Arcadia

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Tercera parte La ciudad de Victor » 1

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Era el lunes después de que Victor —confinado toda su vida entre el pezón y la bolsa— hubiese celebrado ser viejo con un almuerzo de cumpleaños a base de pescado cocido a fuego lento, aire fresco y acordeones. Era el lunes después de que se hubiese enfrascado en su última, su primera, su única fantasía

cívica, exhibir al fin públicamente su riqueza privada construyendo un mercado digno de una mendiga y un millonario. Faltaba poco para que fueran las nueve de aquella mañana lluviosa y ventosa, y Victor el Insomne, un jefe que normalmente estaba en su despacho poco después del amanecer, no aparecía por ninguna parte.

Rook, con Anna a su lado, recorrió los dos kilómetros de adoquines, piedra y asfalto entre su apartamento y el paso debajo de la Autopista de Enlace Roja. La mano de Anna estaba en su brazo. Parecían tan libres de temor como amantes que tuvieran la mitad de su edad, convertidos en adolescentes por el consuelo —inesperado, retrasado— de la carne sobre la carne. Nadie pensaría que aquellos dos —aquel hombre canoso de pecho de gorrión, aquella mujer tibia y blanda como un bollo— fuesen marido y mujer. Tales galanteos, tales arrumacos mutuos, son propios de romances entre bisoños. Los más maduros están más avergonzados, menos asombrados y embelesados por la suerte del amor. Aquellos dos pichones que iban por la calle no eran un matrimonio. Su circunstancia estaba clara: aquello era un

grande affaire fuera de estación entre dos personas casi lo bastante viejas como para ser demasiado viejas, demasiado pasadas para semejante amor público. «Pasada» es la palabra que los cultivadores usan para designar una pera, y otras frutas de carne blanda, que han madurado pero, aunque conservan su color y su forma, pronto empezarán a ponerse pardas y a pudrirse, a perder su aroma y su lozanía. Probar tales frutas es probar el sabor picante a caza de la edad madura.

Mientras cruzaban la ciudad en diagonal, entre el tráfico y las multitudes de la hora punta, bajo el edredón ocre de las nubes, Rook y Anna parecían fuera de lugar, juerguistas de domingo sorprendidos por la luz de la mañana del lunes. Las personas solas y apresuradas que caminaban por la calle, con el sabor de la pasta dentífrica y el café en las encías, con un día de trabajo por delante ante una mesa de despacho, un telar, una caja registradora, les abrían camino, como si una pareja tan absorta y despreocupada tuviese derecho de paso, igual que los yates, por un canal sin obstáculos en medio de la acera. Todos nos mostramos deferentes ante las parejas, ¿no? Un hombre y una mujer cogidos de la mano pueden hacer que el más duro de nosotros se eche a un lado, pueden detener un tranvía.

Aquella pareja no tenía prisa. No estaban hambrientos de sus mesas de despacho ni deseosos de sus colegas y sus teléfonos. Se cogían de la mano, del brazo, del codo y la muñeca. Se cogían por la cintura. Y cuando llegaron al paso subterráneo —justo en el sitio donde Rook había utilizado sus llaves y sus puños y donde las hojas de laurel aplastadas aún se movían agitadas por la corriente— aprovecharon la soledad y la penumbra para besarse. Una vez que llegaron a la ventosa galería comercial, sin embargo, se separaron dejando un metro entre ellos y caminaron en paralelo. El fin de semana pasado en el apartamento de Rook había sido refrescante para ambos. Apenas abandonaron la cama de Rook durante el día, y luego, por la noche, se echaron a las calles y los bares para reponer energías con el temerario alcohol de las multitudes, el afrodisíaco de la bebida, para volver a hacer el amor. Sin embargo, ahora andaban púdicamente, castamente, por las baldosas de mármol de colores. No era prudente amar demasiado públicamente. A saber quién podía estar observándoles desde el invernadero del piso veintiocho o a través de las ventanas ahumadas de su suite de oficinas. A saber si a Victor —aquel hombre desapasionado y carente de amor que al parecer nunca había probado los lujos de apretar piel contra piel, que no podía entender los placeres del muslo, la lengua, el abdomen, el seno— le parecería mal tener dos amantes en el Gran Vic.

