Arcadia

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Segunda parte Leche y miel » 8

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¿Ven el encanto de las ciudades? Esta aventura no hubiese podido suceder en el prado del pueblo donde la tía y Em habían jugado por primera vez a corre y besa con los chicos. Allí no había carteristas desconocidos y coquetos a los que encontrarse, carteristas con zapatos de charol, con botones de cuello y con habitaciones privadas. Los únicos hombres disponibles eran primos. O hijos de los vecinos. O tontos. Eran tan sólidos y tan apasionados como árboles, tan heroicos y originales como gallinas de granja. Es decir, todos eran aburridos e inocentes; su única intimidad era dormir y cagar. Pero el aire de la ciudad hace libre; y los pollos pueblerinos pueden convertirse en cacatúas callejeras o aves de pelea o pájaros cantores una vez que se han sacudido la semilla del heno de las alas. Así, la tía y Ratero, dos almas pueblerinas que se habían vuelto libres y rebeldes en las calles de la ciudad, ya no podían pasar de largo el uno junto al otro igual que los gatos no pueden pasar de largo junto a un plato de leche.

La ratería y la mendicidad se hicieron menos urgentes. Vivían de amor y cama. Esto les bastó durante algún tiempo. Así que, cuando se despertaban, curvados en su colchón como dos plátanos en un racimo, Ratero respirando a través del filtro del pelo de la tía, ella envuelta como un niño entre sus brazos, con frecuencia no pasaba mucho tiempo antes de que se encontrasen abrazados cara a cara o explorando bajo las mantas en busca de un pecho, un testículo, un michelín. El sexo les servía de desayuno a los dos. Les proveía para todo el día. Unas veces se desayunaban con calma, sin dejar un plato por probar. Otras veces la tía simplemente se daba la vuelta y dejaba que Ratero se introdujera en ella, que resoplara y temblara, durante un minuto como máximo, contra sus nalgas y su espalda. A la tía no le gustaba mucho el desayuno. Su apetito de amor crecía con el día. Pero estaba conforme con dejar que Ratero la utilizara después del amanecer, siempre y cuando por las tardes y por las noches él hiciera lo que ella deseaba.

Todos los días se lavaban con el agua de una jarra que la tía había llenado en la fuente pública la tarde anterior. Se secaban al aire. Se vestían con sus mejores, sus únicas, ropas y salían a la ciudad, no como las cucarachas que eran, sino con entusiasmo y cogidos de la mano. Tenían que comer. La tía se encargaba de eso. Sabía qué vendedores del mercado le darían con gusto fruta magullada, qué panaderías tiraban las barras aplastadas o rotas, dónde se almacenaban bandejas de huevos al alcance de alguien pequeño y ágil como ella, dónde era más fácil arrebatar el pan o las chuletas del plato de los comensales en los restaurantes.

También necesitaban dinero. La juventud y el amor son derrochadores. En esto la habilidad de Ratero les proporcionaba unos ingresos fluctuantes. Un día afanaba una cartera con suficiente dinero para una semana; y luego pasaba una semana entera en la que lo único que conseguía eran «monederos ciegos» que contenían botones, pequeños objetos, llaves, un frasquito de colonia, pero ni una moneda. Ratero no elegía bien a sus víctimas. Prefería robar cómicamente para que la tía —testigo desde la acera de enfrente— se divirtiera. No se concentraba. Estaba exhibiéndose. Tomaba como un desafío quitarle de la solapa un broche de cristal y metal sin valor a una mujer de cara severa que estaba cloqueando, y perdía el gusto por el robo lucrativo pero vulgar. La tía satisfacía al predador que había en él. Llegaría un día en que insistiría en que ella se quedase en la habitación cuando salía a trabajar. Diría que la tía malograba su buena suerte. Pero en aquellos primeros meses después de conocerse no le importaba no hacer buen negocio. Un billete o dos, algo de calderilla, sería suficiente para reunir sus manos cuando, dejando a Victor en la habitación con unas mantas por todo juguete, se iban a un bar.

