Arcadia

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Tercera parte La ciudad de Victor » 4

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Anna comía verduras como todo el mundo, pero no era una clienta habitual del Mercado del Jabón. Vivía un poco lejos del centro, a diez minutos en autobús, cuarenta minutos a pie. No se consideraba tan pobre ni tan fuerte como para tener que hacer cola en los puestos del mercado y luego transportar lo adquirido en una bolsa en autobús. A cien metros de su casa había una tienda de alimentos preparados que tenía un mostrador de productos frescos y una clientela sin prisas, y era allí donde compraba. Por supuesto, había veces que prefería ir de compras por las calles de la ciudad en busca de ropa, zapatos o regalos para sus sobrinas. De cuando en cuando, después del trabajo, echaba a andar por la galería comercial en dirección a las boutiques y las tiendas elegantes, decidida a gastarse dinero en ella.

La tarde en que el Signor Busi conoció a Victor y luego se aventuró a coger a Anna por la muñeca, ella se había sentido tan contenta de ser ella misma, tan contenta de ser admirada y de que coqueteasen con ella —aunque sólo fuese un viejo presumido y decrépito de Milán—, que salió buscando darse un capricho. Había visto un broche que quería, hecho a mano, una galaxia de estrellas de plata con una sola luna de perla. Necesitaría también una chaqueta más oscura que fuera con el broche. Unos bombones belgas, quizá, le harían compañía esa noche. Cogería un taxi para volver a casa. La joyera tenía su taller-estudio debajo de las galerías de madera de la calle de los Santos. Anna se dirigió hacia allí por la ruta más rápida. Le preocupaba un poco que las galerías cerrasen antes que los grandes almacenes. Pero allí estaba la dueña, trabajando en una pulsera, una hilera de gansos de cobre. Anna no vio el broche que quería en el escaparate. Entró y preguntó. La joyera no levantó la cabeza ni se quitó la lupa del ojo.

—Lo vendí. Hace semanas —dijo.

—¿Tiene usted algo semejante? ¿Otra galaxia?

—Ya no hago estrellas y lunas. Ahora hago pájaros y mariposas.

Anna esperó una palabra de ayuda, una expresión de disculpa, una despedida cortés. En lugar de ello, la joyera, que claramente no estaba dispuesta a hablar, le dijo:

—Inténtelo en algún otro sitio.

Anna estaba demasiado irritada para mirar en otro sitio. ¿Qué clase de mujer de negocios despreciaba tanto a los clientes que no podía tomarse la molestia de levantar la cabeza o la vista? Anna lamentó no haberse ido a casa nada más salir del trabajo. Ahora no necesitaba una chaqueta más oscura. No se daría el gusto —y más valía así, tal vez— de unos bombones belgas. Tampoco cogería un taxi. Tomaría el autobús para volver a su costura y su televisión, y pasaría la noche, como muchas mujeres solas, tan silenciosa y dueña de sí como una codorniz. Pero primero, pensó, daría una vuelta por el Mercado del Jabón. Estaba muy cerca y le pillaba de camino a la parada del autobús. Sus contactos con los arquitectos y con sus planos le habían hecho sentir curiosidad por saber qué había querido decir el Signor Busi aquella tarde: «No hay nada que conservar allí». Compraría un poco de ensalada para su cena sin pecado.

Un mes atrás Anna le había vuelto la espalda a la pasta, el pan y el arroz, esperando hacer las paces con las lechugas y las judías verdes. Su único desliz eran los bombones. Las veces en que Rook le había pellizcado la cintura, el aro de carne demasiado blando entre sus dedos y su pulgar, Anna se había sentido descontenta consigo misma. Le apartaba las manos. Él decía que era una broma. Pensaba que era una grata muestra de intimidad llamar la atención sobre su pérdida de esbeltez. Ella consideraba que los pellizcos de esa clase eran una forma de intimidación. Al parecer, los hombres nunca estaban satisfechos por mucho tiempo con las particularidades de las mujeres a las que amaban. Y eso era cruel, ¿no?

Cuando Rook fue despedido e hizo caso omiso de las visitas de Anna a su apartamento y de las notas que le había dejado, ella encontró motivos para culparse a sí misma. Había asustado a Rook con demasiada pasión. Se había mostrado demasiado dispuesta a acostarse con él. Había sido la causa secreta de que le echaran del Gran Vic. Sus «particularidades» no eran las adecuadas para él. Si hubiese sido esbelta y hubiese tenido treinta y cinco años, Rook le habría dejado la puerta abierta de par en par. Sin embargo, él era tan mayor y tenía tantas arrugas como ella. Por lo menos ella no estaba seca como él. Tampoco tenía canas todavía. Respiraba sin que su pecho temblara, aunque era cierto que su estómago sobresaldría un poco menos si perdiese, digamos, tres kilos. Había aprendido a echarle la culpa a su peso, no a sí misma, de la pérdida de Rook. Nunca se le ocurrió culpar y odiar al hombre.

