Arcadia

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Capítulo 55

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–Debemos ir al círculo pronto, para que podamos recibir a los suplicantes —informó Henary a Rosalind a la mañana siguiente.

—Dijo que ha de haber alguien que presida. ¿Quién será esa persona?

—Presidirá el espíritu de Esilio —contestó él con una sonrisa—, pero puesto que este procedimiento hace mucho tiempo que no se emplea, lo cierto es que no sé cómo va a funcionar. Leí todo lo que pude el último día, pero no hay mucho que descubrir. El hecho de que a Jay se le ocurriera fue muy ingenioso y poco ortodoxo. Sospecho que adoptará la forma de un juicio normal y corriente, lo que significa que el espíritu se pronunciará a través del más capacitado. Me temo que con toda probabilidad ése sea Gontal, ahora que estoy ligado a Pamarchon.

—Eso no es bueno —opinó Rosalind.

—Puede que no sea tan malo. Le interesa que se declare culpables a los dos, pero puesto que ésa no es una opción, no tendrá más remedio que ser escrupulosamente justo. La verdad es que no es un mal hombre, aunque está muy pagado de sí mismo y alberga un gran deseo de poder. Por lo general, lo salva su veneración de la Historia.

Los dos salieron por una puerta lateral y cruzaron los patios que utilizaban sobre todo los mozos de cuadra y quienes trabajaban en las cocinas: a Henary le interesaba asegurarse de que Gontal no los viera, por miedo de que pudiese detener a Pamarchon antes de que lograra solicitar la protección del sepulcro.

—Hábleme de este sepulcro —pidió Rosalind mientras caminaban—. ¿Por qué es tan especial?

—Es la tumba de Esilio.

—El hombre sobre el que he leído. ¿Quién fue?

—Hay muchas opiniones. Hay quien sostiene que no fue más que un líder valeroso que nos condujo hasta aquí desde el Exilio para poblar este lugar. Otros piensan que era, o es, un dios. El dios, quizá, que nos creó y después nos abandonó. Éstos opinan que volverá para juzgar si hemos llevado una vida lo bastante buena para que se nos perdonen los pecados de nuestros antepasados.

—¿Qué pecados son ésos?

—Dicen que son tan graves que los ocultaron, por miedo de que perdiésemos la esperanza de redimirnos.

Tomaron una curva en el camino y allí, ante ellos, se hallaba el círculo de piedras —en realidad era más bien un óvalo, pensó Rosalind— con el monumento en su interior, donde ella había conocido a Pamarchon. Hacía tan sólo, ¿qué?, ¿cinco días? Le daba la impresión de que había pasado una eternidad.

Cuando entraron en el círculo percibieron un movimiento en las matas del fondo y salieron tres figuras que se apresuraron a entrar dentro de los límites del santuario.

—Listo —dijo una—. Menudo alivio.

Allí estaban todos. Jay, Pamarchon, Kate y Henary mirándose. Las cuatro personas que mejor le caían del mundo, supo Rosalind. De ese mundo, al menos. Todos estaban a salvo, por el momento.

Dio un abrazo enorme a cada uno de ellos, reservando el último y más fuerte para Pamarchon, que la rodeó con los brazos y apoyó la cabeza en la de ella.

—Me alegro mucho de volver a verte.

—Y yo a ti.

Los interrumpió una tosecilla discreta de fondo.

—Ah, sí, las presentaciones. Si no os importa, prescindiré de vuestras formalidades. No me gustan, y no estoy de humor. Pamarchon, hijo de… de quien sea. Henary, estudioso de Ossenfud.

—Sed bienvenida, mi señora —dijo Henary—. Nos habéis traído de cabeza estos últimos días. Me alegra ver que os encontráis tan bien.

Catherine dio las gracias a Henary con una cálida sonrisa, y después se volvió hacia Pamarchon.

—Ya no preciso de tu protección, Pamarchon, hijo de Isenwar —aseguró—. Nuestra tregua toca a su fin. Cuando me llevaron ante ti, pensaste que no era más que una sirvienta, sin embargo me trataste con consideración. No sólo seguiste los dictados de la amabilidad, sino que fuiste más allá. Me brindaste protección de acuerdo con tu posición. Yo te doy las gracias. Lo que suceda aquí no podrá cambiarse, pero no cumpliré mi parte dejándome llevar por el odio.

