Arcadia

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Capítulo 50

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Henary vio cómo salían las partidas de búsqueda, percatándose de que todos los que las formaban eran hombres que Gontal había llevado consigo. Pocos sabían tan siquiera qué aspecto tenía Catherine, y ninguno conocía gran cosa del bosque. Ni Gontal ni el chambelán estaban llevando a cabo una búsqueda seria. No intentarían dar con ella. Se asegurarían en la medida de lo posible de que no fuera así.

Pero ¿dónde estaba Catherine? Sabía de sobra lo importante que era volver a tiempo. Debía de haber pasado algo terrible, y si le había sucedido algo a ella, entonces Jay también estaría en el vasto bosque, muerto o herido. Si le quedaba un soplo de vida en el cuerpo, sabía que el muchacho regresaría a él.

No podía hacer nada más. Le había conseguido tiempo, pagando un alto precio por él. Ahora tenía que esperar y, mientras esperaba, bien podía empezar a dar forma a sus argumentos. Tanto si ganaba como si perdía, Gontal presentaría una queja contra él. Debía preparar sus argumentos. Podía empezar revisando el caso de Pamarchon y el asesinado señor de Willdon para asegurarse de que su interpretación de la condena del criminal era correcta.

Trabajó con ahínco hasta media mañana, cuando un sirviente —uno en el que confiaba, pues sentía auténtica adoración por Catherine— se le acercó.

Lady Rosalind. Ha vuelto en compañía de un proscrito. Insiste en que debe hablar con vos. No hemos informado al estudioso Gontal de su presencia, pero estoy seguro de que no tardará en averiguarlo.

Henary se levantó a toda prisa.

—Bien hecho. Gracias. ¿Cómo está?

—Sucia, desaliñada y con una expresión… No sabría decirlo exactamente.

—Prueba.

—Radiante.

Henary escudriñó con curiosidad al hombre, sopesando su peculiar elección de palabras.

—En ese caso, llévame con ella de inmediato.

El sirviente echó a andar por la casa a buen paso, atravesando pequeñas habitaciones que Henary no había visto nunca. Ese recorrido hacía que fuese menos probable que nadie los viera, aseguró.

—Está ahí dentro —anunció cuando llegó a la puerta de la estancia donde Henary había chillado a Jay en su día. Recordó el momento, sintiéndose culpable durante un breve instante, y entró.

Junto a la ventana, mirando los jardines, se hallaba la figura delgada y menuda de la muchacha. En efecto, estaba hecha un desastre: despeinada, con ropas y zapatos de hombre, pero, cuando sonrió al verlo, Henary se dio cuenta de que la descripción del sirviente era precisa. Radiante era una buena palabra. Más que eso. En los pocos días que hacía que no la veía, había cambiado por completo. Las formas del cuerpo, los movimientos más fluidos. Irradiaba más seguridad, más… ¿qué? Presencia, quizá. Algo en ella le recordaba a Catherine.

La idea lo devolvió a la realidad.

—¿Dónde está Catherine? ¿Dónde está Jay? ¿Se encuentran bien? ¿Están a salvo? —preguntó en cuanto la puerta se hubo cerrado.

—Yo estoy bien. Sana y salva, gracias por preguntar. Dígame, ¿es don Henary, profesor Henary, estudioso Henary?

—Henary a secas —le respondió—, y me merezco el reproche, pero ya veo que estáis viva y gozáis de muy buena salud. Catherine y Jay, por el contrario…

—Los dos están bien, aunque la última vez que vi a lady Catherine estaba de muy mal humor.

—¡Gracias a Dios! —exclamó, y se dejó caer pesadamente en una banqueta. Después, con la cabeza entre las manos, respiró hondo, intentando reprimir los sollozos de alivio para que ella no lo viese—. Me acabáis de aligerar todas las cargas de la vida —añadió al cabo—. Gracias, mi querida señora. Un millar de veces gracias.

—De nada —contestó ella—. Han corrido un peligro considerable, pero en este momento están a salvo. Me he ocupado de garantizar su seguridad, de manera que nadie les hará ningún daño.

—Entonces ¿por qué no están con vos?

