Arcadia

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Cuarta parte Arcadia » 1

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Hoy tienen su almuerzo mensual los Vejestorios del Club de Prensa en Victor-en-Arcadia. Usamos el comedor privado detrás del restaurante del entresuelo. Allí se sirven

al dente los mejores productos del mercado para la clientela más apresurada, más guapa y más elegante de la ciudad: yo no soy uno de ellos.

La

maître femenina del Victor-en-Arcadia —«Madame» para nosotros, pero Sophia para los hombres más jóvenes— me conduce pasando junto a estrellas en ascenso, jóvenes trepadores, reyes de las finanzas, cuyos teléfonos portátiles y calculadoras comparten los manteles con champiñones

a la grècque y brochetas de verduras. Paso por los bares interiores y luego por los salones para conversar donde hombres y mujeres que tienen la mitad de mi edad cierran tratos y actitudes en cómodas butacas. No es el populacho almorzando, casi no son ni siquiera ciudadanos. Son —perdónenme mi falta de caridad— los Invulnerables, protegidos de la ciudad por el agua embotellada, los permisos para aparcar, los coches con aire acondicionado y la envidiosa deferencia de camareros, porteros, recepcionistas y policías. Sus mesas están reservadas. Sus clubs, sus sastres, sus dentistas y sus pisos son «privados y selectos», lo cual quiere decir que están cerrados a quienes no han sido dignificados por la riqueza, la cuna o la moda. Raras veces tienen que hacer cola o pisar la calle, organizan sus vidas por medio de los aparatos de fax, tarjetas de crédito y pedidos a domicilio. O bien delegan estas tareas en secretarias, ayudantes y amas de llaves a quienes contratan para que mantengan el mundo a raya. No es extraño que, a pesar de las tensiones de la calle, sus caras estén tan serenas, sus trajes y sus faldas tan planchados y limpios, sus ánimos tan tranquilos. No es extraño que me sienta tentado de volcar botellas en sus regazos mientras paso lentamente a su lado.

Nuestro comedor está en el nivel más alto de Arcadia. Sophia me deja para que suba las escaleras solo. Ella está demasiado ocupada como para acompañar a los Vejestorios cuyos corazones, pulmones y piernas están tan gastados y flojos que suben lentamente. Ninguno de nosotros tiene menos de sesenta y dos años. ¿Qué periodista, a los sesenta y dos años, podría subir una escalera deprisa? ¿Qué periodista subiría una escalera en cualquier caso a menos que hubiese buena comida, bebida y cotilleos arriba? Ninguno de nosotros —sí, todos los Vejestorios somos hombres— es tan necesario en su trabajo que no pueda tomarse algún tiempo para almorzar con marchitos camaradas. A nuestra edad, cuando brindamos por «los amigos ausentes» nos referimos a los colegas que han muerto o a los pocos triunfadores que están demasiado ocupados para estar allí, los directores, los redactores jefes que se han vuelto entrecanos y poderosos como osos grises, mientras que nosotros somos tan grises y poderosos como palomas.

Pero ¿y nosotros, los amigos demasiado ociosos para estar ausentes? Emprendemos la subida a Victor-En-Arcadia libres del peso de la riqueza, el status o la energía. Estamos acabando nuestras vidas laborales. Estamos comiendo de lo que fuimos, antes de que nos quitaran nuestros despachos, antes de que fuéramos reducidos de redactores jefes a columnistas, de ejecutivos de publicidad a encargados de los anuncios por palabras, de corresponsales errantes a custodios de las cartas de los lectores, antes de que suprimieran nuestras firmas.

El Ciudadano es ahora otra persona. Una mujer más joven tomó mi puesto. No le interesa el destino de los millonarios o los concejales. El poder que persigue es un poder diferente. Se pasa las tardes en los bares, los restaurantes y los vestíbulos de los hoteles. Escribe una columna plagada de presentadores de televisión, directores de discotecas e hijos de hombres ricos. El término «Invulnerables» es suyo. Nunca se pierde una cita o un

tête à tête. Come de la discreción, la notoriedad, los berrinches de las celebridades, de los escándalos. Sus fuentes son los

maîtres, los camareros y los recepcionistas de la ciudad, los chicos que suben las bandejas de los desayunos a los huéspedes de los hoteles.

