Arcadia

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Primera parte El Mercado del Jabón » 2

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Muy pronto fue un Rook diferente, aún no el revolucionario que había sido de joven, no exactamente el perro fiel del edificio de oficinas, sino alguien más relajado que ambos. Su paso se hizo más lento. Iba paseando. Su corbata estaba floja. Dejó caer los hombros. Su pecho de pájaro ya no subía y bajaba en busca de aire. No había tensión allí, en el espacio público, excepto la amable y congestionada tensión de las calles, que separaba el tránsito de los peatones, que producía armonías atonales en las que las bocinas de los coches eran los instrumentos metálicos de viento, los vendedores de periódicos eran los vocalistas y la percusión era suministrada por el golpeteo de los zapatos en la piedra. Ahora lo que Rook buscaba principalmente en aquella calle de bares, boutiques y restaurantes, eran tipos raros, compinches, chicas bonitas, cualquier persona que mirar, o cualquier cosa que comprar. Estaba atento, sí, pero ya no a los ladrones o los problemas, ya no al individuo del arrugado traje crema. Rook ya no aferraba sus llaves. En algún lugar, entre la ciudad nueva y la vieja, su haragán había desaparecido, tragado por la multitud de las aceras.

Desconocedor del vals, el sencillo rápido-rápido-lento de atravesar una multitud, la rústica sombra de Rook había sido bloqueada por los coches y las bicicletas que esperaban, interceptada por ciudadanos que iban en direcciones opuestas, detenida por bolsas de la compra, niños y carritos de bocadillos o baratijas. Había sido entretenida por individuos que ofrecían folletos y octavillas, había tropezado a la altura de las rodillas y del pecho con cubos de la basura, bocas de riego, letreros, buzones, puestos de periódicos. Le había empujado y golpeado el selectivo caos de la calle que desviaba y arrastraba a los recién llegados que no entendían su corriente o su flujo. Aquélla era una ciudad lanzada a toda velocidad.

Mientras Rook mantenía su paso infaliblemente y sin tropiezos, el joven del traje —cuyo nombre conocerán antes de que acabe el día— quedó atrás, perdido, incapaz incluso de localizar la cabeza de su presa, que iba curioseando, entre el incesante tropel de ciudadanos. Se detuvo y se puso a mirar escaparates también él, asaltado por bandadas de gaviotas de lencería, joyas tiradas sobre un lecho de arena tan descuidadamente como si fuesen piedras, trufas de chocolate expuestas como si fuesen joyas sobre bandejas de raso, terraplenes de botas y zapatos, toda la magia del

Mire, pero no toque. Apretó la espalda contra el escaparate esperando que unos ojos le mirasen de arriba abajo y le desaprobasen. Pero no había ninguno. Los únicos ojos que le miraban eran los de los maniquíes de escayola. Miraban hacia fuera, día y noche, como si soñaran la calle y todos los transeúntes fuesen invenciones en el cristal.

¿Quién puede resistirse a la intimidad de las muchedumbres? Una muchedumbre es gente que se vota libremente a si misma. La sombra de Rook se unió a la muchedumbre y fue con ella a lo largo de la calle de los Santos, dio la vuelta a la plaza de la Torre y regresó, hasta que encalló entre las mesas de la terraza de un bar. Se sentó. Permanecería allí hasta que viniese un camarero y luego se marcharía apresuradamente. No estaba aburrido. La calle era un cabaret, con pantomimas y con chistes contados teatralmente, en un susurro o en un grito. Se quedaría allí durante un rato, pensó, y luego volvería al lugar donde había visto a Rook, donde nunca había multitudes, en el paso de peatones mal iluminado bajo la Autopista de Enlace Roja. Ése era el sitio perfecto para la emboscada que planeaba.

Mientras tanto, Rook había dejado atrás el bullicio de la calle de las boutiques. Había rodeado los límites del Parque Matemático, donde los parterres tenían las formas más variadas —un octógono de prímulas, un perfecto círculo de begonias, rosas en forma de triángulos y cuadrados— y había pitagóricas estructuras para que treparan los niños y bancos de madera diseñados imposiblemente como cintas de Möbius. Ahora Rook iba caminando por el barrio donde había nacido y crecido, el distrito de Puerta de Madera de nuestra ciudad.

