Arcadia

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Segunda parte Leche y miel » 3

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No era la doncella de un hombre rico. Era una mendiga, igual que Em. O peor. La tía había perdido el puesto de pinche de cocina para el cual había venido a la ciudad tres años antes. No se había distinguido en las tareas domésticas que —cuando su padre viudo murió— las Fuerzas Vivas del pueblo habían esperado que la «calmaran». Una esperanza excesiva para una chica tan turbulenta. Su cara y su lengua no habían encontrado el favor de la cocinera de su señor, la cual había tomado sus ensoñaciones de adolescente, su rebelde pelo leonado, su falta de tacto, su frente y sus mejillas marcadas de viruela, por insolencia.

La esperanza había sido que la tía pudiese transformarse —de forma rápida y barata— de paleta en marmitona. Pero ella no era dada a las reverencias y las zalemas y no tenía habilidad para la cocina. «No sabría hervir agua para un barbero», había dicho la cocinera. «Esa chica es tan útil en esta cocina como un gato». En cambio, era la clase de chica que veía la ciudad como un lugar para el juego, no para el trabajo. Al contrario de lo que sucedía con la jornada laboral en el campo, el día de la ciudad estaba regido por relojes. Había horas para el trabajo, las comidas y el sueño. Y había horas en que la tía estaba libre para jugar. ¿Qué le importaba si la cocinera encontraba pelos leonados sueltos y errantes entretejidos en la masa o rizándose como un anguila en la sopa de la señora? ¿Por qué tanto jaleo? Nadie se había muerto por tragarse un pelo. ¿Y qué más daba si había restos de huevo entre los dientes de los tenedores del desayuno? ¿O si la cazuela olía a cerdo? ¡Tanto mejor si la cazuela olía a cerdo! Cualquiera con sentido común o con apetito cogería un pedazo de pan y «limpiaría el culo del cerdo». Ella y su hermana mayor, casada, Em, se peleaban por semejante golosina cuando eran pequeñas.

La tía, sencillamente, no entendía las extrañas convenciones y los refinamientos de la vida burguesa de la ciudad, donde se desperdiciaba más de lo que se consumía, donde la risa, los bostezos y los eructos compartían la misma valoración y eran reprimidos, ocultados, ahogados por una mano. No le gustaba la vida casera. Pero adoraba el alboroto y las bromas de la calle, la intimidad de las multitudes, los sombreros, la ropa, los tranvías, la libertad. Podía disfrutarla alguna que otra vez, cuando la cocinera la enviaba a comprar huevos o verduras, cuando un sábado de cada dos tenía medio día libre, cuando —una vez, por la noche— escaló el muro del jardín trasero y paseó hasta la madrugada por esas zonas de la ciudad donde los faroles —y los espíritus— raras veces se apagaban. En aquella ocasión la tía fue recibida por los perros de su señor cuando regresó. La tomaron por un ladrón y, aunque la conocían bastante bien por todas las veces que les había favorecido con las sobras de la cocina, fueron demasiado estúpidos o malvados como para permitirle trepar el muro otra vez hasta el patio trasero. Sus ladridos llamaron al señor y a la policía. Para la cocinera esto fue la gota que colmó el vaso. No consideró probable que la chica hubiese estado simplemente «paseando», como ella afirmaba.

—Todas las pueblerinas sois iguales —dijo—. «Los palurdos no hacen buenos ciudadanos».

No le dijo lo que les había dicho a sus señores, que la tía estaba loca, «como una cabra». Despidió a la tía pagándole la cantidad exacta del billete de tren, sólo de ida, hasta el pueblo donde había nacido, apenas quince meses después de que hubiese huido de allí para buscar fortuna en la ciudad. La tía se gastó el dinero del billete en un sombrero.

Iba brincando por los bares y los restaurantes feliz y contenta. Llevaba su sombrero, un

cloche de paja de copa alta y ala acampanada con ramitas de rosal silvestre de fieltro. Era la moda de aquel año entre las mujeres jóvenes de carácter alegre. Le disimulaba las marcas de viruela de la frente y la hacía parecer más atractiva de lo que era. Saludaba quitándose el sombrero a los grupos de hombres que se sentaban en las terrazas de los bares o de los restaurantes. Parecían muy aburridos y deseosos de que los divirtieran. Le bastaba con sonreír o hacer una reverencia cómica o dar vueltas a su sombrero en la mano abierta para ganarse un poco de dinero. Era fácil aceptar dinero o una comida de los hombres y continuar siendo buena.

