Arcadia

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Capítulo 46

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La explicación que Angela le dio durante el almuerzo dejó consternada a Rosie. ¿Desconectar Anterwold? Hizo que sonara igual que apagar un televisor, salvo por el hecho de que en ese televisor había personas de carne y hueso, que vivían y respiraban. ¿Qué sería de ellas? Por primera vez empezó a sentirse abrumada por la tremenda complejidad de la situación en la que se encontraba. ¿Cuál sería su responsabilidad si permanecía al margen y permitía que eso sucediera? ¿Cómplice de asesinato a gran escala?

¿Por qué no podía dejar en paz Anterwold? No le hacía ningún daño a nadie. ¿Podía confiar en esa mujer? Supuso que Angela decía la verdad sobre lo de llegar del futuro, porque ésa era la mejor forma de explicar las extrañas cosas que había en el sótano del profesor Lytten. Pero lo que contaba de que se había visto obligada a huir de malas personas… ¿resultaba igual de creíble? ¿Y si Angela era la mala y los que la perseguían eran los buenos? ¿Y si ella estaba confiando en una delincuente peligrosa? ¿En una loca de atar, incluso? ¿Cómo iba a ver la diferencia? ¿Qué clase de persona podía hablar con tanta tranquilidad de borrar del mapa un universo entero?

¿Qué quería ella, Rosie Wilson? Era curioso. Cuando estaba en Anterwold, éste parecía de lo más natural, mientras que la vida en su casa se le antojaba un sueño borroso. Ahora que había vuelto, su mundo le parecía la única cosa firme. Ahora Anterwold era como un recuerdo impreciso de unas vacaciones de verano. Tumbada en la desigual cama de su casa, era incapaz de imaginarse pasando el resto de su vida allí, igual que no podía imaginarse pasándola en la playa de Devon. Pamarchon era como… ¿qué? Un amor de verano, y sabía que sólo duraría una semana. Después se intercambiarían las direcciones, prometerían escribirse y no lo harían nunca.

Aun así volver de las vacaciones podía ser un golpe, y Rosie se dio cuenta de que tendría que pagar un elevado precio por la buena vida. En la escuela la castigarían, para empezar, y tendría suerte si no la expulsaban por mentir sobre el ensayo del coro, cuando lo cierto era que había estado con un muchacho. A decir verdad no había sido así, pero era la forma más idónea de justificar su breve desaparición. Luego estaban sus padres. En ese caso no era preciso hacer conjeturas: cuando Rosie entró por la puerta —con las cejas depiladas, la manicura y emperejilada— se pusieron hechos una furia. Los gritos de su madre, las amenazas con el cinto de su padre. Hasta su hermano —que no era ningún aliado fiel— se puso de su parte, la primera vez que hacía tal cosa.

También fue la primera vez que Rosie se plantó: se negó en redondo a decir dónde había estado. Amenazó con que las consecuencias serían funestas si alguien le tocaba un pelo. Desdeñó su falta de confianza, su predisposición a ponerse en lo peor. Ellos gritaron, Rosie gritó. Ellos avanzaron con gesto amenazador, ella agitó un dedo y tiró un plato. Se quedaron pasmados al ver que les hacía frente y les pagaba con su misma moneda, y la discusión acabó con sus padres haciendo sombrías predicciones del rumbo que probablemente tomara la vida de su hija. Rosie respondió que, fuera cual fuese, su vida no sería tan aburrida como la de ellos, comentario que encendió la discusión de nuevo.

Al final se hizo con el mando de la habitación, todo un triunfo, mientras sus padres se retiraban a la cocina a fregar los platos, su madre asegurando que la cosa no quedaría ahí.

Por supuesto que no: ya habían llamado a la policía, habían denunciado su desaparición, habían activado una búsqueda. Ahora querían que la policía fuera a casa y la asustara hablándole de los reformatorios para mujeres perdidas. Por desgracia, el agente se mostró bastante relajado cuando por fin se presentó, a la mañana siguiente. Al fin y al cabo Rosie había vuelto, señaló, y era evidente que no se había metido en ningún lío gordo.

