Arcadia

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Capítulo 54

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No había vuelto a prisión desde una desafortunada noche de finales de 1938 en que me vi envuelta en una pelea en Marsella. Interpreté mal la cordialidad de unos desconocidos, una cosa llevó a la otra y pasé la noche en la cárcel. Al final terminamos siendo todos buenos amigos.

La policía, siendo la policía británica, fue sumamente buena arrestándome, cómo no, pero después no supieron qué más debían hacer. Interrogarme, dijeron. ¿Quién lo haría? ¿Por qué? Tres agentes se hallaban en un rincón, farfullando entre sí y mirándome de vez en cuando mientras yo les sonreía con dulzura y acariciaba la vieja bolsa de la compra que me había llevado de atrezo. Muy tiesa, las rodillas pegadas, era la personificación de la inocencia, y con razón: no tenía ni idea de por qué me encontraba allí, pero estaba segura de que no había sido yo.

Al final uno de los agentes se acercó.

—Me temo, señora Meerson…

—Señorita, señorita —puntualicé—. Estuve prometida en una ocasión, pero la cosa quedó en agua de borrajas, la historia de mi vida. Sólo soy una vieja solterona, ya sabe.

—Nada más lejos de la realidad, estoy seguro, señorita. Me temo que debemos pedirle que se quede unas horas, hasta que venga el señor Wind para hacerle unas preguntas.

—Qué emocionante. ¿Me van a encerrar en una celda? Así tendré algo que contarles a las chicas la próxima vez que almorcemos juntas.

Estupendo: la tranquilidad de una celda y unas horas de descanso sin que nadie me molestara. Los convencí para que me llevaran un poco de agua, le eché otra media pastilla y me dispuse a emplearme a fondo.

Debería explicar cómo funciona esto. Lo que se hace es descargar toda la materia prima y pasarla a la parte estimulada del cerebro. El resultado se asemeja un tanto al recuerdo que se tiene de un sueño; es decir, se presenta a través del simbolismo y la asociación. El truco consiste en desentrañar la importancia de las imágenes después para recuperar los cálculos pormenorizados subyacentes a ellas. En ese sentido se parece un poco a la notación tsou, pero mucho más sutil.

Reuní la información que tenía, introduje los problemas —la llegada de Chang, una transcripción completa de la conversación que mantuve con él, Rosie, las complicaciones derivadas de desconectar el aparato, Lucien Grange, Emily— y me tumbé.

Al final lo que tenía era el trabajo más complejo al que me había enfrentado nunca. Una línea férrea con cambios de aguja y un tren a la espera. Rosie, Henry y yo éramos pasajeros. Henry decía algo de Shakespeare, pero Wind le golpeaba, un tanto como en un espectáculo de Punch y Judy.[6] Fuera un anciano leía un libro que le había dado una niña vestida de campesina. Tiraba de una palanca y el tren empezaba a moverse. Cuando hubo pasado por los cambios de aguja, la niña se rió, echó a correr hacia el tren y se subió a él de un salto. Rosie intentó apearse, pero no pudo abrir la puerta del vagón. El anciano quedó atrás mientras el tren desaparecía en la vía.

Y bien, ¿qué significaba eso? Henry diciendo algo de Shakespeare era lo más fácil. Una vez, en el sur de Francia, me endilgó un apasionado discurso en defensa de los argumentos de Shakespeare, afirmando que, por increíbles que parecieran, las coincidencias eran algo más natural que la acción cuidadosamente elaborada, razonada.

Lo de Rosie también era sencillo: no podía regresar. Yo había configurado la máquina para que no permitiera que nadie de Anterwold viniera a este mundo. Rosie había vuelto, de modo que la máquina pensaría que la copia pertenecía a Anterwold. Modificar eso implicaría volver a construir la máquina al completo, y no había tiempo. Si pasaba al otro lado, se desvanecería sin más, de este mundo y de Anterwold.

A continuación venía la imagen del tren. El anciano tenía un aire triunfal cuando cambiaba las agujas y el tren avanzaba de nuevo, por una vía distinta. La niña se subió al tren. En mi cabeza se parecía un poco a Rosie, pero no era ella.

