Arcadia

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Tercera parte La ciudad de Victor » 7

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Victor y el Signor Busi estaban desayunando en el piso veintiocho cuando Con y sus doscientos colegas salieron del Jardín del Jabón. Fotógrafos de prensa y una unidad móvil de televisión de los estudios locales estaban presentes para filmar la procesión de los comerciantes hasta el Gran Vic.

Rook, en su papel de titiritero no reconocido, había hecho las llamadas telefónicas a la prensa por propia iniciativa. Aunque no era tan insensato como para unirse a los manifestantes, les observó desde su mesa acostumbrada en el café y quedó satisfecho. Doscientos de doscientos ocho estaba muy bien, aunque no todos los hombres y mujeres eran arrendatarios de puestos. Algunos eran mozos de cuerda, otros eran esposas e hijos de los jaboneros. Otros representaban a los cafés y bares que Victor quería arrasar. También había algunos clientes, una docena de hombres y mujeres de restaurantes y pequeños hoteles del distrito de Puerta de Madera que compraban productos frescos en el Mercado del Jabón porque les gustaba comprar más barato. Todos temían el cambio. Pero creían que era posible enfrentarse al cambio y evitarlo. Recuerden cómo los residentes del Pozo de Stephens, una pequeña y rica urbanización de las afueras, habían hecho retroceder a los constructores, o por lo menos les habían hecho rebajar la altura. Habían obligado a los arquitectos a rebajar tres pisos del nuevo bloque de oficinas porque arrojaba una sombra sobre el parque privado de la urbanización durante cuarenta minutos al día. Eso contravenía la antigua Ley de Luz. Piensen que los grupos ecologistas de la ciudad habían impedido el ensanchamiento de carreteras cuando ese ensanchamiento suponía talar árboles. Los árboles de esa edad y tamaño estaban protegidos por las Ordenanzas Arbóreas de 1910. La plaza del mercado también tenía árboles y luz. Por lo tanto, había esperanzas.

Rook bebía su café y miraba a todo el que pasaba. Tenía el periódico extendido sobre el regazo, sin leer y aún húmedo. No le importaba cuáles fueran los titulares, o lo que le sucediera al mundo, o que, si la NASA tenía razón, un asteroide de un kilómetro de ancho que se desplazaba a 74.000 kilómetros por hora, se acercaría a la Tierra al mediodía, alejado del Mercado del Jabón (también de un kilómetro de ancho) por la astronómicamente estrecha distancia de medio millón de kilómetros. Su mente estaba concentrada en el detalle de su vida y no en la Eternidad. Allí —a un tiro de piedra— él y los jaboneros se enfrentaban a un peligro que podían presenciar, comprender y cuantificar en medidas humanas. Allí habla un espacio que podían proteger.

Por supuesto, el mercado no cerró. Todos los manifestantes tenían socios, delegados o familiares que les evitaran una pérdida económica. Todos los puestos estaban abiertos y las multitudes eran aproximadamente las mismas que cualquier otro día, por lo menos que cualquier otro día en el que lloviera tanto como ése. Los manifestantes utilizaron sus pancartas para protegerse de la lluvia. Se calaron los sombreros. La unidad de televisión cubrió la cámara con una capucha de plástico. A alguien se le había ocurrido traer un tambor y Con le ordenó que se pusiera en la cabecera de la manifestación. Empezaron a cruzar la plaza del mercado un poco tímidamente, guiados y reagrupados por Celofán, que no recordaba haber visto nunca una multitud tan ordenada, tan unida.

Es difícil concentrarse en los agravios cuando estás rodeado de amigos. Con tenía una docena de repartidores de octavillas. El Fondo del Jabón —una reserva para pagar el entierro de los comerciantes, ayudar a las viudas o mantener a los accidentados en el trabajo— había proporcionado el dinero para el papel y la imprenta. La octavilla mostraba el boceto de Busi de Arcadia en tinta y acuarela. El titular negro y en letra gótica decía: «¿Arcadia? ¿Quién paga?», y luego enumeraba: «

Usted, el comprador…

Yo, el vendedor…

Nosotros, los ciudadanos…

Ellos, los que valoran la historia y la tradición».

