Arcadia

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Capítulo 57

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Lytten esperaba de forma encarecida que los participantes hablaran todo lo posible. Rosie, la que estaba en su casa, le había dicho que Anterwold existía, pero él había dado por sentado que era un disparate. Y sin embargo allí estaba, escuchando a personas que representaban su libro. Salvo por el hecho de que no era así. Él había tomado algunos apuntes sobre la muerte de Thenald, pero ello no era más que un recurso para dar a conocer a Catherine. No era algo en lo que tuviera intención de ahondar. Sólo había establecido vagamente un vínculo entre Pamarchon y ese asesinato, pero, una vez más, su intención era explicar por qué vivía en el bosque, de manera que pudiese hablar de los jóvenes y de los que se hallaban al margen de la ley. Ni por un momento se planteó atar todos los cabos en un asesinato. No estaba escribiendo una novela policíaca, caray.

Sin embargo, esa… cosa, esa invención, ese lo que fuera había hecho que de ello se derivara una gran crisis. Había tomado unas notas escritas a lápiz y las había extrapolado, añadiendo los detalles que él no se había molestado en dar. Ese juicio, por ejemplo. El método legal, el círculo de piedras, el delito, los participantes. Unas reflexiones vagas se habían unido de maneras que él jamás creyó posibles. Y allí estaban. Gontal hablando, arremetiendo contra Catherine, mientras Jay, la expresión pétrea, sin duda se preguntaba cómo iba a responder. Catherine y Pamarchon, separados, en lados opuestos. Henary, que en ese momento sentía que había fallado a todo el mundo. No sabía lo afortunado que era.

De haberse tratado de Shakespeare o Sidney, todo habría sido fácil. En Como gustéis un dios acude a solucionarlo todo. En Sueño de una noche de verano, Oberón controla y dirige la acción. También Homero, cuando se atasca, envía a un dios del Olimpo para que intervenga. Novelistas modernos de menor valía recurren a un hombre que entra de pronto empuñando una pistola. Claro que eso era justo lo que estaba pasando. Él era la coincidencia, el dios que descendía. Había salido de la nada y ahora se suponía que tenía que aplicar su magia y solucionarlo todo. Él era Oberón, Atenas, incluso Poirot. El problema era que él no tenía ninguna varita mágica, y no sabía cómo iba a resolver eso, y sus pequeñas células grises no estaban en su mejor momento esa mañana. Ni siquiera había tenido tiempo de acabarse el café.

Escuchó el discurso de Gontal y ello no lo ayudó lo más mínimo.

Gontal apenas tocó el tema de quién había matado a Thenald. Lytten confiaba en oír detalles, pruebas, antecedentes, algo que le diera una pista. Pero no obtuvo ninguna. Gontal defendió a Pamarchon evitando hacer referencia a él. El hombre empezó por el móvil, insistiendo en que Catherine era la que más había salido ganando con la muerte de su esposo. Ése era el mejor motivo para sospechar de su culpabilidad. Que no tenía ningún otro derecho a Willdon, y no habría podido hacerse con él a menos que su esposo y Pamarchon estuviesen muertos o deshonrados, con preferencia ambas cosas. Que, por consiguiente, era un monstruo de una doblez sin precedentes.

Difícilmente se basaba en pruebas sólidas, pero el problema era que Gontal ni siquiera se ceñía a ese argumento. Más bien escogía detalles sin importancia y después los remitía a alguna parte de la Historia y se lanzaba a dirigir una prolongada crítica literaria. El propósito parecía ser averiguar qué historia guardaba el mayor parecido. Cuanto mayor el paralelismo, mayor la prueba. El discurso entero de Gontal, a decir verdad, fue un complejo ejercicio diseñado para persuadir a los presentes de que el asesinato de Thenald se asemejaba muy mucho a un relato en el que una madrastra malvada roba a su esposo y culpa de ello al hijo de éste. «Porque ¿qué es el asesinato si no el robo de la vida?», planteó con gravedad Gontal para establecer un vínculo de lo más especioso entre ambos casos.

Finalizó con toda una andanada de citas, alzando la voz melodramáticamente, extendiendo el brazo derecho. Lytten sabía de dónde salía eso: una interpretación de Racine en Francia cuando era joven, la declamación estática, pesada, excesiva, la pose amanerada, la sobreabundancia de palabras. Sí, eso era, y a todas luces allí cosechó un gran éxito, como lo fue en La Comédie-Française: el público estaba intimidado. Gontal tenía una sonrisa de satisfacción en el rostro cuando se volvió hacia Lytten con gesto triunfal, después hacia Pamarchon y a continuación hacia los presentes, que admiraban en silencio la destreza y los conocimientos del hombre. Gontal estaba seguro de que los tenía en el bote. ¿Cómo podría un estudiante de diecisiete años hacer algo frente a una erudición tan abrumadora?

Lytten miró al delgado joven y lo llamó con un dedo.

—Pareces asustado, muchacho.

Jay asintió.

—Creo que te hice algo indisciplinado, ¿dirías que es así?

Jay no dijo nada.

