Arcadia

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Capítulo 56

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–¿Y bien? ¿Qué opina? —preguntó entusiasmada Rosalind al ver la expresión confusa de Lytten.

Lytten estuvo un buen rato sin saber qué decir. Los olores eran reales, el calor era real. La luz del sol que se colaba por los altos árboles era real.

—Esto es… muy peculiar —dijo con escasa convicción.

—Digamos que uno se acaba acostumbrando después de un tiempo. Profesor, ¿podría hacerme un favor? Yo creo que es normal pasar al estado en que esto parece un sueño, a mí me ocurrió. Pero ya ve que usted no está soñando. Así que, por favor, concéntrese únicamente en lo importante. Es posible que esté aquí algún tiempo, puesto que la luz ha desaparecido, así que bien podría echar una mano.

Lytten miró: era verdad, la luz que acababa de atravesar ya no estaba.

—Angela dijo que la abriría al atardecer, creo. ¿Dónde estoy?

—Está en Anterwold. Para ser exactos, en Willdon, en el círculo de piedras de Esilio. ¿Se acuerda?

—Por supuesto. Lo ideé como una suerte de lugar sagrado, pero nunca llegué a precisar su importancia. No tuve tiempo.

—Es como un refugio. Aquí la gente se encuentra a salvo de la ley. Se somete al juicio de Esilio, el que todo lo sabe. Ése es usted.

—¿Yo?

—¿Quién si no va a aparecer como salido de la nada en mitad de su propio sepulcro? Por lo visto su llegada se vaticinó hace generaciones.

—Pero yo no soy esa persona.

—¿Está seguro? Ya que está aquí, podría representar el papel. Tenemos a dos personas acusadas de asesinato, y solicitan que se juzgue quién es culpable. Como es natural, esperarán que se haga usted cargo de las cosas. Así que, dígame: ¿quién asesinó a Thenald?

—¿Cómo lo voy a saber? —respondió Lytten, que seguía mirando a su alrededor, al escenario en el que, sin saber cómo, acababa de entrar.

—Tiene que saberlo: lo escribió usted.

—Pues lamento decepcionarte, pero esa parte no la escribí. La esbocé hace años, pero apenas la recuerdo.

—Debe hacer memoria, profesor —pidió desesperada Rosalind—. Tiene que hacerlo. Si esto sale mal, pasarán montones de cosas terribles. Es posible que se declare una guerra. Aquí hay soldados, y proscritos a nuestro alrededor. Es todo culpa suya.

—¿Por qué es culpa mía?

—Es culpa suya por no terminar lo que empezó. Lleva años escribiendo ese libro, y el libro se ha cansado de esperar e intenta ponerle su propio final. Debería usted atar cabos sueltos. Agatha Christie lo hace.

—Pero yo no soy Agatha… Escucha, ya estoy harto. Esto es sencillamente absurdo. No me creo nada.

—Lo que usted crea o no da igual. En este momento lo que cuenta es lo que creen ellos. Usted ha aparecido como por arte de magia. Ya se figurará lo que eso parece. Su palabra es la ley. Siempre que no la líe. Pero, dígame, ¿quién es Esilio?

—Ni idea. Sólo es una figura fundacional. Como Solón, el legislador de Atenas. Un personaje mítico que lo pone en marcha todo.

—Según Henary, la Historia dice que reaparece, y cuando lo hace, empiezan a suceder muchas cosas. Como el fin del mundo. Juzga su creación y la destruye si encuentra faltas. Ahora sabe por qué les ha dado el susto de su vida.

Lytten resopló.

—Que la gente crea cosas no significa que éstas vayan a suceder. En cualquier caso, no se supone que Esilio es un dios. Procuro evitar los dioses. Son personajes difíciles.

—Será mejor que se lo diga a ellos. Pero, por favor, ¿ayudará ahora que está aquí? ¿Escuchará lo que tengan que decir? Puede que ello le refresque la memoria. Como puede ver, son personas reales, de carne y hueso, ¿sabe?

