Arcadia

Arcadia


Capítulo 45

Página 48 de 72

45

–Por lo visto, esto se nos está llenando de gente del dominio de Willdon. Me temo que te he encontrado otro invitado inoportuno —dijo Antros a Pamarchon cuando volvió al campamento con el muchacho perdido.

—¿Otro? ¿De quién se trata esta vez? —Pamarchon estaba nervioso.

La llegada de los prisioneros, haber disparado a uno de ellos, le hacía sentir que su control no era tan férreo como debería ser. Si no podía confiar en sus hombres para que obedecieran las órdenes, actuaran con prudencia y sensatez…

—Un muchacho extraño. Habla muy bien, igual que decías que lo hacía esa dama. Creo que es probable que la conozca.

—¿De veras? —repuso, con creciente interés—. ¿Ha dicho eso?

—No. Estaba conmocionado, y no le he hecho preguntas. Deambulaba por el bosque, se ha perdido y se ha adentrado en un soto de los muertos.

Pamarchon hizo una mueca.

—No sabía que estaba prohibido —añadió Antros—. He pensado que debía traerlo aquí.

—Sí. Has hecho lo correcto. —Lanzó un suspiro—. Antros, querido amigo, he de contarte algo.

—¿Qué?

—Me he enamorado.

—Ah —repuso, aliviado, Antros—, eso. Ya me he dado cuenta. Pensaba que ibas a suspender los planes, o algo serio.

—Esto es serio. ¿De verdad te has dado cuenta?

—Me temo que sí.

—Te lo ruego, no te rías. Me quedé deslumbrado en cuanto la vi. Apenas pude hablar, ni siquiera logré fijarme bien, de lo mucho que temblaba. Nunca había sentido algo así. Desde la Festividad, creo que sólo puedo pensar en Rosalind. Sé que debería estar preocupado por otras cosas, pero desde entonces no he dormido ni he comido. Me preocupa que me haya lanzado un hechizo o una maldición.

—¿Eso piensas?

—No, no es más que mi propia necedad, pero no soy capaz de sacudírmela. ¿Qué puedo hacer?

—No tengo ni la más remota idea —respondió Antros, procurando no reírse—. ¿Qué puedes hacer? Podrías quitarte la vida, como Vatel, del nivel tres. O deambular por el lugar vestido de harapos, como Hipergal. O podrías ir en su busca y raptarla como…

Pamarchon levantó la mano.

—¡Basta! Soy un hombre desesperado, y no hace falta que además te rías de mí. Puedo enfrentarme al peligro y a la condena. Puedo vivir de mi ingenio y guiar a los hombres en el combate, pero no sé qué hacer con esto.

Antros se paró a pensar y contestó:

—Habla de ello con el muchacho —concluyó—. Si estás enamorado, como dices, lo mejor será averiguar de quién estás enamorado, ¿no?

Después de que Pamarchon fuera a ver cómo le iba a la guardia nocturna, Antros le dijo al peculiar joven que esa noche cenaría con su jefe, para darle la bienvenida y formularle unas preguntas. Pensó que eso al menos distraería a su amigo. Nada le gustaba más que conversar con personas cultas, y en el campamento no había muchas ocasiones de hacerlo. Había logrado rodearse de gente buena, robusta, pero su conversación rara vez superaba los niveles más simples.

De manera que, cuando el sol se ponía, condujo a Ganimedes hasta la zona que Pamarchon se reservaba para sí, donde el refugio de su líder pendía de una enorme y vetusta encina. En el claro de delante habían dispuesto la mesita baja, que habían sacado de dentro, y unos cojines toscos para sentarse. La comida ya estaba lista, y alrededor habían colocado faroles para proporcionar una iluminación tenue. Allí también se encontraba la sirvienta del estudiante, para ocuparse de la bebida y la comida. Una muestra de lo extraño que era el muchacho fue que le hablase como si ella también fuese una invitada.

Pamarchon hizo que el chico se sentara en el cojín de enfrente mientras hablaban, interrumpidos en ocasiones por la aparición de algún que otro proscrito, los compañeros más cercanos de Pamarchon.

