Arcadia

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Tercera parte La ciudad de Victor » 11

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Victor, como de costumbre, no se había acostado temprano la Nochevieja. Sus vagabundeos nocturnos de habitación en habitación por el Gran Vic distorsionaban caprichosamente la perfecta conífera de luces. Poco después de media noche había salido a la azotea para aclarar sus pulmones arrojando el lastre de las flemas en el mantillo de sus plantas. La gente del campo siempre se aclaraba los pulmones en Nochevieja. «Escupir las malas deudas», decían si eran comerciantes, o «el escupitajo del año pasado para la primavera del año próximo», si trabajaban la tierra. Los comerciantes escupían como escopetas de perdigones; los granjeros dejaban caer sus flemas en la tierra como un pastelero añadiendo huevo a la masa.

Victor no estaba obligado a escupir solo en Nochevieja. Podía haber elegido tener compañía. Había recibido la acostumbrada invitación para ser huésped del alcalde en el banquete de los hombres de negocios. Pero Anna había enviado sus excusas de siempre y su donativo para el Fondo de las Viudas. Él decía que era demasiado viejo para celebrar el paso de otro año.

—Estará usted allí en espíritu —dijo Anna, sacudiendo el cheque para las viudas que él tenía que firmar.

Sin embargo, estar solo mientras todos los relojes de la ciudad daban las doce no era enteramente del gusto de Victor. Había estado tentado de sugerirle a Anna que se quedase a tomar una copa con él, pero ¿por qué ponerla en una situación incómoda? Ella no era de su familia. Sus obligaciones terminaban en la puerta de la oficina.

Al sonar la duodécima campanada casi baja en su ascensor para estrechar las manos de aquellos hombres altos de uniforme que guardaban el Gran Vic las veinticuatro horas del día. No necesitaba mantener una conversación con ellos, una modesta gratificación sería suficiente. Por una vez, lamentó que Rook se hubiese ido. El hombre no era ni honrado ni eficiente, ésa era la verdad, pero era más como de la familia. Un sobrino impertinente, digamos, decidido a divertirle. Y era hábil —Victor lo reconocía— organizando fiestas para los veteranos. Aquel almuerzo de cumpleaños que Rook le había organizado había sido el punto culminante del año, igual que las fiestas de los pueblos que había conocido y nunca había conocido. Tarareó la marcha de

La Regina que la Banda Acorde había interpretado aquel día de principios de verano en la azotea. El año próximo cumpliría 82. ¿Estaría allí para celebrarlo?

En la azotea a medianoche hacía frío. Pero los viejos siempre están fríos, como los peces. Es el calor lo que no pueden soportar, y el ruido, y los movimientos repentinos cerca de ellos. Se estremeció pero se alegró de estar fuera —casi el único «fuera» en su vida en aquel momento—, liberado de la zumbona ecuanimidad del aire acondicionado. El viento se llevó sus esputos y le tiró de la bata. Se apresuró en la oscuridad hasta la puerta del invernadero y encontró el interruptor para encender dos bombillas anaranjadas de poca potencia. Las «lámparas forzadoras» de los horticultores. La luz anaranjada expulsó a la noche. El viento se colaba entre los cristales. Gemía y parloteaba en el marco. Dos calentadores de gas líquido mantenían el invernadero caldeado. Mantenían sus ejemplares vivos y hacían que el invierno fuese más templado para los cactus, las palmeras, los pulgones verdes y los insectos.

