Arcadia

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Segunda parte Leche y miel » 9

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Un niño campesino de seis o siete años podía trabajar todo el día en la época de la cosecha. Trabajo duro, además; ayudando con los almiares, arrancando raíces, trepando a las ramas más altas para coger las ciruelas más remotas. Al amanecer con mucha frecuencia era al niño a quien mandaban a cebar a los cerdos o desgranar el maíz para las gallinas. La hija más pequeña tenía el taburete de ordeñar. Al hijo más pequeño le mandaban al anochecer a encerrar la manada o el rebaño, y si volvía a casa con las manos vacías —es decir, si no encontraba leña, setas o nueces— muy a menudo le dejaban sin cenar. «Manos vacías, estómago vacío», era el dicho en el pueblo. Cuando la oveja estaba pariendo o cuando la fruta estaba en todo su rubor, una niña o un niño tenían que mantener a raya a los zorros o a los grajos. Lo único que se necesitaba era una hoguera, un tambor o un cuerno. Un solo niño en cada huerto o en cada prado durante todo el día y la noche hacía el trabajo sin ningún gasto, siempre y cuando estuviera vigilante y no se durmiera. Nadie decía: Abusan de ese crío. ¿Cómo pueden dejar a un niño tan pequeño solo, durante tanto tiempo, con tanto peligro? Más bien al contrario, su infancia parecía ennoblecida por las tareas que realizaban. El trabajo les hacía independientes, sanos, animosos. ¿Por qué, entonces, tanto jaleo cuando trabajaban los niños urbanos? Comparados con los niños del campo, los niños más pobres de la ciudad —sin hogar, abandonados en las calles— tenían una vida fácil. Por lo menos hacían lo que les daba la gana. Si se aburrían de sujetar los caballos de los carruajes por unas pocas monedas, o de vender cerillas, periódicos o sexo, siempre podían tomarse un rato para compartir un cigarrillo con un amigo o sumarse al cardumen de ladrones y mendigos del tamaño de una sardineta que había en el Jardín del Jabón. Podían competir con las palomas por las cortezas de pan, espigar el mercado en busca de frutas desechadas, o jugar con el agua maternal y grisácea del lavadero público.

Los filántropos, por supuesto, hacían todo lo posible por coger al cardumen en sus redes, por colocar a las chicas mejores y más listas en casas donde las enseñarían a planchar y hacer las camas. Hacían lo que podían por apartar a los chicos de sus malas costumbres, sus amigos, sus cigarrillos, sus ropas andrajosas, ligándolos por contrato de aprendizaje a carroceros, propietarios de fábricas, o cualquiera que quisiera obtener trabajo duro sin dar paga. Pensaban que un hospicio era un lugar mejor para los huérfanos que las calles; sin embargo, no podían explicar por qué una vez que sus huérfanos tenían cama, un horario para sus oraciones, una vez que tenían trabajo, comida y una muda de ropa, seguían escapándose para reunirse de nuevo con los estorninos.

La respuesta es dura y simple. A saber: el camino de la miseria y el infierno es muchas veces más divertido, más estimulante, que el camino de la virtud y el bienestar. ¿Por qué, si no, cómo, si no, los niños que atestaban el Mercado y el Jardín del Jabón, entonces y ahora, abrazaban la indigencia de las calles de la ciudad con tanta audacia y tanto apetito? No deberíamos afligirnos demasiado por Victor, entonces. Por lo menos, todavía no. El mercado era un lugar cordial y ajetreado, más alegre que una habitación de cuatro paredes, más sociable, más nutritivo que los cuatro senos secos y dulces que le habían sostenido hasta el incendio. Se había quedado huérfano por dos veces. No era fuerte. Ni listo. Pero era lo bastante joven como para confundir el infortunio con el orden natural de su vida.

