Arcadia

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Tercera parte La ciudad de Victor » 5

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Rook era un malabarista. Sostenía y arrojaba cinco vidas. Tenía que hacerlas girar y mezclarlas en el aire. Tenía que lanzarlas de tal modo que dibujaran un arco y cayeran en sus manos exactamente con el ángulo y el impacto requerido. Rook tenía que espaciar las cinco vidas porque estaba ansioso por saldar cuentas, diestramente, rápidamente, sin ser detectado. Estaba dispuesto e impaciente por pagar deudas y dar satisfacción, a Busi, Joseph, Anna, Con, pero sobre todo a Victor. Rook no estaba seguro de qué era exactamente lo que debía escamotear, aunque en su forma más simple y mezquina sus intenciones eran castigar a Con y a Victor por el empleo, los ingresos particulares del pago «por la plaza» y la autoestima de que le habían despojado.

Su expulsión uniformada del Gran Vic le atormentaba. Tenía que devolver ese tormento. Esto era una venganza limpia, y la venganza es lo más próximo a la lujuria en su tenacidad y su egocentrismo. Así que a Rook no le importaba que Busi, Anna, Joseph y sí, Con y Victor también, fueran fundamentalmente inocentes de los defectos de su vida. Estaría aún en el piso veintisiete, sería bienvenido en el Mercado del Jabón y tendría dulces relaciones con Victor, Anna y Con, si se hubiese resistido a la tentación de esos sobres de billetes, de ese dinero en la palma, de esos sobornos. Esto es algo que la gente del campo entiende más fácilmente que la gente de la ciudad. Si siembras espinos, recoges espinos. No necesitan riego, florecen y pinchan.

Rook no admitía su mezquindad, que lo que más deseaba era una sencilla e hiriente recompensa. Se engañaba a sí mismo diciéndose que le impulsaban motivos más nobles. La ficción que inventó era ésta: Que sus meses de ocio, libre de Victor y del Gran Vic, habían resucitado una antigua identidad suya que tenía ideales y principios por los que valía la pena luchar. ¿Cómo podía olvidar al hombre que había sido doce años antes cuando se había organizado el boicot de productos agrícolas? Entonces le escucharon en el mercado. Le vitorearon. Se había subido a un estrado hecho de cajas de frutas, vestido con el típico color negro, y había lanzado aquel discurso que todos los periódicos habían reproducido íntegro.

—Este Mercado del Jabón —había dicho— está aquí para hacer buenas ensaladas y tartas de frutas. Para poner algo de fuerza en los estofados, algo de gusto en los pasteles, para mantener a la ciudad alimentada. No está aquí para hacer millonarios a los hombres. Así que nosotros, los vendedores, deberíamos dejar que el mercado muriese antes que permitir que los precios estén por encima de las posibilidades de la gente corriente.

Todos se unieron al oír esto, y se mantuvieron en huelga durante siete semanas. Una época emocionante. El mundo se había vuelto del revés, con los clientes del mercado trayendo tarta y queso y pan para alimentar a los jaboneros y todos los puestos y los toldos desmantelados y ni una hoja de lechuga a la vista.

Los jaboneros en huelga le habían dado a Rook el encargo de negociar. Confiaban en él. Pero Victor conocía el ardid de partir billetes por la mitad.

—¿Por qué dejar morir el mercado? —había preguntado, locuaz después de siete semanas de daño a su riqueza—. Únicamente se perjudican a sí mismos.

Sus agentes y sus administradores le habían ofrecido a Rook un arreglo. Ustedes levantan el boicot y venden a los precios fijados por nosotros, le aconsejaron. A cambio nosotros congelamos los alquileres del mercado durante dos años, tal vez tres. Ustedes, los vendedores, ahorran un poco de dinero para… De acuerdo, usted gana. Congelaremos los alquileres durante

tres años completos. Han salvado el mercado para siempre.