—Éste es Djon —dijo, presentándole al hombretón que había llevado en brazos al herido Callan al campamento—. Un buen hombre con un buen corazón —añadió mientras Djon estrechaba la mano del muchacho en su manaza.

Por algún motivo el muchacho parecía escéptico.

—Y tu verdadero nombre es Robin Hood, supongo.

—No. ¿Por qué pensáis eso?

—Bueno, no importa.

—Esta joven es Rosalind —dijo, haciendo que el tema de la conversación girara en torno a ella en cuanto pudo—. Seguro que la conocéis. ¿Formáis parte de su séquito? ¿Sois pariente suyo? Confieso que guardáis cierto parecido, aunque ella es mucho más bella.

El muchacho frunció el ceño, como si no supiera qué decir, y guardó silencio.

—Vamos, muchacho. No seáis tímido. Aquí estáis entre amigos, y si de verdad tenéis algo que ver con lady Rosalind, estáis doblemente a salvo, pues por ella daría mi vida con gusto para salvaros si corrierais algún peligro.

El muchacho abrió la boca, la cerró y al cabo dijo, con cierto titubeo:

—En cierto modo tengo algo que ver con ella. A decir verdad, estamos relacionados. Podría incluso decir que soy su mayor confidente. Lo más parecido a un hermano que tiene.

—¡Excelente! —exclamó Pamarchon—. ¿Os mencionó, entonces, que coincidimos en la Festividad de Willdon?

—Mencionó a mucha gente. Conoció a tantas personas que es posible que no pudiera recordarlas a todas.

—Yo pasé una hora con ella, fui su acompañante.

—¡Ah! Sí, entonces sí que lo mencionó a usted. De pasada.

—¿Habló bien de mí?

—No tanto.

—¿No?

—Sus modales le parecieron un tanto toscos, señor. Extraños, si lo prefiere. De modo que, como es natural, no se pudo mostrar bien predispuesta hacia usted. La dejó sin más ni más y la ofendió. Creo que fue la segunda vez que le dio usted la espalda.

—Eso me duele enormemente —afirmó el proscrito.

—Me temo que no la supo entender —repuso, entristecido, su invitado—. Sus modales y sus costumbres son muy distintos, y si no los conoce usted, no cabe duda de que ella escogerá a alguno de sus otros pretendientes.

—¿Lo escogerá ella? ¿Qué dice su familia al respecto?

—Su familia no tendrá nada que decir a ese respecto. Es testaruda, y no permitirá ninguna intromisión en nada que concierna a su felicidad y su fortuna. Es posible que no escoja a ninguno, y prefiera tener amantes.

Se produjo un breve ruido cuando a la sirvienta se le cayó una bandeja al suelo.

—Lo siento mucho, mi señor —se disculpó, la cabeza gacha por la vergüenza, de forma que el cabello le ocultaba el rostro.

Pamarchon había olvidado que estaba allí.

—Ahora vete. Puedes volver más tarde a recoger. Y no me llames «mi señor», porque no lo soy. —Después se centró de nuevo en su invitado—: Os lo ruego, continuad, muchacho —pidió cuando la sirvienta se hubo retirado—. No puedo evitar preguntaros con franqueza: ¿cómo puedo ganarme su favor?

Cuando la sirvienta se levantó y se marchó, Pamarchon se reclinó en el cojín que tenía detrás para contemplar las estrellas. El muchacho se acercó al fuego, temblaba ligeramente.

—¿Queréis una capa?

—No, me encuentro bien.

—Ahora que estamos solos, deseo que habléis con toda libertad.

El muchacho atizó el fuego con un palo.

—¿Cómo puede ganarse su favor? Menuda pregunta —dijo al cabo de un rato—. En realidad, todo depende de lo que entienda usted por ganar. ¿Abordar a alguien como ella y decirle: «Ven a vivir a una tienda en el bosque durante el resto de tu vida»? Me refiero a que no creo que eso le vaya a gustar mucho, ¿verdad?