—Te hice así por un motivo. Utiliza los dones que te di. No intentes ser un Gontal de segunda, di lo que creas que debes decir. No olvides que tu cometido consiste en convencerme a mí, no a nadie más, y lo cierto es que no me gustan las referencias literarias superfluas. Si tengo que aguantar otro discurso tan monótono como el anterior, concluiré que he creado el mundo más aburrido que podría existir, y lo eliminaré y empezaré de nuevo. Tu labor consiste en redimir este lugar. ¿Lo has entendido?

—No, majestad.

—Ve al grano. Habla del mundo y de personas y de actos. No de libros y precedentes y citas. Pon lo que has aprendido al servicio del corazón, no al contrario. Sé tú mismo, querido muchacho. Usa lo que sabes.

Jay hizo una reverencia y se enfrentó a la multitud. Respiró hondo y empezó su discurso.

—Gentes de Willdon —Jay comenzó de manera bastante convencional—, habéis oído al estudioso Gontal y el magnífico discurso que ha pronunciado de la manera debida. Es un gran estudioso, inteligente y erudito. Yo no lo soy. No puedo pronunciar mi discurso con la fuerza de la que él es capaz. No lo pronunciaré utilizando las formas correctas, con la ponderación adecuada y con una estructura impecable. Yo sólo puedo decir la verdad, sencilla y directamente. Debo limitarme a lo que sucedió, y a lo que sé.

»Así pues, permitid que os diga sin ambages que Gontal se equivoca cuando sostiene que Pamarchon es inocente y Catherine culpable. No me cabe la menor duda de que os habréis percatado de que el estudioso Gontal no ha dicho mucho en defensa de Pamarchon. Os ha asegurado en pocas palabras que era inocente, pero su principal argumento ha sido insistir en que esto es así sólo porque Catherine es culpable. Ésas han sido todas sus razones. Ha mancillado la reputación de ambos.

»Yo no acepto su conclusión ni su método. Y es mi intención hacer justo lo contrario: defenderé a Catherine defendiendo también a Pamarchon. Os pido que decidáis que ambos son inocentes.

Se volvió un instante para ver cuál era la reacción por el momento. Rosalind le guiñó un ojo, señal de que tenía su apoyo; el espíritu de la tumba asintió como si le diera su aprobación, alentándolo a continuar. Jay intentó tenerlos en mente a ellos y no a Henary, al que sin duda horrorizaría este planteamiento.

—Permitid que empiece hablando en favor del hombre al que se supone que debo acusar. Pamarchon, el proscrito, el bandido, el asesino. He pasado varios días con él y lo he visto con numerosas personas. Dirige a los suyos con justicia e interés, se esfuerza en no abusar de aquéllos en cuya cercanía vive. Los suyos lo siguen por amor, no por miedo. No se muestra violento con los hombres ni indigno con las mujeres. Pensad en los días previos a su caída. ¿Acaso no intervino para aplacar la ira de su tío? ¿Es ése el comportamiento de un asesino brutal? ¿Hubo alguna cosa, algún hecho o una declaración, que os hizo pensar que era capaz de cometer semejante crimen? Si lo hay, hablad.

Por fortuna, nadie lo hizo. Era un riesgo solicitar la reacción de un público y jugárselo todo a que dicho público fuese el adecuado. Si Gontal hubiese tenido más tiempo para preparar a sus seguidores, la estrategia entera de Jay podría haberse venido abajo en ese preciso instante. Con todo, tuvo suerte.

—Veo que no me las he arreglado mal para perjudicar a mi defendida. Y es que he reforzado los argumentos contra Catherine, y no son malos argumentos. ¿Amaba a su esposo? Posiblemente no, pero tampoco era la única. ¿Se movió deprisa para hacerse con el control de Willdon tras su muerte? Con toda certeza. ¿Posee la inteligencia necesaria para hacer algo así? Sin lugar a dudas. Es una mujer de grandes recursos, valor y audacia. Lo sabéis, vosotros la conocéis mejor que yo.

»La crueldad no se puede ocultar. No aflora una vez y después desaparece para siempre, de forma que no se la vuelva a ver. Una mujer así de cruel, así de violenta, así de artera llevaría esos rasgos muy dentro de su ser. Saldrían a la superficie una y otra vez, en una palabra, un acto, un pensamiento. Tendría que ser así, pues “la crueldad se apodera del alma y doblega a los hombres”.

»¿Dónde está esa crueldad? ¿De qué manera la ha puesto de manifiesto la señora de Willdon? ¿En sus castigos a infractores? No lo creo: se la conoce por su misericordia. ¿En su rapacidad con los impuestos? Se la conoce por su generosidad. ¿Qué hay del trato que dispensa a quienes trabajan para ella? Es una persona muy amada y respetada, ¿no es así? Entonces ¿dónde merodea esa bestia cruel? Decidme si alguien ha visto alguna vez sus garras o ha sido víctima de sus colmillos.

»No. Hemos de buscar en otra parte si queremos llegar a entender la muerte de Thenald. Escuchad lo que os voy a decir, y os diré hacia dónde debéis dirigir la mirada.