—No parece que haya sufrido ningún daño —afirmó el sargento Maltby en tono tranquilizador—. A menudo hacen cosas así, ya saben. Los jóvenes ya no son lo que eran. Haré algunas averiguaciones para comprobar si se traía algo entre manos, si lo desean, pero les sugiero que la dejen hasta que esté dispuesta a hablar.

«Aunque si mis padres fueran así —pensó—, no les diría ni una sola palabra».

A Rosie la pelea con sus padres y la imprevisible victoria le resultó estimulante. Aunque la afligía haberlos disgustado, se dijo que no había hecho nada malo, nada en absoluto, y, en cualquier caso, no valía la pena dar explicaciones. Aunque eso no quería decir que le apeteciera tener otra discusión, de modo que no le gustó que a la mañana siguiente sonara el timbre y su madre dejara pasar a Angela Meerson.

Intentó impedir que entrara, alegando que Rosie se hallaba indispuesta y no quería que nadie la molestara, pero Angela la hizo a un lado.

—Eso es absolutamente irrelevante —dijo con altanería—. Debo hablar con ella.

—No puede. Es imposible.

—En ese caso llamaré a la policía.

No hizo falta decir más. La madre de Rosie palideció ante la idea de que otro coche patrulla llegara a su casa y sacara a la fuerza a Rosie, para que la calle entera la viese.

—Es un asunto serio —continuó Angela—. Vaya a buscarla.

Cinco minutos después apareció una Rosie con una mirada muy recelosa, cansada y huraña, muy distinta de la joven segura de sí misma a la que había llevado a almorzar el día anterior.

—Señorita Wilson, por la autoridad que me confiere la Ley de Secretos de Estado, tengo orden de que me acompañe para ser sometida a un reconocimiento cuyo objeto es determinar el estado en que se encuentra.

—¿Qué?

—Que te vienes conmigo.

—No quiero. Estoy harta.

—Eso da lo mismo. Tu ayuda es vital. Asuntos de Estado. De la mayor importancia.

Rosie frunció el ceño y, acto seguido, asintió.

—Bien. En ese caso, andando.

Cuando salieron, Angela saludó con la cabeza a la madre de la chica, que la contemplaba con cara rara.

—Espero firmemente que no haya ningún malentendido aquí —afirmó con gravedad—. Da la impresión de que desaprueba y censura usted esto, y ello no le hace ningún bien a su aspecto, que deja bastante que desear de por sí. El MI6 admira mucho a esta joven extraordinaria, y el servicio que ha prestado a su país ha llegado a los oídos de las debidas personas. A juzgar por su avinagrada expresión, seguro que se estará imaginando toda clase de cosas ridículas. Así que permita que le aclare algo: éste es un asunto del más alto secreto, Rosie no hablará de ello con usted y usted no le hará preguntas. No posee usted su nivel de autorización. ¿Lo ha entendido?

—Siento mucho si te has metido en un lío con tus padres —dijo Angela al cabo de un rato—. Me figuro que será así. Ahí dentro se podía cortar la tensión con un cuchillo. Estoy segura de que es culpa mía, aparte de los problemas que te has creado tú sola por ser tan curiosa.

—Eso no es lo que se dice una disculpa.

—No tengo mucha práctica. Pero he hecho lo que he podido para ayudar.

—Por lo menos mi madre se ha quedado pasmada. Ha sido la idea de una nación agradecida lo que la ha ganado.

—Te sugiero que, si preguntan, te muestres reservada, des la impresión de que sabes algo y farfulles algo así como que es secreto. Bien, y ahora necesito tu ayuda.

—No estoy segura de que se la quiera dar. No estoy enfadada con mis padres. Estoy enfadada con usted.

—¿Por qué?

—Quiere desconectar Anterwold. Es lo que dijo. Y yo creo que hacer eso es horrible.

Angela refunfuñó:

—Vamos, Rosie, no tenemos tiempo para esto. Está pasando algo malo, y es posible que tenga que ir yo en persona para arreglarlo.

—¿Puedo acompañarla?

—No. Tú ya estás allí. A eso me refería.

—Pero estoy aquí.

—Sí, y allí. Probablemente.

