Arcadia

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Tercera parte La ciudad de Victor » 6

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Rook sonrió a Con.

—Tenemos que hablar —dijo.

—¿Por qué?

—Porque, a menos que hablemos, tu puesto se derrumbará en pedazos. —Levantó los brazos y los extendió—. Todo esto desaparecerá.

—Lárgate.

Con sonrió a Rook, pero era una sonrisa sin labios. No arrugaba los ojos ni hinchaba las mejillas. Era una sonrisa tensa que elevaba el «lárgate» de lacónica indiferencia a heladora maldición. La sonrisa descartaba a Rook, le consideraba un hombre al que no valía la pena despreciar. Pero Rook no se fue. Alargó la mano para impedir que Con continuase recogiendo para la noche. Había contado con la hostilidad de Con. La había esperado. No le gustaría que Con fuese un conciliador que prefiriese

Lo hecho, hecho al pelado

Lárgate. Rook frotó el índice y el pulgar para indicar el desmoronamiento de un sólido hasta convertirse en polvo.

—Lárgate —dijo Con—. Tengo trabajo.

—Pero no por mucho tiempo —dijo Rook—. Pronto estarás parado y rodando por las calles como yo. Sólo que tú no tendrás los ahorros que yo tengo para hacer agradable tu desempleo.

—Te estás tirando pedos por la boca —dijo Con, pero estaba lo bastante interesado como para detener sus esfuerzos con el puesto y volverse a mirar a Rook a la cara.

Rook había preparado su discurso.

—Presta atención —dijo, como si el comerciante fuese un niño de seis años—. No seas estúpido. Tenemos más cosas en común de lo que tú crees… Y no te estoy echando la culpa.

—¿La culpa? ¿De qué?

—Por esa estúpida pelea con el muchacho campesino, y por haber ido pinchando y soplándole a Victor. Por haberme hecho perder el trabajo. ¿Qué te parece?

—De eso el único que tiene la culpa eres tú —dijo Con.

No se molestó en negar que había lanzado a Joseph al desmañado intento de recuperar su pago «por la plaza». ¿Por qué iba a negarlo? Era una reclamación justa. No entendió a qué se refería con «por haber ido pinchando y soplándole a Victor», ni por qué se le podía culpar a él del despido de Rook. Pero tampoco le importaba. Rook era despreciable, pensó, pero tan inofensivo como una serpiente que después de perder su veneno se conforma con silbar. Le daba igual que Rook estuviese al tanto de aquella farsa con Joseph en el paso para peatones. ¿Cómo podría Rook perjudicar a Con ahora que estaba, a todos los efectos, separado de su jefe para siempre?

—Te lo estabas buscando, y saliste bien parado —dijo—. Debería haber mandado a cuatro chicos, en lugar de a uno. Ahora estarías con muletas. ¿Por qué iba a sentirme culpable? Lo único que siento es no haber estado allí yo.

—No te hagas el héroe —dijo Rook—. Si yo te guardara rencor no estaría aquí. Arreglaría el asunto privadamente. Estoy aquí para ayudarte. Aunque no mereces mi ayuda.

—Lárgate.

Rook cerró el puño en torno a sus llaves. ¡Cómo despreciaba a aquel hombre, su olor, su ropa, su cara tensa y rencorosa! Pero Rook tenía que perseverar. Su única vía era Con. Puso la carpeta amarilla con los diseños duplicados de la firma Busi encima del puesto, entre las frutas magulladas y los desperdicios que Con iba a tirar. Sacó el primer dibujo. Allí estaban los merengues de cristal derretidos, los corredores en forma de estrella de mar, los árboles interiores, los adoquines recolocados, pintados a la acuarela. Se veían las palabras: «ARCADIA — un boceto».

—¿Qué es esto?

—Es lo que el querido Victor tiene pensado para vosotros.

Ahora Rook tenía libertad para soltar su discurso. Habló de que Victor no estaba satisfecho con los beneficios que le proporcionaba el mercado. Que sus banqueros y sus estrategas le habían impulsado a construir, que el Signor Busi y Arcadia habían conseguido que el viejo les prestara oídos y ojos. Tarea fácil, porque Victor estaba demente a causa de la edad, las digestiones pesadas y su obsesión por una estatua.

—Una madre con un niño, ¿puedes creerlo? No una estatua de él.

Rook sacó el mayor partido posible al hecho de que él ya no estaba a sueldo de Victor. En su opinión, explicó con paciente ironía, desde que el único que conocía el Mercado del Jabón «de arriba abajo» había sido apartado del lado de Victor, éste había podido dar rienda suelta a sus impulsos destructores.

—Yo os protegía —dijo—. Puede que no os gustase pagar por ello, pero os protegía. Y mira lo que ha pasado ahora que el Mercado del Jabón no tiene a nadie que hable en su favor dentro del Gran Vic. —Dio un puñetazo a los dibujos—. Habrá una rueda de prensa dentro de tres días. Creen que tienen el único juego de planos. Pero vuestro Rook se ha ganado el sueldo y ha conseguido un segundo juego.