—Bien, ésa es otra historia —replicó—. ¿Quiere oírla?

—Por supuesto.

—¿La versión larga o la corta?

—La larga, claro está, pero primero decidme dónde se encuentran y por qué no se hallan aquí.

—Los dos se hallan en el corazón del bosque, son los prisioneros de Pamarchon, cabecilla de los moradores del bosque.

—¡Santo cielo! ¿Y pensáis que no corren peligro? Me sorprende que no les hayan cortado el pescuezo aún.

—Es usted muy sentencioso. Será mejor que deje de juzgarlo tan mal, considerando…

—Considerando… ¿qué?

—Como digo, es una larga historia. Lady Catherine estará de vuelta mañana por la mañana, así que no tenga miedo.

Henary permaneció un momento en silencio.

—Pues lo tengo. Y mucho. La situación ya es peligrosa.

—Lo sé. Escuche lo que hemos decidido. Pero primero dígame qué noticias hay.

Henary empezó explicando que se había declarado vacante el señorío de Willdon y que Gontal lo había reclamado enseguida, puesto que llegó a toda velocidad.

—Todo eso lo sabemos, salvo la última parte. ¿El tal Gontal ya está aquí?

—Sí. Por un instante recelé. Pero no, lo que dijo es cierto: iba camino de otra parte. Fue mala suerte. Tendría que haber tomado posesión de su cargo de inmediato, pero yo me las arreglé para retrasarlo aduciendo que el verdadero heredero es Pamarchon hasta que su sentencia se ejecute —contó Henary entristecido—. Gontal ha convocado una asamblea para anular mi disposición. Y es probable que salga airoso, a menos que Catherine regrese y se ofrezca de candidata. Tenemos hasta mañana al atardecer.

Rosalind escuchó con atención, formulando preguntas sobre detalles y sucesos.

—Qué complicado —concluyó cuando Henary finalizó.

—En efecto. Mi argumento fue poco corriente, y tuve suerte de salirme con la mía. No soy capaz de encontrar nada más en los libros de precedentes que sirva de ayuda. Pero, decidme, ¿cómo es que estáis tan tranquila cuando Catherine corre peligro?

—Porque se halla bajo la protección de un buen hombre. Que da la casualidad de que es mi esposo.

—¿Quién?

—Pamarchon. Así que está a salvo.

—¡Ese hombre es un asesino! —exclamó Henary—. ¿Cómo habéis podido ser tan necia?

—No sé nada de este sitio, pero en el lugar de donde yo vengo lo normal es dar la enhorabuena cuando uno anuncia su compromiso —apuntó Rosalind con gazmoñería—. ¿Cuándo será el feliz día? ¿Qué regalo os gustaría? Esa clase de cosas.

Henary hizo un esfuerzo supremo por decir algo apropiado, pero no se le ocurrió nada. Rosalind lo sintió por él.

—Si mal no he entendido —continuó la muchacha—, a todo el mundo le preocupa que Gontal se apodere de Willdon y lo sume al poder de los estudiosos, ¿es así?

—A todo el mundo excepto a Gontal le aterroriza esa posibilidad —contestó Henary—. Por virtuoso que sea el hombre…

—Ya, ya. Está claro que no debe hacerse con Willdon. Hasta Pamarchon y Catherine están de acuerdo en eso. El problema es que Pamarchon no puede tomar posesión de él debido a ese problemilla que tiene con la ley, y Catherine tampoco porque Pamarchon no le permitirá que se marche hasta que le haya sido restituido su buen nombre. A menos que dejen de pelearse, todo irá a parar a manos de Gontal por defecto. De manera que han accedido a que se celebre una revisión del caso, o una apelación, o algo. Ambos acudirán al Sepulcro de Esilio mañana, y parecen estar convencidos de que de un modo u otro así se zanjará la cuestión.

—¿De quién fue la idea?

—De Jay. Todo el mundo pensó que era muy ingeniosa.

Hasta ese momento Henary había reaccionado muy bien, escuchando con atención y asintiendo de forma respetuosa. Pero la última noticia lo dejó por completo pasmado.