Lytten sonrió por primera vez.

—¿Acaso tengo elección?

—Sí. Puede elegir entre parecer un dios y parecer un auténtico idiota.

Su rostro transmutado en una máscara inescrutable. Lytten dio la vuelta al círculo de piedras y fue hasta donde se reunía un grupo cada vez mayor de personas, que se tensaron de miedo al observar que se aproximaba. Habían visto su aparición con sus propios ojos. Les aterrorizaba que, si decían o hacían algo mal, él levantara los brazos e hiciera que sobre ellos cayera la venganza del cielo. Era el día del juicio final. Ahora todo el mundo sabía que era verdad.

Escudriñó aquellos rostros con atención. Unos rostros buenos, dignos de confianza, pensó; bien alimentados y sanos. Sus ropas eran sencillas, pero cómodas y prácticas. Esas gentes no eran tan pobres. Anterwold podía mantenerse bien: había hecho un buen trabajo. Se sorprendió, incluso empezaba a creer en semejante disparate.

—Levanta, buen hombre —dijo a uno de los que estaban de rodillas—. No tengas miedo.

Despacio, sin apartar la vista del suelo, el hombre al que eligió se puso de pie.

—Mírame —pidió Lytten—. ¿Cómo te llamas?

—Beltan, majestad —respondió, por completo aterrorizado.

—¿Me tienes miedo?

—Claro.

—Pues no me lo tengas, te lo ruego. Si mal no recuerdo, te hice sastre. ¿Es así?

—Sí, majestad. Y, bueno, espero.

—Y también tienes una esposa bonita. Alegre y buena. Renata, ¿no? Confío en que seáis buenos el uno con el otro.

—Somos muy felices, y siempre lo hemos sido, majestad.

—Excelente. Dale recuerdos de mi parte. ¿Vives bien, sin engañar a nadie?

—Sí.

—¿De dónde sacas el paño?

—En su mayor parte de las aldeas y los villorrios cercanos. En ocasiones un comerciante pasa por aquí con paño de otros lugares.

—Comprendo. ¿Y de dónde viene ese paño de otros lugares?

Al rostro sencillo, rubicundo, asomó una mirada de perplejidad.

—No lo sé.

—En ese caso, te ordeno que lo averigües.

Lytten continuó con aire pensativo, deteniéndose a preguntar a las personas cuyo rostro le parecía interesante.

—¿Tú quién eres?

—Me llamo Aliena, santidad.

—No me llames santidad. Eres cantante, ¿es correcto?

—Sí.

—Creo que te di la voz más bella durante muchas generaciones. ¿Haces buen uso de ella?

—Intento… intento seguir las normas.

—Espero de forma encarecida que no lo hagas. Eso sería un tremendo desperdicio. Canta lo que sienta tu corazón, no lo que digan las reglas.

Al cabo de muchos minutos se volvió hacia Rosalind, que lo seguía por si le entraba el pánico y necesitaba aliento.

—Extraordinario —observó—. A algunas de estas personas las incluí en mis notas, pero hay otras que parecen salidas de ninguna parte. Y ciertamente todas ellas semejan ser reales.

—Ya se lo he dicho.

—¿Qué opinas de este sitio?

—Creo que necesita que alguien los sacuda un poco. En cierto modo están un poco atascados en sus costumbres. Podemos hablar de eso más tarde. Entonces ¿está convencido?

—A falta de una explicación mejor. Como que me haya caído por la escalera y haya sufrido una conmoción cerebral.

—¿Ayudará a solucionar el lío que ha causado?

—No sé por qué dices que lo he causado yo, ¿sabes? Al parecer la culpa es de Angela, no mía.

—¿Angela? ¿Esa amiga suya?

Lytten la miró de soslayo.

