Arcadia

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Tercera parte La ciudad de Victor » 2

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¿Qué esperarían ustedes de Rook? ¿Que se descompusiese sin el régimen frigorífico de la jornada laboral? La mayoría de la gente de ciudad —por lo menos los hombres— están casados con sus empleos y cuando les quitas esos empleos se vuelven tan vacíos y quebradizos como huevos llenos de aire. El trabajo es para los holgazanes. Le da a la vida una narración por capítulos, como una línea de tranvías; vacía los barrios suburbanos y las fincas y proporciona a los residentes desplazados, liberados, dramas estructurados por el reloj. También les proporciona un jornal, un cheque, dinero en metálico, una letra bancaria, que es, más que el lugar donde naces o donde vives, lo que se requiere para ser un ciudadano. Un sueldo puede hacer que un intruso se sienta en casa; «Una bolsa vacía», según el dicho, «nos convierte a todos en forasteros». Pero no, Rook, aunque parecía débil e indulgente consigo mismo, no era la clase de persona que se desmigaja como los pasteles secos. Era —igual que cualquiera que tenga algo de sentido común— demasiado egoísta y vanidoso para sacrificarse. Pasó tres días encerrado en casa, acongojado. No contestaba las llamadas telefónicas de Anna desde el trabajo, no la dejaba entrar cuando ella iba a su apartamento por las noches, ni respondió cuando le mandó una instantánea suya —más joven— con la inscripción «Quiero que nos veamos y hablemos». ¿Para qué? Ni siquiera leyó las desconcertadas notas que le dejaba en su buzón asegurándole que «Haga Victor lo que haga, eso no cambia nada entre nosotros». Rook sabía que sí. Ella dejaría de buscarle cuando supiera exactamente cuáles habían sido sus «contactos y actividades». ¿Para qué alimentar el amor cuando estaba condenado al fracaso? No se atrevía a pensar en ella ni a cuantificar su pérdida. Antes necesitaba concentrarse en cómo excretar, transmitir, la ira que sentía. Estaba consumido por la rabia, pero ésta no se volvía contra sí mismo. ¿Qué había hecho, excepto ser un alegre pragmático que había visto una oportunidad y la había aprovechado? Culpaba al melancólico millonario. Culpaba a los obstinados comerciantes del Mercado del Jabón. Culpaba al cobarde que había ido con chismes a sus espaldas. ¿Quién había chismorreado? A Rook no le resultó muy difícil saber quién había hablado y cuándo. Tenía que haber sido uno de los compinches de Victor, uno de los cinco artríticos jaboneros invitados al almuerzo de cumpleaños. ¿Cuál? No lo sabía; así que, por el momento, los culpaba a todos.

Había visto una vez una película —

Un beso mortal— en la cual un lord inglés perseguía y mataba, uno por uno, a los cinco pasajeros masculinos de una silla de posta con destino a Londres. ¿Por qué motivo? Uno de los hombres —sólo uno— había «besado y robado» a su esposa mientras ella dormía sobre los cojines de la diligencia. «Es preferible que mueran los cinco a que un solo bribón viva para mancillar de nuevo el honor de una dama», había dicho el inglés en el engolado tono que solían utilizar los nobles, y los actores, ingleses. Sobornaba al cochero espléndidamente para que le revelase la lista de pasajeros y luego emprendía un viaje por todo el país en loca y justa persecución. No sabía, mientras despachaba a uno más con una pistola o un cuchillo, que los cinco hombres eran culpables de algún otro crimen punible con pena de muerte —incendio provocado, asesinato, traición— y que por lo tanto «merecían» morir. Tampoco sabía —¡qué simples son esas películas!— que ninguno de los cinco había tocado a su esposa. El violador era el cochero sobornado, libre, mientras pasaban los títulos de crédito, ¡para besar y robar otra vez!