Estoy amargado, naturalmente. ¿Qué anomalía de la física permite que el mundo siga girando mientras yo permanezco inmóvil? Me desplazaron lateralmente a la Sala de Espera, su mordaz descripción de la oficina donde a los hombres mayores y

valorados como yo se les pide que esperen hasta que, en el mejor de los casos, se les jubila con una magra pensión. Me llaman el Redactor de la Penúltima. Tengo a mi cargo el tiempo y los informes legales. También las necrológicas. ¿Ven lo cómicos que pueden ser estos profesionales con las palabras? ¿Y lo siniestramente precisos? De mis cuatro predecesores tres han muerto de un ataque al corazón. El cuarto tiene cáncer de garganta. ¿El Redactor de la Penúltima? ¿La Sala de Espera? ¿Los Vejestorios del Club de Prensa? Mi risa se hace más fina y más rápida a medida que me vuelvo gordo y lento. Hoy soy el primer Vejestorio en llegar, y me alegro de ello. Tengo la oportunidad de recobrar el aliento y cargarme de combustible con una bebida. Nos gusta formalizar el almuerzo, escuchar las noticias de cada Vejestorio antes de la comida. Hoy les contaré lo que sé de Victor, el hombre que construyó Arcadia y da su nombre a este restaurante y bar, el hombre que es ya demasiado viejo para interesar a mi sustituta. Su nonagésimo cumpleaños pasó sin que mereciese un comentario por su parte.

¿Por qué Victor? Ésta es la noticia que casi me hace dar saltitos mientras paseo nerviosamente por la habitación. Hace seis meses preparé la necrológica del viejo para la carpeta de Pendientes. Acudí —el bien entrenado periodista— a los fiables testimonios de los recortes. ¿Qué podía descubrir acerca de él por lo que se había publicado? Busqué en los archivos y las únicas noticias respecto al hombre, aparte de informes industriales y comerciales, eran las que yo había escrito. Una vez se hizo traer unos peces en taxi para el almuerzo de su cumpleaños, desde la estación al Gran Vic. Robó una vela de la tumba de un colega. Lo suficiente como para aumentar el interés por el hombre, por supuesto. Pero no mucho que sirviera de epitafio. Telefoneé al Gran Vic. Anna, su ayudante, una mujer de cincuenta y tantos años y cara afilada, demasiado emperifollada, pero aún atractiva, hizo lo que pudo por ayudarme. Y luego —cuando hubo comprobado la exactitud de la necrológica— dijo:

—Él busca a alguien que prepare sus memorias. ¿Podría interesarle a usted?

Así que soy el encargado de escribir su vida. La suerte me ha proporcionado una tarea lucrativa para mi madurez. He firmado un contrato y ya he pasado algún tiempo —la mayor parte en silencio— con él, aunque me ha contado algunas anécdotas de un hombre gordo que había en el Mercado del Jabón y me ha hablado un poco de su infancia. ¿Es ésa la palabra? ¿No es «infancia» una palabra demasiado inocente para designar la forma en que pasó sus años de golfillo, para la forma en que, según dice, murió su madre en un incendio? El viejo tuvo una madre, sí. Se llamaba Em. No es el producto de un melón y un pepino, después de todo. Tengo, gracias a Anna, acceso a los archivos, los recuerdos privados de ella y —lo cual es más importante— algunas indicaciones respecto a los primeros años de la vida del viejo que parecen confirmar su historia. Pero Anna prefiere con mucho hablar de Rook y del muchacho que le mató. Se ha procurado testimonios del juicio para que yo los estudie y dice que podría conseguirme una visita a Joseph en la granja prisión (¡está trabajando de nuevo en el campo!) donde está cumpliendo su condena a cadena perpetua. Ella me toma por un periodista detective, un Woodward o un Bernstein, y quiere que investigue lo que le sucedió a Rook realmente hace tantos años. Le he pedido más de una vez que cene conmigo para charlar sobre el libro. Pero siempre declina la invitación. Piensa más en Rook, al parecer, que en la biografía de su jefe. No muestra ningún interés en su infancia y su juventud. Para obtener pruebas respecto a Victor en años más recientes no necesito documentarme. Me basta con mirar a mi alrededor, nuestro comedor alquilado, nuestra ciudad remodelada.

