Arcadia

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Segunda parte Leche y miel » 4

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Así que ésta era la vida de Victor. Dos vidas, en realidad. Mientras otros niños aprenden a gatear y coger lo que encuentran como si todo el mundo fuese un juguete y suyo, él tenía los senos de dos mujeres. Sus encías se entumecieron a causa de la miel. Su nariz estaba aplastada por las costillas de ellas.

Em prefirió continuar trabajando en el mercado. Allí conocía las caras y todos los olores eran los olores del campo, aglomerados y comprimidos. Había perdido la sombrilla. El palo había terminado en la hoguera de alguien. El alegre dosel había sido desgarrado y desechado. Pero ella se sentaba con las piernas cruzadas para espigar («Somos espigadoras. No mendigamos», había dicho su hermana) en su lugar habitual, entre el jardín y el mercado, la espalda contra el tronco liso de su árbol. Era un consuelo ver cultivos de la clase y calidad que había producido su pueblo natal —«amarillas» de los campos de patatas, montones de zanahorias, pilas de cebollas, raíces para guisar, dulces calabazas, las polvorientas vainas de las judías—, todo tan familiar desde los días en que a ella y a los demás niños del pueblo les obligaban a unirse a los recolectores para que la cosecha pudiese recogerse rápidamente y en las mejores condiciones.

Había distinguido, distinguiría aún, a todos los aldeanos por la forma de sus culos. Un campo de judías cuando las judías se están abriendo era un campo de culos levantados mientras los aldeanos hacían de comadronas con la tierra. Un campo de patatas era algo muy parecido. El arado removía la tierra y luego los traseros del pueblo permanecían más altos que las narices durante el resto del día mientras los recolectores buscaban con paletas las tímidas «amarillas» entre las hendiduras y los agujeros del suelo. Aquellos ciudadanos podían comer frutas y verduras frescas gracias a que la gente del campo no era demasiado orgullosa o demasiado perezosa para poner el culo en pompa. Poco a poco Em se había convencido —con ayuda de la tía— de que las monedas que ahora le daban eran el pago por las horas que habían pasado de niñas, sin cobrar, con las manos negras y la espalda dolorida entre los productos del campo.

Espigaba en el mercado con menos pasión, menos apremio, de lo que lo había hecho antes de que llegase su hermana. Tenía un lugar donde dormir, una familia, un grupo de amigas, un sitio donde lavarse y comer, un camino fácil para ir a trabajar, tiempo libre. No se sentía diferente de las otras mujeres trabajadoras del mercado y el jardín, las camareras, las dependientas, las prostitutas; es decir, se sentía tan aburrida, endurecida y cumplidora como cualquiera que tiene que trabajar para ganarse la paga.

Mientras la tía dormía hasta tarde, Em hacía el turno de la mañana y el mediodía, porque ésas eran las horas en que la gente iba a comprar verduras y frutas, las horas en que el Mercado del Jabón y el Jardín del Jabón eran más derrochadores y descuidados con su dinero. Cumplía su horario con Victor pegado a su pecho. Tenía un poco de leche y los pezones untados de miel para mantener quieto a su bebé excesivamente crecido. ¿Y si él intentaba levantar la cabeza? ¿O volverse para ver pasar el mundo? A su madre le bastaba con envolverle la cabeza en su mantón para que se tranquilizara o adormilara. La oscuridad era una droga para él. Su pulso era más lento bajo la tela que cuando sus oídos y sus ojos estaban desnudos ante el clamor y las luces de la ciudad. Si lloraba, Em, sencillamente, le callaba con un toque de miel en su pecho y murmurándole refranes campesinos con los labios apretados contra su mejilla o su oreja. «Por el humo se sabe dónde está el fuego», le decía. «El que no llora, no mama». Inventaba rimas y juegos para que mamara. «Toca el timbre», decía, y le daba un tironcito al mechón de pelo rebelde de Victor. Luego: «Llama a la puerta». Y tabaleaba sobre su frente con los dedos. «Quita el cerrojo»: le apretaba la nariz y —ésa es la naturaleza de la nariz— su mandíbula descendía y abría la boca. «¡Y entra!». Le ponía el pezón untado de miel sobre el labio inferior.