Cuando se reagruparon en el Parque Matemático, para entrar en la plaza de la Torre y dar la vuelta con el tráfico hasta entrar en la calle de los Santos, los repartidores de octavillas se pusieron a trabajar, andando por la calzada para dar su mensaje a los conductores, regateando por entre la multitud de las aceras. La multitud, de hecho, había aflojado el paso para dejar pasar a los comerciantes. No tenían elección. Sus paraguas hacían difícil avanzar por los callejones entre el gentío. Basta un tambor para que los curiosos de la calle se paren y miren o para hacer que los conductores que tienen un poco de tiempo se retuerzan ante el volante para ver qué significa el tambor. Una vez que unos cuantos se detuvieron a mirar, todos los demás aflojaron el paso. La acostumbrada lava en movimiento de las calles se había enfriado. Luego hubo bocinazos y mal humor. Los peatones, bloqueados en las aceras por los que se habían detenido a mirar, se desparramaron por la calzada y trataron de avanzar entre los coches, los camiones y las ráfagas de lluvia. Un mensajero en moto se subió a la acera e intentó abrirse paso.

Los jaboneros no podían encontrar un camino fácil, sólo el tamborilero, cuyo repique parecía amenazar a cualquiera que le obstaculizara el paso, se movía con mucha rapidez. El equipo de la cámara y los fotógrafos andaban hacia atrás entre el tráfico. Sus lentes encuadraron la escena y transformaron aquel desafortunado caos, involuntario y breve, en un acto de deliberada anarquía. Marchando entre el atasco al ritmo ceremonioso del tambor y la chillona discordancia de las bocinas, la protesta se había socavado. Apenas podía moverse. La regla de las ciudades modernas es que las ruedas y las piernas deben moverse continuamente o salir de la ciudad. Por lo menos deberían mantenerse separadas. Deberían observar la segregación de los bordillos de las aceras.

Llegó la policía —un solo agente ya mojado y agotada su paciencia— y hubo escenas cómicas que adornaron los informativos de televisión de la tarde y la mañana y las primeras páginas de los diarios, mostrando al tamborilero y al policía frente a frente. Ambos tenían los palos levantados en el aire, ambos estaban resueltos a golpear la piel. El policía, sin embargo, había sido discreto y había dejado caer su porra sobre el tambor, no así el tamborilero. Éste se reprimió menos. Dejó un tatuaje en la gorra del policía. En la fotografía se veía a dos comerciantes dando un paso hacia adelante entre los coches para intervenir. Sostenían las pancartas como si se propusieran derribar al policía. Una pancarta decía: NO PASARÁN… Irónicamente, en vista del caos que había en la calle. La otra exhortaba: SALVEMOS NUESTRO MERCADO DEL MILLONARIO. Ésa fue la imagen que vio la ciudad. Ésas fueron las consignas que les descubrieron Arcadia.

Los comerciantes estaban eufóricos. Ahora comprendían que, por un rato al menos, doscientos ciudadanos podían paralizar la ciudad. Formaron una muchedumbre, una muchedumbre pletórica y animada, en lo alto de las escaleras del paso bajo la Autopista de Enlace Roja. Pronto corearon consignas a una, caminando sin más estorbo que el viento y la lluvia por el centro de la galería comercial. Sus voces rebotaban en el cristal y la piedra de las oficinas y sonaban como una bala cuando se dispara en un barranco y se aloja en las ancas de un arce. Gritaban lo bastante como para hacer que el Signor Busi y su anfitrión dejaran su desayuno y se acercaran al parapeto de la azotea de Victor, y que las ventanas ahumadas y endurecidas del Gran Vic se llenaran de personal, incluyendo a Anna en el piso veintisiete.

La galería comercial no había presenciado un ruido y un furor semejantes desde que los obreros habían retirado sus casetas y sus escombros y hablan dejado los edificios limpios y listos para los negocios. Su arquitectura decía:

No levantes la voz. No corras. No haraganees. Los empleados de las oficinas, al ir y venir, hacían lo que se les ordenaba. La galería les preparaba para las obediencias de la mesa de la oficina igual que los pasillos de las iglesias amansan a la feligresía entre la puerta y el altar. Pero la procesión de verduleros no estaba intimidada por la perspectiva de una mesa de oficina. Animados por las cámaras, el eco y la camaradería de la lluvia, vociferaban consignas por la galería. Cuanto más se acercaban los jaboneros al Gran Vic, más se envalentonaban. Al ver sus caras se habría dicho que eran rebeldes y coléricos. En realidad, aquellos hombres y mujeres se estaban divirtiendo. ¿Qué puede ser más divertido que armar jaleo en un sitio donde no te conocen y en el que, al mismo tiempo, estás rodeado por un grupo de amigos? Por una vez se sentían como cruzados en lugar de intermediarios egoístas dedicados al comercio. Ese día les enriqueció. La indignación y un tambor salvaría al mercado de Arcadia.

