Arcadia

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Segunda parte Leche y miel » 6

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Efectivamente, una madrugada del mes de mayo, cuando a Victor le faltaba un mes para cumplir seis años, Em al fin ganó la libertad. Más libertad de la que había pretendido. Estaba dormida y lo bastante calentita como para haber apartado la manta y estirado los brazos desnudos más allá de la almohada y la cabeza. Tenía la frente colorada y mojada de sudor, la nariz taponada y silbaba al respirar. No había estado bien. Un resfriado la había tenido sentada hasta las primeras horas del amanecer. Las tablas del suelo y las mantas exhalaban un aire rancio y polvo. El ambiente del cuarto estaba cargado por el olor a ropa mojada, a humo de velas y a sueño. Si se hubiera despertado, habría descubierto que le dolía la cabeza, un anillo de dolor que era más rabioso e implacable detrás de los ojos y en el pequeño valle entre los tendones del cuello.

Victor había dormido, por supuesto. O por lo menos había permanecido quieto durante toda la noche. Pero cuando la luz de la mañana empezó a filtrarse por el cristal encalado de la única ventana, se sentó y gateó hasta el orinal. Se puso encima de él a gatas y abrió las piernas. Orinó como orinan los burros, pero con menos vapor. También tenía la puntería de un burro, así que mojó el suelo un poco. Observó cómo su orina penetraba en la madera y formaba llamativas vetas en lo que había sido una tabla gris y sin vida. Llamó a Em para que fuera a ver los dibujos que había hecho. Como ella no se despertó, irritado, le dio una patada al orinal con el talón, de modo que las triples aguas de la noche se derramaron.

En parte fue un accidente, pero un accidente que le vino bien. Se arrodilló y se balanceó sobre las manos para observar las aguas de la familia mientras éstas buscaban las grietas y los contornos. El olor a manzana cocida de la orina. El verde amarillento del jugo de la vejiga. Dejó que el líquido se hinchase, fluyera y empapara. Lo dejó enroscarse alrededor de los nudos de la madera. La serpiente dormilona de nuevo. Observó cómo la corriente ganaba fuerza hasta que llegó al atolladero de una tabla levantada. Formó un charco; se esforzó por superarlo y luego siguió su camino en una nueva dirección. Casi había llegado al hombro de la tía cuando Victor le tiró del brazo para despertarla.

—¡Agua va! —gritó.

Sus palabras hicieron que la tía se incorporase, alarmada, y mirase a su alrededor, esperando goteras o el día del Juicio Final. Em estaba demasiado cansada para despertarse por una gotera o por el día del Juicio Final. Lo más que pudieron hacer la tía y Victor fue contemplar cómo la orina se iba filtrando mientras Em continuaba durmiendo y tosiendo.

—Será mejor que lo freguemos —dijo la tía al fin—. Trae la lata del agua.

Le vistió con unos pantalones cortos y una chaqueta, sin ropa interior, sin zapatos, y ella se puso el abrigo y el sombrero encima del camisón.

—Vamos a ver si conseguimos una barra de pan tierno también —dijo.

Juntos, bajaron las escaleras, la tía primero, luego Victor, que bajó los peldaños sobre sus posaderas. Dejaron la lata del agua al lado del grifo del patio y salieron fuera. Caminaron por la calle central, que se estrechaba a causa de las puertas de madera del distrito hasta formar una calleja demasiado angulosa e irregular para los carros o las multitudes. Había una panadería dos calles más allá. Las primeras barras del día se estaban enfriando en las bandejas de lata. Los hombres que las vendían por las calles de la ciudad en bandejas planas de rafia se estaban reuniendo para cargar la mercancía y comprobar que todo el pan que se llevaban estaba libre de picaduras de viruela, quemaduras y rajas. Las barras con defecto no se vendían, así que los vendedores obligaban al panadero a llevárselas al interior de la tienda. Había disputas. A veces, cuando una barra estaba muy deformada o lo bastante hendida como para merecer el nombre de pezuña del Diablo, el panadero se la arrojaba a las palomas o a los primeros vagabundos que pasaban por allí. La mayoría de las mañanas lo único que tenían para desayunar era el olor, aunque incluso el aroma del pan tierno y caliente llenaba más que los perfumes de otras calles donde había riquezas pero no comida. La suerte quiso que ese día los hornos no le hubiesen fallado al panadero. Su levadura había subido de manera uniforme. La masa no había formado cavernas, ni se había hendido como la pezuña del Diablo, ni se había tostado a parches. Todo el pan parecía bueno y vendible y —tal y como estaba el precio de la harina— también caro.