Encontró una plataforma baja que le sirvió de asiento. Encontró la botella de coñac entre los abonos líquidos y los pulverizadores antiáfidos. Escupió de nuevo. Escupió para la primavera. Y luego se llenó la boca de coñac directamente de la botella. El trago le anestesió la boca. Bebió más mecánicamente, decidido a tragarse la medicina, el filtro soporífero. Sostuvo la botella en alto contra la luz. Parecía cera derretida. Continuó tomándose la medicina hasta que el coñac estuvo por debajo de la etiqueta. Lo suficiente como para hacerle gemir y parlotear al unísono con los marcos de los cristales. No tenía ni frío ni calor. Tenía la temperatura de las plantas. Apretó la nariz contra el cristal, mirando primero hacia las afueras y las colinas. No había estrellas, sólo humedad, cristal y algas de invernadero que actuaban como una pantalla contra la noche. Oyó las sirenas de los bomberos a su espalda. Se volvió y vio las llamas, los árboles incandescentes, la visión sin precedentes de los faros de los coches en los adoquines del mercado. Al principio no pudo situar las llamas. No pudo situarlas geográfica ni temporalmente. Los rectángulos de cristal del invernadero hacían que la distancia pareciese bidimensional. Era una película, una película de los primeros tiempos del color, descolorida, fulgurante, la imagen manchada por el agua, las algas, los humos. Era una escena provocada por el insomnio y el alcohol, era una escena que le resultaba conocida. No se atrevía a parpadear. Tenía que concentrarse para atraer el recuerdo, las llamas eran viejas y acuosas. Pero, obedeciendo a su llamada, habían aparecido personas y sonidos. Había un viejo sombrero de paja. El olor a pan y a orina. El desconcertado arrastrar de pies sobre tablas desnudas de los durmientes. Las sirenas eran los gritos de su madre, los gritos de las princesas en llamas, los gritos de las personas separadas de sus casas, los gritos de las maderas empapadas de lluvia que el fuego había secado y calentado demasiado rápidamente.

Bebió más coñac, se terminó lo que quedaba. Se levantó y miró más atentamente las llamas del mercado. Limpió el cristal con su bata. Al fin la película era tridimensional. Las llamas le saludaban y le llamaban por señas; la antigua y dramática llamada del calor, que es tan elocuente por la noche. Los fuegos parecían muy próximos vistos a través del cristal rociado, pensó, tan próximos que podían haber sido velas colocadas en el parapeto de la azotea. Victor parpadeó y las velas volvieron a ser fuegos distantes. Los alejó. Los acercó de nuevo. Ahora veía a su madre en el cristal, metiendo sus pertenencias en una bolsa de lona y sujetando a su único hijo sobre su pecho con un mantón. Arrojaba unos granos de maíz sobre el escalón de su casa en el campo. Encendía una única vela y la dejaba —por muy poco tiempo— en el centro de su mesa de madera. Luego cerraba la puerta.

Cuando Victor enfocó de nuevo, la mesa de su madre estaba ardiendo. La puerta era una llama anaranjada. Ella no podía controlar el fuego. No podía impedir que las maderas se cuartearan. Llamó a Victor. Él se había ido. Ella se puso a gatas. No podía respirar. Se acurrucó en medio del humo y las llamas. No sabía si él estaba a salvo o muerto. A la mañana siguiente encontraron su bien asado cuerpo, lavado por la lluvia. Encontraron una manta para ella, una funeraria, un ataúd. Le dieron sepultura en la fosa común. Victor parpadeó para que el fuego volviese a ser una vela. Parpadeó para apartar las lágrimas, pero los viejos están acostumbrados a tener los ojos llorosos sin ningún motivo. Forma parte del envejecimiento. Además, el calentador del invernadero echaba humo, y el humo es tan eficaz como el sentimiento para hacer llorar a los hombres.

Ahora los helicópteros sobrevolaban la zona. Sus reflectores no le dejaron a Victor ninguna duda —una vez que hubo enjugado el pasado y fijó la vista en la noche— de que había problemas en el Mercado del Jabón. Los helicópteros le hicieron recobrar la sobriedad. Vencieron al coñac, la autocompasión y el recelo que sentía. Dejó encendidas las bombillas color naranja. Se enfrentó al viento de la azotea y se dirigió a su cama. Por una vez, se durmió muy pronto. No soñó ni necesitó despertarse para orinar. Cuando llegó el amanecer, su cuerpo formaba una artrítica interrogación sobre el colchón, la oreja derecha en la almohada, el torso curvado, las rodillas y las piernas levantadas en busca de consuelo. Su pregunta era: ¿Por qué me siento tan abrasado y seco?