Estoy como en una casita en la copa de un árbol hecha de cristal. Por dos de los lados hay una red metálica que oculta, abajo, las avenidas del mercado. La red sostiene enredaderas, cicadáceas, parras. Son los cortinajes del edificio. Crecen en parterres elevados, junto con otras plantas de invernadero como filodendros y palmeras que pueden respirar y neutralizar la atmósfera. Su tarea consiste —porque aquí nada es ocioso ni improvisado— en filtrar del aire el monóxido de carbono, el benceno y el folmaldehído, los humos y los vapores, los escapes y las causticidades de Arcadia. Las plantas marcan las fronteras de «la pajarera más grande que existe» del Signor Busi. Cien cacatúas de cabeza amarilla, mil pinzones, sesenta faisanes, multitud de periquitos, loros y otros pájaros exóticos, una tormenta de pétalos de fringílidos, están alojados aquí. Parece que el cristal y la estructura de Arcadia les gusta más que los árboles. Hacen sus nidos y sus perchas encima de humidificadores suspendidos que —bajo la dirección de un ordenador bautizado Céfiro— expulsan aire comprimido en los trópicos de la pajarera. Los pájaros se posan en las vigas de metal y los marcos arqueados del cristal, picoteando la pintura ya levantada por el eccema de la herrumbre. Los bosques tropicales no pueden mantener a raya la herrumbre, pero el cristal impide la entrada de los halcones. Revolotean sobre las cúpulas transparentes de Arcadia como niños ante el escaparate de una confitería, desesperadamente atraídos por los periquitos de dulce.

Imagínense lo que tantos pájaros pueden hacer a los cristales. Se instalan en los marcos de las ventanas y arrojan sus excrementos calizos en despreocupados y abundantes chorros que proporcionan alimento y habitáculo a moscas, tisanópteros plateados y pulgas. ¿Qué arquitecto podría haber previsto esto? ¿Qué cristalero podría haber superado a los pájaros y los parásitos coprófagos? ¿Qué constructor podría haber evitado los conflictos territoriales que tienen lugar por encima de las avenidas comerciales de Arcadia y de sus restaurantes y bares? Miro a través del cristal manchado de la habitación para ver qué causa tan estridente conflicto entre las bandadas del arco iris. Un pequeño intruso pardo procedente de las calles de la ciudad, un gorrión con su traje de oficina, ha encontrado la forma de colarse en Arcadia. El «megalito herméticamente cerrado» de Busi no es rival para un gorrión hambriento. Se ha introducido por la cavidad de una vigueta de expansión y luego ha pasado a través de un conducto de calefacción mal acoplado. El pájaro intenta ahora darse un banquete de pipas de girasol, frutos secos variados y granos, que los cuidadores han puesto en los comederos. Las palomas le golpean con sus alas. Una cacatúa le ha dado en el pecho. Abajo, en los pliegues de la red que separan a la gente de los pájaros, se ve una docena de cadáveres. Gorriones muertos que han llegado a este cielo goteante y caldeado y han muerto.

El tercer lado de la habitación tiene un cristal sin churretones. Allí no hay pájaros. Mi vista es ilimitada, salvo por unas hojas de bambú, unas enredaderas y una ligera miopía. Miro la pieza central del edificio, su eje: el patio ajardinado en el cual convergen los corredores comerciales, los vestíbulos, las escaleras, las terrazas y los balcones. Paso un ratito observando los juegos de luces sobre las fuentes, sus rubores y sus ondas, exactamente igual a los rubores y las ondas que decoran la música de cámara interpretada por tres mujeres jóvenes y un hombre en la tribuna de conciertos junto a la

brasserie abierta. Hay espectáculos gratuitos durante todo el día. Seis africanos tocarán sus tambores esta tarde. Una chica hará juegos malabares con frutas. La Banda Acorde, esas hermanas ya entradas en años y su amiga, sacarán algunas melodías de sus acordeones a la hora del té.