»Hace dos días fui llamado a la cabecera de Callan, hijo de Perel, guardabosques de Willdon, conocido por muchos de los aquí presentes. Se hallaba en su lecho de muerte, y me pidió que recogiera su historia. No me está permitido referiros lo que dijo, como bien sabéis. Sin embargo, tengo la intención de hacerlo ahora, pues Callan me instó a que utilizara en el momento adecuado lo que me contó. No es algo que haga a la ligera, pero creo que las costumbres han de estar al servicio de la verdad, no oscurecerla. Cuando haya terminado, podréis juzgar si he actuado como es debido.

»Conocí a Callan cuando yo tenía once años; por aquel entonces él era soldado, y me llevó a Ossenfud. Fue poco antes de la muerte de Thenald. Cuando me dejó en Ossenfud, dijo que volvería directo a su casa, a Willdon. No mucho después, Thenald murió y, curiosamente, Callan regresó a su cuartel y se reincorporó, aunque odiaba la vida de soldado, aunque echaba de menos su bosque. Tardó tres años en retornar a su hogar.

»Cuando recogí su historia, me confió que había dejado Willdon por miedo. Temía que lo condenaran por el asesinato del señor de Willdon.

En ese momento hizo una estudiada pausa. Jay dio a su público un instante para que asimilara aquellas palabras. Muchos de los presentes conocían a Callan, y les chocó lo que acababa de decir.

—Fue el cuchillo de Callan el que infligió las heridas, fue su cuchillo el que cortó el cuello de Thenald y provocó que su corazón dejara de latir. Sucedió en una parte del bosque en la que vivía él. Todos sabían que Callan odiaba a Thenald por la poca consideración con que talaba los árboles, sin pensar y sin poner cuidado, por la crueldad con que se aprovechaba de las leyes.

»Tenía la posibilidad de matar, tenía un motivo y el arma era suya. Me contó que retiró el cuchillo del cuerpo, lo limpió y volvió al ejército hasta que le pareció oportuno. Nunca habló de esto con nadie.

»Aquí lo tenéis: éste es el cuchillo que mató a Thenald.

Jay lo sacó, lo sostuvo en alto, y dio una vuelta al círculo. Todo el mundo miraba paralizado el arma y a él. Muchos asintieron, dando a entender que lo reconocían, cuando Jay depositó el cuchillo al pie del altar.

—Me sería fácil ganar este juicio si dijera que Callan asesinó a Thenald y que lo confesó en su lecho de muerte. Vosotros me creeríais, puesto que me hallo bajo juramento, como todo el que recoge historias. Nadie puede contradecirme. Pero no lo diré: Callan era un buen hombre, y mi amigo, y no empañaré su memoria acusándolo de un crimen que no cometió. Demasiada gente ya ha sufrido eso mismo.

»Así pues, digo que Callan extrajo el cuchillo del corazón de Thenald, pero no fue él quien se lo clavó. Entonces ¿quién? ¿Fue Pamarchon? “No”, dijo Callan, que espero que me pueda perdonar. “Lo vi una hora después, volvía a casa desde una dirección por completo distinta. Imposible que lo hiciera él”. ¿Fue Catherine? “Ése no era un crimen cometido por una mujer”, aseguró. “Sólo un hombre fuerte pudo hundir ese cuchillo en el pecho de Thenald”. Entonces ¿quién? ¿Fue quizá… el estudioso Gontal?

Jay señaló a Gontal. «Como puedes ver —sugería el gesto—, si es preciso, seré tan despiadado como tú».

—«No conozco ese nombre», me dijo Callan, «pero no fue un estudioso. Fue un forastero, que preguntaba cómo llegar a Willdon. Le di de comer, lo dejé dormir en mi cabaña. A la mañana siguiente no estaba, y mi cuchillo tampoco. No lo volví a ver».

»“¿Cuál era su nombre?”, le pregunté. No lo sabía. El hombre le dijo que no tenía nombre. Ni nombre ni familia.

»De modo que le pregunté que si sabía quién lo había hecho, ¿por qué huyó? “Muy sencillo —repuso—: estaba avergonzado”.

Permitió que Pamarchon cargara con la culpa por miedo de que lo culparan a él; pensó que nadie creería la historia del misterioso desconocido que le robó el cuchillo. Después de todo, nadie más conocía o había visto a ese hombre. Pensó que la gente diría que se lo había inventado, una pobre excusa para ocultar que el culpable era él. ¿Alguien de los aquí presentes puede afirmar que no habría hecho lo mismo que hizo Callan en semejante circunstancia?

»Conservó ese cuchillo hasta que supo que la muerte lo acechaba, y me lo dio ayer, en pago por recoger su historia y con la esperanza de que pudiera enmendar los errores que había cometido.