La galería comercial era una hábil preparación para el vestíbulo del bloque de oficinas. Enfriaba y encogía a los peatones. En ella resonaba el taconeo de los zapatos, los portazos de los taxis, el suspiro de los conductos de ventilación. El brillante revestimiento de ladrillo, las columnatas cubiertas de espejos, los claustros como nasas que llevaban a los palacios financieros y a las oficinas de los agentes de cambio y bolsa que eran allí los inquilinos, no invitaban a la indisciplina y la holgazanería. La misantropía de la galería comercial dejó mudos a Rook y Anna, igual que la profunda y fresca sombra de las coníferas silencia a quienes salen de un prado. No hablaron. Incluso se ruborizaron un poco, como si adivinasen que su intimidad del fin de semana no podía ocultarse allí. Su entrada en el Gran Vic fue incómoda también; la cara de Anna estaba un poco demasiado serena y los saludos de Rook —que no fueron contestados— al personal del vestíbulo, los porteros uniformados, fueron demasiado alegres para esa hora del día. Compartieron —un ápice demasiado torpemente— un segmento de las puertas giratorias del Gran Vic. Compartieron el ascensor durante veintisiete pisos. Pero una vez que llegaron al vestíbulo de las oficinas se encaminaron a sus mesas como si el único amor que compartían fuese el amor al trabajo.

Rook estaba de un humor excelente, y por buenas razones. Se sintió aliviado al ver que su mesa estaba, por el momento, vacía. Normalmente, a esa hora del lunes Victor ya había enviado su lista de actividades, un puñado de notas, preguntas, instrucciones y recriminaciones. A Victor no le gustaba tratar con la gente por teléfono, ni siquiera hablar con sus clientes cara a cara. ¿A qué se podía culpar de ello? ¿A su temperamento poco expansivo? ¿A su audífono? ¿A su escudo de riqueza? Leía informes. Examinaba las cuentas. Observaba cómo los precios de las acciones y los valores bailaban a ritmo rápido en torno a los decimales en las pantallas de la oficina. Si había que

hacer algo, podía hacerlo Rook. Sus piernas y oídos eran más jóvenes. Pero aquel lunes no había tareas para él, ningún administrador de campos de Victor al que intimidar por teléfono («Hemos observado que las judías verdes son de mala calidad este año. Y llegan tarde»), ninguna tensión infundada que propagar entre los vendedores del mercado. Ninguna carta de disculpa o rechazo que redactar y enviar, ninguna reunión de ejecutivos que convocar y presidir mientras Victor alegaba alguna indisposición de viejo como pretexto para quedarse en su habitación o en la azotea.

¡Qué libertad! Le venía bien. Tenía sus propios planes para el día y éstos incluían un poco de jugueteo en la mesa de su despacho. Estaba acostumbrado a tener relaciones sexuales con Anna en su cama. Un día o dos de algo es tiempo suficiente para que parezca una rutina. Había sido divertido —divertido y vigorizante—, pero no aventurero. Sus necesidades sexuales iban en aumento. Hacer el amor con ella en el trabajo era lo que le absorbía ahora. La solemnidad del Gran Vic era más un estímulo que un freno. ¿Piensan que la necesidad de ocultación, premura y disimulo embotaría el apetito? Piénsenlo dos veces. El acto sexual resulta más satisfactorio cuando transgrede convenciones sociales y se extravía lejos de los caminos trillados adentrándose en la maleza, donde el riesgo y la lujuria corren parejos.