—¡Cielo santísimo! —exclamó—. ¡Es extraordinario!

Rosalind, sorprendida, quiso preguntar por qué se inquietaba tanto, pero de pronto él levantó la mano para pedir silencio, se acercó a la puerta y miró por el pasillo.

—Dentro de muy poco nos interrumpirán —informó—. Gontal se acerca con un séquito. Ya está representando el papel de señor. Debe de haberse enterado de que estáis aquí y no cabe duda de que querrá interrogaros. Cuando lo conozcáis, sabréis por qué me preocupa que Willdon caiga en sus manos. ¿Creéis que podríais hacer un teatrillo para él?

—¿Un qué?

—Fingir una grandilocuencia desmedida. Citar cosas que él no haya oído nunca. Desconcertarlo con el poder y el grado de vuestra erudición, como hacéis conmigo.

—¿Lo desconcierto a usted?

—Ciertamente.

Rosalind negó con la cabeza.

—Haré lo que pueda para ayudar, claro está. Pero no creo que vaya vestida para impresionar a nadie.

Tal y como acababa de predecir Henary, Gontal entró en escena. Abrir la puerta y entrar sin más no bastaba: prefirió que se adelantaran dos sirvientes, abrieran las dos hojas de la puerta y la flanquearan hasta que él la cruzara en silencio. Después los dos hombres se retiraron caminando hacia atrás, cerraron al salir y lo dejaron a solas con Henary y Rosalind. El hombre la miró con curiosidad y cierto recelo, y ella reaccionó con lo que, confiaba, parecía indiferencia.

Gontal era bajo y gordo, el poco pelo que le quedaba lo tenía lacio; el rostro, rojo y reluciente. Andaba con unos pasitos cortos que conferían un aire de absurdidad a sus intentos de irradiar grandeza.

—He oído hablar mucho de vos el pasado día, mi joven señora —afirmó con una sonrisa paternalista mientras se sentaba—, y es un placer…

—Sin embargo, yo no he oído hablar de usted. Hágame el favor de presentarse como es debido, si no es molestia —lo interrumpió Rosalind, arqueando una ceja con desdén—, y no recuerdo que le haya dado permiso para que se siente.

Con una perfecta mezcla de sorpresa e irritación, Gontal vaciló y después, de mala gana, se levantó y pasó los minutos que siguieron efectuando las presentaciones adecuadas.

Rosalind ladeó la cabeza cuando terminó.

—Me agrada ver que está usted gordo —comentó distraída, dirigiéndose al espejo de la pared—. Pues, como dijo César: «Rodéame de hombres gordos; los hombres de poca cabeza piensan demasiado. Hombres así son peligrosos». Me figuro que conocerá a Shakespeare, como es natural. Acto primero, escena segunda.

—Desde luego —se apresuró a decir—, claro que lo conozco.

—Bien —contestó ella—. Hay muchos que ni aprecian la belleza de su poesía ni tampoco la fuerza de su moralidad. Confío en poder intercambiar opiniones con usted más adelante. Sobre Hamlet, quizá, o Elvis.

—Será un placer entablar conversación con una dama poseedora de tan grandes conocimientos —repuso con nerviosismo—. Pero yo sólo he venido a daros la bienvenida a Willdon, y me temo que ahora no tengo tiempo para intercambiar opiniones. Confío encarecidamente en poder excusarme, pues tengo un compromiso y debo de irme.

—Ah —repuso ella, agitando un dedo en señal de desaprobación—. No empiece nunca una frase con «pero». Es una conjunción, por si no lo sabe, y como tal debe unir dos partes de una frase. Por consiguiente, no puede empezar una, puesto que en ese caso no cumple con su debida función. Y tampoco debería decir: «Confío encarecidamente en poder excusarme», pues está usted pidiendo mi permiso, no enunciando lo que es capaz de hacer o no. Debería ser: «Confío en que me permitáis»; «permitáis», subjuntivo. Por último, no debería decir «debo de irme», sino «debo irme», puesto que no es suposición lo que quiere expresar, sino obligación. Pues, como dijo la tía abuela Jessica: «Un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio». Esto es algo aplicable tanto a la gramática como a la vida. Puesto que tenéis piernas, me figuro que podéis iros, y por lo que a mí respecta, tenéis mi permiso para hacerlo.