Rook había dicho que él era únicamente un portavoz, sólo eso, pero que dudaba de que sus compañeros traicionasen sus principios. Victor había hablado de nuevo. «¿Cuánto valen los principios?», se había preguntado, pero en voz alta dijo:

—Sería democrático, ¿no cree?, si mis, nuestros, compañeros del mercado tuviesen un portavoz permanente a mi lado para representar sus principios.

No había mirado a Rook, pero había escrito a lápiz una suma en un bloc y lo había empujado por encima de la mesa para que Rook pudiera verla.

—Ésa es la suma anual que pagaríamos a ese diplomático.

Rook le había estrechado la mano a Victor y había aceptado el estipendio del diplomático.

Así que ahora Rook pensaba que tenía la oportunidad de enmendarse, de reconstruir al hombre que había crecido con el olor del mercado, que había sido instruido en rábanos y rambutanes, que medraba en el clamor y las multitudes. Salvaría el Mercado del Jabón. Sería el campeón de los vendedores. Se subiría de nuevo al estrado y «representaría sus principios, sus temores». Pero luego, una vez que se recuperó de la fiebre de las frases en su cabeza, pensó de nuevo más claramente. Los estrados eran para los inocentes. Los discursos sólo despertaban la pasión con hermosas palabras. Al jugador que tenía la mano más fuerte, el palo que mandaba, no le hacía falta enseñar sus cartas. Así ocurría en política, porque, sí, Rook estaba ahora tan inflamado por el altruismo de su misión que se había atribuido el papel de un hombre al servicio del ciudadano. En política no necesitabas pavonearte ni discursear si podías deslizarte a hurtadillas entre bastidores para sabotear, escamotear e intrigar. Tenía un plan, aún no formado pero irresistible, que llevaría a Anna a su cama, perjudicaría a Con, castigaría a Victor y le descubriría al musculoso Joseph la verdad de que la inteligencia y el dinero son más poderosos que la juventud. También armaría algo de jaleo para el Signor Busi de Milán… y le dejaría a él convertido en el héroe del mercado.

Así que, cuatro días después de que Rook y Anna volviesen a verse en el bar del Jardín del Jabón, el día que el Signor Busi obtuvo el contrato para Arcadia e invitó a Anna una vez más a su mesa, ambos fueron caminando al Excelsior. Habían estado juntos todas las noches, y habían dormido tan profundamente, espalda contra espalda, que los sueños y los ronquidos que celebraban su pasión resucitada no les despertaban. Se sentían renovados por el afecto que daban y recibían y Anna interpretó el cambio de Rook, su vitalidad, su juventud, como una señal de que correspondía a su amor. ¿Por qué, si no, habría ella, una mujer cuidadosa casada con su trabajo, aceptado cenar con Busi y arriesgarse a su mano entrometida para poder, por Rook, convertirse en una vulgar ladrona?

Rook había sido descuidado. Debería haber dejado que Anna recorriese sola los últimos metros hasta el Excelsior. Pero ella estaba nerviosa, y tenía derecho a estarlo. Cenar con un extraño en un hotel como ése haría que el más duro de nosotros se echase a temblar. Rook le había permitido cogerse de su brazo hasta que llegaron a los relucientes escalones de mármol del Excelsior.

—Ajá, querida. ¿Ha traído usted un acompañante?

El Signor Busi estaba de pie al lado de la alfombra, espiando a las mujeres que pasaban por la calle. Anna soltó el brazo de Rook e inmediatamente se preguntó por qué y volvió a cogerlo.

—Es un amigo —dijo, pero tuvo el sentido común de no dar nombres.

Rook estaba en desventaja por la estatura de Busi, su ropa y su edad.

—Yo iba de paso —dijo—. Que pasen una velada agradable.

Rook nunca sabría lo que había pasado entre Anna y Busi aquella noche y ella nunca se enteraría de cómo había pasado el tiempo Rook. Aunque, por supuesto, se gastaron bromas acerca de las alternativas.