A primera hora de la tarde la saltarina tía de Victor acudía con pan o queso para tomarlo con las frutas u hortalizas que Em hubiese espigado aquella mañana. No había comida para Victor a esa hora. Solamente se alimentaba por la noche. «El chucho hambriento no ladra», decía la tía. Se inventaba frases absurdas para burlarse de su hermana, para burlarse de sí misma. Le gustaba hacer el papel de la musa campesina para los hombres estúpidos que pagaban en los bares por «sabios refranes» hueros como aquél. No tenía razón respecto al chucho hambriento, pero era sensata al aconsejar que no se alimentase a Victor mientras trabajaba. Un niño saciado no quiere miel. A un niño saciado no se le puede chantajear con la promesa de una comida. Son las focas de circo hambrientas las que se sientan obedientemente en los toneles y sostienen pelotas en equilibrio sobre el hocico. Cuanto más se las recompensa con pescado, más agitan las aletas y se salen de la fila.

Cuando la tía y Em terminaban de comer, Victor cambiaba de manos. Le apretaban la cara contra los senos más jóvenes, donde la miel no estaba mezclada con los restos de leche caliente como la sangre, pero donde la carne del torso era más profunda, más blanda, menos discreta. La tía le ataba a su cuerpo con una faja que pasaba alrededor del cuello y la cintura. El cuerpo del niño no era muy largo, pero sí lo suficiente como para hacer que la hermana de Em se inclinase un poco por el lastre de su peso. Em era ahora libre de volver a las habitaciones del ático, de comprar un poco de comida, de hacer la colada de la familia en el lavadero público en el centro del Jardín del Jabón, o de dormir.

Su hermana llevaba a Victor a los lugares que frecuentaba, los bares, los restaurantes, los salones de té, en las calles medievales al este de la estación del ferrocarril. Llevaba a Victor como llevaba su sombrero, un accesorio a su atuendo y a su número. Le enseñaba las rodillas —por lo menos— a cualquiera que echase algo de dinero en su sombrero o pusiese una moneda «en el moflete de mi niño». Si algún hombre parecía lento al buscar cambio, ella guiñaba un ojo a sus amigos presentes y preguntaba con la inocencia de una criadita de vodevil:

—¿Qué le pasa a ése? ¿Tiene una serpiente en el bolsillo, o qué?

Se inclinaba sobre las mesas de los restaurantes con Victor pegado a su pecho como una termita hinchada a un grano de uva e invitaba a los comensales —ablandados por el vino o la cerveza— «a poner una moneda de plata en los ojos de mi niño si quiere usted fortuna y buena salud». Sonaba como un rito inmemorial. La verdad era que se lo había inventado ella. Si el pequeño Victor levantaba la cabeza para mostrar sus dientes y asustar a la clientela con sus berridos, entonces la tía le daba un golpe en la cabeza para que volviese al pecho, con la velocidad y la firmeza de un capataz de fábrica decidido a mantener la nariz de los niños trabajadores pegada al telar, la prensa o el torno. No era dura. Sencillamente, le gustaba ser como era, y quería seguir así. ¿Qué clase de bondad sería tratar al niño como si fuera el hijo de un hombre rico cuyas obligaciones no fueran más allá de jugar, comer o dormir? ¿Qué dinero cosecharía en la calle con Victor a su cuidado si Victor fuese un niño normal al que se le permite gatear y llorar y jugar con las piedras como le da la gana, si la tía fuese simplemente una «madre» cualquiera de la ciudad? ¿Dónde estaba el sentimiento, la pena en eso? ¿Quién pagaría por semejante vulgaridad? Así que los requisitos del oficio dicen: el niño debe estar mamando. Seis monedas de cada diez se pierden si el niño no está al pecho. Por lo tanto, ¡el niño al pecho! Ésa era la condición de la jornada laboral. No era justo que Victor no pareciese dispuesto a colaborar en eso. «Este niño es una mina de oro», había dicho la tía. Él mantenía a las hermanas alimentadas y vestidas. Él las mantenía decentes, libres de pecado. No tendrían que robar ni prostituirse ni encontrar un magro consuelo y una huida en la bebida mientras Victor fuese todavía pequeño. No tendrían que aprender el oficio de carteristas —es decir, de rateras— mientras la cabecita de Victor mamando fuese lo bastante elocuente como para hacer que los hombres duros y las mujeres pétreas se rascasen los bolsillos en busca de dinero suelto.