Se sentó, contento, resignado, delante de su bandeja de huevos, exactamente en el mismo sitio —¿dónde, si no?— donde se había sentado y mamado durante tanto tiempo con Em. Tenía la espalda apoyada contra el árbol de su madre. Era una especie de hogar. Aunque su cara no era bien conocida (¿cómo podría serlo, apretada contra la carne de su madre, siempre envuelta y oculta?), sabía lo suficiente acerca de los trucos del oficio como para levantar las comisuras de su delgada boca y anunciar su mercancía con lo que parecían sonrisas inocentes. La verdad era que se divertía. ¿Qué niño al que le faltaran pocas semanas para cumplir los siete años no disfrutaría de tener sesenta huevos exclusivamente a su cargo?

La tía y Ratero fueron sus primeros clientes, fingiendo ser transeúntes casuales. Dejaron caer sus monedas en la mano del chiquillo y se pusieron a elegir un huevo bien cocido con muchas alharacas. Olieron las cáscaras. Dieron golpecitos y acercaron el eco ovalado a sus oídos. Se comieron los huevos allí mismo, agachándose teatralmente para servirse sal.

—¡Joder, qué buenos están estos huevos! —decían a todo el que les miraba—. Vamos, compren uno. Este niño tiene el desayuno más barato de la ciudad.

Victor se alegró de verles alejarse. Quedaba libre de dar vueltas a las monedas en su mano, de mojarse un dedo y meterlo en la sal, de mirar las hileras de huevos y estudiar todas las grietas y manchas que habían salido al hervirlos, de esperar en vano que alguien más se detuviese a comprar.

No empezó a vender hasta que abandonó aquel lugar que había sido una especie de hogar para él y se puso a deambular con sus débiles y poco entrenadas piernas entre las mesas de los cafés y las canastas del mercado. Ni siquiera le hizo falta sonreír. No tuvo que vocear su mercancía. «¡Huevos cocidos! ¡Huevos cocidos!» era un reclamo menos elocuente que los propios huevos duros silenciosos. Además, aquello era un mercado. No era preciso aclarar qué hacías allí. Bastaba con exhibir la mercancía. A la hora del almuerzo de aquel primer día de comercio, los cincuenta y ocho huevos habían quedado reducidos a tres. La sal se había acabado. Los bolsillos de Victor colgaban como ubres por el peso de las monedas. No era mucho en valor, pero a los niños les importa más el volumen que el valor. Prefieren con mucho las monedas juguetonas al papel.

Victor se comió los últimos tres huevos. No era habilidoso para quitar las cáscaras y tuvo que escupir las escamas huesudas sobre los adoquines y las baldosas del Mercado del Jabón. Se volvió para regresar al jardín y enjuagarse la boca en la fuente. Pero primero se sintió atraído por el chacoloteo de un hombre delgado como un palo que vendía zumos de frutas en latas con pitorro y voceaba lo que era de temporada:

—Arándanos, calabazas dulces, naranjas. Zumos frescos. Zumos frescos.

Victor señaló una de las latas. No sabía lo que contenía. El buhonero enjuagó el vaso con el agua de una bota. Sacudió el vaso para que quedara limpio y seco. Con hábiles encogimientos de hombros inclinó la lata y llenó el vaso con un zumo azulado. Cogió una moneda de la mano de Victor. Éste se quedó impresionado, inmovilizado. Estaba disfrutando de la sencilla álgebra de la compraventa que tan rápidamente y tan sin esfuerzo había transformado sus huevos duros en zumo.

Los chicos de la calle hicieron todo lo que pudieron, con amenazas y frágil encanto, para convertir a Victor en uno de los suyos. Tenían sus bandas. Las Mariposas Nocturnas. La Escoria. Los Chicos del Mercado. Los Timadores. Si Victor quería ir cojeando con su carga de huevos entre los puestos del mercado o vendérselos a los clientes del café en el Jardín del Jabón, por lo menos tendría que congraciarse con los chicos y chicas duros que eran los jefes o los generales de la tierra de las bandas. Parecían tan competentes en todo, desde las canicas al homicidio, que ciertamente eran los aliados naturales de cualquier niño que estuviera solo en las calles. Pero Victor había estado enterrado demasiado tiempo. No entendía las cortesías de la vida en la manada. No deseaba hablar con sus contemporáneos, o iniciar relaciones que no fueran comerciales, que no fueran serias, que no sirvieran para ganar algo. Aquellos chicos hacían dinero como viejos endurecidos y lo derrochaban todo en caramelos, juguetes y cigarrillos, no en huevos. Victor encontraba demasiado triviales a aquellos golfillos.