A la tía le gustaba la bebida campesina, clara y barata, conocida entonces como «agua de la alegría», pero ahora, por supuesto, domesticada y embotellada por los magnates de las bodegas y comercializada como Licor Bulevar. No necesitaba mucho para emborracharse. Un trago y apoyaba el sombrero y la cabeza en el hombro de Ratero, la mano sobre su rodilla, el pie encima del suyo. Dos tragos y apretaba sus labios contra la oreja de él y le decía lo que harían para pasar el rato cuando volvieran a casa, si Victor estaba durmiendo. Ella sería una «princesa» y le dejaría comprarla por una tarde. Sería tan dura como una piedra con él. O bien dejarían que se manifestara la imaginación: «Podemos sentarnos uno enfrente del otro y masturbarnos». O bien: «Vamos a comprar un poco de miel, Ratero. Nos la pondremos y la lameremos. Yo me pondré un poco en los pechos y tú puedes alimentarte de mí…». O bien: «¿Quieres follarme con mi sombrero puesto? Te haré un número. Tú tiras a ver si aciertas y observas. Por cada moneda que caiga dentro del ala, me quitaré una prenda».

En una ocasión, cuando había estado observando a Ratero afanar monederos a las damas más elegantes de la ciudad, le preguntó:

—¿Por qué no intentas robarme? Como si estuviéramos en una multitud. Te acercas y metes las manos entre mi ropa y tratas de encontrar mi monedero.

Para la tía el texto del sexo, el escenario, los personajes, raras veces se repetían. Sus pasiones eran teatrales. Se daba a sí misma papeles en los que la heroína era más esbelta y con mejor cutis que ella, en los que ella estaba al mando, deseada, insaciable, divertida. En los que podía trascenderse, convertirse en cualquiera de aquellas mujeres distinguidas o atractivas que veía en la calle.

Las princesas estaban equivocadas.

Hilaridad no era la palabra, aunque la risa era parte del placer sexual.

Euforia era lo que ella sentía. Cuando ella y Ratero estaban haciendo, escenificando el amor, parecía posible mantener a raya al mundo real. ¡Ella hubiese podido mantener el mundo a raya el día entero! ¿Qué prisa había? ¿Qué sentido tenía precipitarse, como hacen los hombres, en placeres tan sostenibles para llegar al breve y poco fiable momento en que la burbuja se estremece y estalla? No podía comprender cómo Ratero, a la hora del desayuno, se aliviaba tan fácil y rápidamente, de una forma tan poco espectacular. Ésa era su palabra, alivio. «Dame alivio», decía él. Para la tía no hacer el amor no era la ausencia de alivio, sino enmudecer esa parte de sí misma que encontraba su mejor expresión en el don del amor.

Habían puesto al chico a dormir la noche en que se conocieron y se besaron por primera vez. Por supuesto, aunque estaba cansado y desanimado, no durmió para siempre. Para que la tía y Ratero viviesen la vida que habían elegido, para interpretar aquellos papeles todas las tardes, para pasar horas bebiendo agua de la alegría, necesitaban intimidad, la intimidad de dos, no tres, plátanos en un racimo. Un niño de la edad de Victor era lo bastante mayor como para reprimir cualquier cosa que no fuera un beso. Tanto la tía como Ratero habían comprendido, el día en que se conocieron, que si su pasión recíproca había de hervir y silbar como una tetera y no humear y cocerse a fuego lento en una olla destapada, necesitarían tiempo para sí mismos.

—Pondremos al niño a trabajar —dijo Ratero, harto ya de reprimirse por su presencia—. Echa de menos a su madre y eso le dará algo en que ocuparse.

¿Qué clase de trabajo? La tía levantó una ceja casi hasta el borde de su sombrero.

—El niño casi no puede andar —dijo ella—. Y no quiero que pida limosna él solo. Además, no es más que una criatura, aunque sea grande. Apenas está destetado… no es lo bastante listo… No es fuerte.

—Yo le enseñaré —dijo Ratero—. Las calles están llenas de chiquillos como él, y se las apañan muy bien.