Rook y Anna tenían claro que estaban atados al ardor de la noche. Cuando se separaron, ambos estaban electrizados con la carga sexual implícita en el triángulo que habían formado: el seductor anciano y elegante; la recelosa mujer ataviada con sus mejores galas (bañada, perfumada, enjoyada, vestida de seda oro y negro); el amante de cara delgada, jadeante, transformado en chulo de cara delgada, jadeante, al despachar a su querida para que realizase su encargo; la mesa puesta y esperando con su única rosa, su cubo de hielo de plata, sus velas y su connivencia en el credo de que todo vale en el amor y el comercio; la habitación del hotel con su balcón y sus pantallas, cortinas y colcha a juego; la lascivia del invierno.

Rook le había dicho a Anna: «Haz lo que puedas para conseguir una copia de esos planos. Haz cualquier cosa. Tú decides». No le había dicho que se acostara con el Signor Busi, pero tampoco le había pedido que no lo hiciese. Le excitaba, eso es seguro, el poder que parecía tener. Le agradaba implicarla en sus intrigas y aceptar la idea, si no el hecho, de que ella se acostaría con Busi si él le ordenaba hacerlo. ¡Qué sensual, qué gallardo, qué deportivamente leal, qué grandiosamente estimulante el que ella estuviera dispuesta a hacer eso por él! ¿Qué no haría ahora con Rook en su propia cama, en su propio suelo, si podía ser tan obediente como para entregarse a otro hombre?

Anna, por su parte, no había pensado mucho en qué había querido decir Rook con «Haz cualquier cosa. Tú decides». Entendió el significado, pero lo entendió como una broma. No quería pensar que Rook, a pesar de sus recientes protestas de afecto, la utilizase como soborno, como chuchería. No deseaba ser su representante en los brazos del Signor Busi. Pero Rook había hablado con tanta pasión, con tanta vehemencia acerca de su misión de salvar el Mercado del Jabón, que ella se había redefinido como una mujer que, rindiéndose y haciendo servil su amor por Rook, podría consolidar el amor de Rook por ella.

Por supuesto, ella no permitiría, llegado el caso, que el arquitecto tocara un centímetro más de ella que la carne pálida y nada sensual de su muñeca. Pero se había engañado a sí misma para creer que la evidente indiferencia de Rook no era un insulto. No le dijo: «Si ese viejo amanerado tiene el valor de intentar algo conmigo, le voy a soltar mi cena en el regazo», o «Si tienes tanto interés en conseguir una copia de esos planos, ¿por qué no vas y te acuestas tú con Busi? No parece muy exigente. Y tú tampoco». No le dijo: «No soy una prostituta». Sencillamente, dejó que el ambiente entre ellos permaneciese un poco caldeado y húmedo por la licencia que le había impuesto de que hiciera lo que pudiese por conseguir una copia de los planos.

Así que ella se había bañado y vestido para el Excelsior con ropa que había traído desde su casa al apartamento de Rook. Mientras se vestía ante el espejo, poniéndose medias y ropa interior, colocándose el cinturón, probando perfumes y pulseras en su brazo, Rook estaba sentado observándola. Su respiración era audible, su lengua estaba seca, su corazón latía deprisa. No era asma, sino una enfermedad de la que casi todos los hombres son mártires, la subyugación de todos los sentimientos y resoluciones a la tiranía del sexo. Olía a tejón. Sintió que su pene se alargaba dentro de la pernera del pantalón. Tuvo que cambiar la posición de su pierna y reajustarse la ropa. No tardó en ayudarla con la cremallera y en aprovechar la oportunidad de mojar su cuello con un beso y apretarse contra su espalda.

—Ahora no —dijo ella.

Y le frotó los pantalones con la mano en un gesto de propietaria. Él estaba paralizado, embelesado por la perspectiva de la noche. Pero había perdido la oportunidad de dar plena expresión y alivio a los impulsos y tensiones que sentía. Con gusto hubiese visto el mercado demolido, a Victor triunfante e intacto y al Signor Busi cenando solo, si Anna hubiese aceptado volverse y poner su cara contra la de él. Con gusto —¿pero por cuánto tiempo?— habría renunciado a su misión y su venganza a cambio de cinco minutos dementes, sedosos y almizcleños en sus brazos.