Cuando el escarmentado Gontal desapareció por la puerta y los dos volvieron a encontrarse a solas, se produjo un largo silencio hasta que Henary dijo:

—Cuando os he pedido que lo desconcertarais, no me refería a que le dierais un susto de muerte, pobre hombre.

—No sea bobo. Sólo decía disparates. Estoy segura de que hasta la cita la he dicho mal.

—¿Quién sois, Rosalind? ¿De dónde venís?

Rosalind lo miró con seriedad.

—A mí más bien me preocupa de dónde es usted —repuso—. A ver si me explico: Jay dice que es usted el hombre más sabio que ha conocido en su vida, el más sesudo, el más razonable y el más bondadoso. Y Catherine opina lo mismo.

—Es muy generoso por parte de ambos, aunque es la clase de cosa que uno esperaría que un estudiante dijera de su preceptor.

—No. Lo dice de verdad, y sé que tiene razón. De manera que le voy a contar algo que lo va a dejar turulato.

—¿Cómo decís?

—Quiero decir que se va a quedar pasmado. Aun así, quiero que entienda que le voy a contar la verdad. La verdad y nada más que la verdad. Ahora bien, ¿podrá usted creerme? Dígame la verdad, porque es muy importante.

—Haré cuanto pueda.

—Bien. Bueno —contestó, respirando hondo—. Pues allá va: yo no soy de este mundo.

—Eso ya lo sé —convino Henary—. Debéis de haber recorrido un largo…

—No, no me refiero a eso. No sé si he viajado o no, y lo digo en serio. Vivo en una localidad que tiene cincuenta mil habitantes. La ciudad de Londres tiene ocho millones. Viajamos en coche, o en tren. Algunas personas vuelan por el aire en aviones, que se desplazan a cientos de kilómetros por hora. Los soldados tienen pistolas, no espadas. Compramos nuestra comida en tiendas, viene cerrada en latas. Tenemos una reina y un primer ministro. Vemos la televisión y escuchamos la radio. Tenemos la Navidad y cumpleaños y el Polo Norte. El tiempo es un asco. Tenemos bicicletas. Tenemos deberes de francés, y Mánchester es el centro de la industria algodonera. No tenemos una Historia. ¿Es que no se da cuenta? Es un mundo distinto, y yo llegué aquí atravesando un montón de hierro viejo que estaba en el sótano de una persona. Y si cree que esto es malo, ni siquiera he empezado.

—Continuad, pues.

—Todo este sitio, este lugar al que llaman Anterwold, al parecer sale de la cabeza de una persona, el profesor Lytten. Un amigo mío. Creo que él inventó esto. Se lo inventó a partir de los libros que ha leído, y aquí está. Tiene un poco de Robin Hood y un poco de Ulises y sabe Dios de qué más. ¿Recuerda que cuando aparecí Jay tenía once años y pensó que yo era un hada?

—Sí.

—Pues lo escribió el profesor Lytten. Lo incluyó en su relato, y después sucedió. O quizá fuera al revés. Y Willdon. Fue una invención suya. Y usted también. Sé que Jay está en lo cierto sobre usted. Sé que es sabio y sesudo. ¿Sabe cómo? Porque el profesor Lytten necesitaba a un hombre sabio, que tuviera una capacidad de comprensión mayor que la del resto. Así que escribió en su cuaderno: «Henary, el mayor sabio de su generación». Lo inventó a usted. Es probable que después de pasarse unas horas en el pub con sus amigos. Incluso se parece usted a él. Hablando en plata: ustedes no son más que los personajes de un relato.

Rosalind lo dejó ahí, un tanto sin aliento, para ver qué efecto surtía en él. A medida que hablaba la fue asaltando la escalofriante sensación de que ésa no era forma de hacer amigos. ¿Cómo se sentiría ella si alguien le dijera una cosa así?

Para su sorpresa, Henary se puso de rodillas, se tapó la cara con las carnosas, enormes, manos y empezó a llorar de tal modo que el cuerpo entero le temblaba.