Al principio estos bandidos —ésa es la palabra— únicamente giraban a su alrededor y le daban codazos como si fuera un pececillo dorado en una pecera de cachuelos. Cogían huevos y le apedreaban con lo que no se comían. Le daban patadas en las espinillas. Le pusieron un mote. Le atormentaban llamándole «Vic el Bobo», o bien el Ganso, porque andaba tambaleándose y tenía muchos huevos. Le dijeron que tenía que unirse a la banda, o pagar, o dejar el mercado, porque si no… ¿Si no? Apretaron sus puños contra su cara. Le laceraron las muñecas retorciéndolas a la manera china. Le tiraron la bandeja para que los huevos se rompieran sobre los adoquines. Se proponían ilustrarle sobre qué podría pasarle a un chico solo que no se ganase la aprobación de la banda.

Victor no entendía qué le querían decir con los golpes, los retorcimientos de brazo, las amenazas con puños y cuchillos. El lenguaje de ellos no era el suyo. ¿Qué significaba la violencia? Solamente entendía que había un caos en las calles más apremiante que el protocolo de las bandas. Cada día traía sus incertidumbres. Tal vez que lloviera. Que nadie quisiera almorzar huevos ese día. Que quizá hubiese una amabilidad gratuita por parte de un comerciante que le daría una pera dañada o le pagaría unos huevos con demasiadas monedas sin pedirle el cambio. Que fuese un día de fiesta, cuando no venía nadie, el mercado y los cafés estaban cerrados, los adoquines y el cielo se encontraban próximos e indiferentes, como la sábana y el colchón en una cama vacía. Lo encajaba todo. Su trabajo consistía en vender en las calles. Los huevos pasaban por sus manos como las cuentas de un rosario. Ninguna tortura china, ningún puñetazo, podían desviarle de su tenacidad blindada. Todavía no comprendía el poder del dinero. Cuando volvía al cuarto de Ratero por la noche aceptaba que le vaciaran los bolsillos y se quedaran con todas las monedas como «pago por los huevos de mañana». Tenía que aprender un álgebra del comercio más extraña y más dura que la que le proporcionaba zumo de arándano; es decir, que toda su paciencia y su trabajo en las calles podía transformarse tan rápidamente y con tan poco esfuerzo en cervezas y otros lujos para la tía y Ratero. Él era el intermediario, el anzuelo comercial, y le estaban sacando el jugo.

Por supuesto, la tía ya no entraba a hurtadillas por la noche en el almacén para robar huevos para Victor. Habían bastado tres días para que el capataz observara que desaparecían huevos al azar, y que desaparecían por la noche.

—¿Crees que los están incubando los murciélagos? —preguntó—. ¿O crees que nos están robando?

Él y el vigilante encontraron el tablón suelto y pusieron una trampa. Se sentaron en unos taburetes detrás del tablón de entrada con palos sobre el regazo. Compartieron una botella de aguardiente y cenaron en silencio cerdo y pan. Uno se adormiló mientras el otro mantenía la vigilancia.

A medianoche llegó la tía, un poco más lenta y fortalecida por el alcohol. No le apetecía forrajear entre los fantasmas ovalados. Pero era dinero fácil y Ratero era demasiado alto y elegante para forrajear por sí mismo. Se habían asombrado de cuánto había ganado el pequeño Victor el primer día. Había hecho lo suficiente como para ganarse una especie de abrazo de Ratero. No bastaba para comprar ropa buena o comida en los restaurantes. Pero al volverle los bolsillos del pantalón sí sacaban lo bastante como para (la frase campesina de nuevo) «sacar el vientre de pena».