Los turistas se toman su café y hacen fotografías, enfocando el lavadero medieval reconstruido y más allá el follaje más espeso de Arcadia. La cámara, con un objetivo de poco ángulo, puede hacer una fotografía que muestre sólo agua, el lavadero y las hojas, una ráfaga de cacatúa, un rayo de sol. Arcadia, así enmarcada, podría ser parte del Yucatán o Abisinia. Es verdad que los turistas no pueden sentarse y posar entre las gárgolas resucitadas o las piedras reparadas, ni hundir los dedos en el agua mientras sonríen a la cámara. Hay un hombre de uniforme encargado de impedírselo.

—Y después ¿qué? —dirá, si alguien protesta—. Si dejamos que la gente toque el agua, luego querrán lavarse los pies en ella. O nadar. O hacerse pis.

Está allí ahora. Le veo rondando al borde del agua. Una radio emisora receptora brilla en su mano. Ayuda y señala, reprende y dirige. Indica dónde pueden encontrar los visitantes disminuidos una silla de ruedas a su disposición, dónde está la Guardería Jungla, en la que los padres pueden dejar a sus hijos mientras hacen compras y se toman algo en la Cesta de la Merienda, la Despensa Tejana o El Hambriento. Nada de comer de pie, por supuesto. No está permitido sacar una manzana o una naranja de tu bolsa y comértela mientras curioseas. Entonces habría que limpiar las pepitas, la piel y el corazón. Nada de tomarte un sandwich que has comprado fuera. Entonces quedaría el papel y las sobras. Prohibido fumar, excepto dentro de los bares. Ése es el precio que pagas.

Sin embargo, Arcadia es un triunfo, hay que reconocerlo. Se curte mientras la contemplo; se consolida. No hay complacencia, sólo la seguridad y la ambición que hacen prosperar las ciudades. Podría quedarme aquí satisfecho —un vaso en la mano, solo— todo el día y no aburrirme, no cansarme, no asfixiarme con su ostentosa uniformidad, su falsa geometría, su alegría organizada. Denme la oportunidad. Denme el tiempo. Denme la botella y el vaso. Preferiría contemplar Arcadia que ninguna otra parte de la ciudad. Sin embargo, me veo obligado al trato social. La habitación se está llenando y mantenemos una conversación intrascendente y educada entre las enredaderas y los pájaros. Arreglamos el mundo. Nos mostramos tan vehementes acerca de la lluvia como optimistas e irónicos acerca de la política y el comercio. No traficamos con nuestros chismes todavía, no hasta la sexta o séptima copa.

Después de haber comido e intercambiado las noticias convencionales, dejamos la mesa y los platos sucios y nos repartimos en grupos por la habitación, o nos quedamos de pie en parejas conversando mientras miramos los pájaros a través del cristal manchado o a través del cristal limpio el paraíso terrenal de Victor. ¿Qué aspecto tenemos, aquí parados, absortos en nuestra última copa? Aprieto la nariz contra el cristal, veinte metros por encima de la concurrencia del mercado, y observo a esos ciudadanos, a esos compradores. Tengo, sin duda, el mismo aspecto que Victor, allá arriba en el jardín de la azotea del piso veintiocho. Tengo el mismo aspecto que cualquier noble vestido de traje: intocable, intocado. Sin embargo, lo sé bien, a medida que envejezco, debo descender la escalera y unirme al populacho antes de que llegue mi día. La ciudad reclama a sus ciudadanos antes de que mueran. Los taxis están llenos de hombres jóvenes. Los tranvías —que pronto serán sustituidos por metros— van lentos, cargados de pensionistas que no encuentran el dinero ni el escalón. Las calles hoy en día son para los viejos, los débiles y los pobres. Yo no dejaré ningún monumento en mi honor. Ningún bar ni restaurante, ni mercado, llevará mi nombre. Mi libro, si sobrevivo para verlo terminado, llevará mi nombre en letras de imprenta, pero piensen en el tamaño de mi nombre en letra de imprenta comparado con el de Victor, un título en primer plano en la portada. Mi labor imprime su huella más profundamente en la ciudad. Su labor me hunde más profundamente.