Rook quería algo más subversivo que la cama. Quería realizar el coito con Anna en el mismo lugar donde la había contemplado durante meses. Quería sexo en la oficina, con todo el trabajo en marcha, todas las pantallas encendidas, y aquellos dos compañeros, trabados los tobillos por su ropa interior, apretados como un par de gusanos de pescador. A nadie le parecería raro si más tarde llamaba a Anna a su despacho para consultas. Ella acudiría, inocente. No estaba seguro de que compartiera su avidez, pero, a juzgar por el apetito que había demostrado haciendo el amor sobre la cama, tenía la sospecha de que así sería.

Dejó la chaqueta en su silla y luego —no teniendo nada que hacer tan temprano— se fue a la suite de oficinas de Victor. La silla de cumpleaños estaba aún fuera, su follaje de plástico siempre verde y fresco. Ahora le pareció estúpido haber desperdiciado tanto esfuerzo en aquel regalo de cumpleaños para un hombre que no tenía ningún apetito de sentimientos. Mandaría a alguien al vestíbulo para que volviera a encajar los tallos donde él los había arrancado. O bien los pondría en un tiesto, un cómico ramo para la mesa de Anna, un preludio burlón del cortejo que planeaba para ella en su propio despacho, en su propia mesa. Pero primero, con el ramo en la mano, llamó a la puerta de Victor. Volvió a llamar. Probó el picaporte. La puerta estaba cerrada con llave. El viejo se está ablandando, pensó Rook. Por una vez ha dormido más allá del amanecer. Rook se agachó para mirar por el ojo de la cerradura. La llave interior estaba en la cerradura.

—¡Ni rastro de vida! —le dijo alegremente (y estúpidamente) al contable de la compañía, que, llevando un café humeante y una pila de libros de contabilidad, pasaba por el vestíbulo, de puntillas, como si desease mantener en secreto su presencia—. ¿Dónde está Victor, entonces?

El contable se encogió de hombros y pareció poco dispuesto a mirar a Rook a los ojos o corresponder a su animación.

—¿Dónde está Victor, entonces? —repitió Rook.

—Hoy no bajará.

—¿Por qué no?

De nuevo Rook tuvo que conformarse con un encogimiento de hombros. El contable entró en su despacho y dio un portazo al cerrar la puerta con el talón.

Rook se llevó su ramo a Recepción. Las mujeres que había allí estaban atareadas en sus mesas.

—¿Dónde está el programa de Victor para hoy? —preguntó. Nuevamente tuvo que hacer la pregunta dos veces.

—Se ha cancelado.

—¡Ah, sí! ¿Y por qué?

Nadie lo sabía. Ni siquiera parecían deseosas de comentar lo insólito de que Victor estuviese ausente de su mesa y su programa del día estuviese «cancelado». Era desconcertante que el personal se mostrase tan adusto y remiso cuando tenían la oportunidad de perder un poco el tiempo charlando.

—¿Qué pasa aquí?

Recepción se encogió de hombros y contuvo la lengua.

—Entonces ¿por qué estáis tan malhumoradas? —preguntó Rook en voz alta—. ¿Las tristezas del lunes? ¿Demasiado alcohol el domingo por la noche? Animaos, animaos. Es sólo un empleo. «Escaquearse de trabajar es la mayor alegría de que se puede gozar. Así que uníos a mi harén, dijo el sultán».

Sus sonrisas fueron breves y forzadas. Algo las violentaba. Esperó, dudando respecto a cuál era el problema, pero seguro de que aquellas tres mujeres, contratadas por su encanto y simpatía, se sentían incómodas. Finalmente, dijo sin petulancia:

—Entonces, ¿qué os pasa a las tres?

No hubo ninguna voluntaria para mirarle a los ojos. Finalmente, la mayor de las mujeres dijo con voz temblorosa y desentonada:

—No somos quiénes para decirlo.