Pamarchon no respondió.

—Está acostumbrada a recibir atenciones, y usted vive como un proscrito; hace prisioneros, retiene a personas en contra de su voluntad. Está rodeado de una suerte de ejército. No es que sea muy tentador.

—Vivo conforme a las circunstancias, como me veo obligado a hacerlo.

—La mujer que le ha servido la comida, por ejemplo. ¿Quién es?

—No lo sé. La sirvienta del estudiante al que hallamos deambulando por el bosque.

—¿Se encuentran aquí por voluntad propia?

—No. Sospecho que son espías de la señora de Willdon.

—Entonces ¿son prisioneros?

—Por el momento. No les pasará nada, siempre y cuando se sepan comportar.

—Sigue aprisionando a quien le place, por el motivo que le parece. Eso no está muy bien por su parte.

—Es necesario. No lo hago de buena gana.

—Es la segunda vez que dice que algo de su vida no es culpa suya. Quizá alguien que sujete las riendas de su vida resulte más atractivo. Para ella no es usted más que un rudo proscrito. Tal vez un delincuente, un mentiroso, un fullero. Es posible que cruel y violento. ¿Por qué iba a querer alguien a una persona así, por apuesta que sea? —añadió.

Pamarchon parecía afligido.

—Sí, opina que es usted apuesto. No se enfrenta a un cometido imposible. No está todo perdido. Muy al contrario. Yo diría que podría ganarse su favor si lo deseara.

—¡Lo deseo! Más que nada en el mundo.

—En ese caso, explíqueme: ¿qué hace viviendo aquí, de esta manera? Dígamelo y le daré mi consejo. Pero, ojo, no prometo nada. Hábleme como le hablaría a ella, y no olvide que puede olerse una mentira a gran distancia. Si es capaz de ganarse mi favor, es muy posible que también se gane el suyo.

—¿Queréis oír una historia? Muy bien, pues la tendréis.

El invitado alzó una mano.

—No es muy buen comienzo. Se supone que está hablando con una dama a la que ama más que a la vida misma. No debería parecer tan enfurruñado. Pruebe de nuevo.

—Bien —contestó—. Vivo en el bosque porque hace cinco años fui acusado falsamente de un espantoso crimen: dijeron que asesiné a mi tío, Thenald, señor de Willdon, para hacerme con sus tierras y con su posición. Eso es algo por completo falso, pero no pude hacer nada; el veredicto se emitió deprisa, me sentenciaba a muerte. Escapé, y desde entonces he errado por estas tierras, como vagabundo y proscrito. Otros se fueron uniendo a mí, y ahora soy lo bastante fuerte para lograr que se haga justicia para mí y para aquellos que depositan su confianza en mí. Por eso, dentro de muy poco tiempo espero ser capaz de ofrecerle a lady Rosalind todo cuanto una mujer de su posición podría querer. A esto añadiré mi lealtad y mi devoción, y si dudáis de esto, podéis preguntar a quien queráis de aquí, ya que los he ayudado y apoyado a todos.

—Su tono es desafiante. Y no es algo que carezca de atractivo. Es más, estoy seguro de que a cualquier mujer le resultaría tentador, difícil de resistir incluso. Casi imposible, diría yo. Hasta que sopese esto: ¿qué grado de confianza puede atribuir a sus palabras? Me figuro que en este lugar hay tribunales y leyes. Y lo declararon culpable. Hacerse rico con frecuencia se considera un motivo para asesinar. Así es en muchos libros que he leído. ¿Puede probar su inocencia?

Pamarchon alargó un brazo y cogió de la mano al muchacho.

—Ahora no. Lo único que puedo hacer por el momento es esto —afirmó, acercándose—: Coger su mano y jurarle por mi vida que todo cuanto digo es cierto, que moriría antes que mentirle. Le suplicaría que confiara en mi palabra, pues sin su confianza la vida no tendría ningún valor para mí. Pero ¿os encontráis bien? Estáis temblando.