Era el día de Año Nuevo y —no por primera vez en su vida— Victor estaba atormentado por una ansiedad que no podía nombrar. ¿Quién ha muerto?, se preguntó. ¿Qué podían significar los incendios y los helicópteros? Tenía un hueco en el pecho que sólo podría desplazar levantándose de la cama, que sólo podría llenar saliendo a la calle y viéndolo por sí mismo. Trató de evocar la cara de su madre, pero fracasó. Vio a su tía. Pero, más que a la tía, lo que vio fue el mercado tal y como era cuando él era joven y pobre. Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Una bandeja de huevos a sus pies. No había clientes. En este mercado imaginado parecía haber montones de productos, pero cuando miró más atentamente, los sacos y las bolsas, las patatas y los melones, se convirtieron en cadáveres. Había mil cadáveres en el suelo. Los adoquines también eran cadáveres, tan inmóviles y rígidos como carne de cementerio, tan implacables como huevos.

Así que, cuando Anna llegó el día de Año Nuevo para repasar las obligaciones de Victor para esa semana, él estaba preparado.

—Ya se habrá enterado de las noticias —dijo Anna.

Él negó con la cabeza. Ella le enseñó los periódicos de la mañana y los informes de la policía. Joseph ocupaba toda la primera página: «El revoltoso del mercado». Y naturalmente había un cadáver sin nombre. Un hombre de mediana edad, desnudo de cintura para arriba, magullado y partido como un plátano viejo a consecuencia de la paliza que había recibido.

—He tenido un sueño parecido —dijo Victor—. He soñado con esta muerte.

—No es un sueño —dijo ella, nerviosa por la mención de los sueños—. Lo que hay abajo es un pandemónium. Los teléfonos echan humo… Los comerciantes, la prensa, la policía, los arquitectos, los constructores. Arcadia tendrá que esperar un día. No creo que podamos entrar con cuadrillas de obreros hasta que hayan enterrado a ese pobre hombre, por lo menos. —Señaló el subtítulo—: Un muerto por la violencia ciudadana.

—Habrá que dar el pésame, quizá —dijo Victor—, si tiene familia. Por favor, hágame un cheque para que yo lo firme.

Ella tomó nota.

—Todo está controlado —dijo—, aunque hay problemas que resolver.

—Por favor, especifique.

—Los puestos del mercado, por ejemplo. Están todos destruidos. ¿Qué van a utilizar mañana los comerciantes cuando se abra el mercado del aparcamiento? Hay que alimentar a la ciudad.

Victor no pareció alarmado. En su opinión, los comerciantes tendrían que arreglárselas. No necesitaban caballetes para vender. Eran la clase de personas que podrían vender frutas en el suelo o en sus camiones y estarían satisfechos con tal que el dinero les golpease los muslos. Se habría alarmado, tal vez, si el fuego y la revuelta hubiese reducido Arcadia a escombros. Pero Arcadia no había sufrido ningún daño, ni podía sufrirlo. Al menos, no por algún tiempo. Los disturbios habían sido leves, para lo que suelen ser. Los disturbios en un solar no pueden hacer ningún daño.

Se encogió de hombros como diciendo: No me moleste con esas insignificancias. Pero lo que dijo fue:

—Sería diplomático, ¿no cree?, si fuese allí para dejarme ver.

El encogimiento de hombros pretendía ocultar su azoramiento.

—¿Dónde?

—En el Mercado del Jabón. ¿Dónde si no? —Y luego—: Creo que debería demostrar mi preocupación. Pero privadamente, como comprenderá. Nada de alharacas. Nada de prensa. Sencillamente quiero comprobar por mí mismo, con mis propios ojos, que todo está bien.