Había una docena de chicas campesinas como ella que trabajaban en el mismo barrio de la ciudad y compartían un ático de dos habitaciones en una casa cerca del Mercado del Jabón, en el distrito de Puerta de Madera. Las familias pobres y los trabajadores que habitaban los pisos inferiores las llamaban, sardónicamente, las princesas. Todas habían perdido sus puestos de doncellas o pinches de cocina y habían acabado en las calles. Algunas robaban. Otras se vendían a los hombres. Otras ganaban un poco con la venta de cerillas o haciendo recados para las damas ricas y frágiles que tomaban bebidas alcohólicas en los salones elegantes. La tía siguió mendigando. Se le daba bien. Y enseguida tenía lo suficiente cada día para pagar el miserable alquiler que le pedían por un pequeño rincón en el ático de las princesas. No había luz ni agua allí, ni una estufa para cocinar. Pero había camaradería y velas. Sabemos que la pobreza no es divertida, pero si eres joven y pobre en compañía, la vergüenza, la falta de esperanza y la soledad no aumentan la carga sobre tu espalda. No compartir nada o muy poco es más fácil que compartir la riqueza.

Así que la tía era feliz con su vida. No había que fregar platos. No había sobras. No había una cocinera puntillosa y gruñona. No había tenedores de plata. Compartían —como sólo hacen las mujeres— sus ganancias diarias, sus despojos de la ciudad, su botín. La única intimidad que tenían —si, por ejemplo, deseaban sentarse en el orinal sin ser vistas— era esconderse detrás de las cuerdas de la colada, tendidas de un lado a otro de las habitaciones, o esperar a que oscureciera. Pero ¿por qué esconderse para mear, cuando mear a la vista de todas tus amigas puede causar tanto regocijo y tan estridente jovialidad? «Quítese el sombrero», le decían a la tía, cuyo

cloche raras veces abandonaba su cabeza. «Es descortés mear así en presencia de princesas». Esperaban hasta que oían el chorro de la orina en el orinal y luego decían: «Quítese el sombrero. Póngase de pie… ¡y haga una reverencia!». O «¡Cante, cante! Y enseñe el ojete». La risa a coro de aquellas princesas era una risa sin víctima y sin rencor.

La tía aprendió los trucos de la mendicidad de su charla en el ático por las noches, cuando cada una describía cómo le había ido el día; cómo los hombres se desabrochan el cerebro al mismo tiempo que los tirantes; lo descuidados que son los camareros con las propinas; qué

chefs de restaurante daban una comida a cualquier chica que se ofreciese a fregar el suelo. Te tomabas la comida y luego salías corriendo. Qué sitios eran los peores y los mejores para sacarles dinero a los extraños. Aprendió que una pizca de zinc y vinagre hacía que una chica pareciese febril. No daba resultado con los hombres, pero las mujeres —las mayores— pagaban para conseguir que te fueras. Aprendió un repertorio de caras de mendigo, cómo deslizar la lengua entre los dientes y los labios para parecer boba, cómo fingir la mirada perdida del loco, que meterse el dedo en la nariz es tan útil como robar bolsillos para conseguir dinero si lo haces en las terrazas de los restaurantes y de un modo infantil, no ordinario.

Así que le iba bien en las calles de la ciudad. Mendigaba e importunaba lo suficiente como para considerarse —de acuerdo con criterios campesinos— bien establecida. Estaba mucho más rolliza que la chica que había servido en la cocina. Tenía su sombrero como talismán y a sus princesas como familia. No pensaba en el día de mañana, y menos aún en el de ayer. Le gustaba ponerse el sombrero en la cabeza y vagar por las calles como si fueran sendas en el campo y ella estuviese simplemente buscando fruta gratis. Nunca se cansaba de alargar la mano ni de desafiar —éste era su truco favorito— a los hombres que bebían en los bares a que lanzaran una moneda y acertaran en la estrecha ala de su sombrero de paja.