Se alinearon con sus pancartas delante del Gran Vic, desprotegidos bajo la lluvia, ennoblecidos por la incomodidad, envalentonados por su temor a ser expulsados de sus puestos. ¿Qué hacer ahora? Nadie había pensado en hacer un discurso, ni mandar una delegación al interior del edificio, ni recabar apoyo y firmas del personal de Victor.

—Basta con que nos vean —había dicho Con—. Y nos oigan.

Así que se quedaron allí, firmes y mojados; y empezaron a cantar, y a aplaudir, y a burlarse y a ofrecer octavillas cada vez que alguien pasaba junto a ellos para entrar en el fuerte de Victor.

Poco antes de las once, la prensa especializada en arquitectura empezó a llegar a la conferencia de Victor, pero había también otros escritores de periódicos y revistas que normalmente no se interesaban por los proyectos de construcción. Las llamadas telefónicas de Rook, el comunicado y la invitación de Victor, las primeras noticias en la radio respecto a los disturbios en el mercado y las calles habían impulsado a los redactores jefes a enviar a sus reporteros. Había acudido el propio Ciudadano (mi cara asoma de nuevo por encima del parapeto) y yo estaba deseoso de continuar la anécdota del pescado de Victor con alguna otra cosa que hiciese parecer ridículos a los ricos. Me fijé en lo que decían las pancartas —SALVEMOS NUESTRO MERCADO DEL MILLONARIO—, y cuando cogí su octavilla vi qué partido cómico podía sacarle El Ciudadano a las cúpulas preñadas del Signor Busi. Los comerciantes tenían ya —sin que por el momento tuviese muchos motivos aparte de un gusto por crear discordia— un adalid. El Ciudadano detestaba a los hombres que obtenían poder y riqueza del comercio.

—¿Quiénes son esas personas?

El Signor Busi se alegró de tener una excusa para levantarse de la mesa de desayuno y mirar hacia la galería comercial. Una hora de conversación no profesional con Victor le había obligado a permanecer silencioso, entregado a la comida, o bien —como había elegido— a mantener un monólogo. Puesto que Victor no daba señales de estar ni aburrido ni entretenido, el monólogo podía discurrir libremente, tal vez sin ser escuchado, entre los sucesos de la vida intercontinental de Busi. Habló largamente de Nueva York, de su desmesura. ¿Conocía Victor Nueva York? ¿No? Entonces Busi habló de Milán, la ciudad que más amaba y detestaba. Era más celta que típicamente italiana, en su opinión. ¿Se daba cuenta Victor de que Londres estaba más cerca de Milán que Sicilia? Victor no se había dado cuenta, pero parecía dispuesto a aceptar la palabra de Busi.

Ahora el arquitecto estaba atascado. Cuanto más hablaba, menos tenía que decir. Así que se alegró de levantarse y ayudar al anciano a llegar al parapeto y retransmitir —su vista era aguda— lo que podía ver: las pancartas, el piquete, el espectáculo de la galería comercial. No, Victor no sabía a qué se debía el lejano ruido. Alquilaba veintitrés pisos del Gran Vic a catorce compañías diferentes, así que había quince posibles razones para que hubiese manifestaciones delante de la puerta.

Cuando Anna llegó para conducir a su jefe y al Signor Busi a la conferencia de prensa, dijo que habría retrasos. Esperaban sólo cinco reporteros como máximo y tal vez un fotógrafo de agencia, pero había treinta periodistas en total, incluyendo un equipo de filmación y dos personas de la radio. La sala de juntas era demasiado pequeña. Tendrían que encontrar otra estancia.

—Entonces utilice mi suite de oficinas —dijo Victor—. Podía haber supuesto que despertaría gran interés.

Anna consideró prudente no dar detalles respecto a las dimensiones del interés que se había congregado en la galería. Respondió a la cortés inclinación de cabeza del Signor Busi con una ceremoniosa sonrisa y salió para traer a la prensa.