¿Dónde estaban las puertas de madera que daban nombre al lugar, aquellos centinelas de roble medievales que habían dado paso a una ciudad antigua? Se habían quemado setenta y cuatro años antes, cuando Victor era un niño de seis. Los incendiarios —eso se decía— eran concejales que querían «mejorar» lo que se había convertido en un distrito de alquileres bajos habitado por mendigos, ladrones y prostitutas. Sus mejoras fueron hileras de casas iguales de cinco plantas: una planta de venta al por menor, otra de venta al por mayor, dos plantas de apartamentos, un ático, un sótano, establos, un patio, alquileres altos. En su apresuramiento, siguieron, en lugar de sustituirlo, el calcinado y confuso laberinto de calles medievales. El distrito de Puerta de Madera era entonces, y seguía siendo el día en que Victor cumplía ochenta años, más adecuado para los caballos. Aquellos estrechos patios y callejones sin salida, aquellas retorcidas callejuelas, que los vecinos llamaban Las Bizcas, eran apenas más anchos que el largo de una yegua. Ningún vehículo de motor podía girar dentro de Las Bizcas. Eran demasiado apretadas y modestas para el maldito estreñimiento de los coches.

El vecindario de Puerta de Madera tenía sus vehículos, por supuesto. Una ciudad tiene que respirar, y había vías más rectas y anchas que permitían el acceso a Las Bizcas y le proporcionaron a Rook una ruta rápida y directa hacia los pasteles y las ramas verdes. Ahora iba andando por la calle, de cuatro yeguas de anchura, donde había crecido. Había zonas de aparcamiento donde en otro tiempo había jugado asmáticamente a la pelota. El edificio donde sus padres habían alquilado un piso estaba ahora dedicado a negocios, un barbero en la planta baja, un contable encima y luego tres pisos de almacenes. La habitación que Rook había compartido con un hermano durante diez años estaba llena de pared a pared con esterillas, alfombras de

phaga y droguetes de Cachemira. La pesadilla fibrosa de un asmático.

Vecindario no era la palabra correcta. Ya no había vecinos allí. Por las noches los barberos, los contables y los almacenistas se marchaban en coche, en autobús y en tren a sus casas en las afueras de la ciudad. Por las noches Las Bizcas se quedaban oscuras y muertas. Pero los edificios seguían siendo los que Rook había conocido de pequeño. Aún no había demoliciones. Y todavía se notaba un sutil olor en el aire, por debajo de la peste de los coches y el perfume de las secretarias, al antiguo incendio. Y también a vegetación podrida, como si el barrio hubiese sido construido, contra toda probabilidad, sobre el olor agridulce de un pantano. Porque aquéllos eran los aledaños del Mercado del Jabón. El olor, un hedor transportado por el aire a tallos de repollo, higos, aceitunas, remolacha… había eructado y bostezado a lo largo de aquellas calles y en el interior de Las Bizcas durante seiscientos años. Con los ladrillos de las casas y los adoquines del pavimento, decían, se podría hacer una sopa; el lugar estaba empapado de raíces, hojas y frutas. Y lo mismo, por supuesto, le ocurría a Rook. La sopa de Rook sabría tanto a fruta como a carne. Igual que el mono del mercader de la canción:

Sus testículos eran huesos de mango

(muy normal entre los simios);

su picha era un calabacín.

Cagaba uvas frescas.

A pesar de su aplomo y de sus trajes, Rook era un muchacho del mercado, un jabonero de los pies a la cabeza. Su madre y su padre le habían hecho así. Sus padres habían alquilado un puesto en el mercado y eran demasiado frecuentes los días en que animaban a Rook a faltar a clase y ayudarles a apilar y vender sus mercancías. Puede que no conociese la forma de los continentes o el álgebra cuando tenía diez años, pero distinguía —por el olor, por la pátina, por la forma (tarea nada fácil)— una cereza Trakana de una Wijnkers, y sabía, antes de romper la piel, qué berenjenas estaban agrias y qué guisantes se habían marchitado dentro de sus vainas.