Ella se estaba poniendo los zapatos, alisándose el vestido y buscando su cepillo de dientes en el bolso. Luego bajaron a la calle. Y caminaban cogidos del brazos como hacen los matrimonios, respetablemente. Y Rook estaba mirando al Signor Busi en lo alto de los escalones del hotel y diciendo:

—Que tengan una velada agradable.

Rook se fue andando al Jardín del Jabón y buscó una silla aislada donde poder sentarse tranquilamente y pensar. Y beber. ¿Qué estarían haciendo los comensales ahora? ¿Habrían llegado al postre? A Anna le gustaban los dulces y el Signor Busi insistiría en que tomase exactamente lo que deseara. Sin duda ella estaría eufórica; no hacía falta mucho alcohol para que se pusiera alegre. Sin duda el viejo italiano se mostraría urbano y cortés, y ligeramente anecdótico, como tienen que ser los hombres que no son jóvenes si quieren seducir a sus menores. Rook se imaginó a Busi poniendo levemente la mano sobre el brazo desnudo de su invitada y llamando al camarero a la mesa para que este gesto de intimidad pudiera pasar como etiqueta. Tal vez le preguntaría si deseaba un

digestif. ¿Un Licor Bulevar? ¿Se quedaría ella quieta? ¿Le animaría a dejar la mano donde estaba? ¿A acariciarle el brazo quizá? ¿A cogerle la mano?

Rook sacudió la cabeza y reorganizó nuevamente la mesa de la cena. Esta vez el arquitecto estaba silencioso y Anna se mostraba cortés y astuta. Mantenía la conversación ligera y tentadora. Le halagaba, alabando su traje, su gusto para los vinos. Él alardeaba de su fama como arquitecto, del trabajo que había hecho para modelar la nueva Arcadia. Ella decía: Me encantaría ver esos planos. Él decía: Están en mi habitación. Ella decía: Por qué no ordena que nos suban unas copas.

Rook despejó su cabeza otra vez. Había evocado una arpía que no concordaba con el carácter de Anna. Ella no era una predadora. Él tendría que persuadirla para que subiera a la habitación, de mala gana pero sin olvidar su tarea, para tomar prestados, para robar un segundo juego de los planos. Tal vez ella había pedido ver los planos. Busi había dicho: Tendrá usted que subir a la habitación. Le haría saber que la cena no era barata y que a Victor no le gustaría que su arquitecto careciese de afecto en su ciudad. Rook casi veía los planos sobre la cama del Signor Busi. Veía la expresión en la cara de Anna mientras Busi colgaba los pantalones, con la raya bien doblada, sobre una silla y se volvía para ver el negro y oro sobre el cuerpo de Anna aflojarse, arrugarse y caer. Rook la veía, Busi la observaba, meter el abdomen mientras se bajaba las medias y se quitaba la ropa interior, permaneciendo de pie sólo con bragas. El Signor Busi retiraba los planos y las elevaciones de la colcha y luego atraía a Anna hacia sí cogiéndola por las muñecas. «Me llamo Claudio», decía.

Ahora Rook, si hubiese sido más joven, más sano, más teatral, habría ido corriendo desde el Jardín del Jabón hasta el Excelsior. No por ira ni por celos. No era tan tonto como para estar celoso de estas quimeras. Sino por lujuria. Deseaba tener relaciones sexuales; deseaba realizar el coito. Quería expresarse antes de reventar por falta de ello. No podía sostener su taza de café. No podía contenerse. Caminó con paso vacilante, un poco borracho a causa de sus fantasías.

Encontró una chica; no tendría más de diecisiete años. Una chica campesina que nunca había besado a un hombre al que amara. Le llevó a una habitación en un tercer piso dos calles más allá de la casa donde él había nacido. Se abrió la blusa. Se subió la falda vaquera hasta la cintura. No llevaba ropa interior. Estaba tan delgada y poco preparada para la vida ciudadana como Anna madura. Rook le dijo:

—Me llamo Claudio.

Había dos manchas grises en el colchón de la cama donde diez mil rodillas se habían apoyado antes. Rook puso el dinero en la silla e hizo lo que ella le decía.