A primera hora de la tarde el Panache negro de Victor se situó marcha atrás delante de la entrada del Gran Vic. «El viejo va a salir», le habían dicho al chófer. Apenas había tenido tiempo de airear el coche y quitar el polvo. Los hombres de seguridad contuvieron a los curiosos cuando Victor salió del ascensor, con Anna pegada a sus talones. Ella llevaba un abrigo nuevo, largo, de astracán. El abrigo de Victor era de lana alpina gris y tenía quince años. Sabían que el día de Año Nuevo hacía mucho frío, que el viento se te agarraba a las rodillas y los muslos, que la lluvia rebotaba en el pavimento, que los resfriados y el reumatismo eran atracadores implacables en las calles.

Anna ya había perdido el último kilo de los tres que se había propuesto, y por ello sentía el frío más que antes. Debajo del astracán llevaba un traje de chaqueta, del mismo color crema, pero con un corte más caro, que el de Joseph

De parranda. No le tiraba en el pecho ni le apretaba en la cintura. Seguía llevando el pelo muy corto, aunque su peluquero había añadido «un toque de fuego» aclarándole el copete. Ya no era la jovial Anna, y se alegraba de ello. La jovialidad es un desesperado refugio para las mujeres de su edad. Intenta sustituir la juventud y la belleza, y no resulta digna. Anna era ahora tan solemne y tan impecable como la ropa que vestía. Se había hartado de los hombres y se había jurado, para el Año Nuevo, renunciar a su untuosa aprobación. No buscaría su condescendencia sexual. No sería su carroña. Que la temieran, para variar. Ella tenía ahora las llaves que daban acceso a Victor y cualquiera que buscara la oportunidad de sentarse a su mesa, envuelto en su aliento de viejo con olor a queso, tendría que llamar a la puerta de Anna.

Los porteros no insinuaron una sonrisa como hicieron cuando siguió a Victor hasta la galería comercial bajo la lluvia. Casi la llamaron señor, tan masculina parecía en su autoestima. Y ella ya no sentía la necesidad de sonreír desde las nueve hasta las cinco, ni de ser cortés o deferente con los hombres que llevaban traje o uniforme. El ascenso la había redimido de la maldición de envejecer. Tenía un despacho propio, personal a sus órdenes, el poder de mandar. Utilizaría ese poder plenamente. No sería despreocupada en el trabajo como lo había sido Rook, no pondría los pies ni las migas de un pastel sobre la mesa. No emularía su falta de seriedad, sus incorrecciones en la oficina, su puerta abierta. No sería Rook, ni la señora Rook. No obstante, le gustaría tener la oportunidad de volver a verle una sola vez, para que supiese que estaba completamente liberada de él. Para que viese —y lamentase— su poder, su esbeltez y su orgullo. Le tendría a sus pies. Sería como Victor, como un niño.

El viejo ya estaba en el coche. Su puerta estaba cerrada. Tenía la expresión vaga de los viejos mimados. La necesitaba como no la había necesitado ningún otro hombre, es decir, no tenía ninguna necesidad de amor ni de contacto físico. ¿Dónde debería sentarse ella? ¿Al lado del chófer? ¿Con el jefe? Los porteros conocían el protocolo. Abrieron la puerta delantera para que se sentara en el asiento de los sirvientes, donde Rook se sentaba en las raras ocasiones en que había compartido un coche con Victor. Pero Anna dio la vuelta al coche, envalentonada por su recién acuñada resolución de Año Nuevo. El chófer fue demasiado lento para abrirle la puerta de atrás. La abrió ella misma y se sentó en el mismo asiento que Victor, un metro de tapicería separando sus caderas. Él no intentaría cogerle la mano. No intentaría tocarle las rodillas, ni siquiera mirárselas, a pesar de su forma recientemente ennoblecida, ahora que estaban sentados como colegas uno junto otro. Ella dio un golpecito en el cristal detrás de la gorra del chófer y partieron. Cuando salieron de la galería comercial habló en nombre de Victor por el interfono.

—Vamos al Mercado del Jabón —dijo—. Necesitaremos un paraguas cuando lleguemos allí.

