Arcadia

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Segunda parte Leche y miel » 5

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¿Y qué pasaba con Em? ¿Cómo se sentía? ¿Cómo llenaba su tiempo? Sólo pensaba en volver a casa, aunque

casa no era la habitación pequeña y miserable que compartía con la tía, sino la desvencijada casita con techumbre de paja, un patio y cerdos donde había crecido, o el taller alquilado de guarnicionero donde había apagado con los dedos la vela de su marido. Igual que Victor llegó a vivir de ficciones acerca del campo, así recordaba Em el pueblo que había conocido. Lo convirtió en un paraíso de oropel. Era el mercado transformado, las hileras de verdura, la fruta esparcida en Arcadia. Era un mundo donde todo era maduro, colorido, dulce y gratis. Era una versión pulida y reluciente del pueblo que había conocido antes de que su marido tuviese —ambas frases campesinas—

la tierra como párpados y

la posesión eterna de una estrecha franja de tierra.

¡Qué maravillosa le había parecido la ciudad en otro tiempo, qué prometedora! Pero ahora pensaba que había llegado al peldaño más alto y que su vida en la ciudad iba en descenso. ¿Cuánto tiempo tardaría en estar tan embotada por la afanosa búsqueda de comida y dinero como aquellas otras madres que había conocido? Las que alquilaban a sus niños. ¿Para qué? No se atrevían a preguntarlo. Las que utilizaban cremas y grasa y ungüentos para hacer que sus hijos pareciesen idiotas o enfermos o amenazadores. Las que mantenían a sus hijos crecidos en el pecho atontándolos con vainas de opio o de té de mandrágora.

Una mendiga campesina como ella ha de tener buena apariencia o juventud o, por lo menos, una criatura indefensa que enganche a los transeúntes. Ella había perdido su belleza. Su pelo era ahora tan deslucido como el penacho de hojas de una remolacha arrancada. La ropa le sentaba como una silla de montar en el lomo de una cabra. Em estaba tan delgada —decía la tía, que siempre tenía una frase para todo—, que su ombligo y su espina dorsal se besaban y chillaban. Había perdido la juventud también. Más de cinco años de vida en la ciudad podían quitar la pintura de los carruajes, atrofiar un roble, poner las flores de color gris, privar a las caras campesinas de su brillo sonrosado y grabar arrugas como el arado hace surcos en un campo. Todavía tenía a Victor. ¿De qué le serviría cuando creciese? Sólo seguía siendo desvalido porque ella y la mendicidad le mantenían así. ¿Cuánto tiempo tardaría en darle la espalda y decirle: «Basta ya. He pasado mucho tiempo en tu regazo. Voy a abrir los ojos y a estirar las piernas y ver esta ciudad por mí mismo»?

Cuando Em mendigaba en su sitio habitual pasaban a su lado niños pequeños corriendo; niños que eran más jóvenes que Victor pero que ya hablaban en voz alta, tenían piernas robustas y nunca estaban quietos. Sin embargo, Victor, a medida que se hacía mayor, se movía con menos frecuencia. Estaba inerte, como si aquellos años de falsedad en el pecho de su madre le hubiesen robado el vigor.

Em sabía que se podía enseñar a una gallina a quedarse como muerta, tan inmóvil como una piedra. Lo había visto hacer de joven. Era un truco corriente en los pueblos. Empujabas a la gallina para que cayera al suelo. Le sostenías las alas. Apretabas su pico contra el polvo y trazabas una línea dura, corta y rápida con carbón, o tiza, o arañando la tierra, partiendo de su pico. La gallina quedaba hipnotizada. Geométricamente paralizada. No podía levantar el pico de la raya. Había que darle un golpecito seco en el pico para que la gallina se levantase y participase de nuevo en el mundo. Decían que, sin este golpecito liberador en el pico, la gallina, sencillamente, se desvanecería, aplastada contra el polvo por pesos que no podían verse ni tocarse. ¿Qué tenía que hacer Em para levantar los pesos de la cabeza de Victor? Temía que él también se desvaneciese, debilitado y adelgazado por demasiado seno y demasiado regazo materno, su rígida y geométrica vida. El único remedio —dado que quedarse en la ciudad significaba que no podía dejar de mendigar— era hacer el viaje en sentido inverso y salir de la ciudad. Andar por los bulevares hasta que las vías del tranvía llegasen a la plataforma de cambio de sentido, y las carreteras asfaltadas se hiciesen cada vez más estrechas y llenas de roderas, y las alcantarillas se convirtiesen en acequias, y las farolas de gas ya no impusiesen su dominio entre las estrellas o repeliesen la tenue luz de la aurora.