A los ingleses les encantan estas ironías y Rook también se complacía en ellas. Soñó con la película, pero en su sueño los pasajeros eran verduleros, la diligencia era el almuerzo de cumpleaños de Victor. Rook se convertía en un hombre más joven, el revolucionario vestido de negro. Perseguía y eliminaba a los cinco hombres. Caían entre sus frutas. Morían sobre lechos de espinacas. ¿Quién era el cochero, libre para volver a pecar? El sueño de Rook fue borrado por un sueño más profundo antes de que pasaran los títulos de crédito.

De día Rook fantaseaba; y en estas rabiosas fantasías se vengaba de la indignidad de ser arrojado a mediodía, como un vagabundo, del Gran Vic. Sería el lord inglés, aunque más heroico y menos amanerado. Su arma sería la navaja de Joseph. Practicaba con la hoja y escenificaba el daño que haría. Daba puñetazos en la puerta del cuarto de baño. Se comía las uñas de la dos manos. Se masturbaba, pero no podía retener la imagen de una mujer en la cabeza. Se quedaba en la cama demasiado tiempo. Permanecía levantado hasta tarde y bebía demasiado Licor Bulevar, que había comprado para Anna el fin de semana. Su respiración se hizo trabajosa, primero a causa de los nervios, y luego su asma hizo presa en el lado derecho de su pecho, provocada, intensificada, por la pérdida del trabajo y los ingresos y por la cólera que sentía. Utilizaba el inhalador más a menudo de lo que debiera. Se sentía mareado e inestable debido al alcohol y la medicina, y a la fácil narcosis de su sueño.

Finalmente —porque la ira es un corredor de distancias cortas y se cansa pronto— se tranquilizó. Magullado sí estaba, descolorido por los golpes que había soportado. Pero, poco a poco, el optimista autocomplaciente cayó en la cuenta de que como hombre no había salido debilitado sino fortalecido. Ahora estaba convencido de que Victor le había librado de una maldición. El empleo que Rook había perdido no era una gran pérdida. En buena hora se veía libre. Había pagado por ello doce años antes con…, ¿qué palabra usar sino «el alma»? En el momento en que el joven Grajo Negro había aceptado a Victor y su cheque, había renunciado a la aprobación de la calle, había perdido la despreocupada charla del mercado. El gorrión ciudadano había abierto las alas para elevarse, llevado por corrientes térmicas acolchadas, por encima de la mancomunidad de la acera y unirse al austero gobierno de los halcones. Ahora había vuelto a la tierra.

Se sentía demasiado enfermo para comer, las manos le temblaban demasiado para levantar un tenedor o servirse una taza de café, pero ahora por lo menos miraba hacia adelante tanto como hacia atrás. ¿Qué podía hacer con aquella nueva potencia, aquella alma redescubierta? Era demasiado viejo para empezar una nueva profesión. Pero, ciertamente, era lo bastante rico como para montar un pequeño negocio propio. Comprobó el saldo de su ahorros. Contó todos los billetes que había amasado. No tenía deudas, ni obligaciones, ni familia que mantener. Su situación podía haber sido peor. Ser un hombre rico sin trabajo no era el peor de los destinos. No tenía prisa. Se tomaría un mes o dos de descanso y mantendría los ojos bien abiertos atento a… ¿A qué? ¿Un bar, quizá? ¿Una tienda? Le alarmó la monotonía de la perspectiva. ¿Podía permitirse seis meses de descanso? ¿O nueve? Se merecía un pequeño respiro para planear sus años futuros. Por lo menos, el tiempo libre que tenía entre manos podía ser divertido. Se daría gusto a sí mismo y a nadie más. Podría llevar la corbata floja todo el tiempo. No necesitaba llevar corbata. No necesitaba llevar traje. Ése era el uniforme de la servidumbre. No necesitaba ir apresuradamente por las calles, tras beberse el café de un trago, para llegar a tiempo al trabajo.

