Arcadia

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Primera parte El Mercado del Jabón » 1

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No es extraño que Victor no se enamorase nunca. Una infancia como la que él tuvo nos habría convertido a todos en cubitos de hielo. Se alimentó de la leche de su madre hasta los seis años y luego prosperó gracias a la caridad y el comercio.

El día que cumplía los ochenta, Victor comió pescado. Le encantaba el pescado. A medida que la edad le cubría de escamas y plateaba su cabello, su gusto por el pescado aumentaba. Diez percas vivas de su propio criadero llegaron esa mañana a la estación y un taxi las llevó en un bidón de plástico a sus oficinas. El personal de la cocina estaba acostumbrado a Victor y a sus mimados peces. Pensaban cocinarlas con cerveza de manzana y servirlas frías con aceitunas de su finca. También habría champán, el champán del jefe. Y fruta, por supuesto. Todo esto para sólo cinco invitados al almuerzo de cumpleaños. Verduleros todos ellos, tratantes en patatas, comerciantes en judías, asentadores de fruta, y todos, al igual que Victor, viejos, lentos y duros de oído. No habría —a petición suya— regalos, ni tarjetas, ni tarta. No pondría a prueba su propia paciencia —ni la de sus empleados— con discursos. Lo que los viejos quieren es paz e informalidad, y la oportunidad de hablar entre ellos como niños tiznados.

Dijo que quería una comida sencilla y campestre. La ficción que había en su mente era ésta: se sentaría rodeado por sus amigos bajo un entoldado de lona. Habría manteles blancos sobre una mesa de inestables caballetes. Una ligera brisa. Los invitados se quitarían las zapatillas y frotarían los dedos desnudos de sus pies en el polvo. Girarían en sus taburetes y escupirían los huesos de aceituna al aire. Pollos y gatos darían cuenta de las migas y de las pieles de las percas. Con la ayuda de unas cuantas bromas y un poco de dinero, el gordo hijo de la cocinera tocaría rotundas melodías con su acordeón. Ésa era para Victor la comida de cumpleaños ideal. Sencilla, barata y al alcance de campesinos que hubieran vivido pegados a la tierra en una granja digamos que treinta años atrás; pero un sueño fuera del alcance de los cheques y los aparatos de fax de un hombre cuyo hogar está a veintisiete pisos y cien metros por encima del suelo, con vistas, a través de cristales ahumados y resistentes y de aire ahumado y resistente, sobre bloques de oficinas, buhardillas y galerías comerciales.

No obstante, el hombre que conocíamos como Rook había hecho todo lo posible para que los sueños del viejo Victor se cumpliesen. Los manteles blancos fueron fáciles de encontrar. Rook tenía los gatos. La brisa sería el aire acondicionado. Los viejos podrían quitarse las zapatillas y frotar sus dedos en la lana de la alfombra. Podrían escupir los huesos de aceituna a las camareras. ¿Por qué no?

Tendrían que pasarse sin los pollos, razonó Rook. Victor no podría tener gallinas sueltas cloqueando entre sus renqueantes invitados. No era Dalí, todavía. Los acordeones fueron contratados. La agencia enviaría un grupo de tres, dos hermanas y una amiga. Tal vez, pensó Rook, debería ambientar el ascensor con aerosoles de estiércol, o pasar cintas con cantos de pájaros por el circuito de intercomunicación. Eso haría que al jefe se le saltaran las lágrimas. Al jefe se le saltarían las lágrimas de todas formas. Había resuelto mimar a Victor durante ese día. Planeaba prepararle una silla de cumpleaños adornada con ramas, como solían hacer en el pueblo donde Victor había nacido. Exactamente igual que la silla de

Calendario de costumbres de Leyel: lámina XVII, una fotografía borrosa en blanco y negro de un niño de los años veinte, con expresión de radiante felicidad, lloroso, recargadamente vestido con bombachos y chaleco, entre el follaje de una silla de cumpleaños de alto respaldo. Victor tendría lo mismo. Al Servicio de Seguridad y Vigilancia de la oficina no le parecería bien, pero Rook suponía que podía decorar una silla sin que el edificio se detuviera con un chirrido. Un poco de follaje no haría ningún daño.

Así que el día de Rook ya estaba arreglado. Supondría un cambio respecto a estar de pie al lado del viejo mientras éste estampaba su marca en los cheques y papeles o acercaba su helada nariz a las últimas revistas profesionales o —con más entusiasmo— a la

Guía ilustrada de los coleópteros de invernadero de Alkadier, que era su compañera de cama, de escritorio y de lavabo. Además, le permitiría a Rook salir a la calle durante un rato. Su mayor alegría era soltarse la corbata y callejear esquivando a la gente de la ciudad. Pero ganando un sueldo todo el tiempo, sangrando el bolsillo de Victor, sangrando bolsillos por todas partes.