La tía tenía demasiada prisa para quitarse el sombrero. Su baqueteado

cloche, tan querido, encajaba en su cabeza tan justo como el casquete de una bellota. Ratero le hizo señas de que el callejón estaba despejado. La tía empujó el tablón suelto con el pie y metió el sombrero y la cabeza por el hueco. El capataz, lleno de autoestima y de cerdo, se despertó a tiempo de ver cómo el palo del vigilante entraba en contacto con la paja. El sombrero de la tía cayó al suelo, pero —buen amigo que era— paró el golpe. Su cabeza volvió a la ciudad. Se rasguñó la barbilla con la madera. Se irguió y echó a correr. Aunque hubiese podido marcharse paseando. El tablón suelto era demasiado estrecho. El capataz y el vigilante abultaban el doble que la tía y tuvieron que conformarse con aquel trofeo baqueteado, aquel viejo

cloche de paja, aquella alegría que ahora no tenía cuerpo que alegrar.

¿Qué podían hacer Ratero y la tía ahora? ¿Qué podían robar? ¿De dónde podían sacar los huevos para la venta del día siguiente? La tía cogió el dinero que Victor había traído a casa. Hizo sus sumas y le mostró a Ratero cómo salían las cuentas poniendo cerillas en el suelo. Comprarían los huevos a un pollero como ciudadanos intachables pagando religiosamente su precio. Huevos baratos, quizá, no absolutamente frescos, pero tampoco podridos. Los cocerían y despacharían a Victor para venderlos en el mercado a tanto cada uno. Por diez cerillas gastadas ganaban quince cerillas. Y por quince cerillas sacaban más de veintidós. Era seguro y legal… y lucrativo, siempre y cuando los huevos estuvieran de moda. Si la tía pudiese recuperar su viejo sombrero o comprarse uno nuevo, la pareja volvería a estar contenta.

Casi fue así. Al principio le proporcionaban y le preparaban los huevos, y Victor los vendía por la calle, pero pronto se aburrieron de cocer los huevos, de cuatro en cuatro, en su único pote. Le dijeron a Victor: «Éste es tu trabajo». Así que se los compraba él mismo al pollero. Aprendió a contar el dinero y a pagar. Mendigaba carbón o encontraba madera con la que alimentar el fogón del cuarto de Ratero. Cocía los huevos él mismo y ponía más cuidado del que habían puesto nunca la tía o Ratero en mantener las cáscaras intactas y limpias. Compartían los beneficios, pero él guardaba su mercancía fuera de la vista. Apenas se hablaban. Apenas se veían. Cuando Ratero y la tía volvían por la noche, Victor estaba acurrucado con dolor de estómago y sueño. Los huevos que comía todos los días le habían producido estreñimiento. Sus tripas estaban infladas de gases, tan duras y biliosas como serpientes saciadas. Sus pedos eran tan ruidosos y regulares como las campanadas de un reloj. Aquél era el peor de los olores. Pero había otros: los horribles efluvios que producían los huevos al cocerse, el acre olor a tejón de los huevos rotos y podridos, el olor empalagoso de las cáscaras. Los tres tenían pesadillas sulfurosas, sulfuro en la ropa, azufre en el aliento. Era como si durmiesen en el Etna o dentro del cráter de alguna solfatara decapitada como un huevo pasado por agua. El olor era dulce, picante y molesto. Las tripas de Victor gemían como salchichas no pinchadas sobre las ascuas. La tía no roncaba, pero resoplaba y zumbaba durante toda la noche como si no se atreviese a manchar sus pulmones respirando hondo aquel aire.

Ratero apenas dormía. Se pasaba toda la noche en la calle. Anhelaba volver a meter las manos en los bolsillos de los desconocidos. Ya no le apetecía hacer el amor con la tía, ni beber con la tía, ni la tía sin sombrero. Una noche no regresó. Se había buscado la vida en algún otro lugar de la ciudad. Entonces la tía —su juicio atolondradamente ofuscado por la soledad— encontró otro hombre. ¿Y el hijo de su hermana? Le dejó con sus cosas, abandonado, en lo que había sido el cuarto de Ratero y ahora era el de Victor. Aquéllos fueron los primeros días de una vida solitaria.