Eso fue lo de verdad difícil de entender, pero el resultado fue devastador. Todas las causas se equilibran con consecuencias, y las unas no son más que formas distintas de las otras. Son intercambiables, como la energía y la materia. Lo que hice al crear Anterwold no fue sólo la causa de que la historia cambiara: también fue la consecuencia.

No existe ninguna diferencia entre causa y efecto. Es una ilusión derivada del hecho de creer en el tiempo. Si se me cae al suelo una taza, la taza se rompe. El que se me caiga al suelo es la causa; que se rompa, el efecto, pues un hecho sucede detrás del otro. Si eliminamos el factor tiempo, la cosa deja de ser así. Lo uno es la condición necesaria para que se produzca lo otro. Puesto que la taza se rompe, es preciso que se me caiga al suelo. Es, una vez más, como las dos balanzas, donde lo que ocurre en uno de los platillos determina el estado del otro.

Por lo común, resulta bastante sencillo calcular tales cosas, puesto que sólo hay una vida. Sin embargo, mi experimento había creado otra, y ambas estaban interactuando. No podía cerrar Anterwold, porque Rosie estaba allí. Si hubiese vuelto, es posible que yo hubiese seguido teniendo el control. Pero ella se desdobló al llevar puestos los anillos en los dedos de los pies.

Eso mismo se podía aplicar a «La letra del diablo». Existía debido a acciones que se habían desarrollado en mi futuro. Pero esas acciones al mismo tiempo dependían de su existencia.

Eso era. En mi visión, ninguno de los actores del tren hacía nada. Se limitaban a mirar por la ventanilla. Las acciones principales venían de fuera, del hombre que tiraba de la palanca.

Que a todas luces era Oldmanter. Yo no lo conocía, ni había visto ninguna foto suya, pero algo en mi inconsciente me lo decía. La niña que le explicaba lo que tenía que hacer sólo podía ser una persona. Por eso estaba preocupada. No luchaba contra Hanslip, ni tan siquiera contra Oldmanter; a ellos los podía aventajar con facilidad en inteligencia. No estaba tan segura de poder aventajar a mi hija. Había visto su expediente: probablemente fuese más lista que yo.

A partir de ahí fue bastante sencillo esbozar una posible cadena de acontecimientos. Chang me contó que Hanslip tenía conocimiento de la existencia de «La letra del diablo». Hanslip supondría que había algún motivo por el que este documento se hubiera escondido donde sólo un historiador pudiera encontrarlo, de manera que envió a More para que se pusiese en contacto con Emily. Eso sin duda.

More se dirige al sur. Oldmanter, con toda seguridad, le seguiría la pista: Grange había dejado claro que éste quería mi proyecto. Emily se sentiría atraída por More; a mí me resultaba bastante atractivo, y tendríamos un punto de vista similar al respecto. Además, a ella le intrigaría saber qué relación tenía yo con More.

Sin embargo, ¿cómo llegarían los datos a Oldmanter y por qué no llevaría a cabo pruebas rigurosas para garantizar su seguridad? Aquí tenían que entrar en juego las conjeturas, pero la única variable restante era Emily.

No me la imaginaba accediendo a ayudar a encontrar los datos a menos que supiera lo que eran, y descubriría que eran no sólo valiosos, sino también peligrosos. Desde luego que lo descubriría: no ayudaría simplemente para que un instituto pudiera ganar dinero. Para lograr su colaboración, alguien como More tendría que decirle que dar con esos datos era importante para la seguridad del planeta. Ella entendería de inmediato que eso le planteaba la posibilidad de conseguir en un instante aquello para lo que, de lo contrario, estaba dispuesta a esperar siglos. Puesto que era una renegada, creía que el mundo de la ciencia se cavaría su propia tumba, y esto sería una demostración espectacular justo de eso.

En lugar de asegurarse de que no se utilizaran nunca esos datos, haría cuanto estuviese en su mano para garantizar lo opuesto. Pero ¿a costa de su vida y de la vida de los que pensaban como ella? No si era como yo. No obstante, ¿cómo podría llevarlo a cabo? Eso era algo que no entendía. No tenía suficiente información. ¿Qué iba a hacer Oldmanter para cambiar las agujas en la línea férrea? ¿Qué forma adoptaría su intervención?