Así termina el almuerzo y volvemos al trabajo o a casa, un poco borrachos y con la tripa demasiado llena. Tengo tiempo de vagabundear por Arcadia. Me engaño a mí mismo diciéndome que estoy investigando, que todo lo que veo es una manifestación de Victor. Ciertamente no es aburrido, una manifestación de Victor debería ser más aburrida que esto. Es una obra de arte, de industria y de arrogancia, pero ¿dónde estaría nuestra ciudad sin estas tres cosas? Seríamos aún un pueblo. Arcadia encorva sus cuatro espaldas contra la ciudad, el cielo, el mundo. ¿A quién le importa, cuando pasa por sus vestíbulos, sus pasillos de cristal, abovedados e iluminados indirectamente, saber si es de día o de noche, norte o sur, primavera u otoño, si hace viento, si llueve o hace sol? Arcadia es —esa palabra de nuevo— Invulnerable.

Tomo la ruta, siguiendo un pasillo comercial, que habría conducido de los antiguos bares hasta el borde del distrito de Puerta de Madera. Me siento asediado por los colores y los olores. No hay viento ni frío, y el sol que logra filtrarse rebota en los ángulos y el cristal y las paredes brillantes lo difunden como si fuera la luz falsa de los teatros. La música y los olores se mezclan: pan recién hecho con Paganini; naranjas aumentadas por los quintetos de Osvaldo Bosse. No oigo a los pájaros. Incluso los humidificadores —que rugen en los cielos del caparazón del edificio— están silenciosos al nivel de la calle. Las fuentes arrojan sus chorros de agua tan calladamente como una jarra vierte leche. Los comerciantes no gritan. No vocean sus mercancías. Han descubierto lo que yo descubro sólo ahora, que —apartados del viento y del aire libre— los sonidos hechos por el hombre son codornices. No pueden volar. No pueden ir lejos. Tiemblan en el suelo. Ningún periquito de interior puede abrir una ruta de vuelo con su grito. Un estridente comerciante loando su fruta no encontraría ningún eco que respaldase sus alabanzas. En el mejor de los casos, el sonido que oiría —si estuviese lo bastante cerca— sería el sombrío impacto de su voz en el cristal endurecido.

Aunque los ruidos en Arcadia son apagados, las frutas y las verduras nunca han parecido tan brillantes y tan uniformes. Los comerciantes, bajo sus toldos a juego, seducen a los transeúntes con productos del banco genético y la granja científica, realzados por el vaporizador de rocío, el anticongelante y el empaquetado. Luces anaranjadas ocultas dan un tono cálido y favorecedor a todos los rábanos, todas las uvas y todas las superfrutas híbridas. Al lado de las cebollas y los nabos de Suecia, hay superquinotos, un quinoto más grande que una ciruela y todo él —la piel, el hueso— comestible. Hay uvas naranja, plátanos de Barbados en forma de aguacate. Y aguacates sin hueso. Y lechugas de laboratorio (rojas, verdes o blancas). Y brécoles de invernadero con cogollos tan grandes y apretados como adoquines, ruibarbos acromáticos cultivados bajo luces fluorescentes y berenjenas biotécnicas que algún químico-jardinero ha hinchado artificialmente en vainas de dióxido. Los jóvenes en busca de amores pueden seguir comprándoles a sus amadas un Membrillo Galante, igual que antes, pero más románticamente presentado en un nido plateado con una tapa perfumada en forma de corazón. Cada compra lleva su bolsa de plástico. Cada bolsa de plástico tiene su logotipo coloreado de Arcadia; cada logotipo coloreado es una manzana bailarina con una sonrisa higiénica libre de gusanos.