Cuando Victor tenía ochenta años no recordaba la cara de su madre, ni la de su tía, ni la de Ratero. Pero sí recordaba la sombrilla, el

cloche, los zapatos de charol, los botones de cuello. Recordaba el carrito pintado cargado de verduras y melones en el que Em le había prometido que algún día se irían los dos hasta el borde de la ciudad donde empezaban los árboles. Recordaba el cabo de vela gris de su padre.

Él no hablaba de estas cosas; aunque los adoquines y los ladrillos de la ciudad y del mercado acumulaban todos los primeros años de su vida como los muros acumulan musgo, y las osmóticas habladurías de la ciudad habían incorporado su vida y se la pasaban a cualquiera que tuviera tiempo para escuchar. El propio Victor, cuando llegó a ser un hombre de posición, tenía una sola historia pública de aquellos días de pobreza y huevos mostrencos. Era la historia que contaba cuando no podía escapar a sus obligaciones de hombre de negocios millonario y se veía obligado a dar una charla en el Club del Comercio, a hablar con alguien de la radio o de la prensa financiera, o a escribir unas palabras para la pequeña revista que editaba su empresa.

Sabían que había empezado con los huevos. Pero ¿y luego? ¿Qué le había impulsado hacia adelante y hacia arriba, qué le había hecho dejar los huevos, aparte de los retortijones y la flatulencia? ¿Cómo era posible que un niño tan pequeño hubiese tenido la visión de diversificar su actividad de los huevos a huevos y fruta y pan y queso, de mejorar su bandeja con adornos, luego con ruedas, hasta que la cambió por una carretilla? ¿Dónde encontraba la energía, el entusiasmo, para vaciar su carretilla cuando había terminado el día de venta y alquilarse a sí mismo con ella para traer productos de la estación por poco dinero, hasta que tuvo dos carretillas, cinco, veinticinco, y diez chicos a sueldo, y puestos de frutas de su propiedad, y empresas de empaquetado, y granjas y, finalmente, antes de cumplir los cuarenta años, todo el Mercado del Jabón?

¿Por qué no se detuvo cuando fue coronado el Rey de la Fruta de la ciudad? ¿Por qué luchó para fundar firmas de importación y exportación, empresas de transporte y fábricas de conservas, para construir el Gran Vic, para extender su fortuna por toda la ciudad y por todo el mundo, de forma que cada limón que alguien de la ciudad exprimía en su té hubiese sido empaquetado como semilla por una empresa de Victor y hubiese crecido en un suelo, hubiese sido cosechado en una plantación, enviado en camiones, trenes y barcos, facturado en oficinas y vendido en puestos del mercado que pertenecían a Victor?

«Cuida tu árbol y obtendrás buena fruta», solía decir. O bien: «Yo nací en el campo, y la gente del campo siempre reinvierte las semillas». Ambas eran frases que había tomado de su empleado llamado Rook. Pero aquella única historia de su pasado que contaba siempre Victor no era obra de Rook. Era del propio Victor: una tarde —tenía nueve o diez años, la tía y Ratero ya habían desaparecido, y él seguía sobreviviendo a base de huevos cocidos— terminó como de costumbre en los restaurantes y los bares del Jardín del Jabón. Los huevos cocidos iban bien con las jarras de cerveza, pero había aprendido que era inútil ofrecerles huevos cocidos a quienes bebían el vino favorito, de color rojo arcilla, o pedían café. La malta y los huevos no combaten en la boca, pero los huevos con café o con vino destruyen el sabor y el olor de ambos.

Había un hombre que casi siempre le compraba tres huevos y se los comía sin pausa, bebiese cerveza o vino o café y copa. Pagaba un poquito más porque Victor le pelase los huevos. No tomaba ni pizca de sal. Mojaba los huevos en el azucarero. Partía por la mitad cada huevo a lo largo con los dientes y luego consumía cada mitad con la boca abierta y sin preocuparse mucho por el espectáculo y la suciedad. No estaba claro qué clase de hombre era. Se sentaba solo, aunque todos los que le servían o pasaban a su lado le mostraban deferencia. Era tan gordo que llevaba bastón, no porque le faltase fuerza para soportar su peso, sino simplemente como medio de mantener el equilibrio cuando tenía que sentarse o subir una escalera o —cosa verdaderamente rara— echarse a un lado. Su bastón era de ébano, con puño de plata, no ostentoso, pero elegante, y tan robusto como un garrote. El arabesco grabado en la plata mostraba las huellas de la suciedad de la ciudad, el verdín y —¿quién lo dudaba?— la sangre seca.