—No la conoces, ¿verdad? Se me había olvidado. Sí. Por lo visto todo esto es cosa suya. No preguntes cómo ni por qué, ya que no lo sé. Le voy a echar un buen rapapolvo cuando la vuelva a ver. Pero sigo sin saber cuál es la respuesta a tu pregunta. Lo que le sucedió a Thenald nunca tuvo la menor importancia.

—Pues ahora la tiene. Si escuchara los argumentos, quizá se podría hacer una idea…

—Supongo que es posible. ¿Quiénes son los sospechosos? —inquirió con cierta ironía.

—Catherine y Pamarchon. Él es con quien me voy a casar.

—Santo cielo. Desde luego no fui yo el que escribió eso. ¿No eres algo joven?

—Aquí no.

Él refunfuñó:

—Sí, es verdad, se me había olvidado. Qué memoria la mía. Bueno, pues en ese caso, enhorabuena, creo. No estoy muy seguro de que tu madre… ¿Y cómo es el afortunado?

—Oh, es maravilloso, todo lo que debería ser. A menos que sea un ardid y lo haya hecho usted así para que sea la última persona de la que yo sospeche.

—Conscientemente no. Pues entonces la asesina será Catherine.

—¡No! Ella es también muy agradable.

—¿Quién es?

Rosalind se la señaló.

—Cielo santo. Se parece algo a Angela. Supongo que ése es Henary. —Lytten lo examinó con recelo un instante—. ¿Se parece a mí?

—Sólo un poco.

—Dios bendito.

—Pero usted es mucho más apuesto —aseguró Rosalind para tranquilizarlo.

—Me alegra oírlo. ¿Y los otros?

—Jay y Pamarchon.

Lytten escudriñó un momento al más alto de los dos.

—Sí, bueno. En todas las historias ha de haber un toque de amor, ¿eh? Si mal no recuerdo, fue idea tuya, así que no me puedes culpar por eso. Aunque es un joven apuesto; entiendo que te atraiga. Se parece mucho a un alumno que tuve hace años. Un joven agradable. Creo que entró en el ejército. Todo esto es muy extraño. Un montón de personas se parecen a otras que conozco, o conocía. Incluso hay alguien que es como ese tipo raro que estaba vigilando mi casa. ¿Lo ves? Ahí, junto al sastre.

—Puede que lo haya sacado de El mago de Oz. Le roba ideas a todo el mundo.

—¿En serio?

—Sí. Aquí hay un poco de todo. ¿Le importaría concentrarse en la labor principal?

—Espero que entiendas que no estoy en mi mejor momento. No es como si esto fuera…, ya sabes, normal.

—Dentro de nada ni se dará cuenta. ¿Por qué va vestido así?

—Es mi albornoz. Me acabo de dar un baño.

—De ahí el olor a santidad que tanto parece impresionar a todo el mundo.

—Old Spice.

—Parece que ni pintado para representar su papel, ¿sabe? —continuó Rosalind—. En lo que a ellos concierne, lo han invocado para que sea el juez en este caso.

—¿Por qué es tan importante el veredicto?

—Porque si sale mal, Willdon pasará a manos de Gontal, se unirá a Ossenfud y…

—… La combinación será demasiado poderosa y todo Anterwold se desequilibrará. Ya, ya. Me acuerdo. De ahí la necesidad de una figura de sabiduría salomónica.

—Es probable, pero sólo lo tenemos a usted, que ni siquiera recuerda el argumento que usted mismo escribió. Entonces ¿escuchará y parecerá solemne? Al menos de ese modo ganaremos algo de tiempo. Vaya a sentarse a esa cosa de piedra de ahí. Me inventaré una ceremonia, y usted representará el papel de un espíritu muy poderoso.

—Sigo pensando que todo esto es ridículo.

—¿Se le ocurre una explicación mejor de por qué está usted en medio de un campo, rodeado de personas que lo adoran, mientras lleva puesto un albornoz?