»Después, mi amigo, el buen guardabosques, guardó silencio, quizá por última vez. Tengo su historia; si miento ahora es algo que muy pronto podréis decidir. Pero no olvidéis una cosa: la única persona que sabía algo de este crimen se mostró dispuesta a utilizar su último aliento para decirme que tanto Catherine de Willdon como Pamarchon, hijo de Isenwar, eran completa, absoluta y totalmente inocentes de la muerte de Thenald. Tenedlo en cuenta cuando emitáis vuestro veredicto, os lo ruego.

Jay se apartó tanto de la ortodoxia que nadie sabía qué hacer cuando calló y se retiró a un lado, débil debido al esfuerzo. Desde luego Jay no tenía ni la menor idea. Su negativa a presentar sus argumentos de la manera establecida trastocó de tal modo el proceso que, en efecto, el juicio se vino abajo. Por lo general, habría finalizado su discurso, el acusado —los dos acusados, en este caso— habría pronunciado una exposición más breve para poner en duda el empleo de citas del otro, la máxima autoridad habría efectuado algunas observaciones y los allí reunidos habrían votado.

A todas luces eso no podía pasar ahora. Nadie sabía qué hacer ni qué se suponía que debía votar —ahora que Esilio se hallaba entre ellos— si es que se suponía que se debía votar. Ello dio a Gontal la oportunidad de reafirmarse.

—Un discurso flojo, perdonable en alguien tan joven, imagino. Esperaba algo mejor viniendo del alumno estrella de Henary. ¿Cómo es posible? ¿Ni una sola referencia a la autoridad? ¿Una defensa tan poco consistente que no es posible establecer un paralelo con nada de lo que se encuentra en el Salón de la Historia? ¿Desvelar el contenido de una historia cuando el que la cuenta sigue vivo? Yo también podría desviarme de las costumbres, si fuese indisciplinado y holgazán. Podría decir que Pamarchon y Catherine estaban confabulados, por ejemplo. No cabe duda de que sobre los dos se cierne una sombra. Recomiendo una vez más que este asunto se posponga. Willdon necesita un nuevo señor con urgencia, pero no puede elegir a alguien sobre el que pese la más mínima sospecha de que ha cometido un delito. Es posible que una de estas dos personas, o las dos, sea culpable; el discurso del maestro Jay no ha esclarecido nada.

»Estoy dispuesto a aceptar que no se puede declarar culpable a ninguno, de manera que no exigiré que sean castigados. Sin embargo, a menos que se revele la verdad, ¿osaréis elegir a uno de ellos para que sea vuestro señor?

Lytten sopesó las opciones que tenía. ¿Cómo funcionaba aquello? Dijera lo que dijese, ¿pasaba a ser verdad sólo porque lo había dicho él? ¿Se amoldaba la realidad a sus pensamientos o ahora sus pensamientos tenían que amoldarse a la realidad? Una cuestión de lo más peculiar, un dilema al que, se figuraba, ningún otro había tenido que enfrentarse.

—¿Rosie? ¿Qué hago ahora?

—No lo sé. Pero será mejor que se dé prisa —repuso en voz baja—. No me gusta la expresión de Gontal. Tiene toda la pinta de ser alguien que se está planteando comprobar sus cualidades espirituales con una flecha.

—¿En serio? Menudo caradura.

Lytten preparó su mejor voz de orador, pulida a lo largo de los años para que fuese clara y penetrante. Se enorgullecía de ser capaz de despertar a un estudiante amodorrado a treinta pasos, cuando estaba por la labor.

—Llamo ante mí a Antros, amigo de Pamarchon —dijo en voz alta.

Antros, sorprendido, se adelantó muy a su pesar.

—Me encuentro bajo la protección especial de Willdon —espetó en tono desafiante al aproximarse.

Lytten sonrió.

—Me alegra mucho oírlo —contestó—. Me gustaría pedirte un favor, si me lo permites. Me figuro que algunos de tus valientes proscritos se hallan desplegados hábilmente por si algo sale mal aquí, ¿me equivoco? —Antros no dijo nada—. Te lo ruego, ve a decirles que se preparen —pidió en voz queda—. Gontal está de mal humor, y es posible que muy pronto ese humor empeore. ¿Me podrías decir cuál de vosotros es el mejor arquero? No estaría de más tener cerca a alguien tranquilo y seguro de sí mismo.

—Yo soy, con mucho, el mejor —replicó Antros—. Mejor incluso que Pamarchon.

—En ese caso tú eres mi hombre. Bien, me gustaría que estuvieras listo para cualquier eventualidad. Sitúate en esas matas de ahí. —Lytten señaló con la cabeza a su izquierda—. Que no se te vea, a poder ser, pero con el arco listo.

—¿Para hacer qué?

—Lo sabrás cuando lo veas. Simplemente no tengas miedo y confía en tu instinto. Ahora, vete.

Antros hizo una reverencia y salió a buen paso del círculo. El encuentro había alterado a la multitud, que ahora se hallaba agitada, de un modo que los oídos expertos de Lytten sabían que indicaban impaciencia, molesto incluso. Había llegado el momento de tomar el control como era debido.