—Al parecer no se me da muy bien ver la verdad en el corazón de las mujeres, o confío demasiado en sus palabras —respondió Pamarchon—. Durante un breve espacio de tiempo pensé que la mujer a la que más amaba del mundo no era sino un muchacho; pensé que la mujer a la que más odiaba del mundo no era sino una sirvienta. A la una la amo por ser quién es, a la otra la odio únicamente por lo que ha hecho. Si separamos a la persona de sus actos, mi odio muere como muere una planta a la que privan de agua.

Rosalind suspiró. Ya estaban otra vez. Sin embargo, los demás parecían muy satisfechos.

—Al final los actos y la persona serán separados.

—Los actos y quienes los perpetran no siempre coinciden.

—Uno puede ser muchos y…

—Basta. Vosotros dos, ya basta —los interrumpió Rosalind—. Sé que esto os gusta, pero ¿acaso no tenemos cosas que corren más prisa?

Todos la miraron ceñudos, pero Henary acudió en su ayuda:

—Tiene razón: debemos emplazar al dominio. Como bien sabrás, Catherine, el tiempo apremia. La asamblea comenzará al atardecer.

—Me ocuparé de ello —contestó la aludida.

—¿Con qué derecho? Ya no eres la señora del lugar. No tienes más autoridad que la sirvienta que eras hasta no hace mucho.

Catherine lo miró con lo que en opinión de Rosalind fue una cara de muy pocos amigos.

—¡Jay! Ve lo más deprisa que puedas a ver al chambelán. Dile que haga sonar la campana para que se celebre un juicio. Dile quiénes y dónde, y también que debe empezar dentro de una hora. Después ve a ver a Gontal y dile esto mismo. No serás bien recibido, pero me temo que no hay más remedio.

—¿Después vuelvo aquí?

—Como quieras.

—Es que debo prepararme.

—¿Para qué?

—Soy yo quien defenderá a lady Catherine.

Ahora fue Henry quien se quedó pasmado.

—¿De quién ha sido la idea?

—De ambos —terció Catherine—. ¿A quién se ha elegido para Pamarchon?

—A mí. No pude rehusar —contestó.

Fue una procesión reunida deprisa y corriendo, pero nutrida. A la cabeza se situaba el chambelán, abriéndose paso con brío por los matorrales con sólo un puñado de personas. Después un grupo de sirvientes de la casa, a continuación más gente de los campos cercanos, que habían dejado sus herramientas para ver qué estaba pasando, y aldeanos procedentes de los alrededores. Por último llegó Gontal, que llevaba consigo a sus soldados. Poco a poco se congregó allí más de un centenar de personas.

Nadie, sin embargo, osó entrar en el círculo, salvo Gontal.

—¿Qué significa esto exactamente? —inquirió, y se detuvo al ver quiénes eran—. Catherine. Me alegro de ver que has vuelto con nosotros, disminuida en rango, pero de cuerpo entero.

Ella lo miró con frialdad, pero no dijo nada.

—La elección y la aclamación del nuevo señor de Willdon deberá celebrarse al atardecer —aseveró Henary—. No me cabe la menor duda de que te presentarás como primero en la línea de sucesión, al igual que una de estas personas. Una asumirá la culpa que se interpone entre ellas y de este modo la otra, libre de toda mancha, se ofrecerá. Ambas han solicitado el privilegio de Esilio, tal y como se recoge en la Historia, y sus deseos no pueden ser desoídos.

Gontal miraba ya a Henary, ya a Pamarchon, ya a Catherine, tratando de averiguar si había alguna manera de impedir lo que él consideraba un rebuscado engaño. Soltó un gruñido y fue a buen paso hasta donde se encontraba el chambelán. Mantuvieron una conversación precipitada, en voz queda; Gontal, el rostro ensombrecido, golpeó con el pie el suelo en señal de frustración. Después volvió con el grupito.

—Muy bien —afirmó—. Me figuro que habré de ser el juez en el proceso.

—De ningún modo —respondieron Pamarchon y Catherine a la vez.

—Entonces ¿quién? ¿Quién tiene más derecho que yo? —Sonrió satisfecho a la multitud asistente—. Que aquél cuya autoridad sea superior a la mía se presente para juzgar este asunto —dijo en voz alta—. Le ordeno que dé un paso al frente.

