Arcadia

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Primera parte El Mercado del Jabón » 6

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El sencillo sueño de Victor de celebrar su ochenta cumpleaños a la manera campesina no pudo realizarse. Al aire dentro del Gran Vic le faltaba vigor. Era pesado e inerte. Era como sopa. Dióxidos del aire acondicionado; monóxidos de la calefacción; amoniaco y formaldehídos de los cigarrillos; ozono de las fotocopiadoras; aletargantes vapores de los plásticos, los disolventes y las luces fluorescentes. El poco oxígeno que quedaba estaba impregnado de microbios, partículas y microorganismos; ácaros y fibras de la moqueta, pelusa de los muebles, amebas transportadas por el aire desde los depósitos humidificadores, celulosa de los desperdicios de papel, bichos, hongos, piojos. El aire pesaba demasiado y era demasiado espeso al pasar por la nariz y la boca de los invitados al almuerzo de Victor. Tosían y estornudaban y tenían calor. Empezaron a llorarles los ojos, a dolerles la cabeza, y el reumatismo de sus nudillos y sus rodillas comenzó a protestar. El Gran Vic estaba enfermo y era contagioso. Compartió su enfermedad rápidamente con aquellos viejos comerciantes, hombres de aire libre, mientras esperaban a su jefe. Echaron la culpa de sus dificultades respiratorias, su jaqueca y su letargo a los nervios. Le echaron la culpa de sus bocas secas y su azoramiento a la perspectiva de lo que en las invitaciones impresas se describía como «un almuerzo distendido de cumpleaños para unos cuantos amigos íntimos».

¿Distendido? Ninguno de ellos podía estar distendido en compañía de Victor a menos que hubiese que cerrar un trato o hacer un negocio.

¿Amigos íntimos? ¿Eran ellos los amigos más íntimos que tenía Victor? La sola idea les hacía sonreír.

Pero, por otra parte, ¿a quién podía haber invitado si no a aquellos cinco? Que ellos supieran, no tenía familia. No había vecinos en la galería comercial. Después de todo, aquello no era el campo, donde la gente vivía tan cerca y en tal confraternización que siempre estaban libres y encantados de pasar una noche en vela para facilitar el tránsito de un cadáver, de ser los invitados a una boda, de asistir a los nacimientos o los duelos, de ayudar a un viejo a apagar sus ochenta velas.

—Estamos aquí —comentó un anciano jabonero— porque no hay nadie más.

—Estamos aquí —dijo otro— porque hoy en día tenemos que hacer lo que Victor quiera. Estamos aquí porque no tenemos elección.

Era verdad que habían sido más íntimos en otro tiempo, cuando el imperio de Victor era tan pequeño como el suyo y su constante sequedad había sido interpretada como ironía y sus silencios como infantiles, sin maldad. Pero ahora él era el anciano emperador y ellos los cortesanos, obsequiosos, temerosos, incómodos. De hecho, todo el almuerzo había sido organizado como si aquel viejo fuese un soberano medieval adicto a las indulgencias y los halagos de todos los que se cruzaban en su camino. Le habían recibido con un suave aplauso cuando pasó del bien iluminado ascensor a la suite de oficinas. Habían formado un respetuoso pasillo para él, de modo que pudiese avanzar hacia la mesa sin que sus antiguos compañeros le estorbasen. Tres acordeonistas le acompañaron mientras cruzaba la habitación con la marcha de

La Regina, los fuelles de sus instrumentos blancos y ondulantes como las jóvenes y dentonas sonrisas del personal que se había reunido en las puertas.

Los resollantes huéspedes cerraron filas cuando Victor pasó y formaron su séquito. Había un camarero o una camarera de pie junto a cada silla, salvo la de Victor. Rook estaba allí, como el Príncipe-criado o el Hijo Bastardo de algún cuento de hadas, aplaudiendo la música y al hombre. Incluso Victor sintió emociones que, aunque no se notaban, eran lo bastante fuertes como para hacerle tambalearse y apoyarse con más fuerza en su bastón.