«No somos quiénes para decirlo». En otras palabras, aquello era un asunto privado, demasiado personal e íntimo para que ellas lo comentaran, a pesar de que Recepción tenía fama de ser la bolsa de rumores y habladurías del edificio. Rook ya no estaba perplejo. Adivinó la causa de su azoramiento, de sus ruborosos celos. Algún espía de la oficina les había visto a Anna y a él en la ciudad el sábado, o caminando cogidos de la mano hacia el Gran Vic. Se había corrido la voz. La voz «¡Romance!». Por alguna razón que no podía entender del todo, aquella relación fuera de la oficina no era bien vista. Cualquiera diría que esto es un mojigato monasterio medieval, pensó Rook (sentado por el momento en su despacho). ¿Eran únicamente celos o irritación porque él hubiese violado un código de la oficina respecto a que quienes tenían puestos de responsabilidad y estaban próximos a Victor tenían que ser tan castos como él? ¿O el culpable era el secreto? ¿Acaso Recepción y Contabilidad y, ahora que lo pensaba, los porteros uniformados de la planta baja, estaban molestos porque Rook hubiese ocultado que tenía una cita amorosa con Anna para el fin de semana?

—¡Ridículo!

Dijo la palabra en voz alta.

Era ridículo. Y también improbable. A los hombres y mujeres del Gran Vic, lejos de repugnarles, les fascinaba cualquier vislumbre de escándalo o de secreto. Les encantaban las obscenidades de la vida. Especialmente al trío de Recepción. Mostraban sus sonrisas más amplias y picaras cuando había cotilleos que compartir y lascivias que intercambiar. No habrían bajado la voz y los ojos comportándose como empleados de una funeraria. Habrían mirado a Rook a la cara y le habrían dicho: «¿Qué dices a eso?», o bien: «¡Te lo pasaste bien el sábado! Un pajarito os vio a ti y a Anna frotándoos la nariz en un bar…».

¿De qué se trataba entonces? ¿Cuál podía ser el problema? Repasó mentalmente los sucesos del viernes en busca de motivos de irritación. ¿Qué había dicho, o hecho, para provocar aquella helada del lunes por la mañana? Se había ocupado de que todos participaran en la diversión con champán y pasteles. Había sido el de siempre, el Príncipe de la Ironía y la Pereza. ¿Qué había hecho para ofender? Algo les estaba molestando, no había duda de ello. Y, a decir verdad, algo le estaba molestando también a él. No tenía la conciencia enteramente tranquila. Una vez más, repasó en su mente el viernes y reconoció exactamente qué era lo que había manchado su vida. La pelea en el paso subterráneo con Joseph. La crueldad de los puños y las llaves. La patada de despedida. El placer que le había proporcionado tan sórdido triunfo. No obstante, aquellos eran actos privados, menos públicos que el tiempo que había pasado con Anna. ¿Quién podía conocer y desaprobar lo que había sucedido fuera de la vista y subterráneamente a un paleto mal vestido que no tenía ninguna relación con el Gran Vic? ¿Por qué habría de importarle a nadie?

Rook barajó de nuevo las cartas del viernes. El pretexto que había utilizado para bajar al mercado. La naranja que había pelado. Los tirones hasta arrancar los tallos de laurel. El vergonzoso ataque de asma en presencia de aquellos hombres. El chirriante almuerzo de cumpleaños. La gozosa coda del día: Anna riéndose en su cama, encantada con su mordacidad, sus manos tentadoras, sus payasadas con los calzoncillos: «nosotros, nosotros, nosotros». Y, sí (asomo de nuevo la cabeza por encima del parapeto), la burlona columna que yo, El Ciudadano, escribí acerca del taxi y de los mimados peces del jefe. Todos los empleados del Gran Vic la habrían leído y se habrían reído… ¿Y, tal vez, habrían pensado que la fuente de El Ciudadano era Rook? Porque eso sería muy propio de Rook, alimentar las habladurías de la prensa. Así que, entonces, ¿rehuirían mirarle a los ojos porque pensaban que había hecho una dudosa confidencia? Una vez más, «¡Ridículo!».