Si yo fuera rico podría comprar joyas y trajes en boutiques situadas al lado de los puestos de ensaladas. Si estuviera enfermo podría seleccionar una docena de remedios para mis enfermedades en el herbolario; cambrón para mi intestino (recalcitrante), enebro para la vista defectuosa, manzanilla para ayudarme a dormir, tragontina para mantener viva mi esperanza de encontrar amor, muérdago como sedante, savia de laurel venenosa para la ginebra del nuevo Ciudadano. Si me gustasen las setas (que no me gustan) podría elegir entre cincuenta clases distintas en Micología, la tienda de hongos. ¿Debería prepararme un

fritto misto para cenar con un boletus comestible? ¿O debería escoger una seta de miel o una

chanterelle?

Si buscara un obsequio, podría atraer mi atención una colección de sellos llamativos en los filatelistas. Una primera edición (ligeramente manchada) de los

Truismes de dell’Ova, con notas al margen del hijo bastardo de Pierre Loti. Un par de guantes hechos a mano. Una casa de masa pastelera con estuco de mazapán y tejas hechas de nuez laminada. Una camiseta con mi nombre, o cualquier nombre que yo elija impreso. Un holograma tamaño postal de Arcadia. O podría encender una vela por el cumpleaños de un amigo. La Capilla del Mercado es una tienda más y paga el alquiler normal, por lo tanto necesita vender tantas velas como pueda. Nada es barato, por supuesto. No rebusque por aquí para encontrar gangas. Arcadia está construida para vaciar los bolsillos, abrir las carteras, cobrar cheques, mermar las cuentas corrientes. Es un Ratero monumental. Victor ha creado la máquina de hacer dinero perfecta. Los comerciantes le pagan, además del alquiler, porcentajes, como los campesinos feudales pagaban sus diezmos. Como ven, Arcadia observa la tradición después de todo. ¡Algo medieval se mantiene intacto! (Si yo fuera aún El Ciudadano, aquí tendría un buen párrafo.)

¿Acaso no hay motivo para celebrar esta nueva diversidad, esta inocente variedad de artículos, a pesar de las afirmaciones de los oráculos y los panfleteros que dicen que nuestra ciudad está en decadencia, y que el dinero es la fuerza? Sin embargo, ¿cómo pudieron aquellos verduleros que en otro tiempo vendían sus mercancías directamente de los sacos y las cajas en el Mercado del Jabón hacer frente a los alquileres y los niveles de Arcadia? Tuvieron que modernizarse o cerrar la tienda. Cada tienda que se cerraba era ocupada al día siguiente por hombres de negocios de miras más amplias que las de los jaboneros a quienes sustituían. ¿Quién necesita tantos vendedores de uva? Hoy en día una uva es muy parecida a todas las demás. Lo más sensato es permitir que un mercado como éste se diversifique.

Basta con ver las multitudes para saber que estos cambios han dado resultado. Vean cómo las clases medias van en manada de tienda en tienda, en la bolsa un ramito de perejil junto a un pañuelo de cabeza de

batik que acaban de comprar y un trozo de queso azul de cabra. Vean a esas respetables matronas acompañadas por una asistenta desafiando la artritis y la discreción en las

couturières. Vean los bares y los restaurantes abarrotados de hombres y mujeres que nunca frecuentaron los bares azotados por el viento en el antiguo Mercado del Jabón por miedo al caos y la hostilidad. Vean las caras extranjeras; los turistas que han venido a contemplar lo que Fodor llama «la triunfante fusión de la modernidad y la tradición, el orden y la espontaneidad, la Vida y el Arte, los negocios y el espectáculo que ha conseguido la ciudad».