Por supuesto, le rogaron a Victor que se sentara y aplaudieron un poco más. Él pidió agua, pero ciertamente aquél era el momento perfecto para el champán. Trajeron bandejas con copas de champán para Victor y sus invitados, y para todos los trabajadores de las habitaciones exteriores. Hasta a las acordeonistas les dieron copas de champán, aunque apenas habían notado el cosquilleo del primer sorbo en la nariz, cuando les pidieron que tocaran y cantaran la Polca del Cumpleaños. Así que Victor, el Rey de las Verduras, se sentó rodeado de sus empleados, camareros, clientes, conocidos y gatos, a todos los cuales se les había ordenado que le sirvieran durante la tarde, mientras dos damas robustas y su amiga bombeaban rapsodias de sonidos y celebración en la habitación sin aire. Los pocos que se sabían la letra se sumaron a la canción. Los demás la tararearon o simplemente permanecieron de pie sonriendo.

Hubo un instante, cuando uno de los tres gatos saltó sobre los quesos y las frutas de la mesa y metió el hocico en el platito de la mantequilla, en que pareció que el estilo pueblerino se había trasladado a la ciudad, pero las cejas enarcadas de Rook y su inclinación de cabeza pusieron fin a esa fantasía y a la aventura del gato. Un camarero, no demasiado acostumbrado a tratar con gatos, apartó al animal de la mantequilla levantándolo por las patas traseras como si fuera un conejo destinado a la cazuela.

La música terminó. Rook hizo un nuevo movimiento de cabeza y todo el personal, siguiendo las instrucciones que les había dado previamente, dejó la habitación de Victor y regresó a sus pantallas, sus teléfonos, sus mesas, sus manifiestos de embarque de frutas y verduras. La Banda Acorde tocó —

largamente— en un extremo de la sala. Los invitados se sentaron ante la silenciosa blancura del mantel mientras las camareras servían el pescado hecho a fuego lento. Rook, deseándoles a todos

Bon appetit, dejó que Victor reinase y se reunió con Anna y su personal para tomar tartas aplastadas —y más champán— en las habitaciones exteriores. Más tarde, cuando Victor se hubiese ablandado por la comida, entraría con la silla de cumpleaños.

La comida, de hecho, no resultó tan perfecta como el cocinero había esperado. Las percas, a pesar de su frescura, estaban un poquito pasadas, algo amoniacales. No habían soportado bien el viaje. Sólo un invitado, que tenía el paladar embotado por la pipa que fumaba, despachó el pescado con cierto apetito. El resto ocultó sus melindres saboreando exageradamente las aceitunas y el pan o atiborrándose de queso y fruta. Utilizaron las espinas y la piel moteada de las percas para ocultar la carne que no podían comerse.

Naturalmente, la comida terminó en poco rato y las camareras retiraron los platos, dejando que los viejos, desinhibidos por el champán y los licores, siguiesen el orden del día informal del almuerzo de cumpleaños y se entregasen a los recuerdos. No habría regalos ni discursos. Ése era el deseo expreso de Victor. Su oído no era lo bastante bueno, a pesar de su audífono temperamental y zumbante, para regalos y discursos. Pero los deseos expresos de esa clase son únicamente una clave para otra cosa. Nadie pide el regalo que quiere. En lugar de eso dicen: «No es necesario. No os molestéis. Yo me siento feliz con veros aquí». Así que los amigos de Victor habían hecho todo lo posible por traducir la clave del viejo. ¿Qué regalo podría complacer a un millonario frágil y sin hijos a punto de empezar su novena década? Algo que no se pudiese comprar, naturalmente. Fue una macabra diversión, para aquellos cinco viejos comerciantes, identificar todas las cosas que no pueden comprarse y que se pierden a medida que se envejece. La buena salud. La belleza. Los dientes, el pelo, la cintura. Los placeres de la cama. La paciencia. La energía. Un lugar fértil en el corazón vivo de alguien. El control de los gases y la vejiga. Todas estas cosas se habían ido y quedaban fuera del dominio de las tarjetas de crédito. ¿Cuál podía ser entonces el regalo de cumpleaños de Victor? ¿Un lugar en la historia? ¿La estima? Éstos hay que ganárselos, no se compran.

—¡Pues una estatua!

