Arcadia

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Segunda parte Leche y miel » 9

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El gordo no se quedó mirándolos mientras se alejaban. Esperó un momento, apoyado en su bastón, mientras tres camareros ponía las sillas y la mesa en su sitio, secaban la cerveza y barrían los huevos aplastados. El propietario en persona le llevó otra cerveza, de la mejor.

—Es por cuenta de la casa —dijo, agradecido por los daños y el alboroto que el billete azul había evitado y agradecido también por los sabrosos disparates que habían presenciado.

El gordo empezó su cerveza, nada preocupado, al parecer, por la disputa a la que había puesto fin ni por el dinero que había perdido. La inexpresividad de su cara decía: ¿Cinco mil? Eso es una bagatela para un hombre como yo. Echaría cien como ésos al viento con tal de poder tomarme mi cerveza y mis huevos en paz y tranquilidad. Entonces levantó la vista. La idea de los huevos le había hecho alzar los ojos y pasarse la lengua infantilmente por los labios.

Victor estaba de pie en su lugar habitual. Hipnotizado. El gordo levantó tres dedos. Victor seleccionó tres huevos más. Rompió las cáscaras por el extremo más ancho y los peló hasta dejarlos blancos y desnudos. Trajo el azúcar de otra mesa. Se quedó parado y cogió las monedas de las manos del gordo. Tenía la esperanza de que partiese un billete por la mitad para él. No era lo bastante mayor como para haber comprendido plenamente lo que había presenciado: los inestables e inadecuados artilugios, los artificios, las estratagemas de la riqueza, su piedad, su fraude, su burda astucia. Pero, con el tiempo, lo entendería todo y lo convertiría en sus sagradas escrituras.

—El hombre gordo me enseñó —explicaba Victor a quien deseaba oírle o leer la complicada moraleja de su anécdota— que el dinero habla.

No sabía que semejante observación era vieja y enormemente sencilla. Ni que sus variaciones de dicha observación —tales como «El dinero es un pacificador» y «El dinero es músculo»— eran simples complicaciones de la verdad. Lo que el hombre gordo había exhibido era cinismo, si el cinismo es el truco de que parezca que juegas con el azar y el peligro sin correr ningún riesgo. El dinero no tiene tacto moral. Es verdad, los ricos tienen el poder de intervenir, de sanar y de dañar a su gusto. Arrojan dinero al ruedo y contemplan el drama en que convierte las vidas de otras personas. Y más aún, tienen el poder, si lo desean, de permanecer tan callados y discretos como monjes. Los ricos —y éste era el sueño no reconocido de Victor— pueden, sencillamente, construir una muralla, una fortaleza, un escudo de riqueza más allá del cual los dramas del mundo pueden seguir su curso sin ser observados.

Victor, hasta entonces —tenía nueve o diez años—, había llevado una vida no exenta de dramatismo del tipo trágico. La desgracia de la muerte de su padre. El viaje a la ciudad. Las noches bajo la sombrilla. El incendio. Los días con la tía y Ratero. La liberación y la tiranía de los huevos. El suyo era un cuento moral, un ejemplo de lo miserablemente que les puede ir a los niños pequeños de este mundo. Alguien podría escribir un libro acerca de sus primeros años y hacer que representase todos los infortunios de nuestra ciudad. No era de extrañar, por tanto, que Victor desease entonces algo más mundano que la pobreza. Que desease ser un hombre gordo protegido de la ciudad por el contenido de su cartera. Con eso buscaba lo mismo que buscaba Joseph décadas más tarde. Es decir, intimidad. Se veía a sí mismo, más viejo y rico, comiendo solo en un lugar público. A veces era un restaurante de la ciudad, otras veces era una mesa en el campo, con pollos y con árboles. No había ningún ruido salvo el sonido de los cubiertos contra los platos. Se sentía completamente tranquilo y sin miedo. Ninguno de los que le rodeaban estaba lo bastante próximo como para decepcionarle o traicionarle. Un camarero, pagado para hacer su trabajo, era lo que necesitaba. No necesitaba ni quería una familia o amigos. No necesitaba el calor de la compañía o la conversación, o la seguridad de las alabanzas. Nadie podía ir a hacerle torturas chinas. Nadie podía fallarle ni desaparecer. No había ningún consuelo que no pudiese comprarse. No había ningún problema que él no pudiese resolver partiendo billetes por la mitad. ¿Qué es más elocuente y tranquilizador que un escudo de riqueza privada?

Así que Victor —casi a propósito— se convirtió entonces en un chico carente de dramatismo. Tenía su habitación, su trabajo, sus rutinas callejeras. Tenía ambición también, pero nada que sirviera para hacer una gran ópera. Ponía los ojos cuidadosamente en objetivos a su alcance: un aumento de las ventas de huevos, un puesto en el mercado, un huerto y un prado, una furgoneta, algunos empleados, unos libros de contabilidad y una mesa de despacho… Se decía a sí mismo que, cuando estuviera más seguro, pondría a prueba la magia del billete partido. No de cinco mil, naturalmente. Era de naturaleza apocada. Un billete de cien, quizá. Pero ese día no llegó nunca, a pesar del dinero que hizo. ¿Porque nunca se sintió seguro? ¿Porque era tacaño y poco aventurero? Ésa era la opinión de la ciudad. Nadie esperaba que un hombre así —y tan tarde en la vida— bajase sus defensas por un momento y arrojase su dinero al ruedo.

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