—¡Silencio! —exclamó de pronto, y el ruido sacudió el claro como si del trueno se tratase. Lytten se levantó y abrió los brazos, el albornoz rojo ondeando con el movimiento—. Gentes de Anterwold. Gentes de Willdon. Escuchad mis palabras. —Se hizo un silencio absoluto cuando miró a su alrededor—. Esto no está bien —añadió—. No tengo intención de gritaros. Vosotros —señaló a Catherine y a Pamarchon, a Henary y a Jay y a Gontal—, venid aquí. Los demás, acercaos. Sí, sí. Entrad en el círculo. Franquead esas piedras. Sólo son piedras, nada más.

Todos se mostraban reacios. Pero poco después uno dio un paso adelante y, envalentonados, los demás siguieron su ejemplo, y después avanzaron hasta reunirse en torno a la tumba de piedra, alzando la vista con temor hacia la figura que la coronaba.

—Bien. Os comunicaré las decisiones que he tomado. Son inapelables, no podrán ser cuestionadas. Mis palabras serán obedecidas. Son la ley, inquebrantable y eterna. —Habló con magnificencia y autoridad, como si leyera las normas de un examen final a una sala repleta de alumnos, pero causando mucha mayor mella—. En primer lugar, dejad de mirarme como si fueseis un rebaño de ovejas. Creéis que fui yo quien creó la Historia, y así fue. Lo hice para ayudaros, no para poneros trabas. Para abriros la mente, no para cerrárosla. Es mi deseo que cuestionéis, no que obedezcáis. Que dudéis, no que os fiéis. Ése es el propósito de la Historia, pero no habéis sabido ver la lección, a juzgar por lo que observo en Gontal.

»Yo os digo que la Historia recoge vuestro pasado, no vuestro futuro. Yo no he escrito eso. Nadie lo ha hecho, y a partir de ahora vosotros seréis los únicos que podréis escribirlo. No confiéis en palabras escritas por los que murieron hace tanto tiempo, como ha hecho Gontal en su discurso. La erudición no puede sustituir a la sabiduría. Tomad lo bueno y lo útil de la Historia, pero no la tratéis como si fuera un libro de normas. Cambiadla como gustéis. Tenéis la Historia, pero también tenéis inteligencia y humanidad. Utilizad todos los dones que se os han concedido.

»Veamos, Jay, estudiante de Henary, da un paso adelante. Pamarchon, hijo de Isenwar. Ah, y Aliena, estudiante de Rambert. Tú también.

Ello causó un nuevo revuelo: nadie entendía por qué los había llamado, pero Jay se adelantó y, poco después, Aliena se destacó del gentío, con cara de susto, y se situó a su lado.

—Por qué no ocuparme primero de estos amantes bajo contraria estrella, ¿no? Es una cita, por cierto. Rosalind os la explicará. Veamos, Pamarchon. ¿Qué podemos decir de vos? Pese al intento de defensa del estudioso Gontal, no os declaro culpable, por mucho que me vea tentado a castigar su pesadez. Considero que la inocencia es una falta considerable en vuestro caso. Fuisteis testigo de las injusticias de vuestro tío, pero no hicisteis nada para impedirlas. Sospecho que siempre se interpuso esa deferencia, un tanto ridícula, al apellido familiar. Dejad de dar la tabarra con el linaje, es tedioso. No quiero decir con esto que tendríais que haber matado a Thenald, pero os proporcioné todo lo necesario para desafiarlo y no hicisteis uso de ello. Sólo cuando os visteis obligado a adentraros en el bosque empezasteis a pensar de nuevo. Más vale tarde que nunca, cierto, si bien resulta poco convincente. Confío en que hayáis aprendido la lección, porque al parecer os hago entrega de Rosalind, aquí presente, mujer bella y extraordinaria donde las haya, cuyo linaje se remonta en el tiempo. Su nombre le fue conferido por el hombre más grande de la Historia, un gigante entre gigantes. En ese sentido, es hija de los dioses. No estoy del todo convencido de que la merezcáis, pero ella dice que os ama, por motivos que se me escapan, de modo que aseguraos de que os ganáis ese amor cada día que os quede de vida. En caso contrario, os veréis en un gran aprieto, joven. Si la herís del modo que fuere, descubriréis el verdadero significado de la ira del cielo.

Pamarchon hizo una reverencia.

—Bien. He terminado con vos. Aliena, tu turno. Me agrada ver que eres tan bonita como esperaba que fueses, o lo serías si no parecieras tan enfurruñada. Deja de pegar a Rambert, muchacha. Ha sido bueno contigo. Está orgulloso de ti y te quiere. Tú eres su mayor logro, y sabe que lo aventajarás con creces. Él lo acepta, lo cual no es poco tratándose de un hombre orgulloso. Le debes gratitud, y el mejor modo de pagar esa deuda es cantando como nadie haya oído cantar antes. Él lo aceptará si dejas de utilizar tu don para lastimarlo.

Pregunta a Rosalind por Ella Fitzgerald. Deberías adorarla a ella, no a mí.