Tenía la sensación de que estaba cerca, pero tendría que analizar meticulosamente las conclusiones. Lo que intuía era sólo algo más probable que muchas alternativas: no era lo bastante sólido para darlo por seguro.

Entonces llegó ese estúpido, Wind, y me interrumpió otra vez. Peor aún, yo seguía estando bajo los efectos de la droga, de manera que no causé muy buena impresión.

—Necesito algunas respuestas —afirmó cuando entró en la celda de Angela y se sentó—. ¿Te encuentras bien?

Angela estaba sentada en el banco que hacía las veces de cama. Tenía los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas, y hacía movimientos espasmódicos de manera casi incontrolable mientras él le hablaba. A Wind le dio la impresión de que estaba sufriendo un ataque de pánico. ¿Sentimiento de culpa? ¿O sólo miedo?, se preguntó.

—Muy bien, sí —repuso—. Estupendamente. Yo también me estoy haciendo algunas preguntas, así que no me molestes ahora.

—Me temo que debo insistir.

—En ese caso, serás el responsable de lo que suceda.

—¿Estás enferma? Te noto muy rara.

—No, no. Es una especie de… —Se señaló de forma vaga la cabeza—. Me pasa de vez en cuando. Nada grave. Has dicho que querías algo, ¿no?

—Necesito hacerte unas preguntas sobre el hombre que desapareció.

Angela arrugó la nariz en señal de decepción.

—¿Cómo? Ah, él. Un factor irrelevante, la verdad es que no influye en el resultado. En realidad, no es más que un sistema de almacenamiento de datos.

—¿Sabes quién es?

—No lo había visto antes. —Soltó una risita—. Es la verdad. La clave está en la palabra «antes», un adverbio muy útil. Del latín, creo.

—¿Se puede saber de qué estás hablando?

—Lo siento. Hoy ando algo dispersa.

—He estado revisando tus expedientes.

—No sabía que los tenía.

—No hay ni rastro de ti con anterioridad a 1937. No hemos podido averiguar quiénes son tus padres, ni antiguas direcciones, ni nada.

—Eso es que los expedientes no son muy buenos.

—Hemos determinado que la información que facilitaste cuando te hiciste traductora en 1940 era falsa. Escuelas, direcciones y demás: nada cuadraba.

—Eso no dice mucho en favor de la investigación que has llevado a cabo.

—A decir verdad, el formulario te lo rellenó Henry Lytten, que también ejerció de mediador y padrino tuyo.

—Fue por mis idiomas, ¿sabes? Estábamos en guerra. Había que arrimar el hombro, dijo.

—También nos hemos percatado de que entre 1945 y 1952 viniste a Inglaterra para pasar una temporada y después hiciste algunos viajes: a Viena, a Berlín en una ocasión, a Estocolmo y Ginebra. ¿Por qué?

—Henry me pidió que entregase unos manuscritos suyos. No se fiaba del correo, y tenía interés en reconstruir la comunidad académica. Le eché una mano, y de paso siempre me cogí unos días de vacaciones.

—Ya. En cuanto a ayer, este desconocido misterioso. Llevarlo a la casa fue idea tuya, o eso dice el agente de policía. ¿Dijo por qué estaba vigilando la casa de Henry?

—No se lo pregunté. No era asunto mío.

—¿Cómo escapó?

—Eras tú quien vigilaba la casa. Y, ahora, ¿tienes más preguntas? ¿Es esto para lo que has venido? —Angela se acercó a él. Sus ojos cobraron claridad, y ella lo sostuvo por el mentón mientras lo escudriñaba. Después soltó una risa estridente, un tanto histérica—. Ah, ya veo adónde quieres llegar. —Lo soltó, lo apartó y se apoyó en la pared—. Claro. Así es como podría funcionar. Eres un hombre muy tonto, Sam Wind. ¿No te lo ha dicho nunca nadie?

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