Perdió peso bastante rápidamente y, si no delgada, estaba más escultural y segura de sí misma. Se compró ropa nueva más ajustada. Se cortó el pelo en la parte de la nuca. Hacía ejercicios todas las noches sobre su alfombra de

phaga. Ahora que estaba un poquito más esbelta y lucía otra imagen, se sentía descargada de un peso. Pero nada de lo que hiciera o comiera podía eliminar la bolsa debajo de su barbilla, o recompensarla por la repentina y dolorosa pérdida de Rook. ¿De qué servían lemas como

sí-y-ahora-y-aquí si

ahora-y-aquí significaban la mesa de la oficina, la casa y la cama sin Rook?

Le sorprendió, no obstante, aquella noche sin broche, lo alegre que se sentía entre las multitudes compradoras y los seductores que eran los puestos del mercado. Un jabonero vendía únicamente raíces, los insulsos almidones de los campos. Sus zanahorias variaban de color desde el rojo de la carne de cordero hasta el rosa de las carpas; tenía zanahorias tan redondas y brillantes como farolillos de feria; las tenía rectas y largas como estalactitas de cera; las tenía dobles. También tenía patatas, de todas las formas y todas las tonalidades, y separadas en distintos cubos. Las tenía blancas, amarillas, rojas, rosas, para asar, para cocer, para freír, de Idaho, de Egipto, de los Andes, harinosas, dulces. Tenía patatas cultivadas sin abonos químicos ni plaguicidas, sólo con estiércol, y presentadas con la tierra intacta (para ocultar las manchas). Tenía patatas ligeramente verdosas por la luz. Éstas eran buenas para ensalada, crudas y ralladas, con un poco de mahonesa.

Anna se adentró más en el Mercado del Jabón. Pasó por delante de las filas de naranjas, la fruta del monzón, la achicoria, la col marina, las peras Valentino, la mancomunidad de manzanas, y llegó al reino más fresco de la hoja. Sólo quería una lechuga, pero se vio tentada por la variedad y el color. Revolvió en un puesto en busca de una lechuga de huerta con un cogollo apretado. Nunca se había fijado antes en cómo olían. Las ensaladas del mostrador de productos agrícolas de su tienda eran inodoras. Pero aquí, amontonadas en tal profusión, las hojas eran casi acres, funerarias. Su olor era exactamente el de la arcilla húmeda recién removida para acoger un ataúd. La lechuga que eligió era compacta y pesada, una Winterval temprana. Sus tallos eran blancos. Las hojas tenían pronunciadas nervaduras y la forma de una venera. Éstas eran las hojas de lechuga que los Espíritus del Campo utilizarían como platos en los festines de medianoche cuando estuvieran montando guardia contra la penetrante helada. El jabonero dejó caer la lechuga en una bolsa y cogió las monedas de Anna como si los Espíritus del Campo aún no le hubiesen visitado.

¿Por qué no se fue entonces a coger el autobús? ¿Porque estaba seducida por la multiformidad de los alimentos? ¿Porque estaba confusa por el color, el ruido y las multitudes? ¿Porque Celofán la hizo desviarse? ¿O porque una mujer que acababa de detectar la muerte en las hojas de lechuga no podía tener dificultad en percibir el olor de Rook sentado delante de su café en el Jardín del Jabón?

Rook la vio mientras ella sorteaba sillas y clientes. Al principio la observó despreocupadamente, pensando sólo que era una mujer de su gusto, la esposa con estilo de algún comerciante, quizá, o la elegante y tentadora dueña de una boutique. Luego la reconoció, justo a tiempo, cuando ella le vio a él. Rook notó una tensión en el pecho. También en los pantalones. Los amantes no se habían hablado desde hacía cinco meses. Ni se habían tocado. Así que Rook se sintió doblemente acorralado, por el brutal descuido con que la había tratado y por la mezquindad de su súbita concupiscencia. Deseó estar a mil kilómetros de allí; deseó estar diez metros más cerca, tan cerca y tan entrelazado que pudiese digerirla, tomar de su boca la salsa salada y el filete de su lengua.

—Has cambiado —dijo él—. Te has cortado el pelo.

Ella parecía azorada. Enrojeció cuando él le hizo un cumplido acerca de su aspecto. ¿Era el rojo de la ira o el del placer? Ella no dijo nada, pero dejó su lechuga sobre la mesa y se sentó frente a Rook. Que hablase él primero.

—¿Debo entender que hay otro hombre?

—¿Por qué tendría que haberlo?

—Por tu aspecto, naturalmente.

—¿Cuál es mi aspecto?

—Has florecido desde que te vi por última vez. ¿Hay un hombre?

—Por supuesto que lo hay —dijo ella, sin faltar por completo a la verdad.

—¿Y quién es?

Rook daba la impresión de que su cara había perdido los huesos.

—Un arquitecto —dijo ella—. Me ha invitado a cenar en el Excelsior, nada menos. Para celebrar.

—¿Y qué hay que celebrar?

—¡El fin de todo esto!