—Lo siento mucho —se disculpó ella—. Ha sido muy grosero por mi parte.

Henary se secó los ojos y poco a poco fue recobrando la compostura. Cuando creyó que podía volver a hablar, tragó saliva y recitó:

—«Cuando el Heraldo revele la Historia, la Historia tocará a su fin».

—¿Eh?

—Es de los Relatos de Perplejidad, partes de la narrativa que nadie ha podido comprender nunca, de manera que están excluidos del canon de la verdad. Místicos, proféticos o sencillamente demenciales, nadie lo sabe, aunque hay muchas opiniones. —Henary hablaba como el hombre que se acababa de llevar el mayor susto de su vida—. El problema es que yo nunca los creí, ¿entendéis? Me he opuesto a la idea de profecía toda mi vida, pero encontré este manuscrito, en el que se narra que un muchacho ve a un hada. El que os pedí que miraseis. Me pareció tan sólo curioso, hasta que me topé con Jay y me di cuenta de que su relato cuadraba punto por punto. Después mencionaba que vos volveríais a aparecer, y así fue.

»Me entusiasmé, desde luego que sí. Pensé que me ayudaríais a desentrañar los secretos más antiguos. Y ahora temo haber puesto en marcha el fin del mundo. Las profecías se están convirtiendo en realidad.

—Uy, eso lo dudo —lo tranquilizó Rosalind—. ¿Por qué piensa eso?

—Cosas absurdas, sin sentido, a las que ningún hombre juicioso o culto prestaría alguna atención. —Se detuvo—. ¿O debería ser: prestaría ninguna atención?

—Creo que sí, pero no viene mucho al caso, la verdad.

—«La llegada del Heraldo será el presagio del Final de los Tiempos». Un relato recopilado por Etheran.

—¿Heraldo de qué?

—Del dios que nos creó y después nos abandonó. Regresa para juzgar su creación. Si encuentra faltas en nosotros, el mundo terminará. Todas las historias tienen un final. Vuelve y cierra el libro. Por eso Willdon es tan importante. Aquí es donde comenzará el final.

—A mí todo esto me parece muy poco probable. Me refiero a que es sólo que el profesor Lytten intenta añadir un poco de misterio a las cosas. No es real, ¿sabe?

—Ahora el Heraldo ha revelado la Historia —prosiguió Henary.

—¿Quién?

—Vos, querida señora.

—Pamplinas.

—Hay más. Una profecía de un ermitaño. El mundo acabará el quinto día del quinto año. Éste es el quinto año del reinado de Catherine. El quinto día es mañana. El día que tenemos que estar en el Sepulcro de Esilio e invocar su espíritu para que juzgue…

—Muy bien —repuso Rosalind como si tal cosa—. Debo decir que no soy muy de profecías y hadas. Además, puesto que yo he sido una, sé de qué hablo. Y tampoco cambia nada. Qué será, será. Apuesto a que no la conocéis.

—No.

Cantó un fragmento.

—Quiere decir que lo que tenga que ser será. Da lo mismo. Hay que seguir adelante como si el sol fuera a salir y el mundo no se fuera a acabar. Que yo sepa, tiene un día para solucionarlo todo.

—¿Yo?

—Sí. Es usted el más sabio, recuérdelo. Así que olvídese de todo esto por ahora. Tampoco es que pueda hacer nada al respecto. Hay mucho que hacer. También tiene que preparar un discurso. Pamarchon sólo accedió a esto con la condición de que contara con el mejor defensor. Y es evidente que ése es usted.

Henary cabeceó.

—Eso no lo puedo hacer.

—Pues va a tener que hacerlo. Es demasiado tarde. En caso contrario, romperá el acuerdo, él no vendrá y empezarán a matarse.

—Pero ¿quién defenderá a Catherine?

—Dijo que se encargaría ella. Usted sólo tiene que aceptar su decisión. Como recitó, de manera tan elocuente, Julio César en mi última clase de latín: «Alea iacta est».

—¿Cómo decís?

—Que es demasiado tarde; ¡a trabajar!

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