Así que Rook se sentía nostálgico cuando, el día de la celebración de Victor, recorría los familiares cien metros entre su antigua casa y el borde del mercado, más allá del cual, hasta ahora, los colonizadores barberos, contables y almacenistas no habían dejado huella. Los desfiladeros que formaban la ciudad terminaban aquí en un enorme patio empedrado y ovalado, que —Rook podía garantizarlo— un muchacho asmático en bicicleta no podía rodear en menos de quince minutos. Exceptuando los pocos restaurantes y bares de una sola planta que había en el Jardín del Jabón, que formaban el centro del óvalo, todos los edificios del patio eran puestos de madera y lona. El lugar estaba abierto al cielo y hubiese podido pasar por una feria medieval de la cosecha. Sólo que el Gran Vic —como llamaban al bloque de oficinas de Victor— y los otros altos monolitos de la ciudad nueva separaban el mercado de las colinas del horizonte, y el tráfico rápido e intenso de las Autopistas de Enlace dejaba oír su toque de tambor por encima de los toldos y los tejados.

Dentro del óvalo no había zonas de aparcamiento, semáforos ni movimiento ordenado. Los vendedores aparcaban donde les daba la gana o donde el Hombre de Celofán (un loco que se encargaba de bloquear y dirigir el tráfico) les indicaba. Sus camiones y furgonetas colapsaban las vías y las calles de acceso. Sus carretillas quedaban donde habían sido usadas. Las cajas de madera, los sacos vacíos, los palets, los contenedores de basura y las canastas que habían contenido las verduras y las frutas se amontonaban y apilaban de forma irregular, desechados como las cortezas, peladuras y cáscaras de huevo de una comida campestre. Era un refugio seguro para un criminal a la carrera perseguido por coches de policía.

Aquí los olores eran más definidos que los que se esparcían, llevados por el viento, sobre las calles que había más allá. Andar por entre los puestos con los ojos cerrados sería poner a prueba el propio olfato en relación con todas las sutilezas de la campiña y los alimentos. El olfato experimentado —como el de Rook— podía decir cuándo pasaban carretillas de patatas o dónde había colgadas ristras de ajos o si los nísperos habían madurado lo suficiente y ya se podían comer o cuándo (los más suaves, luego los más repugnantes de todos los olores) había guayabas a la venta, o durianes. Pero ¿por qué querría nadie cerrar los ojos? Ninguna galería de arte moderno podía igualar los colores, los tonos, las formas, las armonías y los contrastes que ofrecían los puestos.

Las estrellas amarillas eran balsaminas; el turbante turco era una calabaza; la pila de melones de invierno eran balones de rugby que estaban pidiendo una patada; las grosellas, gordas y pegadas a sus largos tallos, reventaban y sangraban; los calabacines de Cerdeña conservaban sus flores naranja y se asomaban de sus cajas como serpientes peinadas a lo loco. Y a veces se encontraban serpientes muertas, tan verdes y frías como sandías, enroscadas en torno a los mangos o los cantalupos. Y ácaros, y garrapatas, y piojos, y gusanos y moscas, los seres vivientes que se ganan la vida con las frutas del mercado y las multitudes del mercado. Las cucarachas, las chinches y los gorgojos que comparten nuestras comidas y nuestras camas.

Los primeros comerciantes, en las afueras del mercado, eran los vendedores de plátanos, los especialistas en musáceas. No querían penetrar demasiado en el torbellino de los puestos. Los racimos de fruta pesaban demasiado para moverlos de acá para allá, diez, veinte manos superpuestas, quizás, cada una con una docena de dedos, y cada fibroso tallo mojado y pesado por la congelación en los mares, por el viaje, por la maduración, por el proceso de dulcificación. Los plátanos se vendían principalmente en la trasera de los camiones. Se vendían por manos, no por unidades ni por peso. Los vendedores estaban de pie junto a los racimos, mal hablados, rudos y lascivos con sus bromas sobre los penes amarillos. Sus carnosos plátanos eran recompensados con las risas más fuertes y los rubores más intensos. Estos vendedores eran los carniceros del mercado. Cada uno tenía un cuchillo listo, cual senadores dispuestos a matar a César, para cortar hábilmente del tallo la mano elegida por el cliente. Los cuchillos y las lenguas de todos ellos eran tan afilados como navajas.