Decían que era propietario de casas, un chulo, un hombre que había sido cónsul en el trópico y había hecho una fortuna con el oro, o los esclavos, o el tráfico de armas, un empresario, un falsificador, un cantante de ópera que había dejado de cantar desde que un escándalo o una aventura amorosa le había silenciado, un policía disfrazado. Apenas pronunciaba palabra. Ocupaba su asiento habitual en el margen del café más próximo. Era un asiento que no le exigía tener que pasar por los estrechos espacios entre las mesas, las sillas y los clientes. Se bebía sus copas. Se comía sus huevos. Se leía su periódico y sus revistas. De vez en cuando anotaba algo en un libro encuadernado en gris. Sostenía su bastón como si fuese un pastor atento a la oportunidad de alejar a un cuervo o un perro. Evitaba saciarse con el exceso.

—Nunca supimos su nombre, ni qué hacía —decía Victor—. La única certeza acerca de ese hombre era que merecía respeto.

Así que Victor era muy cuidadoso. Se aseguraba de que los huevos que le vendían fuesen frescos y estuviesen limpios y libres de cáscaras. Colocó, como de costumbre, los tres huevos pelados en el platito de metal para la cuenta y la propina que el camarero había puesto —aquella noche balsámica— junto a un vaso de cerveza, y esperó a que le pagara con dinero suelto. Siempre había una espera. A un hombre gordo le resulta difícil pescar su monedero o las monedas de sus bolsillos del pantalón o la chaqueta. Su mano derecha estaba atrapada en un bolsillo cuando alguien le golpeó desde atrás. La mesa se estremeció. ¿Y la cerveza? Se derramó un poco y habría caído de la mesa si el hombre gordo, con la velocidad y la delicadeza de la lengua de un lagarto, no hubiese alargado la mano libre para sujetarla. Se volvió lo mejor que pudo. Su cuerpo no se volvió, sólo la cabeza y el cuello. Su silla y su espalda recibieron otro golpe y esta vez la cerveza y el vaso estuvieron en el suelo antes de que su mano pudiese volverse. Los huevos comenzaron a resbalar por encima de la mesa, su paso facilitado y lubricado por la cerveza. Forcejearon en el borde de la mesa como nerviosas burbujas en un desagüe, cayeron y luego los golpes y las rajas los dejaron tan insípidos como los adoquines.

El gordo no recibió el tercer golpe. Dos hombres que se estaban pegando, uno empujando con dedos rígidos y espuma en la boca, el otro retrocediendo e intentando defenderse con patadas, hicieron que la mesa girase sobre una pata y luego volcase con las patas hacia arriba encima de los huevos y la cerveza. A juzgar por el chorro de amenazas e imprecaciones que intercambiaban, sus diferencias sólo podrían resolverse con la muerte de uno de ellos.

Eran vendedores del mercado, socios, vecinos, amigos de toda la vida, y aquello por lo que se peleaban no valía un escupitajo, y mucho menos las andanadas que los dos, ahora fuera del alcance de las manos, se estaban soltando el uno al otro por el aire.

El más joven había hecho unos comentarios chistosos con los clientes del más viejo, aquel cuyos dedos eran tan certeros y rígidos en la pelea. Les había dicho, medio arteramente y medio en broma, que los productos de su vecino no eran frescos.

—Hoy vende fósiles y antigüedades —había dicho.

El vecino juraba que aquella estupidez, aquellas mentiras, le habían hecho perder dinero. Y más. Y peor. Estaba seguro de que, mientras él estaba en Babia, el más joven se había embolsado el dinero de unas cebollas que habían adquirido juntos como socios y cuyos beneficios debían compartir. No escuchó la defensa de su amigo: que «mientras estaba en Babia» quería decir «mientras se llenaba de alcohol, mientras dejaba que el negocio, cebollas y todo lo demás, se fuese al carajo». Había otras cien microscópicas irritaciones entre los dos hombres, que con el repentino calor de la ira bullían y medraban como virus.