En el corazón del mercado de frutas y verduras, no lejos de las oficinas de Victor, había un jardín con rosas, laureles y toda clase de arbustos atrofiados de un verde grisáceo. En otro tiempo había sido la plaza pública de los lavaderos y todos los ciudadanos lo conocían aún como el Jardín del Jabón. Con una lógica más poética que funcional, el mercado que había absorbido el jardín también era conocido como el Mercado del Jabón, aunque no vendían jabón en él. Las aporreadas piedras de lavar medievales y las fuentes con gárgolas de la plaza todavía estaban allí, aunque protegidas de la gente por una reja. Las sillas y las mesas de los muchos bares adyacentes se extendían por el jardín. Y había césped, un puesto de café y tartas, y arbustos que proporcionarían la ornamentación perfecta para una silla de cumpleaños. «Podría enviar a un chófer o un administrativo, es verdad», pensó Rook. Pero en días soleados como aquél había chicas tumbadas en la hierba, muchas más y mucho más bonitas que las que había visto nunca en los caminos rurales. «¿Por qué desperdiciar semejante perspectiva enviando a un administrativo?».

Le dijo a Anna, la mujer que se ocupaba de las habitaciones exteriores, contrataba y despedía al personal y controlaba la puerta de acceso a la suite de oficinas de Victor, que tenía que «hacer unos recados» y que estaría fuera dos horas como máximo.

—Tráeme un pastel cuando vuelvas —dijo ella.

No era tonta. Conocía bien a Rook. Le había visto en ocasiones anteriores salir apresuradamente por la mañana para realizar gestiones urgentes y luego le había pillado sentado ociosamente en su despacho sin nada en la mesa excepto unas migas. No era la clase de hombre que se da aires de grandeza si el personal le hace partícipe de sus cotilleos o sus bromas. No tenía fama de ser muy trabajador, ni muy orgulloso. Era el parachoques de Victor —y su factótum—, eso era todo. El jefe decía; Rook hacía. Aunque nadie sabía con certeza qué era lo que Rook hacía y arreglaba.

A Anna le gustaba el intrigante misterio de Rook. Su placer se hizo evidente: en su voz alegre, en su cara un poco sonrojada y encendida. Se preguntó si se atrevería a compartir un pastel con él, sus bocas y sus lenguas disputándose cada migaja. Habían estado muy cerca de eso mil veces; la mano de él en la cinturilla de su falda o pellizcando su carne, su aliento sobre su cuello, mientras estaban haciendo cola delante de la cafetera o de la fotocopiadora; la mano de ella, como en broma, sobre la de él, cuando uno junto al otro, cadera contra cadera delante de la mesa de Anna, comprobaban la agenda de Victor cada mañana. Si aquello era amor, entonces era un amor sabio, no un amor juvenil, no un amor tímido, no un amor ciego. Y si aquello era simplemente pasión y nada más, entonces estaba en buenas manos, porque Rook y Anna eran lo bastante mayores —y lo bastante jóvenes— como para sacar el máximo partido de la pasión mientras el tiempo estuviera de su parte. A Anna su papada, algunas arrugas y ojeras bajo los ojos, cierta flaccidez en el vientre y en los muslos, la piel apergaminada en la parte interna de las extremidades, la pérdida de vigor, y otras cosas, le decían diariamente, cada vez que se lavaba, se vestía o corría, que tenía más de cuarenta años y que debería atreverse a cambiar su lema del

Ve con cuidado de su juventud por un

Sí y ahora y aquí.

En cuanto a Rook, a unas señales de madurez muy parecidas había que añadir un pelo sin vigor que blanqueaba en las sienes y un pecho de asmático en forma de proa como prueba de que, debajo de la alegre corbata y la camisa, sus pulmones estaban afligidos y extenuados. Él se veía a sí mismo nervudo y ligero. Su mente era nervuda. La expresión de su cara era nervuda. Pero desnudo, en la ducha o en la cama, más que nervudo se le veía flaco. Sin embargo, era un hombre tentador y enigmático, no seco y agotado como otros que ella conocía. Anna se atrevió a mirarle a los ojos y a pensar en el pastel —y algo más— que podían compartir. «Ya veremos», dijo, no exactamente en voz alta, con los dedos unidos por las puntas bajo su barbilla y el espíritu animado por las perspectivas del día. Sí, sí. Sí aquí, sí ahora. Rook se vio reflejado en ella. Le sonrió y le dijo:

—No tienes más que decirme qué pastel quieres. ¿Con qué puedo tentarte hoy?