Utilizaban al niño como cebo, es verdad. Expresado así, crudamente y sin adornos, hace que las hermanas parezcan poco amables. Pero

poco amables no es lo mismo que

sin amor. Él era su «pequeña bendición»; su fuente de ingresos, también. Le amaban por el regalo que les hacía: él las salvaba de las mandíbulas de la ciudad que devoran a las mujeres como la tía y Em y las convierten en viejas, enfermas y rencorosas en pocos días. Imagínense a Em y a la tía sin un niño. No es preciso. Basta con que piensen en todas las chicas de pueblo que vivían, mendigaban y se morían de hambre solas en ciudades como la nuestra en el mundo entero, en aquellos días anteriores a que los ricos tuviesen conciencia, anteriores al teléfono, el coche, el subsidio de paro, la seguridad social, el deshielo del corazón cívico. Las más afortunadas conservaban sus puestos. Trabajaban en los fogones. Se arañaban las rodillas con las brasas que se enfriaban cuando limpiaban las chimeneas al atardecer. Tal vez coqueteaban con un mozo de cuadra o —más ambiciosamente— intercambiaban abrazos con el chófer de la señora. Quizá se enamoraban y, si sus medios días libres coincidían con los de sus novios —coincidencia verdaderamente rara—, paseaban libres durante una hora, abrazados por las multitudes urbanas y comprendiendo demasiado bien que aquello era lo mejor que la vida en la ciudad les ofrecería, que les esperaba algo peor si perdían la belleza, la paciencia o la buena suerte. Podían encontrarse sin techo, con el estómago vacío y sin abrazos excepto los que diesen a sus propias rodillas ásperas por la noche.

Así que ¿cómo no iban a considerarse afortunadas la tía y Em por tener a Victor? ¿Por qué no habrían de aprovecharse de él y al mismo tiempo quererle, quererle aún más por ello? Les gustaba la independencia que él les proporcionaba. No sabían —él tampoco lo sabía— que le habían privado de su libertad, que sus costillas eran para él las rejas de una prisión, sus brazos los guardianes, sus senos los sedantes.

Se ocupaban de sus asuntos, de la mañana a la noche, y se labraban una vida. En poco tiempo —al cabo de año y medio, cuando Victor tenía tres y todos los dientes— habían espigado lo suficiente para mudarse de las habitaciones del ático, donde los cambios en el grupo de las princesas habían hecho que las hermanas se sintieran a disgusto. Alquilaron una habitación pequeña en la misma casa, en el abarrotado piso de una familia. Era para ellas solas. Había un grifo y un pequeño fogón de carbón que podían utilizar en la galería. También había un retrete, comunal pero verdadero, en un cobertizo en el patio. Las hermanas se turnaban para ir a vaciar «el tarro de la miel» cuando estaba lleno. ¿Era esto la «ciudadanía» que buscaban? No tenían tiempo de preguntárselo. No tenían tiempo de sentarse como hermanas, cara a cara, y tejer una conversación con la cálida lana del cotilleo, la esperanza y el cariño. Em tenía que llegar al trabajo antes de que los comerciantes fuesen a desayunar a los bares. La tía tenía que estar en el trabajo hasta que los restaurantes cerrasen y todos los ricos y los borrachos se fuesen a casa. De ese modo Víctor iba creciendo y debilitándose, un niño de ciudad cuyo único paisaje eran costillas, tela y carne de mujer untada de miel. Las piedras y el jaleo de la calle estaban siempre a su espalda, un mundo oculto sólo imaginado por sus murmullos, alborotos y coros.

¿Qué sabe un niño pequeño, un niño de apenas cuatro años? ¿Un niño en edad de andar que aún no ha aprendido a gatear? ¿Un chiquillo asfixiado? ¿Un chiquillo al que no le han enseñado a hacer nada más que estar arropado y hocicar como una diminuta cría de canguro en la bolsa de su madre? ¿Cómo podía saber el pequeño Victor que aquella rutina de estar todo el día mirando carne humana no era lo normal? No era un revolucionario en cierne, ni un místico con un concepto de un mundo hecho a medida. No era más que un gusano: una boca, un culo, una predisposición a ceder. Buscaba la tierra más blanda, el camino más cálido, la piedra que no tuviera aristas, la seguridad crepuscular del seno. No tenía elección. Le habían amaestrado, como a un perro. Sabía que si levantaba la cabeza y la volvía hacia las luces, una mano mucho más fuerte que su cabeza le empujaría a la posición anterior. Sabía que si escupía el pezón de la boca y alzaba la barbilla para llorar no recibiría aquello que pedía con su llanto, a menos que quisiera pellizcos en las piernas o que la tía le apretase la nariz.

