Arcadia

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Primera parte El Mercado del Jabón » 7

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El mercado se podía dar por desaparecido, y Rook también. Se habían tomado decisiones aquel día. El horizonte de nuestras vidas había cambiado. Cinco vendedores vacilantes, una banda, una camarera y el jefe tomaban el aire y coñac en el jardín de la azotea del Gran Vic, mientras, en el piso veintisiete, Rook y Anna se emborrachaban un poco y se enfrascaban en cosas menores. Habría un

romance (¡cómo nos gusta esa palabra!), por lo menos una

muerte (ésa no nos gusta tanto); habría aflicción y perversidad en las calles, se harían y se perderían fortunas, y todo porque un viejo millonario seco que había vivido demasiado tiempo y estaba un poco borracho había caído en esa antigua trampa sentimental: el deseo de morir y a la vez subsistir.

Cuando Victor alzó su copa y dijo «¡Por nuestra ciudad!», tal vez el brindis no fuera por lo que

había sino por lo que él

veía en su mente, los proyectos y los sueños. Su mano abarcó el lejano paisaje de la ciudad. Borró el mercado como si estuviese limpiando el vaho de un cristal y mirando la claridad oculta detrás, su lugar en la historia.

No obstante, la historia que corría por la ciudad aquella medianoche no era la que cambiaría vidas y paisajes, a menos que uno fuese un pez. La historia que divertía a verduleros y mozos de cuerda mientras se reunían en el Jardín del Jabón para tomar un último café y copa, que tanto obsesionaba a los parlanchines, las conciencias sociales, los corazones sangrantes, los evangelistas del cambio social que hablaban hasta bien entrada la noche, era la historia de los mimados peces de Victor. Los peces para la fiesta de Victor —eso era lo que afirmaba la edición de medianoche del periódico del día siguiente— habían sido mejor tratados que sus invitados. Diez percas frescas y vivas fueron llevadas desde la estación a sus oficinas «¡EN TAXI!», decía el reportaje. Los mozos de cuerda habían colocado el bidón de plástico en que viajaban en el asiento trasero del taxi y le habían dado instrucciones al taxista de que no fuese más deprisa que un coche fúnebre. Al parecer, las percas vivas podían perder su dulzor y su frescura si las sacudían como a banqueros a la hora del almuerzo en el asiento trasero de los taxis. Su carne se inundaría y fatigaría y, por mucho que hiciera el

chef, decepcionaría en la mesa, pegada con aprensión a la espina y con un sabor ligeramente amargo.

El taxista —también él un poco fatigado y amargado por lo que tomó como una broma a su costa— ajustó el espejo retrovisor de modo que pudiese conducir y vigilar el agua amarillenta del bidón. Estaba acostumbrado a espiar el regazo de las mujeres de esa manera. Se había ganado un poco de dinero una o dos semanas antes cuando había visto las manos de un político descansando brevemente en el sedoso regazo de una mujer. La mujer era una actriz, no la esposa del político, y el taxista me vendió a mí ambos nombres. A ustedes no les importará, lo sé, si casi inmediatamente, después de las presentaciones, y habiendo sido discreto hasta ahora, vuelvo a la sombra. Esta historia no es mía, por lo menos no más que de cualquier otro ciudadano. Soy —era— periodista. Mi pseudónimo era El Ciudadano. En esa época era el mordaz y burlón cronista del diario de la ciudad.

El día del cumpleaños de Victor, el taxista me llamó una vez más y me vendió la historia del bidón de peces.

—¡Dios Santo! —dijo—, ¡juro que el agua olía a pis!

Aquí hay, pensé… El Ciudadano pensó… una divertida ilustración de las rarezas de los millonarios, pero sólo valía una cuarta parte de la tarifa —y la mitad del espacio— que el presupuesto de El Ciudadano podía permitirse pagar por las manos en los regazos. El periódico publicó la noticia en la columna de El Ciudadano, en la última página, con un chiste: un taxi completamente lleno de agua, burbujas, algas; un submarinista con tubo de respiración al volante; un periscopio; y en la esquina de la calle una perca bien vestida, con una aleta imperiosamente levantada, diciendo: «A las oficinas de Victor, por favor. ¡Y dese prisa, me espera para comer!».