Lo primero que verás más allá del azul de las judías de manac —le decía a su hijo, su palma extendida, las dos manos de Victor recogidas y curvadas bajo el mantón— es que nuestro pueblo parece tener voluntad propia. El río allí no corre rápido y recto como pasa con los desagües y las alcantarillas de la ciudad. El río se toma su tiempo. Es como una serpiente dormilona. Ésa es la serpiente más lenta que hay. Se arrastra por los campos tan despacio que nunca la ves moverse. O puede que se mueva, pero sólo cuando le damos la espalda, de noche quizás, o los días en que llueve a chuzos y tenemos que quedarnos en casa. Sólo que tu padre no se quedaba en casa. Le gustaba la lluvia y pararse bajo ella. Para quitarse el olor del cuero, decía. Se lavaba el cuero y el tanino con la lluvia, y la dejaba correr por las cunetas del camino hacia la serpiente dormilona, luego río abajo hasta que el olor y el tinte que estaban en él eran arrastrados hasta el mismo mar. Eso es lo que decía, «hasta el mismo mar», aunque no estábamos cerca del mar. Me encantaba cuando tu padre hablaba así. Hacía que el mar pareciese nuestro. Olía como las sillas de montar que hacía tu padre.

Em le contaba a Victor cuánto se divertían —se divertirían— en los campos en la época de la cosecha, cuando todos los conejos más gordos, los lagartos y las serpientes quedaban atrapados en los últimos tallos del maíz, que a los conejos capturados se les podía desollar y salar para la olla, que a los lagartos se les podía perseguir o hacer que se desprendieran de la cola, que las serpientes inofensivas podían causar zozobra cuando se las dejaba caer en el regazo de alguien o se las escondía en un cajón de la abuela. Que los envasadores solían poner —como broma— una dormilona en los barriles de manzanas que mandaban al mercado. Quizá a este Mercado del Jabón, dijo. Se meaba de risa al pensar qué harían los hombres del mercado cuando metieran las manos para sacar las camuesas y las reinetas y se encontraran la fruta carnosa y amarilla de una serpiente.

También le contó a Victor, en otra ocasión en que éste le pidió que le contara «cosas del pueblo», cómo había sido engendrado.

—Te fuimos a buscar —dijo— una tarde de domingo.

Era septiembre y las setas de los hayedos se estaban poniendo altas y sabrosas.

—Tu papá y yo salimos para llenar una cesta. Y luego (sólo llevábamos dos meses casados) nos dimos, tú no lo entenderías, un beso y un achuchón allí mismo. Tuvo que ser esa vez, porque cuando sacamos las setas encontramos entre ellas un bicho del nacimiento. Ésa es una señal segura de que te vas a quedar preñada. Tu papá puso una llave colgando de un cordel sobre mi tripa. Daba vueltas de derecha a izquierda, así es como supimos que eras chico. En el sentido contrario, de izquierda a derecha, quiere decir que es una chica. Te pusimos Victor de nombre enseguida. Nunca fuiste el niño para nosotros; siempre tuviste un nombre. Aunque tu abuelo paterno quiso dárselas de listo. Dijo que tenía que ser una chica, que en sentido contrario quería decir chico, que estábamos equivocados. Cogió unas tijeras y un cuchillo y los escondió bajo dos trapos en dos taburetes de cocina. Puso los taburetes uno al lado del otro en medio de la trascocina. Me llamó y me dijo que me sentara. Tu papá estaba allí. Tu tía estaba… No, ya se había marchado a servir en la ciudad. Tu abuelo me dijo: «Elige un taburete, el que te parezca mejor para ti, el que más rabia te dé. Vamos, siéntate». Me senté en el taburete de las tijeras. «Está claro», dijo. «La criatura será una niña. El cuchillo es chico. Las tijeras es chica». Ninguno de los dos llegó a conocerte. Los dos habían muerto. Su padre primero, luego el tuyo. Cuando naciste vi que la llave era más lista que el taburete. Una noche soñé que tu abuelo venía de entre los muertos para ver a la niña. Se llevaba un susto al ver tu colita. Yo le decía: «¿Qué clase de niña es esa que tiene un nabo entre las piernas?». Le di un tironcito a tu cosita. «¿Qué me dice de eso, padre?». «Pues no lo sé», decía él y luego: «No quisiera que me saliese una verruga de ese tamaño en el párpado».