La sugerencia había sido hecha en broma. Una estatua a la vanidad de la vejez. Pero la idea era mejor que la broma y enseguida los viejos comerciantes asintieron y la consideraron apropiada. Pondrían una estatua con una placa en el Jardín del Jabón. Recaudarían los fondos por suscripción. Todos los comerciantes del mercado querrían contribuir. Una buena idea. Un regalo público a la ciudad para conmemorar el cumpleaños del viejo. Le encargarían unos bocetos a la mujer que había hecho la estatua de bronce (para la entrada de la nueva sala de conciertos) de los senadores de la ciudad que habían muerto lanceados en 1323. Les gustaba su trabajo. Aquellos senadores eran hombres presa del dolor. Aquellas lanzas eran tan rectas y crueles como el dedo de la Muerte. Las manos que trataban de restañar las heridas o arrancar las lanzas eran manos como las de ustedes o las mías, sólo que un poco más grandes y de bronce. Aquello no era una metáfora abstracta. No era una artista de la escuela moderna. Les había hablado en términos que ellos entendían: pagos, contratos, fechas de entrega, el precio del bronce. Así que, a pesar de los deseos expresos de Victor, hubo un discurso breve y un regalo. Los cinco ancianos le entregaron los bocetos de la artista.

—Son sólo ideas —le dijeron—. Elija usted. Nosotros nos encargaremos de que su estatua esté en su sitio antes de que cumpla los ochenta y uno.

Victor no hizo un discurso. Asintió, únicamente, y puso la carpeta con los dibujos sobre su mesa de despacho.

—Encontraré tiempo más tarde para verlos —dijo, y se reunió con sus invitados en la mesa una vez más para añadir su monumental incomodidad a la de ellos.

Trataron en vano de abrir algunas ventanas y dejar entrar el aire de la ciudad. Pero todas las ventanas a partir del segundo piso tenían dobles cristales y estaban selladas por motivos de seguridad y sólo podían activarse por medio de una llamada al cerebro del edificio, el cuadro de mandos de alta tecnología que regulaba todo, desde la calefacción a las alarmas. Trataron de resucitar los almuerzos campesinos que habían compartido cuando eran más jóvenes, de mediana edad, y competían por las cosechas y los productos agrícolas en las subastas de los pueblos. Trataron de cantar todas las melodías sentimentales que para ellos tocaba la Banda Acorde. Trataron de mostrarse animados en lugar de soñolientos a causa del alcohol que habían bebido. Pero la suite de oficinas era deprimente. Los dolores de cabeza y el reumatismo, que se habían recrudecido, alimentados por la tensión del almuerzo, hacían más profunda su incomodidad y los surcos de sus frentes. Sus toses ya no conseguían aliviar el picor y la sequedad de sus gargantas. Los ojos les escocían. Tenían la cara tan colorada e irritada como crestas de gallo. Las condiciones eran perfectas para un ataque al corazón o una apoplejía.

Victor estaba tan apagado como sus invitados, no por la agresión de las oficinas —a eso estaba acostumbrado—, sino por la incomodidad que sentía en compañía. Nunca había tenido la conversación o la expresión animada necesarias para que él y la gente que le rodeaba se sintiesen a gusto. Carecía de respuestas agudas, simpatía y afabilidad. ¿Qué clase de hombre de ciudad era que no disfrutaba con la conversación ligera, el oxígeno hablado de los mercados, las oficinas y las calles? No le importaba. No tenía por qué importarle. Un jefe puede hablar tan poco como quiera y mantenerse alejado de los mercados, las oficinas y las calles. A decir verdad, ni siquiera disfrutaba de las bromas y los halagos provocados por la bebida que sus invitados —entre toses y sofocos— estaban intercambiando en la mesa. Tomaba erróneamente su charla por trivialidad. Sus jadeos, sus crujidos y el sudor de sus frentes le parecían el precio que pagaban por sus vidas pecadoras, por beber, por fumar, por su vida familiar, por su falta de gravedad. Los miraba con menos amabilidad, menos tolerancia, menos respeto con que había mirado a los pulgones amarillos que había matado aquel día.

La respiración del propio Victor —poco profunda en el mejor de los casos— se veía dificultada por los cigarrillos y la pipa que habían fumado con el coñac después de comer. También tenía el estómago un poco revuelto a causa del pescado.

—Disculpen, caballeros —dijo.