Se le ocurrió una posibilidad más firme. Ya no le hacía falta buscar en su agenda o en su conciencia. ¡Por supuesto! La solemnidad del personal sólo podía tener una causa. ¡Dios mío, el viejo ha muerto!, pensó. «Ni rastro de vida», efectivamente. Rook casi se sintió aliviado; ahora todas las rarezas de la mañana se explicaban. La ausencia de la lista de actividades, la puerta cerrada con llave, el programa del día vacío, aquellas frases, «Se ha cancelado… Hoy no bajará». ¿Qué, aparte de la muerte, o por lo menos de una apoplejía, mantendría a Victor alejado de su trabajo? Si se hubiese caído, por ejemplo, y se hubiese roto una cadera, sus notas volarían desde su cama como palomas desde un alero. Mientras le quedase aire en los pulmones y suficiente fuerza en los brazos para sostener una pluma, nada le impediría orquestar sus asuntos.

Así que era eso. El palo se había roto al fin. Victor había muerto, y nadie del personal tenía suficiente categoría como para comunicárselo a Rook o, quizá, esto era una posibilidad, pensaban que ya lo sabía y se sentían azorados por su falta de gravedad o dolor, su frivolidad. «No somos quiénes para decirlo», habían repetido las mujeres de Recepción. Y tenían razón. Rook había sido los ojos y los oídos del jefe, su arbitrador y su mensajero. Era lo más allegado, lo más íntimo que se podía ser con semejante cubo de hielo. No era extraño que nadie se atreviese a darle la noticia. Sin duda el director de finanzas o el director general del grupo de empresas subirían desde el piso de abajo para informar a Rook personalmente de que había ocurrido «un triste suceso». O Anna, incluso. Ella tenía categoría suficiente. Rook se sentó y esperó, confiando en que fuese Anna la que viniera. Cerró los ojos y dejó caer la cabeza sobre el pecho. Notó —por primera vez desde el viernes por la noche— que le sentaría bien dormir.

La puerta de Rook se abrió. Anna no tenía necesidad de llamar tan ceremoniosamente golpeando la hoja de madera barnizada. Sin embargo, fue lo bastante prudente como para llamar y esperar. Él se despertó de su duermevela y le hizo señas de que entrara. Ya había preparado una cara elegiaca; ya estaba examinando en su mente lo que la muerte de Victor significaba para él. ¿Un ascenso? ¿Una destitución? ¿Algo en el testamento? Por lo menos significaba que aquél no era el momento de cerrar la puerta de su despacho y meter las manos debajo de la falda y la blusa de Anna.

Anna no miró a Rook. Su expresión era la misma que tenía el personal de Recepción, el contable mientras se dirigía apresuradamente a su despacho y el portero que no había respondido al vivaz saludo de Rook cuando éste entró en el Gran Vic desde la galería comercial. Ahora estaba seguro de haber identificado la verdad. Anna parecía tan conmocionada, tan agotada, tan distinta de la cara sobre su almohada…

—Pasa. ¿Qué ocurre?

—Malas noticias —dijo ella.

Daba la impresión de que se le doblaban las rodillas. Él la abrazó. No importaba lo que el personal pudiese pensar. Las lágrimas de ella cayeron sobre su chaqueta y su corbata.

—Siéntate. Siéntate —dijo él.

También él tenía ganas de llorar. Se sentía tan nervioso y tan poderoso… No podía concentrarse en la muerte del viejo.

—¿Qué ocurre?

Ella respiró hondo varias veces y por fin le miró a la cara.

—Ojalá no fuese yo quien tuviera que decirte esto —dijo ella.

—Lo sé. —Y luego—: No hace falta que me lo digas, Anna, lo adivino.

—¿Adivinas qué?