Le contaba estas historias a su hijo. Él las escuchaba, los ojos cerrados, tendido en su regazo. No entendía la mitad de lo que ella decía, ni una cuarta parte de las palabras. ¿Qué podía significar que la llave era más lista que el taburete? ¿Que los cuchillos son chicos y las tijeras chicas? ¿Que la lluvia es como los chuzos? ¿Que el mar oliera como una silla de montar? Un niño normal de cuatro o cinco años pensaría que todo ello era un juego extraño y —finalmente— aburrido, forzar las palabras de un modo que resultaba confuso y nada divertido. Los niños de esa edad conocían la taquigrafía de las calles, las preguntas y respuestas del juego, la precisión de flecha de las palabras sencillas. Sabían que el olor, la forma y la distancia daban sentido al sonido, que las palabras eran instrumentos redondos y enfocados que servían en un momento dado, cumplían su función y no dejaban rastro. Pero, como sabemos, Victor no era un niño normal. Para él las palabras que pronunciaba su madre tenían dos dimensiones, eran una cortina de sonido, una charca poco profunda de historias del pueblo de su madre y del pasado. Él no tenía ningún papel que desempeñar salvo mantener la cabeza y el cuerpo quietos y escuchar con atención.

No había aprendido —a pesar de su edad— el truco de decir frases o de llamar la atención con las palabras. No había aprendido a gritar, a bromear, a balbucear rítmicos disparates como hacen otros niños. En las pocas ocasiones —por la noche cuando estaba al cuidado de su tía— en que le hablaba algún extraño, o las princesas, o la familia que les alquilaba el cuarto, no podía formar respuestas. No sabía hablar. En ese aspecto, y en otros también, era aún un bebé. Le consolaban con el pecho. No era capaz de alimentarse sólo. Su vejiga y su intestino tenían las puertas abiertas. Cualquier cosa que encontrara —el corazón de una manzana, un alfiler, una cucaracha—, la probaba con la boca. No se sentía a gusto de pie. Nunca corría. No sabía vestirse ni atarse los cordones de los zapatos. Uno no habría adivinado que tenía propensión al mal genio, ni que deseara nada que no fuera la leche, la miel y los murmullos que parecían calmarle.

En un sentido, Victor, en aquellos años anteriores a que nuestra ciudad fuese empujada como tantas otras a la guerra y al armamentismo, era más adulto de lo que le correspondía. Tenía, por lo menos, una imaginación musculosa y ejercitada; es decir, los cuentos que su madre le contaba le confundían, sí, pero entraban dentro de él y llenaban su mente igual que la música entra en los niños demasiado pequeños para entender sus principios geométricos, sus jeroglíficos, sus juegos rítmicos. Por eso, cuando Em le contó a Victor por ¿tercera?, ¿decimotercera? vez cómo había sido engendrado —«te fuimos a buscar entre las setas»—, él se formó una imagen en su cabeza hecha con los toneles de madera llenos de setas que veía en el mercado y las setas aisladas que caían o rodaban de vez en cuando al alcance de Em en su puesto en las proximidades del Jardín del Jabón. Se veía a sí mismo como una seta sonrosada pero mellada, olorosa, turbosa, con un día de vida. El cesto era su cuna. Para él era un cuento de hadas paralizado, una ilustración de un libro infantil. Cuanto más apretaba los párpados, más clara era la imagen; más grande y más rosada la seta; más redondos, más suaves, más cerosos los bosques y los campos que constituían el telón de fondo de su «búsqueda». El mundo de los transeúntes, de los mozos de cuerda, de las carretillas cargadas de coliflores, o de frutas, que Victor veía cuando su madre no le hablaba y él tenía la tentación de volver la cabeza y levantar un poco los párpados, era caótico e informe comparado con el mundo del pueblo que él estructuraba a partir de las palabras de su madre.

