Arcadia

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Tercera parte La ciudad de Victor » 2

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Pensó en despertar al chico de una patada. Pero ¿y si Joseph gritaba? Vendría toda la chusma. Se formaría a su alrededor un círculo tambaleante de borrachos y «taxis». Rook estuvo tentado de dejar caer una moneda en la boca abierta y esconderse para ver cómo se despertaba el muchacho, o se atragantaba. En lugar de eso, buscó la navaja en sus bolsillos. Abrió la hoja y se agachó al lado del Joseph. Igual que un padre con un niño que ha dormido demasiado, estrujó el lóbulo de la oreja de Joseph, un truco de padre para hacerle abrir los ojos. Agitó la navaja delante de su cara y dijo:

—Es la nabaja de Joseph, con b. ¿Es esto propiedad tuya?

Puso la hoja plana sobre la nariz del joven.

—No te muevas —dijo Rook—. Los dos nos debemos favores, ¿no? No sacudas la cabeza. No te muevas. Yo te hice eso. —Señaló la cicatriz—. Y tú también me has dejado una cicatriz. Debería entregarte a la policía. Por lo menos tendrías un sitio decente donde dormir…

Joseph se sentó. Reconoció la cara de Rook al fin, a pesar de la ausencia del traje y la corbata. No estaba asustado por la navaja ni por lo que aquel hombre de cara delgada pudiera hacerle. La suya era lo bastante ancha como para admitir más cicatrices. Le daba igual. Tenía ganas de partir en dos a aquel hombre por haberle despertado. Le castigaría por ser rico cuando él era pobre. Rook se puso de pie y retrocedió, la navaja menos firme en su mano.

—¿Tiene usted dinero? —preguntó Joseph.

—¿Y a ti qué te importa?

—¿O cigarrillos?

Rook negó con la cabeza. Joseph alargó la mano con la palma hacia arriba.

—Usted me ha despertado. Más vale que tenga cuidado, señor. Ahora le conozco. Me las pagará por lo que me ha hecho. Venga, deme algo de dinero para comprar comida.

—Vete a la mierda.

—¡Usted primero!

Rook estaba nervioso por la amenaza que representaba Joseph. Sabía lo fuerte que era el muchacho. Le había visto levantando sacos de cebollas como si una cebolla engordara y madurara a base de helio. Debería haber dado media vuelta y haberse alejado. O haber echado a correr. Pero las palabras de Joseph: «Más vale que tenga cuidado, señor. Me las pagará por lo que me ha hecho» le convencieron de que ahora deberían negociar la paz.

—Está bien —dijo—. Sólo quería devolverte la navaja. —Metió la hoja en el mango y se la dio a Joseph—. ¡Espera!

Encontró un puñado de billetes arrugados en el bolsillo de la cazadora. Los sacó uno a uno, buscando uno de cincuenta. Pero los primeros diez eran de mil, sus ganancias con los dados. Los estiró y los sostuvo en la mano izquierda. Encontró el de cincuenta, lo dejó caer flotando hasta lo adoquines a los pies de Joseph y luego abrió en abanico los diez billetes de mil. Les sacaría partido.

—¿Te gustaría ganarte un fajo como éste?

—¿Haciendo qué?

Ahora Joseph estaba seguro de que Rook estaba buscando un hombre para compartir su cama. Se lo habían propuesto anteriormente, pero no por tanto dinero. Por esa cantidad haría la prueba. Para ganarse la vida haría «cosas malas»; ésa era su sencilla frase para referirse a derribar una puerta de una patada, hundir unas costillas de una patada o dejar que algún hombre estúpido pagara por tocarle. Fuera lo que fuera lo que Rook pretendía, tenía que haber alguna forma de estafarle. ¿Diez mil? ¿Qué se podría comprar con eso? ¿Qué podría esperar un hombre como Rook a cambio de tales honorarios?

El propio Rook no había explicado aún para qué quería a Joseph. Pero tenía sentido comercial. Sabía que Joseph estaba en venta, que Victor, Con o cualquiera podían comprarle. Rook sabía que tenía que adquirir a aquella encarnación de

De parranda antes de que acudiese a otra parte. Aquélla era una ganga demasiado falta de escrúpulos y útil para desperdiciarla. Compra sin vacilar, usa con calma. Se tomaría su tiempo para soñar alguna tarea útil que aquel mercenario pudiera realizar, algo que perjudicara a Victor, a Con, a cualquiera.

—Volveré a hablar contigo, puedes estar seguro —dijo—. Haz lo que yo te diga y este puñado de billetes será tuyo.

Joseph no estaba complacido.

—«Si y cuando» no se comen —dijo.

Pero por un momento se vio a sí mismo como el modelo bien vestido del catálogo, los bolsillos llenos de billetes de mil. Con los sustanciosos honorarios de Rook, se sentaría en el bar y cogería a la camarera por la muñeca, bebería moscatel desde la medianoche hasta el mediodía. Alargó la mano para recibir los billetes.

—¡Espera!

—Estoy harto de esperar. ¡Deme algo ahora!

Rook ordenó los diez billetes de mil de modo que formaban un fajo perfecto. Los dobló por la mitad.

—Dame la navaja —dijo.

La navaja había bailado entre los dos tantas veces ya que una más daba igual. Joseph le devolvió la navaja. Rook abrió la hoja, la deslizó en medio de los billetes y los cortó por la doblez.

—¡El dinero es el pacificador! —remedó a Victor perfectamente—. La mitad para ti. La mitad para mí.

Se guardó un grupo de medios billetes en el bolsillo y le dio el otro a Joseph, envolviendo su navaja.

—Ahora ya sabes que hablo en serio.

—No puedo gastar esto.

—¡Ni yo tampoco!

—Entonces, ¿qué sentido tiene?

—El sentido que tiene, querido Joseph, es que tendremos que hablar de nuevo. Como amigos. Tengo un trabajo para ti. No me preguntes qué es. Pero cuando ese trabajo esté hecho, te daré la otra mitad.

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