Ahora estaba listo para salir. Buscó en su armario y encontró la cazadora de cuero negro que había llevado en otro tiempo. La piel estaba arañada y ajada y los puños cuarteados, pero aún le sentaba bien y la cremallera era buena. El cuero olía un poco al mercado y el forro estaba manchado debajo de los brazos y en el centro de la espalda por el sudor del trabajo. No tenía los pantalones y la camisa de trabajo a juego, pero tenía ropa oscura e informal, y se la puso. Se sintió transformado. La cazadora le hacía libre. Había resucitado el hombre que había sido doce años antes. Pasó las llaves y la cartera, el inhalador y la «nabaja» de Joseph de su traje a los bolsillos con cremallera de la cazadora de cuero. Ordenó el apartamento, leyó las notas que Anna le había dejado, puso su foto en la repisa de la chimenea y salió a la ciudad.

Había transcurrido justo una semana desde el almuerzo de cumpleaños de Victor, una semana en la que había redescubierto el amor y perdido su empleo, en la que se había encumbrado y caído a plomo cien metros, veintisiete pisos hasta la calle. En resumidas cuentas, se sentía falto de aliento y vigorizado, como un muchacho trémulo que acaba de bajarse sano y salvo de la montaña rusa. Se dirigió hacia el Mercado del Jabón. Cuanto antes le viesen entre los puestos y los jaboneros, mejor sería para su tambaleante autoestima.

Caminó entre las pilas de verduras y fruta sin un saludo ni una mirada. No le desairaron. Al principio no le reconocieron. Su cazadora de cuero era un disfraz. Hacía que sus andares fuesen osunos, desde los hombros, las manos en los bolsillos de la cazadora, el cuello levantado. El Rook de traje parecía un poco más alto, de miembros más elásticos, de andar más airoso. Pero cuando se sentó en un bar del Jardín del Jabón, reconocieron su cara. Oyó los murmullos y vio las miradas y los movimientos de cabeza. El camarero se mostró amable como de costumbre, pero los camareros no cuentan. Los trabajadores del mercado —los mozos de cuerda y las dependientas— no le hablaron, pero nunca lo habían hecho. Era demasiado importante. Era el nuncio del viejo, su Representante en la Tierra.

Rook hizo todo lo que pudo por parecer relajado, pero no estaba lo bastante relajado como para sostener su taza con una sola mano. Temblaba tanto que el azúcar para su café trepidaba en su cuchara. Deseó tener un periódico con el cual escudarse. Deseó poder ocultarse detrás de un cigarrillo sin que el humo produjera una bola de fuego en su pecho. Una parte de él temía ver a uno de los invitados al cumpleaños, algún artrítico comerciante con bastón, y sentirse obligado, impulsado, a hacer una escena. Pero principalmente temía lo que los hombres del mercado pudieran hacerle ahora que había sido despojado de su cargo. Temía sus burlas, sus ironías, las puñaladas y los puñetazos que pudieran darle, y con razón. Aquellos modestos diezmos, aquellos edulcorantes, que Rook había recaudado cada trimestre y a cambio de los cuales garantizaba el acceso al oído del jefe, se revelaban ahora como dinero tirado al retrete. Rook estaba ahora más lejos del oído de Victor que ningún jabonero del mercado. Era el único cuyo contacto con el jefe se limitaba a «la mediación de los abogados».

La hora de media mañana, sin embargo, no es momento para discusiones o escenas. El mercado estaba demasiado concurrido y los comerciantes demasiado inmersos en escribir con tiza los precios del día como para dedicarle mucho tiempo a Rook. Naturalmente, no era ningún secreto que había perdido su puesto, pero nadie sabía exactamente por qué. Los cinco viejos callaban. Los viejos ya tienen suficientes enemigos y disfrutan más guardando un secreto —su secreto en el invernadero con el jefe— que propalando cuentos entre el populacho del mercado. Así que Rook fue observado, pero no juzgado. Los hombres que nunca habían simpatizado con él, no le detestaban más o menos porque —o eso decía el rumor— hubiese perdido su empleo. ¿Por qué iba a agradarles menos por haber sido despedido? Los vendedores no conocían el protocolo social. Tal vez su desgracia fuera una buena noticia para ellos. A lo mejor les ahorraba algún dinero. ¿Quién sabe? Pero habría nuevos Rooks, y más duros, con tarifas «por la plaza» menos modestas. Preferían seguir con su asmático. No era querido, pero era ingenioso a su manera y sabía comunicarse con la gente. Por lo menos, había salido del mercado. Les había robado, cierto, pero no había hecho ningún daño permanente. Tal es la voluble lógica de la calle, que Rook era casi popular con sus antiguos enemigos, igual que un matón es popular cuando suelta a sus cautivos.