La chica la miró de soslayo.

—¿A la vez?

—A la vez.

—Espero que haya notado la tranquilidad con que he reaccionado al oír eso.

—Lo estás haciendo muy bien. He caído en la cuenta de que, cuando volviste, los anillos que llevabas confundieron al aparato, dado que tu perfil no encajaba con el que tenías cuando pasaste al otro lado. La máquina no sabía si permitir que regresaras o impedírtelo, así que hizo ambas cosas. Y menos mal, porque si no lo hubiera hecho, sólo Dios sabe lo que habría sido de ti. Ésa fue la sensación pegajosa que notaste. En ese instante sufriste una duplicación. Una versión de ti volvió; la otra se quedó en Anterwold. Mientras continúes allí, no lo puedo desconectar.

—Bien.

—No, no está bien. Sigo sin saber qué es Anterwold, pero una secuencia lógica de acontecimientos acabará conectándolo con el ahora. Con el aquí. Y cuando eso suceda, es posible que se deriven toda clase de desagradables consecuencias.

—¿Por qué no agradables?

—Un universo entero desmandado como un elefante en una cacharrería no es muy probable que resulte agradable. Todo lo que no encaje será suprimido.

—Me dijo que sabía lo que hacía.

—Es posible que fuese algo optimista —repuso muy a su pesar—. No te incluí a ti en mis cálculos. Y también dejé fuera alguna que otra cosa más. ¿Qué sabes de los orígenes de Anterwold? ¿Cuál fue su génesis?

—Nada. Allí la gente habla de los gigantes, pero la verdad es que nunca hacen referencia a nada anterior a la vuelta del Exilio, y no sé qué fue eso ni de dónde llegaron.

—Fue una idea que Henry tomó de los griegos dorios, creo. Ellos tampoco sabían cuál era su origen. Ni les importaba.

—Es posible que en la Historia haya alguna pista. Jay dice que su preceptor, Henary, es el más sabio entre los sabios, así que podría preguntarle. O, claro está, podría hablar directamente con el profesor Lytten. Después de todo, esa creación es suya.

Angela se paró a pensar.

—¿Sabes que eso no se me había ocurrido? Gracias.

—En cualquier caso, ¿qué es lo que quiere saber?

—Lo primero es si se encuentra en el futuro o en el pasado con respecto a ahora.

—Bueno, eso es fácil —respondió Rosie—. En el futuro, sin duda.

—¿Cómo lo sabes?

Casablanca. Creen que la canción de Casablanca es muy antigua, y el profesor me dijo que se compuso hace veinte años. Y eso mismo pasa con otras canciones.

—Podrías haberlo mencionado antes.

—No me lo preguntó. Y sigo sin entender por qué sería tan espantoso que Anterwold sobreviviera.

—Sería una catástrofe.

—¿Por qué?

—Para empezar, yo no nacería.

Rosie la miró fijo.

—Vaya —replicó.

—¿Qué?

—Sabía que la vanidad existía, pero no a este nivel.

—No era mi intención… —empezó Angela aturdida—. Por lo menos no creo que la existencia en sí se viera mejorada si hubiese dos como yo.

—Bien. Porque una ya la ha liado buena. Piense en lo que podrían hacer dos.

—Eres una estúpida.

—No lo soy —respondió, categórica, Rosie—, y no se atreva a hablarme así. No se atreva.

—Cuidado con esa lengua.

—Tengo cuidado.

Se dirigieron miradas furibundas.

—Aparece usted y decide enredar con la historia sólo porque le quiere dar una lección a alguien.

—Las cosas no son así.

—Bueno, pues es lo que parece. Y luego dice que va a acabar con un montón de gente buena porque le da la gana.

—No lo entiendes: no fui yo quien te pidió que te pusieras a fisgonear ahí abajo.

—Usted tampoco lo entiende. No sabe lo que ha pasado, ni lo que pasará, ni por qué ha pasado, ¿no es así? Vamos, dígame que lo sabe.

Angela la miró ceñuda. Hacía mucho que nadie le hablaba así, y no le gustó la experiencia.

—¡Lo sabía! —exclamó Rosie con aire triunfal—. No tiene usted ni idea.