—Estoy… helado —replicó sin aliento el muchacho—. Sólo tengo frío, nada más. El aire nocturno, ¿sabe? Nada más, se lo aseguro.

—En ese caso, aproximaos al fuego. ¿Mejor ahora?

—Mucho. Gracias —aseguró, tragando saliva—. ¿Por qué no se sienta ahí, un poco más lejos…, más…, y me cuenta qué sucedió?

Pamarchon se aseguró de que el muchacho estuviera bien arrebujado en una manta.

—Muy bien. La historia entera, si así lo queréis. Como os decía, mi tío era el señor de Willdon, que se casó con lady Catherine poco antes de que empezaran mis problemas. Hasta entonces yo era su único heredero. Era un muchacho bastante feliz, de mi educación se ocupó el señor de Cormell. Terminé allí a la edad de dieciséis años.

—Entonces ¿cuántos tiene ahora?

—Veinticuatro.

—¡Veinticuatro! Es una buena edad. Una edad muy buena. Aunque lady Rosalind es mucho más joven. No pensará usted que eso es un inconveniente, ¿o sí?

—¿Cuántos años tiene?

—Quince.

—Supera con creces la edad casadera. Sería una lástima que acabara siendo una solterona.

—Ya. De cualquier forma, decía usted que…

—Sabía leer y escribir, montar a caballo, conversar bien con muchas personas, hacer todo lo que necesitaba hacer. Me atrevería a decir que gozaba de popularidad entre mis coetáneos y tenía pocas preocupaciones en el mundo.

»Después, cuando mis padres murieron, fui a Willdon a vivir con mi tío para instruirme en todo lo relativo a llevar un dominio. Era obediente: aprendí lo necesario de cosechas y personas, animales y edificios, aunque no me gustaban mucho esas cosas. Mi única dificultad estribaba en Thenald, que era un hombre cruel. Fueron días sombríos para todos: se mostraba inquebrantable en la aplicación de sus derechos, y diligente únicamente en la búsqueda de otros que poder añadir. Descubrió impuestos olvidados hacía tiempo y los impuso de manera despiadada. Gravaba a quienes deseaban casarse, gravaba a quienes deseaban moler grano. Hallaba motivos para expulsar a las gentes de sus propiedades. Era desconfiado y vengativo. Temía que lo atacaran aquéllos a los que había agraviado. Contrataba cada vez más soldados para defenderse, de manera que tenía que recaudar más dinero para pagarlos. Había soldados alojados en cada aldea y cada villorrio, a costa de éstos, y dio con la gente más cruel para que se cumplieran sus órdenes.

»Yo hacía lo que podía, pero sabía que si lo contrariaba, me desposeería, y de ese modo no sería capaz de prestar tan siquiera la pequeña ayuda que podía ofrecer si me quedaba. Siempre cabía la posibilidad de que muriera, en cuyo caso yo sanaría las heridas que él había infligido. De manera que no dije nada, lo cual fue un error. Tendría que haberlo desafiado, pero lo respaldaban los estudiosos de Ossenfud.

—¿Por qué?

—Porque les daba dinero. O al menos eso pensaba yo. A decir verdad, no tenía la menor intención de legarme el dominio. Se lo iba a dar a uno de los colegios. Ellos continuarían con la labor de saquear el territorio para enriquecerse y extenderían su poder a todo Anterwold.

—Verá usted —lo interrumpió el muchacho—, esto es muy distinto de lo que he oído hasta ahora. Me daba la impresión de que esos estudiosos eran personas pacíficas, que no tenían apego al dinero, dedicadas al estudio…

—Me figuro que habrá algunos así, pero sólo porque los dominios y las ciudades los mantienen a raya. Muchos ambicionan el poder. Gontal, el primo de Thenald, es uno de ellos.

»Mi tío no podía hablar con nadie sin traicionarlo. Me prometió Willdon a mí, y se lo prometió a Gontal, y luego se casó con Catherine. Es, como sin duda os habréis dado cuenta, bella e inteligente, pero también resultó ser ambiciosa y despiadada. Tenía hechizado a Thenald, aunque dudo que le tuviera algún afecto. Pensé que al menos sería una esposa obediente y le daría hijos, pero la subestimé. Al cabo de unos meses mi tío estaba muerto, lo asesinaron en el bosque.