Quienes tenían buena relación con Rook y quienes consideraban que los pagos «por la plaza» eran sobornos iniciados por ellos mismos, se sentían igual de orgullosos de su «hombre al oído de Victor», a pesar del hecho de que su hombre hubiese sido despedido. Incluso se sentían un poco culpables de que sus artimañas hubiesen podido ser la causa del despido de Rook. También se sentían un poco temerosos. ¿Qué haría el viejo? Juzgaron que lo mejor era esperar y ver. Pero hubo uno o dos —los más jóvenes, los que habían tomado menos café y más copas— que se acercaron a Rook. Le estrecharon la mano temblorosa.

—Mal asunto —dijeron, invitando a Rook a revelar exactamente qué había ocurrido con Victor. Y luego, para poner fin al silencio—: Si necesitas ayuda, no dejes de decírnoslo.

Pusieron una copa sobre su mesa e invitaron a Rook a ahogar su mala suerte con un poco del alcohol.

Así que Rook aún era bien recibido en el mercado, aún tenía un sitio donde pasar el tiempo mientras decidía cómo pasar la vida. Iba todas las mañanas, intercambiaba un repertorio de gestos con el Hombre de Celofán, que estaba como siempre en el límite del mercado dirigiendo a la gente, las carretillas y los camiones, y se sentaba entre sus aliados. Si le preguntaban: «Vamos, ¿qué hiciste para que te dieran la patada?», no contaba mentiras, pero tampoco les decía la verdad. Se le daba bien quedarse callado e insinuar con la boca y con los ojos que estaba libre de culpa. Al cabo de unos días los hombres del mercado se comportaban como si él no hubiese sido su correveidile, como si no hubiese estado a sueldo de ellos, o ellos a sueldo de él, y sencillamente disfrutaban de su seco sarcasmo y del graznido de su risa cuando les contaba historias del jefe entre sus gatos y sus insectos en el piso veintiocho. La memoria del mercado es corta siempre y cuando las deudas se paguen pronto. Los rencores sólo duran mientras no se cobra.

Rook deambulaba por los callejones y las sendas entre las verduras y las frutas con ojos nuevos. Ahora no necesitaba estar tan alerta como antes, fijándose en los precios, las caras, las infracciones del código del mercado. No necesitaba estar atento para cobrar los pagos «por la plaza» subrepticiamente, o escuchar las quejas acerca del precio y la calidad de las aceitunas o las peras. Si se abría paso entre la multitud hasta las montañas y riscos de un puesto de cítricos, ningún frutero chasqueaba la lengua y negaba con la cabeza queriendo decir: «¡No tienes que pagar!». Ahora era parte del público y tenía que regirse, como todo el mundo, por los credos del mercado que un vendedor —cansado de robaperas y de que le pidieran crédito— había escrito con tiza en su puesto: «Sin dinero, no hay fruta», y «¡Fiamos, pero sólo en metálico!».

Rook estaba contento de ser un simple comprador, palpando, como hacían todos los demás compradores, pero con evidente mayor experiencia, la piel de las frutas para comprobar su madurez. O arrancando una hoja del penacho de una piña y juzgando por su reticencia la blandura del corazón. O probando si las judías verdes se quebraban o se doblaban entre sus dedos. Acercándose los melones a la nariz y distinguiendo por el olor los verdes de los maduros. O arañando las patatas nuevas con las uñas para ver cómo se levantaban las ampollas de la piel. Conocía el truco de escuchar los repollos: los sabrosos no hacían ningún ruido. Entendía los colores de las zanahorias y sabía que las más rojas son las más harinosas y sólo sirven para estofados. No se le podía engañar con el falso brillo de una pera o con unas setas «manchadas» con un pulverizador. Un carnicero podría tomarle el pelo a Rook al venderle una tajada haciendo algún truco con el hueso o la grasa, pero nadie en el Mercado del Jabón tenía mayores o más profundos conocimientos sobre frutas y verduras.