Luego nadie habló. El chófer se ocultó detrás de su gorra, molesto por la infracción al protocolo que situaba a una mujer al lado de su jefe. El viejo cerró los ojos y la boca, desaprobándolo, sin duda. El chófer no le veía respirar ni moverse.

Anna, con los dedos entrelazados sobre el regazo, chupaba un caramelo de menta para dejar su aliento y su estómago dulces y frescos. ¿Qué haría si veía a Rook donde éste estaría sin duda, entre los jaboneros del mercado? Se permitió imaginar que él estaba de pie allí, entre los ociosos de la plaza, sin nada que hacer aparte de mirar la limusina de la cual salía Victor con Anna detrás. Ella le miraría directamente a los ojos si estaba allí, si es que tenía el valor suficiente para levantar la cabeza y enfrentarse a la multitud. No tendría necesidad ni tiempo para sonreírle. Cerró los ojos y la boca imitando al viejo que estaba a su lado. Los limpiaparabrisas sonaban como una máquina de oxígeno, bombeando aire a sus pulmones. Si deja de llover nos moriremos, pensó. Los latidos de su corazón estaban sincronizados con el limpiaparabrisas. Palpitaba bajo el astracán. La elegante limusina negra avanzaba bajo la lluvia. No había prisa. Eran como deudos en un coche fúnebre, serenos, azorados, temerosos por sí mismos, con los ojos grises, pero por cansancio, no por pena.

Cuando el chófer de Victor llevó el coche por el distrito de Puerta de Madera hasta el borde de lo que había sido el Mercado del Jabón, todo parecía estar bastante bien. Habían retirado la mayor parte de los escombros y casi todos los coches habían sido recuperados. Ya había empezado el trabajo en la empalizada de madera que cercaría el óvalo vacío mientras se construía Arcadia, y algunos obreros municipales estaban demoliendo los restos calcinados de bares y árboles. Por primera vez en seiscientos años las fuentes y las gárgolas del antiguo lavadero estaban solas. La ciudad las había abandonado como si fuesen pirámides. Pronto las excavadoras y los obreros vendrían a recoger la cosecha de adoquines y meterlos en cajas como remolachas para su despliegue en Arcadia.

La policía había alejado del lugar a todo el mundo salvo a los obreros y a sí misma. Los detectives habían instalado una oficina móvil al borde del mercado para entrevistar a los testigos que se ofrecían a hablar. Examinaron la basura en busca de pruebas de disturbios organizados y metieron las botellas bomba, calcinadas y rotas, en bolsas de plástico junto con muestras de la fruta y los adoquines que habían sido arrojados. Entrevistaron a los últimos jóvenes que acudían a reclamar sus coches. Una caseta de lona con estructura rígida había sido levantada sobre el lugar en el que había muerto Rook, pero no había nadie montando guardia. Dentro, colocadas sobre los adoquines, había seis o siete velas encendidas y varias macetas con flores que convertían la caseta en un cálido e improvisado sepulcro sin cadáver. Nadie estaba seguro de quién había puesto las velas allí. Pero las dejaron que se consumieran hasta el suelo.

Dos policías uniformados controlaban todos los accesos a la plaza. Vacilaron cuando vieron el Panache negro, pero la gorra del chófer y los imperiosos destellos de los faros delanteros de la limusina les convencieron de levantar la improvisada barrera. Victor y Anna siguieron veinte metros más en el coche. Luego se detuvieron. El paraguas del chófer hacia juego con el coche y con el abrigo de Anna. Ahora Victor y su ayudante femenina estaban de pie, muslo contra muslo, debajo del brazo extendido del chófer. Ella cogió a su jefe por el codo para ayudarle a andar. Ya no estaba acostumbrado a los adoquines ni a peligros tales como cristales rotos, hojas mojadas y madera astillada. Dejó que Victor la guiara, pero estaba perdido. No había señales que pudiera reconocer en aquel espacio vacío. ¿Dónde se sentaban las mujeres con sus chalotas? ¿Dónde se sentaba él con los huevos? ¿Dónde estaba la avenida de puestos que de día parecía tan antigua y permanente como una calzada romana? ¿Quién había iniciado un incendio, quién había muerto, para salvar un lugar tan vacío y apagado?