La ironía era ésta: la riqueza de su vida era una riqueza de segunda mano. La infancia y la adolescencia de su madre en el paisaje del pueblo se habían vuelto brillantes e intensas a causa de la distancia y el tiempo. Ahora eran la leche y la miel de Victor. Se alimentaba de ellas. Le mantenían quieto, tranquilo y satisfecho. Era un niño campesino. La ciudad era el sueño. Abría a medias un ojo para dormirse. Se despertaba para encontrarse asaltado por las pesadillas. Se adormilaba acariciado por los mejores tiempos retocados de Em, por cielos más altos, vientos más frescos y conjunciones más mágicas que las que puede proporcionar la ciudad. Imagínense qué mundo interior —brillante e idealizado— podía crear un niño con toda aquella charla campesina, acurrucado tan cálida y tan oscuramente como un gorrión en la boca del lobo. Hoy en día, ¿qué sería? ¿Un parque temático promocionado como Felicidad Rural? ¿El decorado de un musical de ambiente campesino? ¿La Kansas de almiares que se encontraba en el camino de Oz?

¿Acaso era posible que un niño no quedase encantado por las noches rurales en las que los cielos estaban tachonados de estrellas blancas y los sueños se veían perturbados por las frutas que caían en los huertos, donde las ciruelas, las peras y las naranjas crecían unas junto a otras en tal armonía que se diría que compartían las ramas de un solo árbol? ¿Cómo podría resistirse a la desconcertante terquedad de la puerta de la casita del abuelo, que se abría de izquierda a derecha? Mete la llave al revés en la cerradura. Dale la vuelta hacia la izquierda. ¡Y ponía derecha! ¿Qué niño no desearía una fiesta de pueblo, con una mesa puesta al aire libre? ¿O no pondría el corazón en que una silla de cumpleaños decorada y engalanada con el más hermoso follaje fuese su trono?

—Te prometo —le dijo Em a su hijo— que cuando llegue el buen tiempo meteremos nuestras cosas en una bolsa y volveremos andando a casa. —Se pasó el cabo de vela por la mejilla—. Encenderemos esto. Nos quedaremos despiertos por la noche y escucharemos caer las manzanas. Cuando cumplas seis años tendrás una silla de cumpleaños cubierta de hojas.

Y lo decía en serio, aunque estaba claro que Victor no era lo bastante fuerte como para andar mucho más allá de los límites del mercado. Ella no podía llevarle en brazos. El niño era demasiado grande y caminaba torpemente. Pero tenía claro lo que iban a hacer. Por la noche los comerciantes del mercado dejaban carritos de madera estacionados en los callejones empedrados entre las esterillas y las cestas durmientes. Cogería uno. El mercado le debía eso. Sabía cuál cogería. Un vendedor que era amable con ella y le daba frutas y verduras cuando estaban baratas poseía un carrito pintado que no era muy diferente de un cochecito de niño. Tenía ruedas de goma maciza y, cuando él lo empujaba, parecía bastante ligero y maniobrable.

—Ese que pasa es tu carruaje —le decía a su hijo—. Ahora está lleno de melones de invierno, pero pronto viajarás en él como un rey.

Em le sonreía lo más dulcemente que podía a su inocente benefactor y su medio de huida. No era robo llevarse el carrito de un hombre tan amable. Lo acolcharía para Victor con todas sus ropas y partirían de noche. Ella no era sentimental ni dada a un optimismo infundado, sin embargo, en aquellos momentos en que su humor era negro o tormentoso podía calmarse sólo con el pensamiento de Victor en el carrito en el punto donde terminaban la ciudad y los tranvías y empezaban los campos azules.

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