Anna extendió los brazos y agitó las manos, como si fuese un ilusionista que pudiera hacer desaparecer el mundo real.

Hasta cierto punto era exactamente eso. La mayoría de las mujeres lo son. Son ilusionistas, por lo menos cuando son jóvenes. Tienen la habilidad de detener los relojes, de hacer que vayan más deprisa, de hacer descender la temperatura un ápice, de hacerla ascender, de ser tan deseables que el mundo entero más allá de la burbuja de ellas mismas quede distanciado y diluido. Sus cabezas pequeñas, su perfume, su pelo recortado en la nuca, el susurro de hojas de sus faldas, se convierten en hechizos. Así que Rook estaba atrapado y absorbido y Anna estaba exultante por no ser demasiado vieja ni demasiado gorda para tener a aquel hombre sojuzgado. Puso las manos sobre la mesa. Él tuvo el valor y la vergüenza de cogerla por la muñeca.

—Igual que mi arquitecto —dijo ella.

Y luego su historia salió a borbollones, lo misterioso que se había mostrado el jefe, que los planos habían pasado como si se tratara de otra cosa, que había acompañado a nueve arquitectos —hasta entonces— a la suite de Victor como si fueran prisioneros bajo custodia a los que no se les permitía compartir el ascensor o hablar con el personal. Le contó que Victor estaba obsesionado por los planos y que había dejado a un lado sus libros sobre plagas en los invernaderos y los había sustituido por maquetas, elevaciones y proyectos para el Mercado del Jabón. Le dijo que aquella tarde el Signor Busi había seducido al jefe con palabras floridas y que ella estaba convencida —lo mismo que él— de que Busi sería el hombre que «empezaría a partir de cero».

—Yo hubiese podido detenerle. Le

habría detenido —dijo Rook, más enérgico y concentrado de lo que lo había estado en doce años—. Pero ahora que me he ido, ¿a quién tiene para darle buenos consejos?

—Así que ¿ésa es la razón de que te echara? ¿No quería que le estorbases…?

—¿Qué ha dicho Victor?

—¿Qué dice Victor nunca? No ha dicho una palabra. ¿Cuándo las dice? Ya sabes como es, fuera de su vista, fuera de su mente…

Ella puso su mano libre encima de la de él de modo que los tres brazos sobre la mesa formaban un bajorrelieve de carne y dedos. Rook se sintió como si su ejecución se hubiese aplazado. Anna no estaba enterada por Victor de su fraude en el mercado. El cubo de hielo no había revelado la verdad. Él tampoco lo haría. Rook levantó la cabeza. Enderezó los hombros. Era una cacatúa, todo graznidos y plumas ahora, todo pavoneos y picoteos.

—Ven conmigo a casa —dijo—. Vamos a celebrarlo.

—He ido a tu casa una docena de veces —dijo ella—. Te he escrito y te he llamado. Ni una sola respuesta.

—Pues ven a casa ahora. Recuperaremos el tiempo perdido.

—Ya veremos —dijo ella—. No eres tan apetecible como mi arquitecto.

—Ah, el italiano, sí. —Retiró sus dedos de los de ella. La agarró por el borde del abrigo—. Si gana, me gustaría ver sus planos.

—Ganará. Apuesto por ello.

La propia Anna había perdido su firmeza. Contuvo el aliento. Le miró los dedos.

—¿Cuándo lo sabrás?

—La semana próxima oficialmente. Habrá una rueda de prensa y una presentación del plan cuando el contrato sea adjudicado.

—¿Dónde?

—En el Gran Vic.

—Me gustaría ver los planos antes de la semana próxima, antes que la prensa. ¿Puedes hacer eso?

—¿Hacer qué?

—Dejarme echar un vistazo previo al proyecto que gane.

—¿Por qué iba a correr ese riesgo?

—Porque yo te lo pido —dijo él.

Y, pensó, porque el viejo planea poner fin a todo esto. Porque no hay nadie en el Gran Vic que defienda a los jaboneros y el mercado.

Rook extendió los brazos y agitó las manos en burlona imitación de ella. Pero no había ilusión en la yema de sus dedos, ningún deseo de ver desaparecer el mundo real, ningún deseo de interferir en el bullicioso parentesco de los ciudadanos que iban y venían por el Mercado del Jabón con la caprichosa inocencia de los gorgojos en un pastel.

—¿Qué puedo hacer? —dijo Anna—. Victor tiene su habitación cerrada con llave y además esos planos no son pequeños. Son manteles.

—¿Y qué me dices de tu apetecible arquitecto?

Rook dejó que ella se apoderase de nuevo de su mano.

—¿Quién? ¿Busi?

—Sí. Él debe tener duplicados.

Anna asintió y se encogió de hombros, como para indicar que no tenía acceso a ese hombre.

—Creo —dijo Rook metiendo la mano entre los botones del abrigo de Anna, la palma sobre su cintura, más esbelta, un dedo debajo de su cinturón— que sería una buena idea que dejases que el Signor te invitase a cenar. En el Excelsior, nada menos.

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