No tenía sentido del olfato en general. Los empalagosos aromas de la miel y la herbácea alcalescencia del seno borraban los olores de la ciudad, los caballos y la fruta, los hombres con pipa, los perfumes, el humo de la madera, la orina y los charcos de lluvia. Tenía la parte interna de los párpados irritada por falta de aire y de ejercicio. Sus ojos estaban escocidos por la arenilla del exceso de sueño. No enfocaban bien a la luz del día y lloraban por la noche cuando le daban alimento sólido al resplandor ovalado y anaranjado de las velas. Sus piernas y brazos no eran fuertes. No habían tenido la oportunidad de dar puñetazos y patadas en el aire. Sus manos no servían para nada que exigiese tirar o aferrar. Vivía sólo para el sonido. Su boca estaba sellada, pero sus oídos estaban libres y abiertos al mundo. Conocía los gritos del mercado, el rodar de los carritos de los mozos de cuerda, las maldiciones de los hombres que cargaban las cestas de verduras, el silbido de un hombre feliz. Distinguía la cadencia de los dulces murmullos de Em del descaro y la jactancia de la voz callejera de la tía. Las conocía, pero no podía vestirlas con unas forma o una figura. No eran más que sonidos para él. El sonido es aire tangible. Nadie medra sólo con aire.

A medida que se hacía mayor y más pesado, Em y la tía se cansaban de espigar en las calles. Era menos divertido vivir en su reducido hogar lejos de aquella dureza y jovialidad de las princesas. Las hermanas se llevaban bastante bien porque apenas se veían, apenas hablaban. Y más valía así. Si se hubiesen visto y hablado con más frecuencia, habrían descubierto lo que muchos hermanos descubren cuando han huido del nido: que compartir unos padres no es también una garantía de compartir el carácter. La única cosa que hacían como una familia era dormir juntas, compartiendo los petates, con Victor en medio. Sus cuerpos eran las barandillas de la cuna de Victor.

La tía se llevaba al chiquillo a la calle con menos entusiasmo a medida que crecía, cuando cumplió los cuatro años. Pesaba demasiado. Su cuerpo era demasiado largo; cuando estaba «mamando» sus pies encontraban un punto de apoyo en las rodillas de ella. No tenía sentido llevarle en brazos, pero la tía no estaba dispuesta a estar todo el día sentada con Victor en el regazo, como un elemento permanente en los escalones de un restaurante o la entrada de un bar, esperando que la cosecha viniese a ella. Lo que le gustaba era moverse, tener un escenario, trabajar (decía ella) «con la boca y no con el culo». Trataba de tenerle entretenido al mismo tiempo que le mantenía ciego y hocicando en su pecho. No había aprendido las formas cariñosas de entretener a los niños. A ellos les gustan los ruidos sencillos, las pequeñas rimas sin sentido y las canciones con estribillo simple. ¿Qué clase de niño entendería o disfrutaría los comentarios de la tía respecto al mundo, las bromas adultas, el cinismo de sus palabras mientras se ganaba el jornal en las calles?

—Ésa es una blanda —decía mientras, sosteniendo a Victor, se acercaba a una mujer que estaba sentada, esperando, a una mesa del jardín de un salón de té—. ¡Mira ese abrigo! A ésa le saco cincuenta por lo menos. —Y luego—: ¡Veinte! ¡Joder, qué tacaña! Mira cómo anda. Cualquiera diría que tiene el culo de lata. Su novio no se lo pasará bien esta noche, seguro…

Y otras veces:

—¡Eh! Ese tipo me está mirando. Chupa, Victor, chupa. Eso les pone calientes. Agárrate bien. Le daré unas vueltecitas a mi sombrero. Y enseñaré los dientes… ¡Ajá! Se le ha levantado el nabo. ¿Qué te he dicho? Dos de cincuenta y un guiño. Apuesto a que su mujer no sabe que tiene «gastos» como yo en la ciudad. Le daría un ataque si viera que su maridito es tan desprendido con el dinero.