—Desnúdate —dijo ella. Y luego—: Lávate.

El agua en su pene le serenó, pero estaba borracho otra vez cuando ella se acercó a él con un preservativo y se lo puso. Ella se tendió en la cama, se quitó el reloj, se sacó el chicle de la boca y, después de pegar el chicle a la esfera del reloj, lo dejó caer al suelo.

—Vale —dijo—. Cuando quieras.

Puede que fuera una chica campesina, pero era tan indiferente y pasiva en su trabajo como cualquier obrero u oficinista de la ciudad. Con eso pagaba las cuentas. Su conducta se situaba entre la concupiscencia profesional y el desdén personal. Era lo bastante lista como para fingir un poco de interés en el hombre que pagaba. El pan no sube sin levadura. Sacudía la cabeza o asentía cuando hacía falta. Respondía a doce gruñidos de él con uno suyo.

Siempre tenían la misma expresión, los hombres, cuando terminaban; un poco decepcionada, deseosos de marcharse. Ella cogió su chicle. Aún estaba húmedo y casi tibio. Le vio rebuscar en los bolsillos del pantalón y luego en los de la cazadora. Encontró su pañuelo y se sonó la nariz. Se metió un inhalador en la boca y aspiró, como si deseara borrar el sabor de ella con Pino y Cebollino. Tenía la cara colorada, pero ¿acaso no les ocurría a todos y por buenas razones? Pero éste no palidecía rápidamente. No respiraba bien. Su pecho temblaba como si su orgasmo se hubiese quedado atrapado y subiera hacia sus pulmones. A ella no le importó. Había pagado sólo por quince minutos y ya habían pasado. Otra chica querría la habitación. Ella cogió sus pantalones y se los puso en la mano.

—Más vale que salgas a tomar el aire —dijo.

Esperó junto a la puerta hasta que él guardó el inhalador y se puso los pantalones. Ella bajó sola a la calle donde tenía amigos y donde su cara y su chicle podían estirarse y suavizarse en la oscuridad.

Rook había despejado su mente al fin. Dejó la calle y la zona del mercado. Y tan deprisa como pudo —en otras palabras, no muy rápidamente, con la barbilla sobre el pecho, las manos en los pulmones y flema en los labios— regresó a su apartamento.

Se tumbó en la cama, cerró los ojos y no pudo desenredar las imágenes de Anna, el Signor Busi y la prostituta. Se enroscaban como gusanos en un anzuelo, de modo que era imposible distinguir dónde empezaban o terminaban. Se durmió y caminó por las aguas de un sueño poco profundo. Demasiado inhalador. Joseph llevaba el uniforme de un portero. Echaba a Rook por las puertas, puertas de apartamento, puertas de oficina, puertas de bares en penumbra. Se acostaba con Anna, y Anna se acostaba con Victor, y el Signor Busi se acostaba con Rook hasta que la cama se convertía en un puesto del mercado de hojas y raíces. La prostituta estaba en su cama y se negaba a marcharse, y los pies de Anna se oían en la escalera. Y no estaba sola. Ahora alguien se metía con ellos en la cama y le ponía una mano en el pecho. «No tienes buen aspecto», decía ella. Su aliento olía a ajo y cigarro puro. Su perfume era Licor Bulevar.

Ella se sentó delante del espejo y le dejó despertarse. Se quitó las pulseras y los pendientes y empezó a limpiarse los ojos y las mejillas con algodón y aceite de rosas.

—¿Qué tal ha ido la cosa? —preguntó él.

