Arcadia

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Capítulo 42

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Cuando Chang atravesó la pérgola de hierro del sótano y entró en mundo que se abría al otro lado, no fue que el tiempo se detuviera: era consciente de su paso, pero sencillamente no sabía lo que significaba. Ya no sabía nada de él ni del entorno; tenía hambre, pero no sabía cómo conseguir comida; tenía sed, pero no se le ocurrió beber hasta transcurridos algunos días. Deliraba, no tenía personalidad, ni recuerdos ni conciencia de sí mismo. Iba dando tumbos sin pensar, caía y tropezaba, a menudo se quedaba tendido en charcos o en helechos, de forma que tenía arañazos y moretones en la piel, y la ropa estaba desgarrada y sucia.

Oyó un murmullo de voces, pero no entendió lo que decían. Notó que alguien lo levantaba y lo subía a la parte trasera de un carro. Contempló el cielo azul mientras el carro avanzaba con pesadez, sin saber adónde se dirigía o por qué. Tendría que haber sentido miedo, pero ni siquiera era capaz de eso.

Lo llevaron a alguna parte, lo tumbaron. Alguien le quitó la ropa y lo bañó. Le dieron agua y un caldo, se ocuparon de él. Durmió durante días y días. Mientras dormía, los recuerdos volvieron, pero sólo en parte. Ahora tan sólo eran fragmentos trastocados y carentes de sentido.

Después de mucho tiempo, Chang fue consciente de la magnitud de los daños que había sufrido. Se dio cuenta de que el efecto debía de ser acumulativo, una alteración que venía a sumarse a otra alteración. Lo único que podía hacer —e incluso eso suponía un esfuerzo— era desconectar todas las funciones superiores, aquellas que facilitaban los diversos implantes, y funcionar más o menos con lo que le había proporcionado la naturaleza, guiándose por conjeturas, la memoria y la intuición. Era muy duro.

Conque eso era Anterwold, la invención de Angela, y a medida que iba volviendo en sí y empezaba a observarlo, tuvo que admitir que aquello era impresionante. No era la primera vez que se quedaba pasmado con el talento de la científica. Cada hoja, cada ramita y cada insecto parecían perfectos. El clima se correspondía de manera lógica con la vegetación; la vegetación, con la fauna; la fauna, con la sociedad que se había desarrollado allí. No le gustaba ese sitio primitivo, sucio, con sus placeres simplones, aburridos, su falta de movimiento y su indiferencia ante todo, pero era innegable que funcionaba.

No tuvo más remedio que quedarse con quienes lo encontraron. Le dieron un nombre: Jaqui. Lo llamaron así porque al parecer les recordaba al personaje de una historia. Ellos, no él, decidieron que era un ermitaño. Se esperaba que dijera bastantes disparates, y ellos estaban dispuestos a tomar las confusas ideas que mascullaba por perlas de sabiduría. La gente empezó a preguntarle cosas, y asentía como si entendiera las disparatadas respuestas. De vez en cuando veía alguna estupidez manifiesta y no se podía resistir. Accedía muy brevemente a su memoria para diagnosticar una enfermedad y después decía lo que había que hacer. Lo pagaba con tremendos dolores de cabeza, pero esos achaques también se consideraban algo casi sagrado. Otros le pedían consejo: ¿Debían casarse? ¿Gozarían de salud sus hijos? Él siempre respondía con otra pregunta: «¿Qué quieres hacer?». Ello hizo que se labrara la reputación de sabio, que no se merecía, y de bondadoso, que no quería. Deseaba que lo dejaran en paz, así que salió de la aldea y se instaló en la cabaña abandonada de un pastor, donde confiaba en que no le dieran tanto la lata. Pero incluso así iban a formularle preguntas y, a cambio, le daban de comer y se ocupaban de él. Poco a poco se dio cuenta de lo afortunado que era. Tenía permiso para actuar de manera extraña; era algo que se esperaba de él. No se moriría de hambre ni lo encerrarían.

No obstante, tenía que escapar; pasaron semanas antes de que fuera capaz de reconstruir la última conversación que había mantenido con Angela y de que cayera en la cuenta de que hacía tiempo que había perdido su mejor oportunidad de volver. Seis días, le dio Angela. Y a él se le pasó la fecha. Tampoco sabía adónde había llegado, así que ni siquiera podía volver con la esperanza de que quizá la luz estuviese allí.

La única oportunidad que le quedaba era el plan b: el quinto día del quinto año en Willdon. ¿Qué demonios significaba eso? Las gentes habían oído hablar de Willdon, pero no sabían qué implicaban las instrucciones de Angela. Sin embargo, cuando llegara ese momento, Angela intentaría desconectar ese mundo. En teoría no se podía hacer si él y la chica esa seguían allí, pero conocía lo bastante a Angela para saber que no debía subestimarla. Encontraría la manera de hacerlo, y si lo lograba, él no quería estar allí.

Chang se topó con el estudioso Etheran cuando ya llevaba allí tres meses. Había abandonado la aldea de Hooke, que lo adoptó como mascota, y estuvo vagando por el lugar para tratar de averiguar qué era Anterwold. Conoció a Etheran cuando se detuvo en una posada del camino para suplicar que lo dejaran dormir en alguna parte. El estudioso vio que el posadero negaba con la cabeza de mala gana.

—No hay sitio —repuso—. Lo siento.

—¿No podríais reconsiderarlo? —pidió el erudito—. Yo diría que necesita descansar.

La bondad que mostró le tocó la fibra sensible, y Chang respondió a las preguntas que siguieron. «¿De dónde eres?». «¿Por qué eres ermitaño?». Era muy distinto de todas las personas a las que Chang había conocido hasta entonces en ese lugar estático, inmutable. Vio en él un atisbo de autonomía, y supo que tenía que ahondar en ello. Pronto fue él quien comenzó a plantear preguntas, insistiendo para comprobar si las defensas de Angela se sostenían. ¿Podía Etheran empezar a cambiar, pensar, desarrollar ideas nuevas?