La tía no quiso llevar a Victor a cuestas, aunque él le suplicó que le subiera a hombros. Le obligó a andar, pero le permitió colgarse de su brazo o cogerse de su mano. Victor parecía asustado por estar en la calle sin permanecer fuertemente apretado contra su madre. Era libre —si quería— de hacer lo que hubiese hecho cualquier otro niño, es decir, correr hacia el olor del pan que les llamaba. Avanzaron por las calles casi vacías, casi diurnas, entre dos olores. El olor del pan y, ahora, detrás de ellos, fuera de la vista, el olor de madera quemada.

Cuál de las princesas volcó la vela o encendió la cerilla descuidada, es difícil saberlo. Las propias chicas culpaban a la que menos les agradaba o bien decían que habrían sido incendiarios pagados por el casero, o algún hombre desdeñado, o unos vecinos rencorosos, quienes habían prendido fuego a las habitaciones del ático. ¿Quién decía que la luz de las velas traía suerte?

Por qué razón había cerillas, velas o incendiarios en la cima de aquel edificio al amanecer, nadie pudo explicarlo fácilmente. Pero lo que era seguro es que había fuego y humo. Cuando la primera de las princesas se despertó, las llamas habían encontrado una avenida de corrientes y se desenrollaban como la lengua de un lagarto por la habitación. Otras llamas menos subrepticias y más simples trepaban por las paredes y lamían las cortinas y la pintura. Al principio el humo era casi blanco, pero luego, cuando el fuego hubo alcanzado los colchones y las ropas de las princesas y hubo acumulado suficiente calor como para pelar la pintura ennegrecida de los alféizares de las ventanas, el humo se hizo más denso y más oscuro. Estaba cargado con las cenizas y el polvo que habían levantado y agitado las llamas. Su color era ahora más negro que el de la más quemada de las barras de pan. Olía y sabía a caballo recién herrado.

Las princesas, cuando se despertaron o las despertaron con una sacudida, no se detuvieron a comprobar la causa del incendio. Ya casi no podían respirar y una o dos, las más chillonas, se habían chamuscado la garganta. Salieron corriendo, no en busca de agua para apagar el fuego, sino en busca del aire fresco y la seguridad de la calle. La escalera era estrecha. Hubo caídas y roturas. Una chica joven se rompió la muñeca de pedir limosna (e hizo una fortuna gracias a ello durante los diecinueve meses que conservó el vendaje y la tablilla). Otra se rompió el cuello y casi se muere antes de llegar al último escalón. Pero ni una sola de las princesas fue demasiado lamida por las llamas. Ninguna de ellas quedó atrás, acurrucada entre las mantas, para asfixiarse en las cavernas sin aire creadas por el calor. Iban llamando a las puertas a medida que bajaban a los pisos inferiores del edificio. Levantaron a sus vecinos de la cama, pero nadie se sintió obligado a mirar en todas las habitaciones para asegurarse de que no había un gato o un niño dormido a quien salvar. Se limitaron a pasar el mensaje, e inevitablemente los mensajes terminan cuando llegan a oídos sordos o escondidos. Una vez que las refugiadas llegaron a la calle y miraron a su alrededor para comprobar que estaban todas las caras y consolar a quienes estaban ennegrecidos o angustiados, nadie se fijó en que Em no se encontraba entre el gentío. De hecho, algunos juraron que la habían visto allí de pie, con la tía y con Victor, desayunando pan.

Em dormía. Estaba muy cansada y además soñando. El ruido y el humo, dijeron, debió de ser el escenario de sus sueños, de modo que no la amenazaron ni la despertaron. El humo —dijeron y dijeron— habría descendido hasta su habitación desde el ático y se habría enroscado donde ella estaba tumbada y la habría abrazado estrechamente, abrasadoramente, antes de que las llamas bajasen por la escalera. Dijeron que habría soñado su muerte y no habría sentido dolor. Pero ¿quién sabe? Tal vez la verdad sea ésta: Em se despertó. ¿Quién no se despertaría cuando había tanto ruido y anarquía, cuando las maderas crujían y gruñían como Epiménides el Soñoliento, que se despertó, entumecido, malhumorado y furioso, después de doscientos años de sueño? Le escocían los ojos; por los sueños, pensó al principio, pero luego el olor, los hirvientes vapores de la casa, el humo, el tamborileo de las llamas, hicieron que aquella confusión se desvaneciera. Debió de llamar enseguida a Victor y seguramente fue a gatas a buscarle donde creía que estaría durmiendo. ¿Cuánto tiempo tardó en darse cuenta de que él estaba a salvo? ¿O pensó que había muerto? ¿O buscó la oportunidad de salvarse y envió al infierno todo lo demás?