Nadie se movió, todos lo miraban con nerviosismo. Salvo Rosalind, que de pronto se alejó un tanto y empezó a hacer aspavientos, sin que hablara con nadie.

Decir que lo que sucedió a continuación desató el terror y el caos casi sería quedarse muy corto. Rosalind fue hacia una parte desierta del claro, y todos vieron cómo hablaba fluida y vivamente, haciendo gestos que denotaban autoridad y respeto. Hablaba a la nada, pero mientras lo hacía la iluminó una luz tenue, celestial. Sólo Jay había visto algo parecido antes; sólo Henary había oído describir algo así. Sabía lo bastante de las Perplejidades para ser consciente de que su peor pesadilla se estaba convirtiendo en realidad. ¿Qué había hecho? Nunca había creído de verdad en ello, ni siquiera después de la conversación que mantuvo con Rosalind. Su curiosidad había puesto todo aquello en movimiento, y ahora no había manera de pararlo. Gontal había hablado en el círculo, invocando a alguien superior a él, alguien con más autoridad, a sabiendas de que nadie en la faz de la tierra podía tener dicha autoridad. Ésa era la respuesta a su atrevimiento.

No oyó lo que decía Rosalind: hablaba demasiado deprisa y bajito, y estaba demasiado lejos. Pero sí oyó las últimas palabras: «Por favor, venga», pidió, y retrocedió.

A Henary se le heló la sangre en las venas cuando una figura apareció y adoptó una forma sólida. Se oyeron gritos y lamentaciones; donde antes sólo había una luz tenue, ahora había una figura, un hombre, resplandeciente con unas ropas rojas, alto y de aspecto poderoso. No hizo nada, no dijo nada, salvo sonreír a Rosalind. Todo el mundo sintió el poder de su mirada cuando los recorrió con los ojos.

Todos se arrodillaron en señal de reverencia. Se alzó un gemido colectivo, algunos chillaron y empezaron a sollozar, asustados. Muchos se taparon los ojos, y los que no lo hicieron contemplaban con una mezcla de respeto y temor a Rosalind, que ahora demostraba ser una mujer de gran poder espiritual, quizá incluso el mismísimo Heraldo de la Muerte, y se acercaba sin temor al espíritu. Todos lo vieron, todos vieron con sus propios ojos algo que de lo contrario habrían rechazado, considerándolo demencial.

El espíritu, entretanto, tenía un aspecto sombrío, aterrador en su autoridad y su ira. Levantó las manos al ver a la multitud postrada, temerosa de él, e hizo un gesto que parecía una orden de que retrocedieran. Ellos obedecieron sin dudarlo, apenas atreviéndose a mirar. Sólo Rosalind siguió firme, apartando los ojos de aquella figura un instante cuando la luz tras él titiló y después se desvaneció.

Gontal temblaba. Pamarchon estaba aterrorizado. Catherine no se movía. Henary daba la impresión de estar a punto de ir a echar los hígados.

—Maestro —susurró Jay, por miedo de que el espíritu lo oyera—. ¿Qué sucede?

—Es el final, Jay. El día señalado, en que el dios nos juzga. Vuelve y o nos libera o nos destruye por completo.

—Eso es un mito, una alegoría. Vos mismo lo dijisteis.

—Me equivocaba. Esto es culpa mía. Escarbé en cosas que no debí tocar nunca. El manuscrito lo vaticinaba todo: tú en la colina, la llegada del Heraldo, el regreso de Esilio. Y a continuación el juicio.

—¿Rosalind? ¿Es el Heraldo?

—El mensajero que prepara el camino para el retorno del dios.

—¿Vos lo sabíais?

—No, quería demostrar que eran disparates.

—No es posible —afirmó Pamarchon.

—¿Por qué no?

—En fin…, accedió a casarse conmigo. Si todo salía bien.

—Si salía bien, ¿qué?

—El juicio.

—¿Qué juicio? ¿El tuyo o el de Anterwold? ¿Te lo dijo?

—Esto no está en la Historia —objetó Gontal—. No son más que supersticiones. No hay un solo texto que recoja algo así. Y lo sabes, Henary. Los has estudiado, igual que yo.

—Es posible que esto sea más antiguo que la Historia —repuso Henary—. Mucho mucho más antiguo.

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