—No, no lo sé —admitió—. Sencillamente tengo miedo.

—¿Es el único motivo? Yo tampoco sé lo que va a pasar dentro de un minuto. Nadie lo sabe. Se supone que así es como debe ser.

—Como quieras. Pero, con todo y con eso, sólo puede haber un futuro. Y o desaparece el relato de Henry o la realidad.

—¿Cómo sabe que la suya es la realidad? Puede que no sea más que un relato.

Angela pasó por alto la observación y continuó caminando. Poco después se dio cuenta de que estaba sola. Rosie seguía plantada en medio de la acera.

—Y ahora ¿qué pasa?

—Todas esas personas, ¿sólo son marionetas? ¿Representan el libro del profesor?

—Por desgracia no. Si lo fuesen, no estaría tan preocupada. Tienen libre albedrío, tanto como lo tiene cualquiera. Es todo un tanto calvinista, si quieres. Pero que tu elección esté predeterminada no significa que no seas libre de elegir antes. En el caso de tus amigos de allí, por ejemplo, contigo reaccionan como desean hacerlo.

—Sería interesante conocerme.

—Ésa es una mala idea. Además, ¿y si tu idea de ti es la idea que tenías de ti? No me gustaría nada que la solución a esto fuese que una de vosotras matara a la otra. ¿Cómo os dividiríais a tu novio allí? No creo que Henry incorporara la bigamia a su visión del mundo. Tendrías que soportar que estuviera con otra persona. Y piensa en la situación en la que se encontraría él.

»Una cosa más. La razón por la que estoy preocupada es que ellos no deberían hacer nada. Henry no ha escrito una historia, sino tan sólo notas. Nunca termina nada. Se suponía que Anterwold iba a ser una foto. Lo diseñé para que no pudiera pasar nada. Ni causas, ni efectos, ni consecuencias. Pero empezó a moverse por tu causa, y no sé adónde se dirige.

»Y —dijo por último—, si te hace sentir mejor, no sé si mi mundo es también una historia. Si supieras las espantosas complicaciones que podría traer, no pondrías esa cara de engreída. Y, ahora, andando.

Angela abrió la puerta de la casa de Lytten, entró en el pasillo y se quedó quieta, aguzando el oído para ver si había algún indicio de que el profesor estuviera en casa.

—Bien —dijo en voz baja cuando estuvo segura de que estaban solas, y bajó sin hacer ruido la vieja escalera del sótano—. De acuerdo —añadió mientras se quitaba el abrigo—. Con un poco de suerte esto será fácil. Y ahora, si me disculpas, pondré a punto el aparato.

Fue muy extraño, pensó Rosie. Imaginaba discos que giraban y clavijas y botones. Sin embargo, Angela cerró los ojos, tarareó algo y dio un par de vueltas antes de hacer un movimiento grandilocuente y extravagante con las manos. Después se detuvo y miró la pérgola.

—Maldita sea —exclamó, y se mordió el labio un instante, mientras meditaba—. Si seré tonta. —Ladeó la cabeza y parpadeó cuatro veces deprisa. En el otro extremo de la habitación empezó a verse poco a poco una luz tenue, unos rayos que se colaban por los laterales de la cortina—. ¡Ajá! —dijo con aire triunfal, y se adelantó y retiró la cortina—. Pero qué demonios… —soltó después de retorcerse las manos y ver que la luz se apagaba.

—¿Qué pasa?

—No estaba donde tenía que estar. Debe de haberle ocurrido algo.

—¿Quién no estaba?

—Es una larga historia. —Respiró hondo—. ¿Por qué es todo tan difícil de un tiempo a esta parte?

—Y esos aspavientos, ¿a qué vienen?

—Los movimientos activan unos patrones cerebrales concretos que la máquina interpreta como instrucciones.

—Qué ingenioso.

—Es algo bastante rutinario. A ver, ahora te incluiré a ti, y quiero que la próxima vez lo hagas tú, para ver si responde como es debido a tu cerebro. Sólo por si tengo que ir yo a buscarlo. El hervidor de agua determina el año y el mes, las cacerolas determinan el día y la hora, y las dos tazas para el té determinan la ubicación. No es lo bastante preciso para concretar los minutos. Toma. —Le dio un papel a Rosie.