—Un momento, ¿cómo que lo asesinaron?

—Salió de caza y lo encontraron unas horas después, apuñalado.

—¿No es posible que fuera un accidente?

—Es difícil apuñalar de forma accidental a un hombre que va a caballo.

—Muy cierto.

—Una hora después, a mí se me buscaba porque todo el mundo decía que yo era el culpable. Así que me tuve que esconder.

—¿Y no fue usted?

—Ni siquiera estaba cerca, aunque no pude demostrarlo. De haber estado ahí, no cabe duda de que le habría salvado la vida, aunque me hubiese costado la mía. No me agradaba, pero era sangre de mi sangre, mi familia. No habría sido capaz de quitarle la vida, del mismo modo que no sería capaz de quitármela yo.

—Entonces, sospecharon de usted porque tenía posibilidades de hacerse con Willdon; si esperaba, quizá lady Catherine tuviera un hijo, y él no le agradaba. Son buenas razones para pensar que es usted culpable.

Él asintió.

—Lo bastante buenas para que constituyeran un tribunal y me buscaran sin tan siquiera escuchar mi historia.

—Me imagino que resolvieron que su desaparición era la prueba de su culpabilidad.

—Estaban decididos a declararme culpable. Lo curioso es que yo no ambicionaba Willdon. Nunca fue mi sueño. Recaudar impuestos y asistir a bodas y funerales. Escuchar pendencias y quejas. ¿Qué persona que tenga algo de vida querría algo así? Lo habría hecho, pues era mi deber, pero también le deseaba a mi tío una larga vida, ya que su vida era mi libertad.

—¿Qué quería hacer? ¿Ir por ahí perdiendo el tiempo?

—No. —En este punto esbozó una sonrisa triste y casi pareció abochornado—. Quería viajar. Ver cosas que nadie ha visto. Visitar lugares, incluso cruzar los mares. Descubrir tierras ignotas y gentes desconocidas. Averiguar quiénes son y cómo viven. Pensaréis que soy un necio.

—Al contrario. A mí…, me refiero que a mi señora, lady Rosalind, le ocurre otro tanto.

—¿Sí? ¿De veras?

—Ah, sí. Desde que era una niña siempre ha querido emprender largos viajes por mar. Ir a América y a la India. Ver las pirámides, los leones de África, la Gran Barrera de Coral. Ver el sol ponerse en el océano Pacífico, ver las nieves del Himalaya…

—No he oído hablar de esos lugares, pero ¡ay, querido muchacho!, me hacéis sentir aún peor. Hacéis que la ame más.

—Dígame qué haría si lady Rosalind decidiera aceptarlo a usted.

—Reuniría a un grupo de hombres. Hombres buenos, íntegros, de los que pudiera fiarme. Equiparía un barco y nos haríamos a la mar. Ella y yo, y la tripulación. Pondríamos rumbo al sur, en busca de asentamientos en aquellas tierras. Veríamos si hay un mar más allá, y lo surcaríamos. Nos detendríamos cada noche y montaríamos las tiendas en una playa de arena fina. Hablaríamos con todo aquel que nos encontráramos. Llevaríamos a alguien que supiera dibujar para hacer esbozos de las construcciones y las gentes con las que nos topásemos. Nos bañaríamos en el mar y nos agasajaríamos con banquetes en tierra firme.

—¿Y cuando hubiera acabado? Entonces ¿qué?

—No acabaríamos nunca. ¿Acaso creéis que el mundo es tan pequeño? Seguiríamos adelante, hacia donde sale el sol y de vuelta hacia donde se pone, hasta que fuésemos demasiado ancianos para continuar viajando. Envejeceríamos juntos, ella y yo, libres de deberes y obligaciones.

—Eso me suena a Ulises.

—¿Qué?