»En tu caso, Jay, tu discurso ha dejado ver tu mejor y tu peor lado. Bonita elocución, dramática y teatral; has hablado con el corazón y has pasado por alto los convencionalismos. Bien hecho. Un poco flojo al final, no obstante. Has sabido despertar el interés en tu público…, pero lo has dejado a medias. Sin una conclusión, sin un desenmascaramiento dramático al final. Si vas a dar un discurso así, ha de llegar al debido clímax. ¿Quién lo hizo? ¿Eh? Las pruebas están ahí, ¿sabes?, aunque ahora que lo pienso, es posible que no lo sepas. Con todo, en el futuro domina los hechos, te lo ruego, y sólo entonces súmalos a la retórica. Descubrirás que esta combinación te irá bien. Detalles, muchacho. Detalles. Los grandes temas siempre han de ir unidos a un corpus de hechos.

»Con respecto al tema del matrimonio, tenía en mente para ti a una jovencita muy agradable de Hooke; la habrías conocido en tu siguiente visita. Pero ahora que lo pienso, ella no es para ti. Necesitas a alguien que te mantenga en ascuas un poco más. Se me ocurre que Aliena y tú sois almas gemelas. Me figuro que vosotros no lo veis, y es posible que ni siquiera os agradéis demasiado aún. Pero es lo que hay. He tomado una decisión. Os daréis aliento mutuamente e impediréis que os volváis descuidados. Os necesitáis el uno al otro, y también os amaréis. Pero daos un tiempo. Los dos sois jóvenes. No hay prisa. —Dedicó una sonrisa radiante a la pasmada pareja que tenía delante—. Estoy empezando a disfrutar con esto. ¡Gontal! Adelantaos.

El pobre Gontal ya había soportado un día espantoso al ver cómo todas sus esperanzas le eran arrebatadas poco a poco de los regordetes dedos. Había pronunciado el discurso de su vida, y la única persona a la que esperaba impresionar había dado la sensación de estar a punto de quedarse dormida. Había escuchado las memeces que había dicho Jay y había visto que el espíritu asentía en señal de aprobación. Con todo, el aura de poder que envolvía el círculo era tan poderosa que ni siquiera vaciló. Dio un paso al frente e hizo una reverencia, pasando por alto la mirada de desaprobación de Rosalind, que se hallaba junto al altar.

—A vos, Gontal, os pido disculpas —empezó Lytten—. Tendría que haberos dado más cuerpo. No hablando de forma literal, pues ya estáis bastante fornido, sino en espíritu y carácter. Os hice pretencioso y presumido, pero no os doté de mucha profundidad. Fui descuidado, me temo que no saqué el tiempo necesario. Pero sí incorporé lo suficiente para que os volquéis en ello. Henary os aprecia, a pesar de todo, y es un hombre en el que se puede confiar. Os hice divertido y cascarrabias e inteligente. Ésas son buenas cualidades. Centraos en ellas y olvidad la ambición. No va con vos, y os ha desgastado un tanto. Seríais un mal señor de Willdon. ¿Lo entendéis?

El aludido miraba impasible al suelo.

—Volved a Ossenfud y terminad ese condenado libro vuestro. ¿Cuánto tiempo lleváis trabajando en él?

—Veinte años, mi señor, pero…

—Creedme, lo entiendo. Pero debéis terminarlo, hombre de Dios. Ah…, y no deberíais beber tanto. Esas botellas en vuestra habitación cuando estáis a solas… —Agitó un dedo—. Muy mal, muy mal.

»Siguiente —dijo animadamente—. Catherine de Willdon, acercaos. Y Henary también. Idos, Gontal, si tenéis la bondad. —Se hizo el silencio hasta que Gontal se alejó lo bastante para que no pudiera oír nada—. La casualidad —dijo al cabo—. Una entrada aquí, una salida allí. Shakespeare lo sabía todo a este respecto. Así es el caso que nos ocupa. Una llamada al timbre, un encuentro fortuito y todo habría sido distinto. Empiezo a pensar que esos accidentes son significativos. Me figuro, estudioso Henary, que no tenéis ni la más remota idea de lo que estoy diciendo.

—En efecto, mi señor. Vuestra sabiduría sobrepasa mi comprensión.

—Lo sé —replicó—. Yo diría que también sobrepasa la mía, en este momento. Así pues, echemos un vistazo a este relato y veamos si podemos sacar algo en claro, ¿os parece? Todo es cuestión de equilibrio entre los personajes, ¿sabéis? Catherine, ¿por qué existís? ¿Por qué os creé? ¿Por qué os convertí en la persona extraordinaria que sois?

Catherine no dijo nada, de modo que Lytten continuó:

—No lo hice —dijo en tono de disculpa—. Me temo que sólo erais un telón de fondo. Un personaje secundario, que existía únicamente para proporcionarle a Henary alguien con quien hablar. Es todo. Sin embargo, da la impresión de que ahora sois un personaje principal. Me resulta desconcertante. Habéis asumido una vida propia haciendo valer tan sólo vuestra personalidad. Os felicito por eso, si bien significa que sois algo difícil. Una persona así podría albergar con facilidad pensamientos y motivos sombríos sin que yo lo supiera.