Ella dijo que quería un vienés con fruta y nata, eso iría bien con el mejor champán, que era el que esperaba que el jefe ofreciese a sus empleados de confianza para que brindasen con él en su almuerzo de cumpleaños. Rook prometió encargarse de ello. Haría lo siguiente: se ocuparía de que todas las personas que trabajaban en las habitaciones exteriores tuviesen pasteles y bebida. Se sumarían a los ancianos verduleros para celebrar los ochenta años de Victor. El personal podía comerse un pastel, pensó, sin que el edificio se detuviese con un chirrido, aunque la idea de que los edificios se detuvieran con un chirrido le atraía.

Así Rook, aquel viernes de verano en nuestra ciudad, iba armado con el encargo de cosechar pasteles y ramas verdes mientras descendía los cien metros y los veintisiete pisos en el ascensor particular de Victor y caminaba hacia el aire libre cruzando el cuidado follaje de plástico de los luminosos vestíbulos que se proyectaban de la base del edificio como acolchadas antepuertas de cristal. Mostró su cara y su pase personal al vigilante jurado y se metió entre las hojas de la puerta giratoria. ESTAS PUERTAS SON AUTOMÁTICAS, anunciaba el letrero. Era una advertencia y una jactancia: Estas puertas son más grandes y más permanentes que usted. Sencillamente le llevaron en un triángulo rotatorio de aire acondicionado hasta el sol y la brisa que había más allá. Toda seguridad terminaba ahí.

Observen que no quiso coger un coche. Había un hombre de guardia en las puertas que hubiese estado encantado de llamar uno, un taxi o un Panache de la compañía con chófer. A Rook se le valoraba tanto como a las percas de Victor —si no un poco más— y no se esperaba que se arriesgase por las calles. Pero él prefería andar. Y ¿quién iba a saberlo? A los cinco minutos estaría entre la multitud, indistinguible de todos los demás duplicados con traje de oficina que iban a hacer diligencias en la ciudad durante las horas de trabajo. ¿Qué podía ser más grato que pasar inadvertido entre extraños vagamente conocidos u ofrecer una semiinclinación de cabeza, la sombra de una sonrisa, a los transeúntes cuyas caras le sonaban? ¡Qué democracia! Esquivarse y empujarse, renacuajos en la corriente. Pero primero tenía que recorrer los calurosos y vacíos claustros de la galería comercial donde el ruido del tráfico distante era barrido por el de las fuentes, cuya agua manaba y se recogía, día y noche, con una rítmica certeza que ningún arroyo de montaña podía igualar. Rook no se detuvo, a pesar del calor y la soledad, para sentarse debajo de las farolas ganadoras de un premio o para jugar una complicada rayuela en las baldosas de mármol coloreado.

Eligió una ruta que le libraba de las sombras. Fijó los ojos en la línea del horizonte, donde las poco ambiciosas torres de la ciudad antigua competían en busca de luz y oxígeno con las grúas mantis de los edificios en construcción y los esqueléticos andamiajes de los bloques de oficinas a medio terminar, cubiertos por pudor con faldas de plástico ondulantes. Rook decía que le encantaba ver las grúas elevándose por encima de las cabezas. Le gustaban sobre todo cuando, en la Fiesta del Verano, estaban todas engalanadas con guirnaldas y luces y había fuegos artificiales. Entonces, por una vez, las calles estaban más apagadas, más oscuras que el cielo nocturno. Le gustaba su ciudad bulliciosa, atestada, vestida de negro. Se veía a sí mismo nervudo y negro, una tópica criatura de la noche. De hecho, en parte, por eso nuestro Rook era conocido como Rook: por la ropa negra que llevaba cuando era joven y vivía en las calles. También por el graznido nasal, semejante al de un grajo, de su risa, y por su amor por las multitudes, por sus saqueos, por su falta de escrúpulos. Pero, más que nada, por su aspecto de pájaro con el pecho hinchado y los miembros ligeros[1].