A pesar del toque llamativo del sombrero, era una chica zarrapastrosa y mal formada. Los hoyos y cráteres de su cara eran un mal que por bien venía. Mantenía a los hombres a raya. No tenía el físico de su hermana. Pero tenía algo que era mejor y más raro en aquellos tiempos que la simple belleza. Se quería a sí misma descaradamente. Le gustaba ser como era. Por eso, cuando vio a su hermana gritando debajo de su sombrilla verde y amarilla: «Por favor, ayúdenme. Por favor, ayúdenme. Mi niño se está muriendo», la tía no se quedó nada desconcertada. Había oído cien historias tristísimas acerca de por qué y cómo sus princesas habían caído en la desgracia. Relatos duros que le habían hecho preguntarse cómo unos animales tan frágiles como las adolescentes podían emerger con semejante energía de profundidades tan frías y amargas. Adivinó que habría muerte en el relato de Em, o enfermedad o la pérdida de un trabajo. No era fácil de impresionar. Le parecía que se ajustaba a las pautas del mundo el hecho de que Em, como ella, hubiese acabado en aquel sitio. El destino —el destino de nacer mujer y campesina en aquellos tiempos— no era coincidencia, ni azar. Los pobres cogen el tranvía. Viajan en trayectos fijos. Sólo los ricos van a voluntad en sus carruajes.

La tía se agachó debajo de la sombrilla y comparó a su hermana con la voz que había oído. Eran iguales, sólo que Em era más pobre, y estaba más delgada que un tallo de maíz al que le han quitado la mazorca. La tía supo —con una sola mirada— que su hermana estaba desesperada, enferma y desnutrida. Oyó los gimoteos del niño. Su sobrino o su sobrina, supuso. Se alegró de volver a tener una hermana, de ser tía. Supo que podía ayudarles.

Así que Em se convirtió en la mayor de las princesas, y Victor fue su principito. La mayoría de las chicas se alegraron sin reservas de tener un niño con ellas. Se lo pasaban de una a otra y le acariciaban como si fuese un gato. Le embromaban metiéndole el dedo meñique en la boca y se asombraban de la fuerza de sus encías y labios. Les encantaba hacerle eructar sobre sus rodillas, o apretar la nariz contra su cabeza y notar el olor a miel y a rancio de su gorrito. Le besaron los hoyuelos de los brazos, la espalda, la barbilla, y le llamaron «tunantuelo» y le cantaron «En la barbilla un hoyuelo, dentro un diabluelo». Hicieron ruidos como los que hacen en los zoos quienes están decididos a que los periquitos hablen. Pero Victor no estaba de humor para juegos. Estaba ya descontento, y no sólo por su salpullido ácido. Quería alimento. Los labios tibios y los murmullos no sirven de cena. Trataba de meter la mano entre los botones de sus vestidos, mojaba y arrugaba la tela de sus blusas con la boca.

—Son todos iguales —dijo una de las princesas—. Los hombres sólo quieren una cosa.

La tía encontró un sitio en el suelo para Em y Victor debajo del techo inclinado. Consiguió con halagos una pequeña estera y una tela que sirviera de manta. La tía se llevó a Victor a la calle y al cabo de veinte minutos regresó con un tarro de conservas sin tapa que contenía puré de patatas tibio, judías y salsa, todo lo cual había mendigado en la cocina de un restaurante.

—Este niño es una mina de oro. —Aplastó las judías e hizo una mezcla con el puré y la salsa—. Aquí hay de sobra para todos —dijo, aunque en voz baja para que «todos» significara Victor, la tía y Em.

Hizo unas albóndigas con las manos, cuatro grandes como huevos, y otras más pequeñas, como canicas, para su sobrino, Victor. La primera comida sólida del chiquillo. Tenía casi nueve meses. Los primeros dientes de leche asomaban ya en sus encías.

Juntas le metieron la comida en la boca. Era demasiado seca para él. Tosió. Y cuando cerraba la boca la comida se escurría entre sus labios y caía en la mano de su madre. Pero no lloró. Aquello no era disgusto. Sencillamente, no sabía tragar tales bocados. La perseverancia ganó la batalla. Las hermanas tenían veinte dedos para mantener el alimento dentro de la boca de la criatura. Las yemas de los dedos se parecen lo suficiente a los pezones como para que Victor se confundiera y chupara. Esto resolvió el problema. Por cada trocito que rodaba por su barbilla, una pequeña cantidad bajaba por su garganta. Al chupar extraía la salsa de la mezcla. Le gustó el olor y la sal. Comió hasta hartarse. Durmió —por una vez— sin el pecho de su madre.

Em contó su historia de cómo había venido a la ciudad y cómo la ciudad casi la había derrotado. Luego la tía respondió contando la suya y diciendo que la ciudad era mejor que una amiga. Cuidaba más a los extraviados y desamparados que ningún pueblo de la tierra.