Buscó respuestas, y le sorprendió descubrir que el hombre respondía de forma inquietante. Estaba hecho un palillo, tenía los brazos y los dedos largos, y se acariciaba el mentón cuando escuchaba. Sin embargo, sus ojos brillaban en señal de interés; reía con regocijo cuando no sabía contestar algo. Parecía disfrutar con el encuentro.

Etheran incluso fue en su busca cuando Chang regresó a Hooke. Chang trataba de provocarlo de forma deliberada, ver hasta dónde podía llegar. Pero incluso cuando se enfrentaba a su ignorancia, incluso cuando Chang hacía que pareciera tonto, Etheran volvía a la carga con preguntas propias y respuestas torpes, confusas.

Fue una experiencia muy peculiar: Etheran era culto e inteligente, pero había muchas cosas que sencillamente no entendía, era un poco como hablarle a un daltónico del azul del cielo. ¿Qué pasó para que la gente acabara en este exilio que todo Anterwold consideraba el principio de los tiempos? ¿Por qué volvieron? ¿Cuándo sucedió esto? Una mirada de perplejidad, primero al oír las preguntas, después al caer en la cuenta de que no se le habían ocurrido a él antes.

A Etheran le resultaba abrumadora la idea de que hubiese información útil que no se hallara contenida en la gran Historia de Ossenfud. De que las piedras y los tejados de los edificios pudieran contar algo que aquélla no decía. La cara que puso habría sido cómica si Chang no hubiera sido consciente del tremendo esfuerzo que le suponía y el peligro que corría si empezaba a intentar liberarse de las cadenas de la inmovilidad.

Ese día nada cambió, pero a lo largo de las semanas y de los meses que siguieron Chang habló algo más con él, después le escribió cartas, camelándolo y animándolo, ya amargado, ya frustrado, procurando a propósito ponerlo contra las cuerdas.

Al cabo Etheran acabó teniendo ideas propias. «¿Sería posible sumar los reinados de los señores de los dominios y utilizarlos para datar los acontecimientos? —planteó—. ¿En el tercer año, o el vigésimo, del reinado de una persona?».

Cuando la idea arraigó, fue cobrando fuerza: «Sin duda se podrían utilizar también registros de nacimiento, de matrimonio, esa clase de cosas, ¿no? Imagina lo que podría revelarte todo eso…». Ésa fue su última visita. Dos días después Etheran se marchó, la cabeza bullendo de ideas nuevas. Sin embargo, el esfuerzo que hizo fue excesivo. Justo cuando empezaba a entender, murió, de repente y solo, y sus ideas se perdieron.

Las defensas de Angela habían resistido. Chang lo supo por otro estudioso. A éste, Henary, lo llamaron las gentes de Hooke para que lo examinara a él y viera si era peligroso. Un encuentro peculiar: el estudioso cumplió con su deber, formuló preguntas, pero a todas luces no estaba muy interesado. No quería causarle problemas al ermitaño, y Chang tampoco deseaba experimentar con él: Etheran le había dado toda la información que necesitaba. De modo que no trabó mucha relación con él, entre otras cosas porque no le veía la curiosidad que mostraba Etheran. Henary era un personaje más sombrío, menos transparente.

El encuentro transcurrió sin pena ni gloria, hasta que Henary le contó que Etheran había fallecido. Chang sintió tristeza y alivio al mismo tiempo. Casi se había encariñado con ese estudioso flaco, entusiasta, admiraba los grandes esfuerzos que hacía para abrirse camino hasta un mundo nuevo de conocimientos. Pero no pudo ser. El corazón le falló, en lugar de permitirle dar el siguiente paso. Eso era bueno, pero Chang sintió una punzada de responsabilidad, casi como si Etheran hubiera sido una persona real.

Sólo al final Henary le dio algo en que pensar. Iba camino de Willdon, informó. La séptima Festividad de Thenald…

Al cabo de unos días, Chang salió a investigar. Tuvo suerte: un día después, un carro que pasaba por allí lo llevó la mayor parte del camino, a cambio de su compañía. El carretero, que se llamaba Callan, volvía a su casa.

—Háblame de este lugar.

Willdon, le aseguró Callan, era el mejor sitio, el más bonito y el más fértil del mundo. Los árboles eran más verdes; las cosechas, más prósperas; los pájaros, más gordos que en cualquier otra parte. Sólo cuando salió el tema del señor del dominio su rostro se ensombreció.

—Bueno —dijo—, Thenald es un hombre orgulloso. Me figuro que tiene motivo para estarlo.

—¿Es posible que muera de viejo?

—Él no. Es joven, está sano como un roble y es fuerte como un toro.

—¿Lo han vuelto más afable los hijos?

—Ojalá sea bendecido con ellos, pero lleva casado un año y nada parece indicar que vaya a ser así. Una mujer encantadora, más inteligente que él, diría yo.

Chang sopesó la información mientras dormía en el suelo de la cabaña del soldado esa noche. ¿Qué podía hacer? La oportunidad de regresar se presentaría el quinto día del quinto año del señor de Willdon, eso era lo que había dicho Angela, y el señor actual ya iba por su séptimo año, y allí seguiría hasta que muriera. Así que, ¿se vería obligado a esperar hasta entonces, y después cinco años más? ¿Y si el tal Thenald vivía veinte años más?

Le dio alguna vuelta que otra más cuando vio a Thenald desde lejos y se dio cuenta de lo fuerte y lo sano que era. Se sentó a pensar en sus opciones, asqueado con una, desesperado con la otra.

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