas vaciándose mientras esos olores, esas imágenes y esos sonidos se agolpaban en su cabeza. Se agarró el estómago de dolor y sintió arcadas una segunda y una tercera vez.

Jadeaba y estaba exhausta debido a ese esfuerzo involuntario, notaba el sudor en la espalda, que hacía que le picara, y en la cabeza, el mal sabor de boca, que al menos era mejor que lo que recordaba. Rodó por la hierba y cerró los ojos, sintiendo el calor del sol de mediodía. Aun así, temblaba de la impresión y la angustia.

Su acompañante barrió con la mirada la lejana línea que formaban los árboles hasta convencerse de que estaban solos y se sentó a cierta distancia de ella. Cuando Rosalind dejó de tener arcadas y abrió los ojos, él le ofreció agua.

—Enjuágate la boca unas cuantas veces, para que se te quite ese sabor. Si aún tienes algún espíritu en el cuerpo, eso te ayudará a expulsarlo.

Hizo lo que le decía y después se enjugó la frente con la manga de la chaqueta.

—Gracias —dijo.

—Han sido muy buenos contigo. Eso es que no tenías malas intenciones.

—¿Quiénes han sido buenos conmigo?

—Los espíritus. No deberías haber entrado ahí. No es lugar para los vivos. Eras una intrusa. Has tenido suerte de que no te poseyeran o te hicieran enloquecer.

Rosalind se sorbió la nariz.

—No creo que les hiciera falta. Creo que ya estoy loca. Pero, dime, ¿qué sitio es ése?

—¿De verdad que no lo sabes…?

—¡No! —gritó—. De verdad que no lo sé. No lo sé, no sé nada, ¿lo entiendes? ¿Es que no puedes contestar a una pregunta tan clara?

Antros reculó, sorprendido por el arrebato, en particular cuando, en vez de disculparse, Rosie le dirigió una mirada furibunda, desafiante, que lo retaba a que la regañara.

—Sí, claro —respondió.

—Sí, ¿qué?

—Que sí puedo contestar a una pregunta tan clara. Ése es el lugar de los muertos. O al menos uno de ellos. Para las gentes de Willdon. Cuando alguien muere, su cuerpo se deposita en ese sitio, se lo devuelve al bosque. Es un espacio sagrado, que se halla bajo la protección de los espíritus. Los vivos no entran si no tienen un buen motivo para hacerlo. Tú has entrado, y los espíritus se han introducido en tu cuerpo y te han hecho enfermar. Espero que ésa fuera su única intención.

—Era adrenalina.

—Nosotros no les ponemos nombre —puntualizó—. Para nosotros sólo son los espíritus del bosque.

Rosalind suspiró.

—Lo que tú digas.

—Debes purificarte. Te llevaré con Pamarchon. Él sabrá qué hacer.

—¿Pamarchon? —repitió Rosalind, mirándolo de pronto.

—No temas. No es como quizá hayas oído. Y ahora debo insistir en que vengas conmigo.

—Vale —repuso Rosie, su humor cambiando de pronto—, si insistes…

Antros volvió a sentirse desconcertado. Esperaba tener que obligar al muchacho a que fuera con él contra su voluntad.

—Bien. Por aquí, por favor.

Estuvieron caminando una hora, o quizá fueran diez minutos: Rosalind no iba prestando atención. Al cabo de un rato oyó voces a lo lejos. Le llegó un olor a humo, y después a comida, los aromas de que alguien estaba cocinando. Oyó risas, una buena señal. La gente feliz no se pone demasiado violenta.

Un campamento, pero muy distinto de todo cuanto había visto antes. No es que ella hubiese ido de acampada. A sus padres no les gustaban esas cosas. Rosalind quería a sus padres, los quería de verdad, pero no sabían lo que era ser joven, no tenían ni idea. De hecho, Rosalind sospechaba que nunca habían sido jóvenes. Aun así, sabía cómo eran los campamentos: tiendas de campaña idénticas, marrones o grises, un fuego de campamento, otra estructura de lona para los aseos. Hileras bien rectas. La colada en una cuerda.

Ese sitio no tenía nada que ver. Era caótico, para empezar, con tiendas montadas por todos lados. Si es que se las podía llamar así. Algunas estaban confeccionadas con trozos de varios materiales, conservando bastante el espíritu, pero otras estaban hechas de ramas de árboles cubiertas de tierra y hierba. Unas eran grandes; otras, pequeñas. Unas descansaban en el suelo, y otras estaban excavadas en una especie de foso. Algunas incluso eran de piedra, montones altos que se apoyaban en troncos. Los alrededores también eran desordenados. Los niños correteaban dando gritos, zigzagueando entre los adultos, jugando y persiguiéndose. Las mujeres atravesaban el lugar con jarros de agua o la colada en la cabeza. En el rincón más alejado algunos hombres luchaban con espadas, en otro sitio otros partían leña. Por todas partes había gente hablando, ruidosa y animadamente, mientras vacas, ovejas y gallinas deambulaban por el lugar, sin que los numerosos perros y gatos les hicieran el menor caso.

Estaba asimilando todo aquello cuando vio algo que la dejó helada, boquiabierta. Para su sorpresa, reconoció a Jay, que estaba a unos veinte metros, hablando con una mujer sentada en el suelo con las piernas cruzadas, y que pelaba patatas y las echaba a una gran cacerola de metal que tenía al lado. Cuando se disponía a acercarse a ellos para saludarlos, Antros volvió y la cogió de brazo.

—Prisioneros —explicó—. No te acerques a ellos.

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