Anna estaba demasiado satisfecha para decirle la verdad. Lo fácil que había sido, pues el Signor Busi tenía más interés en asegurarse su admiración y su arrobada atención que en llevársela a la cama. No la había tocado ni una vez. Parecía temeroso de ir más allá del punto en el que la impresionaba favorablemente. Era un experto en cartas de vinos y cigarros puros. Los camareros eran corteses con él. El

chef —un milanés como él— vino y le estrechó la mano. Se crecía en la conversación. Era capaz de hablar, comer y beber, de un modo tan limpio y divertido como un malabarista jugando con cinco bolas. Alabó a Anna encantadoramente. Podía dejarla ir sin seducirla y no perjudicar su reputación ni un ápice. Pero si tentaba su suerte con ella, ¿qué pasaría entonces? En el mejor de los casos se la llevaría a su cuarto y ella vería lo delgado que estaba debajo del traje y que su postura —alta, erecta— estaba ayudada por una faja ortopédica. Tardaba minutos en quitarse la chaqueta. Tenía que quitarse los zapatos y los pantalones a sacudidas. Verle subirse a la cama, desnudo, era (él mismo lo reconocía) asistir a una escena de

Marat-Sade o presenciar un antiballet como el que baila el coro de los muertos en el

Crematorio de Przewalski.

Así que se quedaron allí, en la mesa, en la seguridad pública. Estaba, dijo él, entusiasmado ante la perspectiva de pasar unos meses en la ciudad. Sus socios más jóvenes eran buenos para llevar las ideas a la práctica, pero no tan buenos para alimentar al propio edificio. Él era un arquitecto a la antigua. Le gustaba tener una aventura amorosa con todo lo que construía. Dejó que esta frase hiciera su efecto, y luego pasó a otra cosa antes de que le perjudicase a los ojos de Anna.

—Disculpe las tonterías de un viejo. Le prometo que seré menos extravagante en la rueda de prensa. Nada de palabrería, creo yo, para los periodistas.

—Ah, sí, la rueda de prensa —dijo Anna—. Victor necesitará otro juego de planos… antes de la rueda de prensa.

—Por supuesto, querida. —No había utilizado su nombre, ni siquiera le había preguntado cuál era—. Se los enviaré por mensajero.

—Me los llevaré yo ahora, si no le importa. Eso complacerá a Victor y yo sentiré que me he ganado esta espléndida cena.

—Pesan por lo menos diez kilos.

—Soy más fuerte de lo que usted piensa.

El Signor Busi no tenía ganas de ir con ella a su habitación, ni tampoco de hacer el viaje solo. Estaba demasiado lejos y él demasiado cansado y lleno. Hizo venir a un botones. Le dio su llave.

—Haz el favor de subir a mi habitación y traerme una carpeta amarilla. Es de este grosor y de esta altura. —Le mostró las dimensiones de la carpeta—. Encontrarás tres apoyadas contra la ventana. Tráeme sólo una.

Le dio al chico un billete de cien y luego se embarcó en una anécdota acerca de la carpeta de un cliente que él había perdido una vez en un taxi de Nueva York. La historia le cansó. Perdió el hilo y se sintió aliviado cuando el muchacho volvió con la carpeta amarilla. No pudo reprimir un bostezo.

—Le dejo para que pueda usted acostarse —dijo Anna.

El Signor Busi se puso de pie y enderezó lentamente su cuerpo. Sus estómago chilló. Estrechó la mano de Anna entre las suyas.

—Buenas noches, querida —dijo—. Ha sido un gran placer.

Se quedó mirándola mientras ella salía del hotel hacia la parada de taxis, el botones y la carpeta de los planos a su lado. Caminaba triunfante.

«Realmente, es una mujer sumamente seductora», pensó el Signor Busi mientras iniciaba el viaje a su habitación.

Rook estaba ahora sentado en la cama.

—¿Qué tal ha ido la cosa? —preguntó de nuevo.

Anna señaló hacia la puerta del dormitorio. Una carpeta amarilla, abultada por los planos y los papeles, estaba apoyada contra el marco.

—Ten fe en mí —dijo ella.

¿Por qué habría de decirle nada más? Que imaginase lo que quisiera. Rook no traicionó su falta de fe en ella. Su conciencia no estaba limpia, sino tiznada con dos manchas grises donde había puesto las rodillas.

Se sentaron en silencio durante un rato. Anna ante el espejo, Rook en la cama, cada uno con secretos que guardar, pero sólo uno de ellos se sintió lo bastante seguro como para sonreír.

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