Victor no era la clase de hombre que comparte sus recuerdos. Parecía exactamente el viejo rico que era, demasiado importante para notar la lluvia. Así que aquélla era su diplomacia, arrastrar los pies sobre los adoquines durante un rato y no compartir lo que sentía con los dos ayudantes que le mantenían seco y erguido. El trío caminó hasta el lavadero público. Los árboles y arbustos de siempre habían quedado reducidos a muñones ennegrecidos. El césped se había convertido en rastrojos, rígidos, muertos y negros. Pero el fuego no podía dañar la piedra y el agua, y las fuentes medievales, con sus gárgolas y sus piedras porosas de restregar, estaban exactamente igual que la semana anterior, el siglo anterior. El agua de la fuente, aumentada por la lluvia, era como todos los arroyos de montaña, como todos los manantiales salobres, indiferentes a todos los seres vivos de la tierra.

Miraron el agua durante un rato y luego volvieron hacia el coche, pero siguiendo una ruta ligeramente distinta, atraídos por lo que pudiera haber debajo de la lona de la bien iluminada y parpadeante caseta.

—Ese hombre murió aquí anoche, supongo —dijo Anna—. Le han hecho un santuario. —Se arrodilló y arregló las flores para darles una forma más ordenada entre las velas—. Es triste.

Los dos hombres no contestaron, así que Anna se levantó y habló por ellos.

—Era el marido, el hijo o el padre de alguien. O de lo contrario era uno de esos seres sin esperanza que duermen aquí. Tal vez nunca lleguen a averiguar quién era. Pondrán

El jabonero desconocido en su tumba.

—Mi padre está enterrado allí —dijo el chófer—. En el cementerio de Puerta de Madera. Mi madre también. Vivíamos por aquí. Yo tengo sangre jabonera…

Permanecieron de pie como turistas en una iglesia extranjera, familiarizados con la fúnebre intimidad de la luz de las velas, pero incómodos por una situación nueva para ellos: las paredes sacudidas por el viento; los adoquines; la letanía de la lluvia sobre la lona. El tiempo empeoró. Podían oír cómo se enfadaba. Las llamas de las velas hacían reverencias en el aire frío y húmedo que penetraba en la capilla de tela. El agua se deslizaba entre los adoquines y se colaba en el interior para formar un charco entre sus pies. Podían haber estado en una planicie afgana trescientos años antes, inmovilizados por el espacio, el cielo y la helada. Los bloques de oficinas y viviendas que les rodeaban, aunque a lo lejos, eran antiguos farallones que se encogían bajo el frío, el viento y la lluvia.

—Traeré el coche —dijo el chófer, alegrándose de dejar la luz de las velas—. Está lloviendo a chuzos.

—Exactamente —le dijo Victor a Anna después de que hubieran estado silenciosos más tiempo de lo que parecía lógico—. Son chuzos. Escuche la lluvia. Nunca oigo la lluvia dentro del Gran Vic. Son chuzos. Ella solía usar esa frase. Se puede oír exactamente lo que quería decir.

—¿Quién?

Victor no se atrevió a responder. No deseaba parecer ridículo como le había ocurrido al chófer, débil por el sentimiento. Se agachó lo mejor que pudo para mirar las llamas de las velas.

—Creo —dijo— que nos llevaremos una vela encendida cuando nos vayamos. Al tipo que murió aquí no le importará. —Rompió el sello de cera que sujetaba una vela a su adoquín—. Un ritual campesino, eso es todo. Te llevas una vela encendida de la casa vieja a la nueva. De ese modo conservas la buena voluntad del pasado.

—La llevaré yo.

Anna alargó los dedos. Como había pensado, el jefe era como un niño.

—No, no.

—¿A qué «nueva casa» se la llevará? ¿A Arcadia? Esa vela no es lo bastante larga como para durar dos años.