¿Por qué desperdiciar semejante experiencia? ¿Por qué no podía regresar al lugar del que procedía —era el hijo espabilado de un vendedor del mercado— y convertirse él mismo en vendedor, en jabonero por segunda vez? ¿A causa de Victor? ¿Porque era un esnob que después de haber trabajado en un despacho no estaba dispuesto a levantarse a las cinco para agacharse y cargar y vender? ¿Porque era demasiado viejo para cambiar de hábitos? No le rejuvenecía la idea de un Rook vendedor, su estrecha y canosa cabeza asomando detrás de una fulgurante mancha de fruta, su fortuna medida en bolsas de papel. Pero tampoco le seducía mucho la alternativa: un Rook sin nada que hacer excepto sentarse y envejecer y gastar. Si pudiese encontrar el valor —y la desvergüenza— para coger una pluma, un teléfono, y responder a las llamadas de Anna, quizá le parecería menos penoso no tener mucho que hacer excepto gastar.

Rook esperaba encontrársela en la calle, por casualidad. Estaba alerta, atento a cualquier palabra de ella. La de Anna era la única cara, pensó, que podía proporcionarle algún placer. Ciertamente, no esperaba volver a ver a su atracador. El muchacho —cuya «nabaja» poseía aún— no tenía ninguna importancia en su vida. Sin embargo, la mañana de la décima visita de Rook al bar del mercado, se encontró a Joseph por segunda vez. El joven estaba cargando en una carretilla sacos rojos de cebollas, tres cada vez, que sacaba de un camión abierto aparcado entre las furgonetas y los coches en el borde del mercado. A Rook no le complació ver asociados a aquellos dos adversarios, ver a Joseph trabajando para el hombre que siempre había tratado a Rook con frío desdén. Al principio se quedó perplejo. No podía imaginar qué casualidad, qué plan, qué maquinación, había unido a aquellos dos. Pero su confusión no podía durar porque en el momento en que se concentró en lo extraño que era todo, comprendió la verdad. Rook no necesitaba dibujarse un mapa. El atraco de hacía dos semanas adquiría ahora sentido. Detalles que se le habían escapado volvían agrupados. Rook recordaba ahora que Con había sacudido insolentemente el sobre sellado del dinero «de la plaza» en su cara, un desafío en sus labios. Luego, a las dos horas como máximo, Joseph —armado con una fotografía y una navaja— había intentado…, ¿intentado qué? Intentado, a instancias de Con, recuperar el sobre. Y no habiendo conseguido recuperarlo con una navaja, ¿qué había hecho Con? Había hecho una llamada o enviado una nota anónima a Victor aquella tarde. Y ahí estaba Joseph, todavía a sueldo de Con. Y ahí estaba Rook, desheredado, sin trabajo. ¡Aquellos cinco inocentes invitados! ¡Aquellos inofensivos viejos! A Rook le pareció siniestramente cómico haber soñado con perseguir y eliminar a aquellos inocentes. Así que ahora sabía quién había causado aquel caos en su vida. Si tenía la menor oportunidad, se encargaría de pasarle factura a Con.

Pero, por el momento, era Joseph quien ocupaba su mente, no Con. Ya le había dado una paliza a Joseph en una ocasión; le daría otra. Así que cuando unos días después Rook vio al muchacho en el Mercado del Jabón, decidió hablar con él. Era ya tarde y estaba oscuro. Era la noche más calurosa de aquel verano y la ciudad tenía las mangas arremangadas y no podía dormir. Por una vez, Rook había abusado de la hospitalidad del camarero en el bar del mercado. El Jardín del Jabón se estaba convirtiendo en su patio trasero. Él y otros tres hombres habían estado jugando a los dados hasta que todas las otras mesas y sillas fueron apiladas y el personal del bar se puso su ropa de calle.