—Muy bien. Haré cuanto esté en mi mano. Pero quédate cerca por si necesito tu ayuda.

—¿Alguno de los aquí presentes niega lo que han visto sus propios ojos? ¿Alguno de los aquí presentes niega que Esilio ha regresado, como se vaticinó? —entonó Rosalind después de que la aparición ocupara su sitio en su propia tumba—. ¿Alguno de los presentes niega que haya sido invocado, aquí y ahora, para algo cuyo propósito escapa a nuestra comprensión? ¿Alguno de los presentes cree que es superior a él? ¿Que tiene más derecho a erigirse en juez de este caso?

No se oyó ni un susurro. Rosalind miró fija e intencionadamente a Gontal cuando hubo formulado la última pregunta, pero él fingió no darse cuenta.

—¿Alguno de los presentes duda de que si se niega su voluntad, sobre Anterwold caerá su ira, una ira como no se ha conocido jamás?

Un murmullo suave, que parecía un asentimiento.

—Pamarchon y Catherine, acusados. Jay, defensor. Henary, defensor. Adelantaos.

Henary fue el primero en moverse, si acaso más nervioso que su alumno. Se acercó al altar e hizo una reverencia. Jay siguió su ejemplo. Ambos fueron conscientes de la mirada serena y sabia que los escrutó con lo que parecía curiosidad y, en cierto modo, bondad.

Antes de que pudiera decir nada, Gontal también se adelantó y se acercó a la figura que ocupaba el altar.

—Solicito humildemente que me sea concedido el derecho a hablar, so pena de que se cometa una gran injusticia —aseguró.

—Vos debéis de ser Gontal —replicó Lytten—. Presunto heredero de este lugar, conocido por amigos y enemigos por igual como Gontal el Gordo; ¿es así?

El aludido se apoyaba ya en un pie, ya en el otro.

—¿Cuál es esa injusticia que tanto os preocupa?

—Henary no puede hablar en favor de Pamarchon —aseveró—, pues ello comprometería la validez del juicio.

—¿Vuestros motivos?

—Es buen amigo de Catherine. A todos les preocuparía que no defendiera lo bastante bien a Pamarchon para favorecerla a ella.

—Y bien, ¿qué sugerís?

—Que este juicio se posponga hasta que se encuentre un defensor más adecuado.

—Es un buen argumento, Gontal el… Sí, un argumento muy bueno. ¿No opináis lo mismo, Henary?

—Hablaría como me dicta mi deber —contestó Henary.

—Y sería muy desagradable para todos los interesados, si he entendido las cosas como es debido. Sin embargo, Gontal, aquí presente, no desea veros en tan comprometida posición. Algo muy amable y considerado por su parte. Bien hecho, señor.

Hizo un gesto de aprobación con la cabeza al ahora risueño Gontal.

—Tenéis mucha razón, Gontal. Henary no debe hablar en favor de Pamarchon. Por fortuna, contamos con un defensor adecuado, de manera que no es preciso posponer el juicio.

—¿De quién se trata?

—De vos, ¿quién si no? Vos. Sé muy bien que a lo largo de los últimos años habéis estudiado con minuciosidad cada detalle de este asunto, con la esperanza de hallar alguna manera de desbancar a Catherine. Habéis permanecido despierto noches ensayando el discurso que daríais para expulsarla. Ésta es vuestra oportunidad. Toda una suerte, sin duda, ¿no?

—Mucho me temo que debo rehusar.

—Mucho me temo que no haréis tal cosa —fue la atronadora respuesta.

Gontal clavó la vista en la figura que parecía saberlo todo de él.

—Hablaréis en favor de Pamarchon. No hay más que decir.

Gontal hizo una reverencia y se retiró.

—¿Qué tal he estado? —le preguntó en voz baja Lytten a Rosalind.

—Muy bien —replicó ella—. Se le da de miedo.

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