—La llevaremos al aparcamiento. Es sólo un símbolo.

El asentimiento de Anna mostraba su paciencia y su obediencia, pero no era una señal de comprensión.

—Es verdad que uno no se enriquece con los sentimientos, no en el mercado —dijo Victor—. Hace falta trabajar con ahínco y tener sentido común. Pero el ritual también desempeña un papel. No deberíamos subestimar…

No terminó lo que tenía que decir. Era un hombre poco teatral.

—De acuerdo —dijo Victor—. Llévela usted. —Levantó la vela para que Anna la cogiera—. Vigile que el viento y la lluvia no la apaguen. Una mecha mojada por la lluvia trae mala suerte durante cien años.

¿Quien telefoneó a El Ciudadano? No estoy seguro. No cogí yo la llamada. Tal vez el chófer. ¿Anna? No. ¿El policía que estaba de guardia en la barrera y dejó pasar el Panache para que se adentrara por las callejuelas de la ciudad vieja? ¿Un empleado del aparcamiento? ¿Un espíritu inquieto y fisgón de la ciudad? En una ciudad siempre hay alguien con un cuento que contar y siempre hay Ciudadanos que lo adornen y lo publiquen. Inspirado por la nota de esta fuente anónima que había sobre mi mesa, escribí un párrafo para la columna de El Ciudadano. Lo publicaron la mañana después del peregrinaje de Victor al mercado en la página interior acostumbrada de la edición que tenía las fotos de Rook y Joseph en la primera página. El titular era: «Jabonero revoltoso acusado de asesinato». Describían a Rook como «un ejecutivo de la industria del mercado alimentario hasta su reciente despido».

A las nueve de la mañana del dos de enero, cuando Anna recorrió a pie la galería comercial y entró en el Gran Vic, el nombre de Rook era conocido en toda la ciudad. En el vestíbulo los oficinistas devoraban ejemplares de nuestro periódico, lamentándose, regodeándose en la suerte de alguien tan popular como Rook. Anna se sentó ante su mesa intacta. Respiró lo más regularmente que le permitió su caja torácica oprimida. ¿Tenía ahora más o menos sentido lo que había sucedido en la caseta de lona, el extraño viaje en el coche protegiendo aquella llamita mientras atravesaban la ciudad? El día anterior las palabras que había utilizado parecieron demasiado fuertes. «Es triste», había dicho. Pero ahora «es triste» adquiría una nota de fuga. No podía encontrar palabras que fueran más allá de «es triste». No podía abarcar la carga de las noticias expresadas tan sólidamente en letra de imprenta.

El Ciudadano —guiado por mí— adoptó un tono más ligero, naturalmente. «Es raro hoy en día», escribí, «ver a Victor, el octogenario Rey de las Verduras de nuestra ciudad, en la calle. Pero si ustedes pudieran ver a través de los cristales ahumados de las limusinas tal vez se habrían fijado en que el anciano visitó ayer por la tarde el recientemente aporreado Mercado del Jabón. Sin duda vino a presentar sus respetos a Rook, su adjunto en otros tiempos, que había sido derribado en las horas que precedieron a la madrugada del día de Año Nuevo.

»Ciudadanos con ojos de lince informaron de que Victor no se marchó de allí con las manos vacías. El recluso del invernadero, que no tiene inconveniente, como ustedes recordarán, en transportar los filetes de pescado de su mesa en taxi, partió del santuario levantado en el mercado de Rook con una vela encendida en la mano. La vela cruzó la ciudad en una limusina conducida por un chófer. Por supuesto, ¿quién dice que los ricos no son ridículos?

»Mi colega, nuestro comentarista de asuntos religiosos, me dice mientras recorre los clubs y bares de la ciudad en una misión personal que ocupa toda su vida, que “las velas iluminan las oscuras callejuelas por las que todos debemos pasar cuando nuestro tiempo se acaba y todas nuestras botellas han sido vaciadas hasta los posos”. ¿Será moda en estos duros tiempos rendir homenaje a los empleados recientes

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