O bien:

—¡Oh, vaya por Dios, aquí tienes un tipo que parece que haya meado sobre unas ortigas y no le guste el revoltillo! Su novia le ha dado plantón, seguro, o el jefe le ha puesto de patitas en la calle. «Eh, señor, ponga unas monedas en los ojos de mi niño. ¡Todo lo que le vaya mal le irá bien!». Bueno, bueno, no nos sorprende. Preferiría que nos fuésemos. Parece que no desea dar a unos pobretones como nosotros.

O el paso y las maneras de la tía se aceleraban al ver a unos hombres delante de un bar.

—Sonrisa al canto. ¡Esos tíos están tan borrachos que escupirán dinero en mi sombrero!

La verdad es que a Victor llegó a gustarle el tono insolente de su tía, a pesar de su incapacidad para entender las palabras. Le gustaba la forma en que andaba por las calles y participaba en las bromas y las discusiones y cogía para sí —y para él— golosinas dejadas por los clientes de los restaurantes. Ahora empezaba a levantar la cabeza más a menudo o encontraba la forma de mirar de soslayo el mundo de las calles y los bares. A la tía no le importaba lo suficiente como para empujarle contra su pecho de nuevo. Se había cansado de tener las blusas pegajosas por la miel, de que aquella criatura tan crecida invadiese su ropa. La vida era más cómica y más rentable si le ponía en el suelo dentro de la puerta de un restaurante y le dejaba tambalearse entre los pies de los camareros mientras ella hacía sus números con la lengua y el sombrero. Aquello fue hasta cierto punto una educación. Aprendió cosas acerca de las patas de las sillas y los zapatos. Y una vez —la gota que colmó el vaso— aprendió que los manteles se mueven si tiras de ellos. Aprendió lo divertido que era hacer que un plato de tallarines tibios se estrellase contra el suelo. Nunca había tenido un juguete tan maravilloso como los tallarines y el plato roto. A la dueña del restaurante, naturalmente, no le encantó el juego de Victor, ni la suciedad del mantel y del suelo.

—No quiero volverla a ver por aquí —le dijo a la tía, mientras Victor se envolvía los dedos en los tallarines—. No a menos que venga a comer a la carta. Salga de mi local. Quítese de en medio. Vuelva a la era de donde salió. No quiero mendigos aquí. ¿Comprende? Si no quiere comer, quédese en la calle.

Agarró a la tía por el brazo y la empujó hacia la puerta.

—Y no se olvide del chiquillo —dijo—. No debería tener un chiquillo. No es culpa de él. ¡Mire en qué estado está! ¿Qué clase de persona deja que su niño se arrastre por el suelo de esa manera? No debería tener un niño si no puede vivir respetablemente…

—Vale, vale —dijo la tía para provocar la risa contenida de la clientela, mientras Victor extendía los tallarines entre sus manos, mientras Victor aplastaba los tallarines sobre sus piernas—. No hace falta que se haga ampollas en los labios.

—Podía haber sido un plato de sopa —dijo Em cuando la tía le contó lo sucedido por la noche—. ¡Podía haberse abrasado!

A la tía le pareció que, tal como estaban las cosas, su hermana se había convertido en un estorbo en su vida. Victor también. Por su culpa ganaba menos de lo que hubiese ganado si estuviese sola. Con cuatro años, casi cinco, el niño era demasiado grande para resultar cómodo. Cada vez con más frecuencia no se presentaba en el mercado para recogerlo. O bien le decía a Em:

—¿Por qué no te quedas con el crío y te estás aquí otro rato? Sacarás más. Tú eres su verdadera madre, y ya no engaño a la gente. ¡Qué va!

Así que Victor perdió la oportunidad que habría tenido con la tía de levantar la cabeza más a menudo, de echarle una ojeada al mundo con un ojo cerrado, de estudiar los pies y los suelos. Estaba de nuevo, a jornada completa, donde había empezado, una criatura excesivamente crecida en el pecho de su madre. Estaba confinado otra vez.

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