A su lado estaba el camión de las nanjeas, con una nanjea siempre partida por la mitad y cortada en cuadraditos para que cualquiera pudiese probar la carne y comprobar su cremosidad y su madurez. Y luego los melones y los ñames, los calabacines, las hercúleas remolachas, las calabazas, las pirámides de repollos y nabos de Suecia. Cada uno tenía su sitio, exacta e invisiblemente señalado. Dios protegiese a la imprudente col que rodase hasta el reino soberano de los ñames. Dios protegiese al verdulero que invadiese el espacio de su vecino. Tan antiguas y respetadas eran las normas que regulaban el lugar de venta, que Rook hubiese podido —o eso afirmaba— caminar con paso tan seguro como el de un gato de pueblo entre los productos y los puestos hasta el Jardín del Jabón, en el corazón del mercado, sin echar una ojeada a los lados ni a sus pies. Pero Rook no era hombre que pasase por tal lugar sin ser advertido o sin advertir. Sus ojos eran los de Victor. Aquél era el imperio de su jefe, el lugar que le hacía rico. Aquel mercado era la piedra angular del sólido arco de la riqueza de Victor. La riqueza puede desaparecer a menos que se la vigile y se la cuide. Por eso Rook estaba más alerta de lo que había estado en todo el día. Observaba para ver qué jaboneros le llamaban y le saludaban, cuáles tenían clientes y cuáles no, qué caras nuevas estaban descargando o ayudando en las ventas, quién fruncía el ceño, quién se escondía, quién le daba la espalda como si nunca hubiera visto su cara, quién le pedía que le desease al jefe un almuerzo de cumpleaños muy agradable, qué frutas había, qué verduras eran nuevas, quién no tenía derecho a estar allí y sin embargo estaba.

A veces Rook simplemente se quedaba parado y miraba con asombro el ingenio y la habilidad artística de la mercancía expuesta: la rolliza y sugerente ironía de las raíces, la pintada y empolvada vanidad de los melocotones, la cérea honestidad de las hojas de lechuga, la fe implícita en la juventud y disponibilidad de los grupos de cebollas, las senilidad de los nísperos (que sólo se comen cuando están pasados), la seductora y amarga alquimia de los membrillos que los jóvenes compraban para ablandar el corazón de las mujeres. ¿Quién podía permanecer insensible ante semejante esplendor? ¿Quién podía resistirse a una naranja de una pila? Rook no. Se apretó contra los adornos de papel de un puesto. Ante él estaban los picos de los cítricos, las mejores y más impecables frutas formando perfectos zigurats con los precios escritos en banderitas. Las había rubias y rojizas corrientes, de sangre y navel, naranjas de veinte naciones del mundo: las griollas verdes cubanas, las amarillentas valencias de España, las sanguinas rojas que habían crecido en las laderas meridionales del Atlas. No sólo montañas de naranjas, sino colinas de bergamotas, limones, limas, naranjas chinas, y la infinita variedad de mandarinas. Y todo este paisaje estival estaba bordeado de rocas hechas con toronjas, pampelmusas y pomelos híbridos. El frutero había hecho una efímera obra maestra con las naranjas. También había añadido una cenefa y una diadema de luces, del color y la forma de los cítricos. Por mucho que brillaran, quedaban eclipsadas. Ninguna luz era lo bastante intensa como para relucir más que la fruta. Ningún empaquetado podía mejorarlas o cantar sus alabanzas más alto que ellas mismas.

Rook hizo su elección y cogió una naranja de la pila más barata. Su piel, cierto, estaba mancillada, casi sucia. Había un paisaje lunar pardusco en su corteza exterior. El precio era bajo. Pero para Rook, que conocía las naranjas, tales manchas eran señales de jugo y dulzor. Una naranja tan descolorida es una naranja que ha madurado en el calor, en países o estaciones en las que las noches son cálidas y ajan la corteza de la fruta. Una naranja tan descolorida debía de haber apagado su sed diurna con la transpiración de la luna. Rook mostró su adquisición y buscó unas monedas. El frutero hizo chascar la lengua para indicarle que no tenía necesidad de pagar, que debía llevarse la naranja como regalo.