Rook le contó a Con las amenazadoras baladronadas de Busi: «No hay nada que conservar», «Lo arrasaremos y empezaremos desde cero».

—No creo que haya muchas esperanzas para ti ni para esto, a menos que te organices, que te defiendas. Que os defendáis —concluyó Rook.

Ya había dicho suficiente. Empujó la carpeta con los planos hacia Con.

—¿Por qué yo? —preguntó Con—. ¿Por qué no una de esas viejas mangas de viento con las que charlas en el bar?

—Precisamente porque son mangas de viento, como tú dices. Flojas cuando hace bueno, llenas de aire cuando hay tormenta. Pero tú no eres una manga de viento; tú eres uno de los descontentos de la vida. No te asusta pelear. Eras el único que me dio problemas con el pago de mi comisión, el único de entre ¿cuántos…? Entre doscientos ocho arrendatarios de puestos. Eres uno entre doscientos ocho. Tú, Con, eres un alborotador nato. Y ojalá estés en el Cielo una hora antes de que el Diablo sepa que has muerto.

—De acuerdo, soy un descontento. Entonces, ¿por qué no tú? Tú eres el maestro de los camorristas. Tú tienes los planos. Tú conoces las interioridades del hombre. Dios sabe que tienes suficiente tiempo libre como para organizar una guerra global. ¿Por qué yo?

Rook habló con pasión ahora. Ya no estaba obligado a utilizar un lenguaje equívoco y abstracto. Habló de su reputación deteriorada en el mercado, de que posiblemente aún le veían como a los ojos y a los oídos de Victor, como un agente doble cuyas lealtades eran tan breves e imprevisibles como las estrellas fugaces. O bien dirían que el factótum del millonario, despedido, enojado, venenoso, estaba utilizando a los comerciantes para ajustar sus propias cuentas. La prensa y la televisión se alimentarían de todo eso. Les encantaban los móviles malvados. Preferían una intriga a la simple justicia de una causa.

También era posible que no confiasen en él. Los viejos comerciantes no habrían olvidado que el temerario liderazgo de Rook doce años antes había sido rápidamente apaciguado por un cheque de Victor. Su apaciguamiento había empobrecido a todos excepto a él. A menos que olvidasen y perdonasen tan fácilmente como perros castigados, sospecharían de él.

—Además —dijo Rook—, yo no puedo dejarme ver. Ese arquitecto me ha visto con… la persona del Gran Vic que ha robado los planos para mí. No puedo dar nombres. Cuanto menos sepas acerca de eso, más segura estará la persona. Con suerte, no descubrirán la filtración. Pero si Busi me ve con los planos atará cabos. Es lento y extranjero pero no es estúpido. Nuestro acceso a Victor y a Busi quedará cortado y nuestro informante será despedido, en el mejor de los casos. Tal y como están las cosas, nuestra arma más eficaz es la sorpresa. ¿Qué tienes que decir?

Con no dijo una palabra. Recogió los papeles de su puesto. Los metió en su bolsa junto con su periódico, su camisa limpia y la recaudación del día. Lo pensaría durante la noche. Luego, a la mañana siguiente, convocaría una reunión de los comerciantes y recibiría instrucciones, no de Rook sino de ellos.

Se puso a desmantelar su puesto. Estaba desanimado por lo que había oído, aunque normalmente cuando el trabajo había terminado y la llegada a casa estaba próxima era cuando más contento se sentía. Deseó que el hombre de Victor —no podía pensar en Rook en otros términos— recogiese la insinuación y se marchase. Ya había soltado su discurso. Ya había destilado su veneno. Debía desaparecer. Pero Rook parecía empeñado en quedarse. Incluso sonreía; la misma sonrisa con que había molestado a Con antes de que hablaran.

Rook cogió un lado del puesto de Con y le ayudó a levantarlo de los caballetes. Apiló las cajas con el género a un lado. Desenganchó el toldo verde y amarillo y empezó —torpemente— a doblar la lona. Sus manos y sus dedos eran tan blandos y tan limpios como el jabón. Con cogió la luminosa lona y la desdobló. Volvió a plegarla de tal modo que formaba un cuadrado casi perfecto. Se puso de pie encima de ella para que soltara el aire.

—No necesito ayuda —dijo.

Rook se encogió de hombros.

—Todos necesitamos ayuda.

—Lárgate —dijo Con.

Y, como estaba de espaldas a Rook, se permitió una breve sonrisa, pero esta vez era una sonrisa que hinchaba sus mejillas, arrugaba sus ojos y mostraba sus labios. Era verdad lo que Rook había dicho. Disfrutaba con la pelea. Era el único entre doscientos ocho.

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