Para entonces el humo era demasiado denso y acre como para que Em pudiese ver la luz de la ventana, oculta por las sombras y el encalado incluso cuando no había fuego. Sólo podía adivinar dónde estaba la puerta. Tal vez encontró la pared y fue palpándola en busca de los vanos de las puertas. Y luego, facultada por un ancestral sentido de la huida, encontró un paso fácil por las habitaciones de sus vecinos hasta encontrarse con el humo más caliente y nuevo que salía de las pocas maderas que quedaban en la llameante escalera, casi desaparecida. ¿Murió allí, jadeando, boqueando como un pez en tierra, buscando humedad y oxígeno helado y encontrando sólo un gas agrio y abrasado? ¿O simplemente se acurrucó para ahogarse bajo la ardiente y arremolinada manta de humo en su propio cuarto, la vela apagada de su marido derritiéndose en su mano, el charco de orina derramada de su familia deteniendo las llamas por un instante, porque no deseaba vivir sin su hijo? Éstas eran las preguntas que todo el mundo hizo —y respondió— durante un día o dos. Pero nadie ofreció la verdad, o llamó al propietario para interrogarle, o se preguntó por qué las princesas jugaban con fuego al amanecer. Y, por supuesto, nadie preguntó cómo era posible que sesenta y siete personas durmieran en aquella casa de cuatro plantas que había sido construida para diez. Ni cómo vivían sin luz de gas, con sólo tres grifos y dos retretes en el patio. Ni dónde habían encontrado nuevos «hogares» los chamuscados y recalentados desposeídos. Ni por qué nadie fue a dar el nombre o a reclamar el único cadáver calcinado.

No hay que echarle ninguna culpa a la tía. Ella y su sobrino fueron alejados por los policías junto con las demás personas de la multitud. A la policía no le importaba si aquellos a los que alejaban eran mirones del vecindario o residentes. «Váyanse, váyanse», era lo único que decían, como si el drama de las calles fuese un espectáculo privado, acordonado para impedir el acceso a todos salvo los pocos que llevaban la entrada de un uniforme. Allí no había bomberos ni material contra incendios. En barrios como aquéllos se dejaba que todas las epidemias, las revueltas y los incendios siguieran su curso. Se pensaba que allí no valía la pena mantener los edificios, los cuerpos o las leyes. De hecho, un concejal había dicho la semana anterior que lo mejor para la ciudad sería que todas las casas de vecindad fuesen consumidas por las llamas, que todos los pobres conflictivos fuesen dispersados por el calor como los roedores en un incendio forestal, que los barrios miserables de la ciudad fuesen fumigados, cauterizados. «Construyamos de nuevo. A partir de cero», había dicho.

La tía y Victor fueron empujados por la calle de nuevo en dirección a la panadería. Victor lloraba por el susto y el dramatismo del incendio. Quería a Em. Quería a su madre, al instante. Se negó a dar un paso, así que la tía se vio obligada a cargar con él sobre los hombros hasta que los policías juzgaron que habían hecho retroceder al gentío hasta una distancia segura y aséptica. Se volvieron y contemplaron cómo el humo tejía bufandas grises sobre los tejados, con flecos de un naranja desvaído formados por las chispas transportadas por el viento. La tía les preguntó a las princesas que reconoció si habían visto a Em. Pensaban que sí. Pero no estaban seguras. Sí, sí, la habían visto de pie en la calle comiendo pan con la tía y con Victor hacía un momento. No, no la habían visto desde hacía días. ¿Qué Em? No la conocían de nombre.