Se decía que le había sacado sus buenos dineros a Victor, que Victor, sin hijos, sin herederos, trataba a Rook como a un hijo y le daba dinero en lugar de amor. Un cheque era la versión de Victor de un beso. «El dinero es el mejor abrazo», decía. Pero en esto las habladurías de las secretarias y los administrativos iban muy desencaminadas. Victor —a pesar de sus años y de sus conocimientos del poder de seducción del dinero, de cómo se podía comprar y acariciar a la gente con dinero— le pagaba a Rook un sueldo, nada más. Y Rook era lo bastante listo como para mantener las manos limpias en la oficina. Sabía lo fina que era y lo gastada que estaba la correa que le ataba a la bolsa del viejo y, de hecho, lo floja que el jefe sostenía esa correa, lo fácilmente que podría soltarla. Para ser dos hombres que pasaban tanto tiempo juntos, compartían pocos sentimientos o lealtades. La jovialidad de Rook no debía tomarse por afecto a su jefe o a su trabajo, sino más bien como una estratagema para llenar los silencios que eran el pesado mobiliario de su intercambio diario. A Victor no le agradaba la especial propensión de Rook a la frivolidad, su falta de respeto por el silencio, su subversión de las convenciones sociales, su irritante pereza. El sencillo credo de Victor era éste: hasta que un hombre no acepta entregarse al trabajo, no será rico, ni valioso, ni admirable, ni —lo mejor de todo— podrá estar en paz.

Sin embargo, Rook era rico, no hay duda. Un hombre más pobre no habría rechazado el ofrecimiento de una limusina. Sólo un hombre que está seguro de su riqueza prefiere caminar cuando puede ir en coche. Sólo un hombre que está acostumbrado a las calles, que tiene ojos en los talones, sabe cuándo le están siguiendo y quién. Cuando las puertas giratorias automáticas expulsaron a Rook al aire no acondicionado, un tipo de apenas veinte años, con un arrugado traje de verano color crema, se separó de las oscuras sombras entre los cavetos de una columnata y le siguió a la galería comercial, manteniéndose, como un gato, pegado a las paredes sin sol. Deambulaba como un truhán, fingiendo interés por las fuentes y las farolas, evitando las junturas y fisuras en las baldosas de mármol de colores. He aquí, pretendía decir su actitud, un inocente en el extranjero. Decía, en cambio, he aquí un haragán en libertad. Apártense. Tengan cuidado. Protejan sus bolsillos mientras andan.

El haragán que seguía a Rook era nuevo en la ciudad. Tenía las uñas cuarteadas como pizarra. Sus manos y su cuello estaban tostados. Le lloraban los ojos por la arenisca y el polvo que, arremolinados por el viento, le picoteaban la cara. Todavía no había aprendido el truco de la ciudad de guiñar los ojos mientras caminaba. Estaba jubiloso por encontrarse allí, lejos de casa, perdido, pobre, libre. En el bolsillo llevaba una navaja automática cuyo muelle era lento y temperamental. Nada de dinero. En algún momento, durante el día del cumpleaños de Victor, se encontraría cara a cara con Rook. ¿Quién saldría peor parado? Era optimista, aunque al final, por supuesto —a menos que pensase en el asesinato—, un muchacho como él tenía que salir perdiendo. En el mejor de los casos, le esperaban la pobreza, la bebida, la delincuencia, y vender su cuerpo y sus favores en la calle. Por lo menos mientras fuese joven. Luego, solamente la pobreza y la bebida.

Si estuviésemos buscando dos polos opuestos para representar la buena fortuna y la mala suerte, no podríamos hallar nada mejor que estos dos hombres, el factótum y su sombra, cuando se metían en el paso subterráneo de peatones y pasaban por debajo de la Autopista de Enlace Roja, que separaba la ciudad vieja de las plataformas y terrazas ajardinadas de la nueva. Era un paso construido para palizas, o violaciones, o el urgente vaciado de vejigas, o para que la gente sin techo se refugiase de la lluvia y la noche. Las columnas proporcionaban huecos oscuros a los vagabundos. Las mortecinas luces parpadeaban y zumbaban, fallaban a veces o fulguraban como flashes fotográficos. Los papeles tirados se hinchaban y aleteaban como una paloma atrapada y asustada. El olor era una mezcla de orina y de calle.

Rook pensó que tal vez su sombra acortase la distancia entre ellos bajo tierra y hubiese un forcejeo por su cartera, o le acorralase para pedirle «un préstamo». Caminó un poco más deprisa, jadeante. Cerró los dedos en torno a sus llaves para que cualquier puñetazo que diese fuera duro y pesado. Se alegró de ver la luz del día derramándose sobre los escalones en el otro extremo del paso y de oír el repiqueteo de los tacones de las mujeres sobre la acera, las campanillas de los vendedores callejeros, los altavoces de las tiendas que ofrecían gangas insistentemente, las portezuelas y las bocinas y los frenos de los coches.

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