—Pero ¿haciendo qué?

Ratero no lo había pensado, pero ahora tenía que encontrar un plan y encontrarlo rápidamente, además, antes de perder la paciencia con el chico y demostrarlo a puñetazos. Se agarró a la primera idea que se le ocurrió. El chico se labraría un futuro con los huevos.

—¿Qué huevos? —preguntó la tía.

—Los huevos que tú robas de la parte trasera de ese gran almacén.

—Y luego ¿qué? ¿Crees que hará un nido y los empollará?

—Los coceremos, ¿qué, si no?

—¿Qué, si no? Supongo que lo que se te ha ocurrido son juegos malabares o bombas de azufre.

—Los coceremos. Le conseguiremos al chico una bolsa o una bandeja y un poco de sal. ¡Tendrá un negocio en sus manos! Cuando yo era pequeño, ése era el almuerzo en la época de la cosecha, o cuando teníamos que viajar fuera del pueblo. Un huevo duro. La única sal que teníamos era nuestro sudor. Mi abuela nos leía el futuro en las cáscaras rotas. La cáscara te decía cuánto tiempo vivirías. A lo mejor el chico podría leer el futuro también.

—Apenas tiene siete años.

—A los siete años se es viejo en esta ciudad.

Así fue como Victor se convirtió en un vendedor del mercado, un jabonero, a la edad de siete años. La tía era su mayorista. Entraba a hurtadillas en el almacén donde había robado —pero más modestamente— una docena de veces anteriormente. Iba de noche, después de que hubiesen traído los huevos frescos de la estación, los hubiesen clasificado y colocado en bandejas forradas de paja. Ella forraba una bolsa de muselina con papel, levantaba el único tablón suelto que proporcionaba acceso al edificio desde el callejón de la parte de atrás y entraba cautelosamente en la nave a medianoche.

La primera vez tuvo miedo. Había robado huevos antes, pero sólo uno o dos. Un vigilante que la cogiese no llamaría a la policía o a su jefe por algo que una gallina tardaba un día en hacer. Se conformaría con soltarle un sermón o, en el peor de los casos, exigiría alguna recompensa.

Pero aquella noche quería cincuenta huevos por lo menos, más trabajo de la gallina del que podía atribuirse a «roturas» con un encogimiento de hombros. Si la pillaban y la metían en la cárcel, Victor se quedaría huérfano otra vez. No se fiaba de que su Ratero —que se había quedado como centinela en la calle con Victor dormido sobre su hombro y el sombrero de la tía en la mano— le diese al chico cariño y un hogar. Nunca les había visto tratarse con afecto. Ratero era la clase de hombre que, no habiendo sido nunca un niño querido, pensaba que el contacto y la ternura eran simplemente tonterías con las cuales los hombres podían halagar, ablandar y conquistar a las mujeres. Pero la tía —convencida ahora contra toda razón de que Victor sería

más feliz si se le dejaba solo, convertido en el vendedor de huevos duros del mercado— se había hecho a sí misma la promesa de que el chico «tendría siempre un techo sobre su cabeza por la noche». Si podía garantizar que estaba seguro y abrigado por la noche, entonces podía apartarle de su mente durante el día.

Era una mujer alegre. ¿Qué sentido tendría fomentar el sentimiento de culpa? ¿A quién beneficiaría que ella y Victor se abrazaran y besaran todo el día y dejasen que sus estómagos vacíos se encogieran bajo el frío? Le parecía, cuando entraba en el almacén, que robar huevos para Victor era el mayor regalo que podría hacerle, porque aquellos huevos liberarían al hijo de Em de ella, y a ella la liberarían de él.

Aquella noche el almacén no estaba enteramente a oscuras. Una luna invernal transformaba en plata líquida los cristales de la claraboya y hacía que la nave pareciese más fría de lo que estaba, como si el techo hubiese sido alicatado con cubos de hielo translúcidos. La poca luz que había hacía resaltar los mil cráneos huesudos y quebradizos de los huevos, las cáscaras absorbían la luz, sin reflejarla sobre su lecho de paja, igual que hongos aflorando desde la tierra hacia el oxígeno.