»Henary lo conoce todo de vos, claro está, razón por la cual se sintió tan aliviado cuando lo aparté de la defensa de Pamarchon, ¿no? ¿Qué ibais a hacer, Henary? ¿Presentar unos argumentos aplastantes contra Catherine, como estabais obligado a hacer? ¿O quedaros callado y traicionar el honor de vuestro oficio al no defender a Pamarchon como mejor sabéis?

Henary respiró hondo.

—Un problema, ¿no? Catherine se hallaba sola en un mundo duro, implacable. Lo sé: yo lo hice así, aunque no era ésa mi intención. —Señaló a Henary—. Vos sabíais que ella no era nada. Nada. No tenía familia, ni posición, no era una gran señora de una gran familia. Todo lo que decía era una mentira tras otra. Era sólo ella misma, una impostora. Pero cuán extraordinaria. Lista, llena de vida, con iniciativa. Todo cuanto vos admirabais. Todo cuanto yo valoro. ¿Sabíais que Thenald la iba a hacer a un lado antes de que lo asesinaran? En vuestro discurso en favor de Pamarchon sólo habríais tenido que exponer los hechos.

»De modo que, ¿no fue una suerte que Gontal intentara aprovecharse de vos? ¿Que yo me pusiera de su lado y me encarara a vos? Así vuestro honor no se vio menoscabado. Decidme ahora: ¿qué habríais hecho? ¿Lo sabéis?

Henary miró a los ojos a la aparición.

—No, no lo sé.

—Dejad que yo os lo diga. Os habríais marchado y habríais caído en desgracia al faltar a vuestro deber de defensor. Habríais dado vuestro honor y vuestra reputación por vuestra amiga. Como haría cualquier buena persona a la que hubiesen puesto en tamaño compromiso. ¿Qué dice eso de vos, estudioso Henary? Las dos personas más importantes de vuestra vida son Catherine, una impostora, y Jay, cuya falta de disciplina socava la Historia que tanto veneráis. Admiráis a aquellos que hacen lo que vos no os atrevéis a hacer. Ha llegado la hora de que eso cambie. Etheran os enseñó la manera. ¿De verdad pensáis que esta mujer asesinó a su esposo?

—Me niego a pensarlo.

—Eso está bien. Es posible que sólo la esbozara, pero estoy seguro de que no le di alma de asesina.

—Entonces ¿quién lo mató?

—Veamos, ésta es la parte ingeniosa. Aquí es donde vos os redimís. No soy yo quién para decirlo. Haré que la verdad sea desvelada, lo que no significa que os la vaya a servir en bandeja, mi buen amigo. Vos sabéis quién lo mató. Ahora que Jay ha proporcionado los detalles que faltaban, que necesitabais, y que os ha enseñado cómo se pronuncia un discurso como es debido.

—No lo…

—Os daré una pista. Mirad a vuestro alrededor: ¿a quién veis? Observad a la multitud y encontrad a alguien a quien conocéis, alguien que no debería estar aquí, alguien que no forma parte de mi historia. Lo diré una vez más: ¿de qué sirve Anterwold si las personas inteligentes no utilizan los dones que se les han dado? —Se cruzó de brazos y contempló a Henary desde el sepulcro—. Poned fin a esto, Henary.

—Necesito tiempo para prepararme, y para pensar.

—No es posible.

Cuando Henary se apartó, Lytten observó deprisa, de soslayo, a Rosalind, que parecía perpleja.

—¿A qué ha venido eso?

—Ha sido lo único que se me ha ocurrido —repuso—. Thenald murió. Yo no hice que lo mataran, eso no estaba en mis notas.

Henary, entretanto, había unido las manos mientras escudriñaba al gentío, primero por aquí, luego por allá. Al cabo vio a la única persona que encajaba con lo que había dicho la aparición: «alguien a quien conocéis, alguien que no debería estar aquí». Alguien que no tuviera ninguna razón para estar ahí. ¿Sería ésa la respuesta? Se tapó la boca con las manos mientras se preparaba y cerró los ojos. Corría un riesgo enorme, un riesgo que jamás se habría atrevido a correr de no haberle ordenado la mismísima aparición que lo hiciera. Eso le dio la confianza necesaria para actuar. Permaneció así muchos segundos, hasta que su cuerpo se relajó y él empezó a hablar.

—Gentes de Willdon —dijo Henary cuando por fin aceptó que tenía que obedecer las órdenes de la aparición—, he aquí un hombre avergonzado, indigno de su nombre y de su rango. He sido castigado por el mismísimo cielo. ¿Alguno duda ahora que Catherine y Pamarchon sean inocentes de los terribles cargos que se presentaron contra ellos? El espíritu ha hablado y ha dado su veredicto. Nos ha dicho que son inocentes, y su pronunciamiento es irrevocable. Ambos han de marcharse en libertad.

»Más aún, me ha pedido que busque al asesino haciendo uso de mis conocimientos y que diga quién asesinó a Thenald y por qué, pues su asesinato ha de ser vengado, es una mancha en este lugar que ha de desaparecer de una vez por todas.