Ambos hombres estaban complacidos de lanzar Arcadia ante un grupo tan interesado. Las cámaras empezaron a filmar en cuanto los dos hombres salieron del ascensor particular de Victor. Anna distribuyó planos e información. Cada carpeta contenía un resumen arquitectónico, un plano, un boceto y un artículo de la

International Gazette acerca de la firma Busi. El director de publicidad del Gran Vic presentó a los dos hombres a la prensa. El Signor Claudio Busi, explicó, diría unas palabras, y luego habría preguntas, fotografías y un vino.

El Signor Busi inició su segundo monólogo de esa mañana, pero para éste había venido preparado. El discurso que ya había hecho ante Victor serviría para los presentes, sólo que ahora no había necesidad de «glorificar la visión del hombre que paga».

—Supongo que conocen mi trabajo —dijo, dando a entender que la nueva Arcadia era toda obra suya—. Me han llamado… —aquí se rió para demostrar su falta de vanidad— gurú del diseño, filósofo entre medianías. Como saben, yo introduje el concepto de «la edificación como acontecimiento». Es decir, que cuando utilizamos un edificio deberíamos descubrir el hilo de su historia del mismo modo que en un paseo por la montaña experimentamos las texturas y los elementos del paisaje.

Hasta entonces las plumas y los lápices de la prensa no habían tomado ninguna nota. ¿Qué iban a construir en la plaza del mercado? ¿Un planetario? ¿Una disneylandia? ¿Un decorado de ópera? ¿Un parque natural? ¿El Mont Blanc?

—Existe la nostalgia y existen los experimentos —continuó—. También existe la modernidad. Creo que les quedará claro, si ahora me permiten invitarles a abrir sus carpetas y mirar el proyecto de Arcadia, que hemos optado por la modernidad. Es decir, para esta ciudad de hoy sustituiremos el caos de un mercado medieval por la armonía y la dignidad de un mercado moderno.

Sostuvo una ilustración más grande de Arcadia sobre su pecho.

—¿Qué les recuerda esto? —preguntó, y no dio tiempo a que nadie hiciese una sugerencia—. Aquí tenemos un paisaje en el centro de la ciudad —dijo, y luego, estimulado por las sonrisas que acogían cada palabra, el Signor Busi añadió «una confidencia divertida»—: Algo que les hará reír. Mis colegas de Milán han llamado a Arcadia los Merengues de Cristal Derretido. Supongo que captarán la broma.

Sostuve la pluma de El Ciudadano y la puse a trabajar. Busi me había proporcionado un titular cómico para el diario de la noche. Había rendido su Arcadia de confitería a mi dibujante y a mi ironía.

—¿Merengues? ¿Conocen ustedes esos dulces? —preguntó Busi, nervioso porque nadie parecía divertido.

Victor se ocultó detrás de su mesa, sus cejas dibujando emes y uves dobles. Tal vez se estaba preguntando si aquel italiano estaba en su sano juicio, o puede que estuviera parpadeando para contener su regocijo.

Cuando llegaron las preguntas, hubo las habituales acerca de presupuestos y fechas que el Signor Busi y el director de publicidad respondieron con innecesaria minuciosidad. Luego llegaron las preguntas más comprometidas: «¿Qué consultas se han realizado con los comerciantes que trabajan actualmente en el Mercado del Jabón?». Y «¿Qué medidas se han tomado para proteger los intereses de los comerciantes?». El director de publicidad emitió sonidos tranquilizadores. En su opinión el proyecto de edificación beneficiaba tanto a la ciudad como a los comerciantes. «¿Por qué, entonces, hay una multitud de jaboneros manifestándose en la galería?».

El Ciudadano se levantó sobre mis piernas. Sostuve en alto la octavilla de los comerciantes y leí las preguntas que planteaba y luego las respuestas que daba: «¿Arcadia? ¿Quién paga?

Usted, el comprador.

Yo, el vendedor.

Nosotros, los ciudadanos.

Ellos, los que valoran la historia y la tradición».

—Ahora mismo hay pancartas en las puertas que nos piden que les ayudemos a proteger al mercado del millonario —dije—. Veo que el millonario guarda silencio. Me pregunto si podríamos pedirle que contestara a lo que dicen los comerciantes.

Victor no se puso de pie. No deseaba hablar, pero no tenía elección. Los viejos pueden tomarse su tiempo sin parecer lentos. Se miró las manos. Parecía que no iba a decir nada, pero luego levantó la cabeza y miró, no a la gente que estaba en la habitación, sino la lluvia que golpeaba los cristales de la ventana.