La tía caminó todo lo suavemente que el miedo le permitía entre las bandejas de huevos y la luz. El olor era fuerte, y también evocador. El excremento de gallinas, la paja, las maderas de la nave, el olor a sal y a semen de la clara y la yema, el aderezo de luz de luna, era patio de granja simplificado, era un campo. La tía cogió sólo cinco huevos de cada bandeja y —contándolos en un susurro mientras trabajaba— llenó su cesta con sesenta huevos. Tenían el tamaño y el peso de unas ciruelas perfectas. Los únicos sonidos que oía eran los silbidos de Ratero en el callejón —su aviso de que había transeúntes— y, a lo lejos, los alaridos nocturnos de los borrachos y los juerguistas entre los últimos tranvías y refriegas de la noche. No había ratas que la alarmasen. El vigilante seguía durmiendo plácidamente. Pero ella estaba asustada. Los huevos eran fantasmas. Parecían almas o pecados encerrados en una piel esculpida. Robar aquellos huevos helados por la noche hacía que la tía se sintiera como un ladrón de tumbas. Cada uno era alguien muerto y alguien querido. ¿Cuáles eran sus padres? ¿Cuáles eran los aldeanos que vivían cuando nació la tía? ¿Cuál era Em?

No podía moverse. Ratero silbaba sin cesar, de un modo sospechoso y desentonado. Tal vez había policías en la calle; entonces el silbido sólo le traería mala suerte a Ratero. Pero ¿y si paraba?

La tía se agachó al lado de su bolsa de huevos. Una mariposa nocturna levantó el vuelo desde Dios sabe dónde. Una mariposa murciélago, negra, gris y roja. Se posó en el dorso de la mano derecha de la tía. Cerró las alas y descansó sobre su calor. Ningún gran peso, ninguna traba, hubiese dejado a la tía más inmovilizada y sin aliento que aquella mariposa. Entonces Victor se despertó. Ella oyó que Ratero maldecía, luego silbaba de nuevo, una versión más lenta y soñolienta de la danza que había estado intentando silbar antes. Pero Victor no se dejó calmar por aquella falsa canción de cuna. Su vocecilla de grajo se elevó en protesta por la presión de la mano de Ratero, la oscuridad del callejón, su orfandad.

—¡Cállate! —dijo Ratero.

Pero Victor conocía la fuerza de sus pulmones y chilló. Nada le contentaría ahora, estaba solo, a medianoche, en la ciudad. Al día siguiente se ganaría el sustento, al fin un vendedor del mercado. Pero por el momento, para siempre, Em había muerto, los huevos habían sido robados y guardados y la tía estaba agachada en aquel campo de hongos quebradizos, paralizada. No estaba segura de qué era lo que la había clavado allí, si los gritos, los silbidos, o la mariposa. Sólo sabía lo que sabía todo el mundo que había venido del campo a la ciudad: que la medianoche es una hora solitaria y poco generosa, cuando las farolas de la calle ocultan las estrellas.

Cogió a la mariposa murciélago por las alas y la puso sobre los huevos. Tenía que correr el riesgo de volver a salir de la ciudad. Los gritos de Victor, la lenta danza de Ratero, eran lo bastante fuertes y desusados para hacer venir al ejército. Levantó el tablón suelto de la pared y miró hacia fuera. No parecía que hubiese peligro. Salió por el hueco y metió la mano para recoger la bolsa de huevos, luego puso en su sitio el tablón para disimular su entrada. Ratero la había visto ya y dejó de silbar. Victor continuó chillando. A pesar de la hora, el callejón estaba bastante transitado. Hombres, la mayoría de ellos solos, que se dirigían a un burdel con bar donde se podían comprar bebidas y mujeres hasta la madrugada. Pasaban entre el niño angustiado y la ladrona sin un comentario ni una mirada. El delito y la aflicción son los estorninos comunes de la calle. Les importaba un comino.

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