—Si no fuese así —dijo—, el campo sería el lugar adecuado para nosotras. Los árboles y los prados rebosarían de viudas y huérfanos. Pero mira a tu alrededor, Em, mira las calles. Son las ciudades las que nos acogen. —Y luego añadió—: El aire de la ciudad hace libre.

Hablaron, como artesanos a la hora del almuerzo, acerca de los problemas del oficio de la mendicidad. Su trabajo era como todos los trabajos. ¿Por qué había de ser abyecto? Tenían compañeros, rivales, clientela. También tenían sus rituales, y el orgullo y el propósito que tal empleo conlleva. El problema era que los senos de Em estaban casi secos, y todavía demasiado doloridos. Proporcionar alimentos sólidos a Victor tal vez les daría tiempo para sanar, pero ¿querría el niño el pecho cuando él y Em volviesen a pedir?

—Cuando Victor no está mamando —explicó Em—, no saco dinero en las calles.

—Si ése es el único problema que tienes, ¡entonces eres la más afortunada! —dijo la tía. Le cogió la mano a su hermana—. Ahora duerme. Ya te lo he dicho, Victor es oro para nosotras. Con un bebé en el pecho se puede ganar dinero. Para eso no te hace falta tener leche. No se necesita saliva para meter la lengua en la oreja de tu novio.

De madrugada, mientras Em y Victor seguían durmiendo, la tía se puso su sombrero y bajó a los bares donde los vendedores, los almacenistas y los mozos de cuerda tomaban café y copas antes de empezar el trabajo. Encontró el ángulo más cómico para su sombrero. Llevaba su sonrisa más dulce y más boba. Se apoyó contra la pared de los bares y les desafió a tira-y-acierta. Les enseñaría a los hombres sus gordas y moteadas rodillas si alguien atinaba a arrojar una moneda en su sombrero. El hombre que se acercó a ella y suavemente dejó caer una moneda dentro, se imaginó que se había aprovechado de la tía. Ella enseñó las rodillas. Él se marchó más pobre de lo que había venido, pero ella al poco rato había ganado lo suficiente para comprar comida. Compró un plátano magullado por poco dinero. Un bollo de pan recién hecho y tibio. Una botella de agua de raíces. Un poco de miel. Queso. Daba gusto verla tan alegre por la calle. Subió las escaleras de dos en dos. Pasó bailando por entre las durmientes princesas y extendió el desayuno sobre las tablas del suelo. Partió el pan y el queso. Dividió el plátano en tres pedazos y machacó uno de ellos con agua de raíces en una taza hasta que quedó como unas gachas lo bastante claras como para que Victor pudiera tragarlas.

Despertó a Em y luego a Victor. Él no estaba dispuesto aún a empezar el día. Gimió como un tronco de tejo mojado en el fuego. Ella le pellizcó en el brazo hasta que sus lágrimas cayeron abundantemente y estuvo bien despierto y encorajinado. Em trató de empujar a su hermana, pero la tía era más fuerte. Levantó a Victor por los brazos y le sostuvo con fuerza contra su costado. Él la golpeó con los puños arrugados.

—¡Ahora mira! —dijo. Se desató las cintas de su chaqueta de lana y se abrió la ropa. Mojó el índice en la miel y se untó con ella el diminuto pezón. La miel goteaba como la cera de una vela. La tía pellizcó a Victor una vez más. Sus berridos asustaron a las palomas del tejado. La tía le puso firmemente en su pecho. El silencio fue tan repentino y tan cómico como el estallido de un globo. El chiquillo apretó la lengua y la boca contra su piel. Chupó haciendo los ruidos que hacen los niños cuando beben zumo con una paja.

—¿Ves? No necesita cuchillo ni tenedor —dijo—. Ni leche.

Esbozó cómo compartirían al niño. Trabajarían con él por turnos.

—Cuatro tetas son mejor que dos —dijo—. Pregúntaselo a una vaca. Y la miel es mejor que la leche. Pregúntaselo a las abejas.

Em observó a su niño chupando el pecho de su hermana, tan veleidoso cuando se trataba de comida como lo son los adultos cuando se trata de amor. Él movió la cabeza de un lado a otro y trató de agarrar bien aquel modesto pezón, aquel pecho impermeable y deshinchado, aquel panal de miel. Estaba absorto y dulcemente satisfecho y, por el momento, no quería nada más. Em casi deseó que ella y Victor estuviesen aún abandonados bajo la sombrilla.

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