—Es Victor, ¿no? Está enfermo. Ha muerto.

Ella negó con la cabeza. Casi se rió.

—No ha muerto. Desearás que fuese así. Eres tú… ¡Somos nosotros! —Se enjugó la cara y respiró hondo hasta recuperar su tono firme habitual—: Dice que tienes que marcharte. Parece que sabe que hemos estado viéndonos fuera del trabajo. ¿Cómo puede haberlo sabido? Además, no es asunto suyo. ¡Esto no es sensato!

Le tendió un memorándum de la oficina. Victor lo había dejado sobre la mesa de Anna, sin cerrar. Algún cotilla de la oficina lo había leído y había propagado la noticia. Bastaba un empleado fisgón, una llamada de teléfono interna, para que las malas noticias circulasen por todo el Gran Vic, desde el vestíbulo hasta el piso veintisiete. Victor había escrito el memorándum, a lápiz, la noche del viernes anterior, la noche de su cumpleaños. Le ordenaba a Anna que le dijese a Rook: «Sus contactos y actividades fuera del trabajo no son moralmente compatibles con la confianza puesta en él. No tienen lugar en una organización como la mía, donde las relaciones entre todos los miembros del personal, los productores, los clientes y los compradores deberían basarse en la corrección y la honestidad. Queda despedido. Por favor, infórmale de que tiene hasta mediodía para recoger sus cosas y que no puede haber ningún contacto más entre nosotros salvo por mediación de los abogados». Había un sobre para Rook: una notificación formal de despido.

—Está loco —dijo ella. Comprendía el alivio de la hipérbole—. ¡Es un viejo loco y malvado! Se ha encerrado allá arriba como un niñito cobarde. ¿Acaso cree que todos le pertenecemos? ¿Es que no podemos tener «contactos fuera del trabajo» sin su consentimiento?

Pero a Rook no le cabía ninguna duda respecto a qué quería decir Victor al hablar de «contactos y actividades». Alguien —no tenía la menor sospecha de quién, todavía no— se había ido de la lengua. Victor sabía ahora todo lo del dinero «por la plaza» que los jaboneros le habían pagado cada trimestre y que había hecho a Rook tan rico y descuidado.

—No está loco —dijo—. Y esto no tiene nada que ver contigo, ni con nosotros.

—¡Lucharemos por ti! ¡Vamos!

Estaba dispuesta a encabezar una huelga en la oficina, a redactar peticiones, a poner en peligro su empleo, a darle mucha guerra a Victor. Estaba dispuesta a horadar dentro de Rook y hacer una madriguera en su corazón. Rook sacudió la cabeza. ¿Por qué luchar para perder? ¿Quién sería su aliado cuando se conocieran sus tejemanejes, el dinero que había ganado, el cinismo de su jocosidad en la oficina? Si daba guerra, Victor y sus abogados podían darle a él algo peor. Le denunciarían a la policía y entonces la acusación sería extorsión o malversación. Acabaría en una celda. El viejo escondido en su habitación había hecho un trato a distancia con Rook que le privaba de su trabajo pero no de su libertad.

—Anna, por favor —dijo, y meneó la cabeza—. No armes jaleo.

Eso es todo lo que tuvo el valor de decir. Ya estaba renunciando a su trabajo y a Anna. Sólo pedía una retirada digna. Estuvo a punto de hacer la maleta y marcharse. Pero Anna no lo entendía. Se mantenía firme.

—Haz algo ahora —dijo.

Su coraje —y su inocencia— avergonzaron a Rook.

—De acuerdo. Conseguiré que hable conmigo.

Pensó que tal vez existía una posibilidad de que Victor cambiase de idea. Encontraría la manera de justificar los pagos extraoficiales que había recibido. Los pagos iban en interés de Victor, después de todo. Mantenían tranquilos a los comerciantes. Garantizaban el papel de Rook como intermediario entre los dos campos. «Tenía que cobrarles», podría decirle. «No confiarían en un hombre que no estuviera a sueldo de ellos».