Nadie tendría el valor de enseñarle el artículo a Victor. Tales cotilleos y bromas sólo servirían para desconcertarle. Pero Rook estaba de humor para cotilleos y chistes. Como de costumbre, como un placer de los viernes, le había comprado el periódico de medianoche al operístico vendedor de la calle debajo de su apartamento. Se había llevado el periódico a la cama, junto con café, brioches y cuadraditos de melón, y se lo había enseñado a Anna como si el chiste sobre Victor fuese a deteriorarse, la letra de imprenta a borrarse, si no la despertaba y le leía el periódico entonces. Ella se había dejado las gafas en el bolso, y de dónde estaba el bolso, entre el apresurado caos que habían formado sus ropas, sus zapatos, sus abrigos, no estaban seguros. Así que Rook se quitó las zapatillas y la bata y se reunió con Anna en su cama para leerle en voz alta las palabras de El Ciudadano. Las risas llevaron a los besos, y los besos a la pasión de los no tan jóvenes cuando están enamorados. La brisa que entraba por la ventana abierta agitó y desordenó las páginas del periódico que habían arrojado al suelo descuidada y apresuradamente. Las caras enrojecidas, los cuerpos hinchados por los abrazos, las bocas blandas y tenaces, terminaron la jornada laboral de forma muy parecida a la de otros miles de parejas bajo los tejados y chimeneas de la ciudad, y sus gritos y sus promesas pronto se perdieron entre el bullicio del tráfico y los juerguistas y las llamadas de los vendedores en los callejones, las avenidas, los bulevares y las calles. El viento. Los incontables ruidos de las vidas de las ciudades. El clímax de la noche. La temeridad del sueño.

El mercado descansaba también, aunque no silenciosamente. Los puestos y los toldos habían sido retirados, algunos guardados en ataúdes de madera de cinco metros de largo con candados, otros plegados y atados con cuerdas como aparejos de un barco que soportara las calmas ecuatoriales de la noche; otros recogidos descuidadamente y amontonados como leña. Era como si una ventolera hubiese reducido todo el vibrante comercio del día a palos y adoquines. El ruido venía principalmente de los equipos de limpieza, los hombres vestidos con mono de polivinilo amarillo cuyo trabajo consistía en manejar las máquinas barredoras, que retiraban los desperdicios vegetales, las bolsas de plástico, las sobras y restos del Mercado del Jabón como cosechadores de la pradera, y luego destapaban las bocas de riego y magullaban y purgaban los adoquines con fuertes varas de agua a presión. El grupo más tranquilo —hombres, mujeres, niños— forrajeaba en busca de su cena y sus ropas de cama —naranjas mohosas escogidas, zanahorias partidas, alguna que otra moneda, cartones y cuadrados de polietileno— antes de que los cepillos y los chorros convirtiesen la benevolencia ovalada del mercado en una superficie inmaculada.

Los equipos de limpieza se marcharían pronto. Los habitantes nocturnos del Mercado del Jabón se asegurarían sus lugares de descanso. Los puestos y toldos desmantelados —una vez que el agua se había secado— proporcionaban un buen nido para la gente sin hogar. El Hombre del Celofán —con su viscoso traje renovado y engrosado por el celofán que encontraba tirado en el mercado— estaba de pie, empaquetado al vacío, para vigilar y organizar a los últimos vehículos de la noche. Los borrachos tenían su rincón. No dormían de noche, sino que se sentaban en círculos insomnes, compartiendo el vino o el ron urbano y demorando la llegada del amanecer con monólogos y escupitajos. Las avergonzadas mujeres, recién acabados su suerte y su dinero, se mantenían apartadas y, con desesperantes buenos modales, dormían sentadas, los brazos agarrando las asas de sus bolsas, sus mentes en otra parte. Solamente los jóvenes se tumbaban, los jóvenes que habían venido a triunfar lejos de su hogar y habían acabado como rateros, putas o esnifadores de gasolina. Algunos —como Joseph— acababan de llegar. El Mercado del Jabón era su primer dormitorio-cuarto de estar y, sin embargo, seguían esperando que el nuevo día les trajese buena suerte. Una vez más, ¿dónde hubiese podido estar Joseph sino ahí? No sentado en un bar, ciertamente. Los bolsillos de su traje de verano aún estaban vacíos.

Más vacíos, de hecho. Había perdido su recorte del catálogo. Había sido desposeído de su navaja. Había salido mal parado del encuentro con Rook. Dormía —joven, tumbado— con unas espinacas por almohada sobre un colchón de tablones.