Rook quitó la piel de la coronilla con los dientes. La peló en espiral y se la comió, retrocediendo unos pasos e inclinándose para salvar su camisa del zumo. La pulpa dejaba una laca fluorescente sobre sus labios y su barbilla; la albura se deshacía en fragmentos parecidos a anchoas bajo sus uñas. Tiró la piel al suelo y echó a andar. Los detritos de fruta, las cáscaras, las vainas y las pieles, las desaliñadas hojas externas de las ensaladas, las ramitas de perejil llevadas por el viento, allí no se consideraban basura, sino una alfombra regalada por Dios para el adoquinado.

A Rook le encantaba todo aquello, aquel mundo del mercado, aquella animada concurrencia de cosas intrascendentes. ¿De qué servía, se preguntó, ser propietario de aquella tierra, como lo era Victor, sin tener los pulmones o las piernas para curiosear entre los olores, los colores y los sonidos? Sin embargo, no se engañen. Nuestro Rook no estaba tranquilo. El chico del mercado era ahora un predador. Lo que hacía a Victor millonario —los alquileres de los puestos del mercado, el dominio absoluto de la venta al por mayor y el suministro, las plantas de enlatado y embotellado— también había hecho rico a Rook. Sin embargo, su riqueza era subrepticia. Nada de áticos de lujo para Rook. Nada de limusinas. Nada de pescado exquisito para el almuerzo. Nada de Rolex o La Martine. Su dinero era la clase de dinero que no se puede gastar demasiado abiertamente ni meterlo en el banco. Era ese dinero que llega en efectivo cuatro veces al año, que le entregaban disimuladamente en una bolsa de papel con unos mangos o unas uvas o le pasaban a hurtadillas en un bar, un rollo de billetes, todos usados y sujetos con una goma elástica.

Comparados con los alquileres que Victor cobraba, los «honorarios por servicios» de Rook eran pequeños, un modesto diezmo que todos los comerciantes del mercado pagaban a cambio de tranquilidad. Una garantía contra el desahucio, una pequeña cantidad para tener acceso al oído de Victor. «Dinero por conservar la plaza», lo llamaban. Un bálsamo para Rook; vinagre para quienes lo pagaban. Se veía en las caras de los hombres que se acercaban en aquel momento a Rook —la barbilla aún mojada por el zumo de naranja, los ojos iluminados y alerta— para hacer sus pagos de verano.

Un hombre soltó los billetes como un pecador dando limosna. Otro le pasó su rescate disimulado en la palma. Con un apretón de manos. Un tercero —el jabonero conocido como Con— sacudió abiertamente y de modo insolente ante la cara de Rook un sobre cerrado con su nombre escrito en letras grandes y rojas para que todos lo vieran. Otros veían el pago como un trueque. Pagaban y luego mencionaban problemas que podían arreglarse si Rook hablaba con Victor. El precio de las aceitunas era demasiado alto. Las peras llegaban machucadas por las nuevas cosechadoras mecánicas que utilizaba Victor. Los empleados de la empresa concesionaria de la limpieza que regaban el mercado por las noches jugaban con las mangueras de presión y estropeaban la decoración de los puestos.

—Por favor, hazle saber al viejo Victor nuestros problemas. No puede resolver lo que no sabe. Y, por favor, felicita a Victor por su cumpleaños de nuestra parte.

Lo que no se decía, pero acompañaba a todo el dinero que Rook recibía, era esto: ¡Ojalá te pudras para siempre en el infierno!

¿Qué debemos pensar de Rook, entonces, mientras, pudorosamente y con aires de propietario, camina entre los compradores y los mozos de cuerda por las callejas medievales de madera y lona, de caballetes, entoldados, puestos y casetas, de colores, olores y sabores de todo el mundo, y llega hasta los bares y el césped del Jardín del Jabón? ¿Que era malo? ¿O astuto? ¿O, simplemente, como el resto de nosotros, débil cuando se trata de dinero?

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