Llamó a la puerta del despacho de Victor una vez más. Trató de llamarle por el teléfono interior a su apartamento, pero el mayordomo, sencillamente, repitió que su jefe no podía «recibir llamadas hasta la tarde». La verdad era que Victor estaba escondido en el invernadero de la azotea, exterminando pulgones una vez más, acicalando plantas y mirando a través del cristal, la lluvia y el viento a los barrios lejanos. ¿Qué sentido tenía enfrentarse personalmente a Rook, cuando podía delegar los despidos y Rook se evaporaría antes de la tarde sin dejar rastro?

Bueno, Rook no podía colaborar. No podía desaparecer, por lo menos mientras Anna estuviese por allí. No podía vaciar su mesa y no dejar rastro. Por el contrario, pensaba esperar sentado. Se quedaría exactamente donde estaba, los pies sobre la mesa, la puerta de par en par, su despacho un desorden de hojas de plástico, hasta que Victor se cansase de esconderse en la azotea. Que bajara. Que discutiera cara a cara. Veamos, pensó, si Victor tiene la fortaleza de ser un tirano en persona y no por delegación o por memorándums. Tal vez se podría, entonces, salvar algo del naufragio.

A mediodía Rook seguía en su despacho, solo y contemplando una ciudad fustigada por la lluvia. Los coches y los autobuses circulaban ya con los faros encendidos y el neón de las calles era líquido e intenso. Los toldos de colores del mercado no se veían y ciertamente ni colinas, ni bosques, ni parques, ni rayos de luz natural prestaban ninguna alegría a lo que veía. La ciudad era tan gris y convencional como un traje de ejecutivo. Rook oyó, pero no reconoció, una voz de hombre que preguntaba por él. Oyó que una secretaria respondía algo en un susurro, luego pasos en dirección a su despacho. Dos hombres de uniforme, uno un guardia jurado, el otro un portero cuya cara le resultaba familiar por haberla visto en el vestíbulo de entrada, se detuvieron en la puerta. Uno tosió.

—¿Está usted listo, señor?

—¿Listo para qué? —preguntó Rook.

¿Era aquél el emplazamiento de su jefe?

—Es mediodía, señor.

—¿Y?

—Y hemos venido a escoltarle… a la calle.

¡A la calle! La palabra fue un puñetazo en el riñón; le dejó sin aliento. A la calle. Al frío. De patitas en la calle. Negó con la cabeza.

—Todavía no.

—Es mediodía, señor.

—Todavía no.

Entraron en la habitación.

—Venga —dijeron.

—No he vaciado mi mesa.

Rook abrió un cajón para mostrarles que no estaba listo todavía, y rescató su inhalador de entre las plumas y las calculadoras. Aspiró por la boquilla. Notó que los esponjosos alvéolos de sus pulmones se estrechaban.

—Nosotros tenemos órdenes, señor. Tiene que ser a mediodía.

Se ofrecieron a ayudarle. ¿Era por su asma, o, sencillamente, se estaban mostrando firmes? Le levantaron por los codos. Apartaron su silla y cerraron el cajón de la mesa. Podían haber sido camilleros de una ambulancia. Eran muy delicados, y Rook estaba muy pálido.

—Tendrá que dejarnos su pase.

Rook metió la mano en el bolsillo para hacer lo que le habían dicho. Estaba resignado a marcharse como un cordero. Tanteó en busca de los bordes afilados del pase plastificado y encontró en cambio la vieja navaja de muelle y el manojo de llaves. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que derribara a Joseph? Aquélla era una oportunidad de volver a utilizar los puños.

Encontró el pase y se lo dio. Lo habría partido en dos si el plástico hubiese sido más suave y si hubiese podido controlar el temblor de sus manos.

—Será mejor que nos vayamos —dijeron.

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