A la tía no le entró el pánico. Estaba segura de que Em estaba a salvo. Había oído decir que el edificio había sido evacuado. En cualquier caso, el fuego había empezado en las habitaciones del ático y todas las chicas del ático parecían estar bastante bien, aunque no precisamente vestidas para ir de compras o a un baile. Em habría tenido más posibilidades que ellas de despertarse, vestirse, bajar y luego ir en busca de su hermana y su hijo. ¿Qué podía hacer la tía sino quedarse tranquila? Era la mujer más tranquila de la calle. Se alegraba de haberse puesto el sombrero, su baqueteado

cloche. Ya se sabe que las llamas se comen la paja.

El gentío se hacía cada vez más numeroso, atraído por el humo. Algunos hombres trataban de romper el cordón policial. Vivían en casas cercanas al edificio incendiado. Sabían que el fuego tenía patas y alas y que sus habitaciones y hogares eran los siguientes en la línea. Solamente habían salido a la calle para ver a qué se debía tanto alboroto y, cuando lo supieron, quisieron encontrar un lugar seguro para sus familias. Se vieron expulsados, apartados de sus puertas, espectadores del fuego colonizador.

—Luchemos contra el fuego —rogaron—. Por lo menos déjennos ir a casa para salvar una o dos cosas antes de que todo se convierta en humo.

—Retrocedan —decían los policías.

El capitán no organizó una cadena de cubos ni mandó a buscar a las enfermeras del sanatorio o traer bombas de agua. En cambio pidió policías a caballo y otro camión de hombres. Aquél era su distrito y sabía que unos disturbios en la calle significarían un punto negro en su historial.

Al poco rato había corrido la voz de que el concejal que había recomendado, sólo una semana antes, que las casas de vecindad como aquélla fuesen destruidas por el fuego, se había salido con la suya. ¿Cómo era que la policía estaba allí, al amanecer, y en tal número? ¿Por qué no habían permitido a nadie investigar o tratar de combatir el incendio? La policía, los políticos, los peces gordos y los buitres que querían toda la ciudad para ellos, habían acudido antes de que saliese el sol para hacer una caldera para los pobres. Ya no eran sólo los más impetuosos de la multitud los que se armaron con adoquines y estacas o se pusieron a empujar contra los pechos de los policías. El vecindario —en ambos sentidos— estaba ahora inflamado. Chocaban como falenas contra el cordón de la ley para acercarse a las llamas.

Si había que pelear, aquellos distritos eran un buen lugar para encontrar voluntarios. Los jóvenes que tenían poco que hacer se levantaron de la cama y salieron corriendo a la calle. Los mendigos, los buhoneros, las prostitutas, los desempleados, los jóvenes, los criminales, los hombres y las mujeres con rencores y con principios, en suma la clase de personas que tenían cuentas que saldar con la ciudad y con la policía, se alegraron de sumar sus pulmones y sus músculos al tropel de gente. Las multitudes eran impulsadas desde la retaguardia por rumores y por los camorristas más experimentados, quienes, quedándose atrás, se sentían seguros y golpeaban el aire con amenazas e insultos. Sus maldiciones y sus gritos, arrojados a la revuelta desde la retaguardia, hacían que delante se lanzaran puñetazos, adoquines y ladrillos.

Los disturbios son como incendios. Resultan más lucidos de noche. Arden en rescoldo y en llamaradas con más espectacularidad cuando el cielo está oscuro. Atraen e hipnotizan. Aquel disturbio de la hora del desayuno duró poco. La ciudad no lo necesitaba. Tenía un trabajo que hacer, unos horarios y unas citas que cumplir, unas horas del día que soportar. Los hombres —y las pocas mujeres— que corrían por las aceras a esas horas camino de su trabajo, sólo tenían tiempo de asomar la nariz en los estrechos callejones donde veían a la policía y el humo y oían las maldiciones del vecindario.

Si aquello hubiese ocurrido al anochecer en lugar de al amanecer, con todas las obligaciones del día ya despachadas, sólo los más inofensivos, los más precavidos, habrían pasado de largo junto al tumulto. Eso es algo que todo mendigo sabe, que las horas del desayuno son horas muertas, que las multitudes proliferan cuando el trabajo está hecho y el tiempo ya no es dinero. Al anochecer, los disturbios se habrían extendido fuera de los estrechos callejones, más allá de las casas quemadas. Habrían cogido alimentos y ropas a través de los cristales rotos de las ventanas. Habrían agredido a los hombres que viajaban en carruajes o automóviles y se habrían apropiado de carteras, relojes, sombreros, y los habrían pagado con palizas. Habrían volcado tranvías e iniciado nuevos y vengativos incendios en distritos donde los residentes eran ricos. Pero estaba amaneciendo, y el rencor aún estaba en la cama. La policía pronto se hizo con el control, utilizando sus caballos y sus porras y su habilidad de perro pastor para dividir al rebaño y aislar a los camorristas de la manada.