—Vete a comer mierda —dijo uno.

El otro levantó el dedo meñique en un gesto que pretendía indicar desdén y luego dijo con débil dignidad:

—No volveré a hablarte nunca.

El gordo se llenó los pulmones e hizo presión sobre el bastón. Los nudillos se le pusieron blancos. Parecía como si estuviera a punto de demostrar que podía matar a aquellos dos con un solo golpe de plata labrada. Pero sólo estaba agarrándose para poder levantarse. Una vez de pie —y una vez que los dos adversarios se habían calmado y estaban observándole— metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una cartera. Tomó de ella un billete. Lo desdobló y lo sostuvo en alto, teatralmente, para que todos lo vieran. Era un billete azul de cinco mil. El sueldo de dos meses. Lo suficiente para comprar un buen caballo, lo suficiente para comprar mil huevos. El gordo dobló el billete por la mitad, a lo largo, exactamente como cortaba sus huevos, y lo rasgó con cuidado por la raya. ¿Qué era, pues, el gordo? ¿Un prestidigitador? ¿Prendería fuego a las dos mitades, o se las comería y luego las haría aparecer de nuevo enteras? ¿Era un billete auténtico? ¿O era falso?

No se movía nada en el Jardín del Jabón. Incluso los camareros, las bandejas en alto, se habían quedado paralizados donde estaban. Victor no era el único que no había visto nunca un billete tan grande. ¿Qué clase de hombre partiría en dos semejante riqueza?

El gordo abrió los brazos y los extendió, medio billete en cada mano. Su voz era a la vez burguesa y corriente. El más joven fue el primero en dar un paso adelante. No miró al gordo a los ojos. Se concentró en la media fortuna y en el bastón, esperando algún truco con los dedos o un golpe bajo e incapacitante. No tenía por qué temer. El rígido pedazo de papel azul pasó a su mano con sólo una ligerísima reticencia cuando la impresión en relieve se pegó a la piel húmeda del gordo.

El más viejo de los dos también se mostró reticente. Reconoció el juego del gordo. Él tenía hijos y sabía que los padres resolvían las trifulcas con trucos semejantes. Partían por la mitad una barra de jengibre y dejaban que los niños chuparan hasta que se les pasara la rabieta. No obstante, media barra de jengibre tenía valor por sí misma. Sabía igual de bien en pedazos. Pero ¿y medio billete? No podía expresar exactamente en qué consistía el truco; sin embargo, no le cabía duda, mientras miraba al gordo y a su vecino sosteniendo media fortuna en las manos, de que sería un imbécil si se iba. Más le valía coger medio billete. Dar media vuelta no parecería bueno ni sensato. El orgullo no permitía a un vendedor del mercado poner en peligro aunque sólo fuese media oportunidad de obtener dinero por azar, sin ganárselo.

No se movió. Alargó la mano con la palma hacia arriba. Como un maldito pordiosero. Que la riqueza fuese hasta él. El gordo no era orgulloso. No le importaba dar un paso o dos. Dio tres. Repartió su peso sobre ambas piernas y apoyó el bastón en una silla. Hizo una bola con el medio billete, desdeñosamente, con estudiada ironía. La dejó caer en la palma tendida y plana. Luego cogió la mano del vendedor con las suyas y le cerró los dedos en torno a la bola de papel.

—Ahora hablen —dijo el gordo.

Ambos vendedores se sintieron más ridículos de lo que se habían sentido nunca desde que eran adolescentes. No se demoraron. Tampoco se marcharon, por supuesto, cogidos del brazo, sus dos medias vidas ya entrelazadas. Desaparecieron como gatos, la cabeza y los hombres gachos, las orejas alerta, la piel erizada. No se hablarían esa noche, pero ¿quién podía poner en duda que al día siguiente intercambiarían sonrisas y luego apretones de mano? Verían la utilidad de volver a ser socios.

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