»Así pues, permitid que sea claro: yo fui quien causó la muerte de Thenald. Dejad que me explique.

»Desde hace ya muchos años trabajo con discreción en el ámbito de los conocimientos prohibidos, buscando verdades ocultas sobre la Historia, investigando profecías y los discursos de los místicos. Mi maestro, Etheran, habló con aquéllos cuya opinión se suele desoír, con narradores itinerantes, con ermitaños y con falsos profetas. Fue él quien empezó a ver el bosquejo de una narración que existía al margen de la Historia, pero murió antes de que pudiera finalizar su labor. Yo estudié sus papeles cuando redacté su propia historia con posterioridad a su muerte.

»Encontré dos cartas que escribió a Etheran un hombre llamado Jaqui, un ermitaño. Lo curioso es que yo ya había conocido a ese hombre. Las cartas encerraban una profecía.

»Resulta extraño atribuir importancia a esas cosas, y ciertamente que las mencione ahora. Sobre nuestras vidas se cierne la gran profecía de que un día seremos juzgados, pero no hacemos caso, entre otras cosas porque nadie sabe cuándo llegará ese momento. El ermitaño de Hooke creía saberlo, y le puso fecha: el quinto día del quinto año. Esto es lo que escribió. El fin del mundo llegará el quinto día del quinto año.

»A mí esto me pareció un desvarío carente de sentido, claro, pero aquí estamos, y ahora sus palabras han cobrado sentido. Hoy es el quinto día del quinto año. El quinto día del quinto año de la toma de posesión de lady Catherine del señorío de Willdon. Éste es el día en que, según el ermitaño, el mundo acabaría, y a su vez, el día que regresaría Esilio. ¿Duda alguien ahora que la profecía fuera certera?

Henary hizo una pausa para que los presentes asimilaran sus palabras.

—Cuando nos conocimos, le conté a Jaqui que Thenald era el señor de Willdon, lo era desde hacía ya siete años. Incluso le conté que gozaba de buena salud. Debió de darse cuenta de que, si ése era el caso, el quinto día del quinto año, el fin del mundo que él tanto deseaba, tardaría muchos años en llegar. Tenía que cambiar eso. Estaba tan loco que pensó, sin lugar a dudas, que él habría de ser quien lo llevara a cabo, obedeciendo a un designio divino. Esto es lo que según mi opinión sucedió:

»Jaqui dejó Hooke y se dirigió a Willdon, se topó con el guardabosques Callan y permaneció a la espera. Un viajero, un hombre sin nombre ni lugar de procedencia, dijo de él Callan. Robó el cuchillo que después apareció clavado en el pecho de Thenald.

»Más tarde, al parecer, regresó a Hooke y retomó su vida, a la espera del día que, según creía, demostraría su importancia. Esto es lo único que tiene sentido.

»Lo cierto es que Jaqui permaneció en Hooke hasta hace unas semanas, pero ahora que se aproximaba el día que tanto tiempo llevaba esperando, dejó el lugar por última vez. Yo envié a mi estudiante en su busca, pero ya se había marchado. Venía hacia aquí, a presenciar su triunfo.

»El resto está claro: perpetró el más espantoso de los crímenes para invocar a los dioses, quizá en venganza por el trato que había recibido en esta vida. Osó volver a este lugar, a profanar el santuario de Esilio. Tamaño mal y tamaña irreverencia no podían ser tolerados. La monstruosidad de su acto hizo que el mismísimo cielo protestara. El espíritu no respondió a la llamada de Gontal pidiendo a alguien con mayor autoridad que él. Más bien reaccionó al sacrilegio de un asesino que se atrevía a pisar este santuario y solicitaba que los dioses sancionaran sus malvados actos. La vil presencia de Jaqui hizo que Esilio acudiera a este lugar para esclarecer los crímenes y las falsas acusaciones con los que nos ha cargado.

»Su presencia, digo. Porque Jaqui, el ermitaño, se encuentra entre nosotros en este momento.

Henary levantó un brazo y señaló a la figura a la que la aparición le había pedido que buscara.

—Ahí lo tenéis. Ahí tenéis al asesino de Thenald. Traedlo aquí.

Lytten vio con el rabillo del ojo que Antros hincaba deprisa una rodilla, cuando Henary finalizó su dramático discurso, y cogía una flecha para colocarla en su sitio. A unos diez metros, calculó Lytten. Un blanco fácil.

Sin embargo, no fue necesario. El hombre al que Henary señaló no intentó salir corriendo. Tampoco gritó o protestó. Se quedó sencillamente donde estaba, y, cuando un par de soldados de Willdon se le acercaron, dejó que lo agarraran por ambos brazos y lo llevaran hacia delante. En su rostro demacrado había una extraña sonrisa de satisfacción, que ocultaba en parte la maraña de pelo.

Lo condujeron hacia el sepulcro, y una vez allí pugnó por soltarse.

—Quitadme las manos de encima —espetó—. No me voy a ir a ninguna parte.

Así lo hicieron, pero permanecieron cerca cuando el hombre echó a andar despacio hacia delante.

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