Y se levantó con la copa de coñac en la mano. Sus invitados también se levantaron, lo más rápidamente que pudieron, esperando un brindis.

—Aire fresco —dijo Victor, su frase acortada por una tos—. Subamos a la azotea.

Les guió en una fila india vacilante y cruzaron la habitación hasta donde su ascensor particular esperaba su llamada. Las tres acordeonistas, que tenían instrucciones de «acompañar» la fiesta hasta que se les dijese lo contrario, les siguieron, sus instrumentos sujetos al pecho con correas como bombonas de oxígeno. La camarera —cumplidora, insegura— fue tras ellos con el coñac. Y por último los gatos. Se apiñaron en el ascensor lo mejor que pudieron. El ascensor estaba pensado para una sola persona. Temblaba un poco suspendido de sus cables mientras los viejos y los acordeones resollaban al unísono y tropezaban íntimamente unos con otros en el ascenso al piso veintiocho. Pero cuando emergieron, pasando entre los arbustos que montaban guardia, al aire y el follaje del jardín de la azotea, los verduleros respiraron profundamente, tragaron bocanadas del aire sucio pero libre, volvieron las caras al sol y al viento y miraron más allá de la ciudad y los barrios periféricos a las colinas verdeazuladas, a los bosques verdegrisáceos.

La Banda Acorde se quedó de pie junto a la puerta, con su estado de ánimo transformado. La nueva nota que dieron era dulce y sentimental. Tocaron esas alegres canciones de cosecha que hacen bailar y llorar, cuyas notas de adorno bromean con la melodía. La alegría trenzada del acordeón hubiese podido hacer llorar y bailar a una taza de té. Es el único instrumento sujeto con correas al corazón del intérprete. Su fuelle plisado se extiende y sonríe.

Los invitados se separaron, a gusto, encantados, curados de golpe por la magia del lugar, vigorizados por el cuidado y la pasión puestos en cada planta que crecía en aquella azotea. La pieza central, tan diferente del agua esculpida de la galería comercial, era un estanque rodeado por un camino de gravilla. No había peces, pero sí ranúnculos, lirios, gladiolos y —encorvados, como una garza— los hombros de un sauce enano que proporcionaba sombra a islas de centáurea negra y masas flotantes color naranja de líquenes de pantano. Había arbustos en derredor, algunos en tiestos de barro, otros en ánforas coloreadas por una delgada capa de yeso amarillo, otros en macizos elevados. Una pérgola de madera, cargada de rosales trepadores, madreselvas, enredaderas, conducía hacia el invernadero. Los comerciantes siguieron a Victor allí y frotaron las hojas de las hierbas aromáticas y acicalaron los pimpollos como propietarios de la tierra.

Hicieron que la Banda Acorde se acercara a la puerta del invernadero.

—Sigan tocando, sigan tocando.

La camarera sirvió más coñac. Los viejos fueron pasando las copas como colegiales de excursión, asegurándose de quedarse con la que estaba más llena. Todos encontraron un sitio donde sentarse o apoyarse. Unas macetas invertidas, un banco de madera, una baja tarima para las plantas, sirvieron perfectamente como asiento. Los gatos sacaron el máximo partido de las manos secas y expertas, los regazos huesudos y las caricias que se les ofrecieron. La camarera estaba un poco turbada por las manos coquetas que le ayudaban a servir las bebidas. Las dos robustas damas de la banda y su amiga, más delgada, por su parte, acompañaban aquella reunión improvisada del invernadero con una serenata y las sonrisas y los gestos del más íntimo de los clubs nocturnos.

—¡Por Victor!

Y alguien añadió:

—Que le crezcan dientes nuevos.

Todo el mundo alzó su copa y, una vez más, la banda interpretó la Polca del Cumpleaños. Todos cantaron y pasaron sus copas para que se las llenaran de nuevo. Victor se puso de pie para decir doce palabras, no más, de agradecimiento.

—Igual que en las fiestas de los pueblos, caballeros —dijo, promoviendo el engaño de que tenía savia en lugar de sangre, de que era un hombre del campo en el fondo de su corazón—. A su salud.

Miró por segunda vez aquel día hacia los chillones toldos del mercado. Antes de volver a tener la oportunidad de sentarse, añadió un nuevo brindis.

—¡Por nuestra ciudad!