El muchacho profirió un largo suspiro.

—Nada. Es sólo que suena muy bien. ¿Qué hay de los monstruos, de nativos hostiles?

—Mataría a los primeros y entablaría amistad con los segundos.

—¿La comida y la ropa?

—Tomaríamos lo que pudiéramos, compraríamos lo que necesitásemos. Tendría dinero, ¿sabéis? Ojalá… —Puso cara larga una vez más—. Ojalá no fuera un prófugo, sin recursos y perseguido.

—¿Cree que lady Catherine fue la responsable?

—¿Quién si no? Se hizo con el dominio más poderoso de Anterwold a costa de mi ruina.

—Y ahora ¿qué piensa hacer?

—Quiero recuperar mi buen nombre. No me lo devolverán por las buenas, así que tendré que tomarlo por la fuerza.

—Eso no suena muy bien.

—Así es como será.

—Y eso carece de sentido.

Le lanzó una mirada furibunda, de desaprobación, pero después su expresión se suavizó.

—Creo que no lo entendéis. Ni lo entenderéis esta noche. Es tarde. Deseo dormir, y vos bostezáis. Venid, os podéis quedar conmigo, compartiremos cama.

—¿Qué? Desde luego que no.

—¿Cuál es el problema?

—No podría. No. Es una pésima idea, de veras. Sumamente mala. No pegaría ojo.

Pamarchon parecía confuso.

—Como deseéis —respondió—. En ese caso llamaré a la sirvienta para que os busque otro sitio.

—Es mi invitado de honor —informó Pamarchon cuando la sirvienta volvió—. Cuidarás de él como si fuera yo, o tu propio maestro. Mejor, a decir verdad. Merece la mayor de las gentilezas, aunque sea joven. Llévalo a algún sitio donde pueda dormir apaciblemente.

—¿Dónde, por ejemplo?

—He olvidado que no conoces el campamento. Me temo que he de pedirte que compartas cobijo con el otro visitante. Mañana te buscaremos un acomodo mejor.

La sirvienta inclinó la cabeza.

—Por aquí, joven señor. Buenas noches, señor. ¿Deseáis que vuelva?

Pamarchon sonrió.

—No, mujer. Es tarde, y hoy ya te hemos fatigado bastante. Ve a dormir. Que vuestros sueños os colmen de deleite y descanso.

Cuando la cena hubo concluido, Pamarchon intuyó que no podría dormir. La conversación le había agitado el espíritu. Había sido un cobarde: nada más sentarse ella, él ya supo quién era en realidad ese muchacho, Ganimedes. Era comprensible que Antros no se hubiera dado cuenta: no la conocía, y sus ropas constituían un buen disfraz. Pero en cuanto él la vio, el corazón le dio ese vuelco, a esas alturas familiar.

Había seguido fingiendo porque dudaba que hubiese podido hablarle tan bien y con tanta franqueza de haber confesado ella quién era.

De manera que le abrió su corazón, le preguntó si había alguna posibilidad de que lo mirara con buenos ojos.

Y ella dijo que la había. Dijo que quizá pudiera amarlo. Por un momento Pamarchon se permitió abrigar esperanzas, y se imaginó con ella, en pie en la parte delantera de un gran barco que surcaba los mares…

Después volvió a la tierra. Era, como bien había dicho ella, un proscrito, alguien que vivía escondido, al margen de la sociedad. Ella tenía razón: aquello había durado demasiado tiempo. Había llegado el momento de pasar a la acción.

Fue sin hacer ruido a la tienda de Antros y asomó la cabeza.

—Antros, amigo mío —dijo—. He tomado una decisión. Empezaremos mañana. Advierte a los hombres que necesitamos, y que estén listos para recibir instrucciones por la mañana. Djon estará al mando; se llevará a tres hombres. Irán a Ossenfud y se esconderán. Si para entonces la cosa no se ha resuelto aquí, dentro de cinco días llevarán a cabo el plan que hemos concebido para la Sala de las Historias.

Ir a la siguiente página

Report Page