Por supuesto, aquí no verán a los jaboneros nocturnos. El reglamento interior prohíbe holgazanear, vender sin licencia, mendigar, los espectáculos sin permiso, los vehículos (incluyendo patines), los animales (excepto perros lazarillos), el acceso a las personas agarradas a la botella o cuyo atuendo y falta de limpieza causarían mal efecto. «Haga sus compras con seguridad en Arcadia», dicen los anuncios. «Aparcamiento vigilado para dos mil coches». Para quienes vienen en coche, compran y vuelven a coger el coche, no hay necesidad de probar el aire de la ciudad. Pero ¿quién tendrá tanto miedo del aire de la ciudad que no se atreva a aventurarse por los patios abiertos que rodean Arcadia? Aquí sobrevive aún un mercadillo al aire libre: tres puestos de frutas (ninguno de verduras), con personal vestido de uniforme campesino con faldas tirolesas, sombreros de paja y zuecos. Hay un puesto de comidas preparadas donde es preciso coger un número y esperar turno. Hay bancos de piedra verde y músicos callejeros contratados más espontáneos y eclécticos que las bandas y los cuartetos de cuerda que tocan en el interior.

Curioseo entre los carritos que hay allí. Sus arrendatarios son los artesanos informales de la ciudad. Puedo elegir entre mermelada, cuentas de madera, collares o camafeos. Un hombre vende bolsas trenzadas. Una mujer y su perro tienen velas de mil tipos diferentes. Otro ofrece grabados de paisajes y postales de la ciudad. Puedo elegir entre montar en el llamativo carrusel (restaurado de un original) o recorrer la ciudad vieja en un cochecito ligero tirado por un pony, o visitar, con una bolsa de alimentos, a los cerdos, conejos, cabras y llamas de la Granja de la Ciudad. También puedo elegir entre quedarme aquí sentado, bañándome en la luz rebotada de Arcadia, o volver a trabajar. Volvería al trabajo, pero la vida aquí es agradable, y entretenida también. Es divertido observar a los curiosos que van de compras, ver la escena de los porteros impidiendo la entrada a un borracho o echando a un hombre barbudo con octavillas y un abrigo cargado de chapas. Más divertido que trabajar es mirar cómo los «flamencos» manejan sus recogedores de basura de tal modo que el mercado está tan limpio que uno podría —si no fuera contra el reglamento— tumbarse en el suelo y echar una siestecita.

Por supuesto, es el espíritu de la investigación y no las pocas ganas de trabajar lo que me hace continuar paseando por el anillo exterior de Arcadia, acariciado por el viento. El Merengue de Cristal, ciertamente. La Trampa de Langostas. El Pulpo Transparente. La Calabaza. Tiene cien nombres. Pero hay uno que se ha hecho popular entre las personas a quienes rara vez se les permite la entrada o que no son lo bastante ricos como para curiosear y comprar. Le llaman Vic el Gordo. Es el hermano más rollizo del Gran Vic. Uno está de pie, el otro agachado. Son los gemelos más extraños de la ciudad.

Finalmente llego al regalo de cumpleaños de Victor, la estatua de bronce encargada por los comerciantes del Mercado del Jabón. La propuesta de los corazones sangrantes[2], hace algún tiempo, para retirarla y poner en su lugar una estatua en honor de Rook, quedó en nada. El regalo de cumpleaños de Victor sobrevive. Una mujer sentada con las piernas cruzadas delante de un cuenco. El artista ha soldado unas monedas reales en el cuenco. La mujer está dando de mamar a un niño. Sus ojos están muy abiertos y miran fijamente a Arcadia. Hubo un tiempo en que los niños trepaban por encima de ella, los oficinistas utilizaban la peana para sentarse a almorzar, los jóvenes escribían los nombres de sus novias con rotulador en los brazos de la mujer o le pintaban el pezón de color oscuro. Pero, muy pronto, pusieron una reja alrededor de ella y de su niño. La estatua se llama

La mendiga y su hijo, pero todos la conocemos como

La jaula.

Así que ésta es Em. Y éste es Victor, un niño de pecho. Están tan inmóviles que uno pensaría que su abyecta felicidad no podía terminar nunca. Pero terminó. En llamas. Y aquí está ella, resucitada. Demasiado rígida para coger el carro pintado, cargado de melones —amarillos, verdes, redondos, grandes, pequeños— y demasiado tarde para partir, como ella le había prometido, hacia las afueras de la ciudad donde los campos azules hacen juego con el azul mar del cielo, con su hijo como único pasajero. Ya tengo la primera línea de su biografía: «No es extraño que Victor no se enamorase nunca».

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