—«Arrodíllate en el suelo…».

—Tienes que hacerlo, no leerlo. Esas dos cosas requieren partes distintas del cerebro.

Rosie la miró con cara de no estar muy convencida, y después, concentrándose al máximo, se arrodilló en el suelo y contó hasta seis. A continuación se acercó a la ventana y tarareó algo con la boca cerrada. Luego dio tres vueltas, con la mano izquierda paralela al pecho, hizo girar el hervidor seis veces y, por último, estiró la pierna derecha.

La luz llegó en el acto, y después se desvaneció.

—¿Lo he hecho mal?

—No, no. Ha sido brillante. Sólo era una prueba. Muy buena. Tienes talento. Debe de ser porque eres muy joven. Tu cerebro no está atascado.

—Gracias —contestó Rosie, contenta con el cumplido.

—Bueno, pues ahora traeremos de vuelta al señor Chang.

—¿Qué?

—Convencí a alguien de que pasara al otro lado para investigar el lugar. Se suponía que estaría allí seis días, y es hora de que vuelva.

Se hizo con el control de nuevo, efectuó unos ajustes y la luz volvió, y esta vez no desapareció. Al otro lado el día era gris y frío.

—Está lloviendo —observó Rosie.

Ambas miraron con atención, confiando en obtener alguna pista, pero aparte de determinar que era alrededor de mediodía, no hubo forma de hacer ningún otro progreso. Al cabo Angela refunfuñó:

—Al final voy a tener que ir yo. Por desgracia, no hay ni rastro de Chang. Espero que no esté teniendo problemas. Será mejor pasar al plan b.

Repitió la extraña rutina y la imagen se desvaneció y después volvió a formarse, despacio. Verlo resultaba un tanto peculiar. El paisaje surgió de la nada: primero no era más que una luz gris, y después, poco a poco, aparecieron figuras, que se volvieron más definidas y cambiaron de color. Durante algún tiempo la imagen fue densa y borrosa, pero por último se tornó nítida y dejó ver la hierba, los árboles y el cielo.

—¡Mire! —señaló Rosie—. Es la tumba de Esilio. ¿La ve? Al fondo. Ese montículo de piedra.

—¿La reconoces?

—Está cerca del lugar al que llegué.

—Excelente. Eso es lo que pretendía. Esto empieza a dárseme bastante bien. Ahora ya sabemos el dónde. Pero ¿y el cuándo? Ése es el problema. Se supone que han pasado cinco días desde que entraste tú. ¡Ay, madre!

Ambas vieron a la vez un movimiento por la izquierda. Primero un bulto, no muy definido aún, luego otros. La máquina empezó a despejar la imagen, haciendo que las siluetas se tornaran más definidas, dotándolas de color y corporeidad, hasta que Rosie gritó entusiasmada:

—¡Mire! Es Henary. Ya sabe, el estudioso.

Angela lo escudriñó.

—Se parece a Henry. Viejo ególatra.

—Y Jay y… ¡Uy, mire! Ésos son Pamarchon y…

—¡Quítate de ahí! Deprisa. ¡Muévete! —Angela se dejó de miramientos y empujó a Rosie sin más. Estaba muy alarmada, y con razón: y es que allí, en mitad de la imagen, se hallaba la propia Rosalind—. Apártate. Ella no sabe que existes, y si llegara a saberlo, mis cálculos se verían afectados.

Luego las dos oyeron que alguien decía algo desde arriba, en el pasillo:

—¿Angela? ¿Estás ahí abajo?

Angela resopló con fuerza.

—No, ahora no, Henry, por favor —musitó—. Por el amor de Dios. ¿Es que no van a dejarme tranquila ni un momento? ¿Qué está haciendo aquí?

—Es su casa, ¿sabe?

—¿Angela? ¿Te importaría subir un momento?

—Tendremos que librarnos de él. Vamos.

Apagó la pérgola, le cedió el paso a Rosie y después subió por la desvencijada escalera.

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