Por lo menos dormía. A pesar de toda la mala suerte del día conservaba aún el don de aliviar el cansancio y la decepción con un poco de sueño. Al principio estaba asustado por las luces y el ruido; los motores y los faros de las motos montadas por jóvenes malcriados atraídos al mercado desmantelado por la diversión que podía proporcionarles la velocidad sobre los adoquines y la «gentuza» que bebía y dormía allí. Pero pronto la ciudad se quedó silenciosa; ningún ulular, ningún gañido que puntuase la noche. Se había tendido y observado cómo se oscurecía la ciudad a medida que las últimas luces en las casas y las oficinas eran apagadas por los insomnes, los guardas y los interruptores automáticos. Las únicas luces que no se apagaron fueron las farolas y la silenciosa conífera de bombillas plateadas que se elevaba, firme, veintisiete pisos por encima de la ciudad. Este Árbol de Luces era el Gran Vic en reposo. El ordenador del bloque señalaba qué bombillas tenían que encenderse y cuándo. Era el abeto perfecto, salvo que quienes se molestasen en mirarlo con atención de noche podrían ver una luciérnaga en lo alto del árbol, cuando Victor —que carecía del don del sueño— vagaba por su apartamento y su suite de oficinas, señalado mientras se movía de habitación en habitación por luces y lámparas que se encendían fuera de la cuadrícula del abeto.

Era la noche de su cumpleaños. Había bebido con exceso. Una copa a su edad era demasiado. Su estómago protestaba. La perca meada se estaba ahogando en champán. Andar parecía aflojar los gases que le oprimían el pecho. Eructó para liberar las burbujas de champán. Sabía que en su mesa de despacho había unos sobrecitos de caolín para calmar sus intestinos. Los encontró y encontró también la carpeta de los bocetos con las notas de trabajo de la artista para la escultura que sus contemporáneos parecían empeñados en imponerle. Se llevó la carpeta a la fuente que había en el vestíbulo delante de su suite de oficinas. Se echó el caolín en polvo en la boca como un niño un sorbete y lo tragó con ayuda del agua de la fuente. La frialdad del agua desalojó los dolores dentro de su pecho. Eructó de nuevo. Se sentía bastante bien al fin. Por lo menos no tenía náuseas. Ni le parecía que fuera a desmayarse.

Victor sacó los bocetos y los miró uno a uno. Piezas románticas y convencionales bosquejadas en pastel color castaña. Un vendedor del mercado pesando fruta. Una chica con uvas y flores. Un mozo de cuerda con tres bandejas en la cabeza. Y luego —alarmantemente— un dibujo de su pasado: una mendiga con un niño de pecho, la mano tendida, la dádiva de una manzana en equilibrio sobre la palma. Se sentó, casi se cayó, en una vieja silla de madera, pegada a la pared del vestíbulo, en la sombra. Miró largamente lo que tomó por un dibujo de su madre y de él hacía… ¿Cuánto? ¿Casi ochenta años? Su cabeza estaba inundada ahora, su cara exangüe. Aquélla era la estatua que quería. Traería a su madre de nuevo. La pondría allí una vez más. Sabía exactamente dónde debería sentarse y mendigar en bronce, entre el Mercado del Jabón y el jardín. Al fin, las consecuencias del gesto de su mano aquella tarde en la azotea se volvieron más claras. Empezaría de nuevo, como le habían aconsejado sus contables. Construiría un mercado digno de la estatua. Un mercado como una catedral, grandioso y memorable. Un mercado digno de un millonario. Se sobreviviría a sí mismo en piedra. Su madre se sobreviviría a sí misma en bronce. Tenía sentido como negocio, aunque sin duda Rook no lo aprobaría. Lucharía por el Paraíso.

¿Qué mejor momento para empezar que allí y entonces? Decidir. Eliminar todos los obstáculos. Proceder. Victor sacó su cuaderno y escribió una nota a lápiz. Para Anna. Ella se ocuparía de Rook. Un hombre menos generoso habría llamado a la policía y habría dejado que ellos se encargasen del asunto. Pero no, que lo hiciera Anna. Para eso le pagaba.

Victor estaba contento —aliviado— de tener una tarea con la cual llenar su novena década y tan absorto en cada matiz y cada trazo del boceto de la artista que no vio ni notó el follaje de plástico contra su espalda.

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