Se quemaron cinco edificios. El distrito de Puerta de Madera perdió sus puertas de madera. Pero sólo Em murió. Las tejas y los tablones de la casa cayeron a su alrededor como una vez habían caído los árboles sobre el camino del pueblo, en aquella otra ocasión, también a la hora del desayuno, cuando los vientos habían tensado la memoria y doblado los pinos más altos y más viejos más allá de lo soportable. El sol cayó sobre los adoquines de la calle por primera vez en quién sabe cuántos años. Las casas de vecindad reducidas por el fuego habían abierto un camino para él. Perforó el humo y bailó un vals como la luz sobre el agua cuando el viento juntó, arremolinó y extendió el aire ceniciento.

La multitud estaba ahora apaciguada. Aquellos cuyos hogares estaban fuera de los cordones policiales se fueron a casa. Los infortunados se quedaron donde estaban. Y esperaron. Rezaron para que el viento amainara y dejara que los fuegos se apagasen. Los residentes de los cinco edificios dañados se hubiesen alegrado de ver que el viento y las llamas aumentaban para que su dolor se propagara por toda la ciudad, para que todo el mundo supiese qué significaba despertarse de madrugada en el purgatorio, y sin culpa, y sin la esperanza del cielo como recompensa. Pero no hay justicia pautada para el viento y la lluvia. Y la lluvia cayó bastante pronto. Hizo que las maderas humeasen. Apagó los espíritus. Limpió las calles, de forma que los riachuelos de lluvia que corrían por las cunetas se llevaron la ceniza y el polvo recién posados.

Em había quedado asada y luego empolvada por la ceniza. La lluvia se encargó de prepararla para el entierro. La bañó. La dejó fría y casi reluciente, lista para ser descubierta dos horas más tarde, primero por un par de perros y luego por un sargento de la policía. Al mediodía ya le habían traído una caja. No fue fácil levantar su cuerpo de los escombros, estaba carbonizada. Su carne se desprendía del hueso. La envolvieron en una manta y la alzaron. La mantuvieron en el depósito de cadáveres, metida en hielo y fuera de la vista. Pero nadie la reclamó, así que le dieron sepultura en la fosa común y la inscribieron en el registro como «mujer, sin identificar». La tía seguía estando tranquila. Sabía dónde podía encontrar a Em. En el mercado, por supuesto. El lugar de trabajo de Em. El puesto donde se sentaba con Victor en el pecho, la palma tendida hacia arriba y cargada de monedas.

—Tienes que andar —le dijo a Victor—. No soy un burro de carga. ¡Anda! —Le hizo ponerse de pie. Le cogió de la mano—. Vamos. Ella nos está esperando. Camina un poco, luego te dejaré montar.

Victor estaba conmocionado. No por el fuego, ni por miedo a perder a Em, sino por la barahúnda y la dureza de las calles, por el humo y los caballos, por la ira y el llanto, por la extraña mezcla de aspereza y cariño de la tía, por su calma y su premura.

Cuando tenía ochenta años y recordaba aquello, a Victor le pareció que aquélla fue su primera visión sin trabas de la ciudad, que hasta entonces sólo había vislumbrado sus calles. Como máximo había contemplado aquellas dislocadas imágenes campesinas de fruta en carros, verduras expuestas en tenderetes, compradores, vendedores y vagos de bar, de cintura para abajo. No le gustaba lo que veía ahora. Se agarraba a la mano y las faldas de la tía. Tenía las mejillas mojadas. Le temblaba el pecho, en parte por el frío de la mañana y en parte por los sollozos burbujeantes que no podía contener. Caminó, un poco tambaleante, por supuesto. Todavía era pequeño. No era fuerte, y le hubiera gustado estar lejos de allí. Tenía la cabeza llena de visiones del campo: la serpiente dormilona, la fruta que caía, el pequeño rey regresando en un carruaje hecho para llevar melones, la vela de la suerte ardiendo en el escalón, la silla de cumpleaños cuyas patas eran arbolitos y que tenía el respaldo verde y entrelazado como una guirnalda.

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