El camarero echó el cierre, enjuagó los últimos vasos y dejó a los cuatro hombres en la penumbra de la medianoche de julio para que terminasen su partida. Rook fue el último en marcharse. No era experto con los dados y había arriesgado todo en su última tirada. Había ganado, contra todo pronóstico, a sus tres compañeros. Le pagaron en billetes de mil y Rook llevaba diez de éstos doblados en el bolsillo de la cazadora de cuero cuando se encaminó hacia casa.

Los coches barredores y los hombres de las mangueras habían estado trabajando y lo que había sido un espacio polvoriento y salpicado de basura, atestado de puestos desmantelados y cajas de productos aplastadas, estaba ahora tan reluciente y limpio como una playa de guijarros rociada por las olas, sólo que las playas por la noche reflejan las luces blancas del cielo, huelen a medicina, e interpretan un nocturno hecho de agua, viento y piedra. Aquel lugar regado olía más bien a sopa. En él resonaba el jazz de las bocinas del tráfico y las voces de la noche veraniega. Estaba iluminado por las constelaciones amarillas y oblongas de las distantes ventanas de oficinas y habitaciones donde nadie tenía la energía, con semejante calor, de bajar las persianas o irse a la cama.

En verano apenas había espacio para todas las personas desheredadas y sin hogar que acudían a dormir en las chorreantes vaguadas y hendiduras del Mercado del Jabón. ¿Por qué dormir en un interior, en casas vacías u hostales o contra los ladrillos y los baldosines de puentes, metros y pasos subterráneos? ¿Por qué acuclillarse en pisos abandonados y oscuros —tu única intimidad un colchón no utilizado puesto contra la ventana o la puerta— cuando es julio y no llueve y el sol ha sido tan fiero durante el día que todo el aire de la ciudad a medianoche está hinchado de calor?

No había necesidad de encender una hoguera con desechos de embalajes, pero había hogueras porque los pobres siempre tienen frío en el espíritu y necesitan el hipnotismo optimista de las llamas para que les ayude a pasar la noche, a prender un poco de desesperada alegría entre tanta miseria. Algunos de los fuegos no durarían mucho. Su propósito era difundir un dosel como las bombillas difunden luz, creando habitaciones redondeadas con paredes de noche derretida para los niños que no podían dormir sin la fantasía de «un hogar». Algunos fuegos arderían hasta el amanecer, muy concurridos por resistentes insomnes cuya sed de alcohol no quedaba mitigada por la desesperación y la fatiga. Un fuego daba luz a las ruidosas partidas de cartas. Otro era el fuego donde las patatas y el maíz dulce recogidos en el suelo del mercado se asaban sobre las ascuas con espetones hechos de radios de bicicleta. Otro calentaba las gargantas de los cantantes, su canto interrumpido por toses, los dos sonidos más humildes de la vida humana enredados en la boca. En esto, en su sencillo calor, luz y sonido, los jaboneros nocturnos eran los ciudadanos más próximos a los elementos perdurables de la tierra. Entendían todo lo que una mariposa nocturna debe entender, que la llama es enemigo y amigo. Algunos encontraban en ella una buena razón para sonreír, pero otros se quedaban inexpresivos o atónitos hasta enmudecer por las abrasadoras visiones que las llamas revelaban. Pero generalmente la gente se sentaba o dormía sola, descontenta, avergonzada, convertida en fugaz y distante por una vida que los arrojaba como malas hierbas parásitas y sin raíces entre los firmes tallos de las plantas autóctonas. Algunos dormían sobre los adoquines, como estatuas, la cabeza sobre las rodillas, los brazos rodeando las piernas. Otros se acurrucaban sobre colchones de cartón con almohadas de saco, o anidaban entre las tablas y las lonas de los puestos. Las mujeres —menos numerosas, más viejas que los hombres— metían los brazos por las asas de las bolsas de plástico que contenían su ropa y se adormilaban, o lo fingían. Parecer dormidas era su frontera contra las incursiones y los ataques por sorpresa de la ciudad. Les daba un respiro de sus dolores, de sus pies hinchados, sus uñas necróticas, sus golondrinos, sus toses, sus jaquecas y sabañones. Los hombres hablaban con voces apagadas, o mascullaban como locos para sí, o llevaban su infortunio abierta, limpiamente, sin vergüenza. Hasta que se dormían, claro está. ¿Quién podría distinguir a los sinvergüenzas de los pobres cuando todos parecían igual de míseros, inocentes y sucios bajo el terciopelo de la noche?