Hizo un gesto amplio de la mano en dirección al mercado como para limpiar el paisaje urbano. Si hubiese sido un hombre más locuaz, habría dicho: «¡Antes de morir me gustaría limpiar todo eso! Empezar de nuevo. Un mercado. Un edificio digno de nuestra ciudad». En lugar de eso dijo, sin poder contenerse:

—¡Por los negocios, caballeros! —Una vez más, levantaron sus copas y bebieron—. Confío en que los suyos vayan bien. ¿Hay algún problema del que deseen hablarme?

Nadie estaba de humor para responder. Negaron con la cabeza y se rieron, como si la sola idea de un problema fuese un chiste.

—Muy bien, entonces —dijo Victor—. Así es como debe ser. Yo le pago a Rook lo suficiente como para que resuelva y zanje los problemas…

—Y nosotros también…

El hombre que dijo esto pretendía que fuese una broma. Nunca se había parado a pensar si los pagos por «la plaza» a Rook eran transacciones que compartía con Victor. Demasiado tarde para pensarlo ahora.

—¿Ustedes también?

—Poca cosa. Una gratificación por todo lo que hace.

—¿Qué hace Rook que no esté ya remunerado con su sueldo?

Victor vio incomodidad a su alrededor. La interpretó perfectamente. No era extraño que Rook pensase que el Mercado del Jabón era un paraíso. Las termitas del mercado trabajaban para él. El hombre estaba cobrando sobornos. Victor supo enseguida lo que tenía que hacer con aquel extorsionista y cómo —un regalo oportuno— aquello le serviría perfectamente para sus planes a largo plazo. Un hombre como aquél, un hombre que se servía a sí mismo antes que a su jefe, un hombre, además, en quien no se podía confiar para un plan de renovación del mercado, no podía esperar conservar su puesto. No había maldad en eso. Para un jefe era un deber echar al tramposo, igual que era tarea del jardinero librarse de los insectos.

—¿Cuánto le pagan exactamente? —preguntó.

Una vez más, no hubo voluntarios para responder. No deseaban parecer víctimas de una falta de honradez ni colaboradores en el engaño. Victor sacó un cuaderno y una pluma de su chaqueta.

—Anoten aquí el importe de los pagos que le hacen a Rook —dijo—. No deseo que mis amigos paguen más de lo que deben.

Naturalmente, hicieron lo que les pedía.

Un piso más abajo Rook y Anna juzgaron —puesto que todo parecía muy silencioso en la suite de oficinas de Victor— que había llegado el momento de sentar a su jefe en su silla de cumpleaños, entre el reluciente follaje, y alzar sus copas en un brindis. Transportaron la silla desde la antesala. Sirvieron las bebidas. Más champán, naturalmente. La silla fue colocada en el centro de vestíbulo fuera de la suite de Victor donde suponían que continuaba —tranquilamente— el almuerzo de cumpleaños. Rook se situó detrás de la silla, una sonrisa ya compuesta en su cara. Anna llamó a la puerta de Victor y entró. El único sonido y movimiento en la habitación venían del aire acondicionado.

—Se han ido —le dijo a Rook.

Él se acercó y se quedó de pie a su lado en la puerta y miró hacia donde ella señalaba, la mesa, los huesos de aceituna, los vasos sin vaciar, el cigarro apagado, los restos de pieles de naranja y otras frutas y el pescado no ingerido. Anna se rió y —al hacerlo— dejó caer su cabeza momentáneamente en el hombro de Rook.

—Deben de haberse ido a la terraza —dijo él.

Y le rodeó la cintura con un brazo. Se sentía regocijado e inquieto. La habitación vacía, la tranquilizadora cintura de la mujer, la silla de cumpleaños, vacía y absurda en medio del vestíbulo, no eran lo que él había planeado.

—Bebamos el champán de todas formas.

Dio la espalda a la puerta de Victor y se sentó entre el follaje de plástico de la silla de cumpleaños, satíricamente, desafiantemente. Levantó su copa hasta que Anna, de pie junto a sus rodillas, se quedó quieta, silenciosa y tranquila. Ella alzó su copa también.

—¡Por nosotros! —dijo Anna—. Por nosotros… por nosotros… por nosotros… por nosotros…

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