Rook caminó tan rápidamente como pudo entre los famélicos, los vagabundos y los borrachos. Era un blanco fácil para su ingenio o para las manos pedigüeñas que se agitaban delante de él o le tiraban de los pantalones, o para sus salvajes murmullos. No le gustaba el mercado cuando los toldos y los puestos estaban recogidos, cuando los maduros y apetitosos colores diurnos de las frutas eran sustituidos por los húmedos grises de la noche. No miraba cuando oía juramentos u ofrecimientos. No era sensato dejarse asaltar por su mala suerte. Si le daba dinero o tiempo a uno de ellos, todos caerían sobre él como patos silvestres en el parque, picoteándose por una corteza.

Delante vio a tres hombres jóvenes, tan torpes sobre sus piernas como potrillos de un día. Le llamaron, pero él no acudió. No pudo descifrar lo que le decían. Pero estaba seguro de saber qué contenían sus vasos de papel, sus bandejas de plástico, sus platos improvisados. Eran lo que la gente llamaba «taxis», incómodos, ruidosos, lentos y alimentados de gasolina. Esnifaban toda la gasolina que podían robar. No les importaba que hoy en día la gasolina contuviese un antiesnifante. «Peligro», advertían las pegatinas de las latas. «Etanotiol». Olía a mofeta. ¿Y qué? También los chicos olían a mofeta. No disminuía su apetito de combustible, ni siquiera cuando el antiesnifante les producía náuseas y les volvía hiperactivos y violentos. Paralizaba su lengua y les hacía temblar como vejetes impotentes ante una escalera o un bordillo.

Rook no levantó la cabeza para enfrentarse a los «taxis»; ni siquiera para intercambiar señas con Celofán, que todavía estaba levantado y le gritaba: «Por aquí. Por aquí. Luego a la derecha. Y todo recto», como si Rook fuese un camión que impedía el paso al mercado. Eligió una ruta que le llevó al límite del mercado, cerca de la casa donde había vivido de joven. Le gustaba andar por aquellas calles y mirar los abarrotados escaparates de los vendedores de alfombras. ¿Era aquel cristal roto el mismo contra el cual había apretado la cara hacía? —¿cuántos?, ¿treinta años o más?— ¿para echar miradas de halcón a las chicas? Ya entonces estaba obsesionado por las mujeres. El calor de julio, las semanas transcurridas desde que había dormido con Anna, le hicieron preguntarse qué haría si alguna mujer joven acostada sobre polietileno entre los adoquines le pedía dinero a cambio de sexo. No se fiaba de sí mismo. Tenía miedo.

Caminó un poco más rápido ahora, el toque de pánico y de excitación sexual pegado a sus talones. Casi tropezó con Joseph, dormido al borde del mercado entre los carros y carretillas sujetos con candados. La cara del atracador estaba atareada con sus sueños. Dormida, no resultaba orgullosa ni tímida, sino que parpadeaba y abría la boca y no ocultaba el diente que le faltaba, la mancha de nacimiento color cereza en la mejilla, los cráteres en las aletas de la nariz y la barbilla, el ralo y desordenado bigote, la cicatriz costrosa sobre el ojo donde le habían herido con una llave. Su piel estaba tan agrietada, pero no tan bronceada, como cuando huyó del campo en el Expreso de la Ensaladera. La vida de la ciudad le había blanqueado. Parecía tan inofensivo y tan soso como el pan.

¿Qué fue lo que hizo que Rook se sintiera tan duro y sentimental como un actor de cine? ¿Era el triunfo de sus puños en aquella ocasión tan lejana? ¿Era el residuo de lo que había sentido por el viejo Victor, por Anna, por Con? ¿O sólo su tremendo apetito de chicas transformado en violencia cuando vio al muchacho dormido?

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