—El mercado está creciendo. Eso es todo —dijo—. Cuando yo era pequeño, los comerciantes ponían sus productos sobre esterillas. Tenías que agacharte para elegir. Luego trajimos puestos altos con toldos en los que se podían colgar bolsas y racimos. Tenías que estirarte para coger lo elegido. Ahora tendremos Arcadia. Con escaleras, ascensores y balcones. El mercado es como una planta. Crece y florece, de lo contrario se marchita. No habrá problemas con los comerciantes. Arcadia les hará ricos.

—Los comerciantes que están en la puerta no comparten su optimismo —dijo alguien.

—Lo compartirán —dijo Victor—. Yo hablaré con ellos personalmente.

Nadie estaba seguro de qué había querido decir exactamente. Se pusieron de pie y se quedaron mirándole mientras él les volvía la espalda y entraba en su ascensor particular, con Anna a su lado llevando los papeles del jefe en las manos. ¿Subiría o bajaría? Podía haberle dicho a Anna: «Telefonee a los guardias de seguridad y dígales que seleccionen a un par de ellos que sean presentables. Hablaré con ellos. Y telefonee a la policía para que aleje a los demás de la galería». En lugar de eso dijo:

—Acabemos con este asunto de una vez.

—¿Arriba o abajo?

Él señaló sus zapatos.

Era pura y simple curiosidad, no valor o sentido del deber, lo que decidió a Victor a descender. Su anterior visión desde la terraza de lo que estaba sucediendo abajo —aun a través de los ojos más penetrantes del Signor Busi— no había sido satisfactoria. Todo le había parecido un poco borroso, media vuelta desenfocado; igual le pasaba con la televisión, a él y a todos los viejos. Las palabras y las imágenes se habían desgastado para él, habían perdido el brillo. Cuando el Signor Busi hablaba aquella mañana, durante el desayuno, Victor se limitó a mirarle fijamente, dubitativo respecto a cuándo asentir, o reír, o mostrar preocupación. Su audífono era caprichoso. Funcionaba mejor en las habitaciones con las persianas echadas que al aire libre. La luz tenue era un filtro más fino para el sonido. Dejaba las consonantes intactas. No estrujaba las palabras. En el desayuno había demasiada luz y el Signor Busi tenía demasiado acento. A Victor le había parecido que el arquitecto se pasaba al italiano, o bien que hablaba en una prosa continua en la cual las pausas estaban tan llenas de palabras como las propias frases. ¿Le había hecho una pregunta? Victor se limitó a menear la cabeza. Un gesto que esperaba fuese apropiado. La animación del hombre más joven era agotadora. ¿Qué clase de diletante era que charlaba mientras comía? ¿Qué clase de invitado al desayuno era tan insensible que no adoptaba la reserva de su anfitrión?

Victor se había sentido aliviado —aunque sobresaltado por un momento— cuando el Signor Busi dejó la mesa tan repentinamente para asomarse y mirar a la galería. «¿Quiénes son esas personas?». Victor no tenía ni idea. Le parecía que la marea se estaba retirando y dejándole abandonado en la playa con las facultades menguadas. Descendía, descendía, descendía. Pronto los únicos sonidos e imágenes definidos serían aquellos perturbadores —de Em, de la tía, de huevos, de fuego— que constituían su memoria.

Ahora que estaba en el ascensor con Anna, sin embargo, su audífono funcionaba perfectamente. Oía el susurro de los cables de acero, la detonación de los papeles que Anna golpeaba contra su pierna, los frágiles tímpanos de sus propios huesos. Incluso oyó y sintió que el aire se hacía más denso a medida que bajaba el ascensor. ¿Cuánto tiempo hacía que no había estado en el vestíbulo? ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que cruzó las puertas giratorias del Gran Vic? Tres meses por lo menos. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que Dios había descendido por última vez desde los cielos para estar con los mortales en el suelo?

La fuerza del discurso que se había visto obligado a hacer ante los periodistas, la felicidad de las palabras que le vinieron con tanta sencillez, había cargado al viejo con suficiente autoestima como para pensar que podía anestesiar a la multitud con «Arcadia os hará ricos». No estaba en absoluto nervioso, sólo, quizá, se sentía incómodo en el ascensor. Éste había descendido veinte pisos o más y parecía viajar a una velocidad y con una determinación temerarias. Tuvo que apoyarse en las paredes de acero del ascensor y luego en el brazo de Anna. No lo lamentó cuando su primer viaje en tres meses llegó a su fin. La puerta automática se abrió y Victor vio el follaje del vestíbulo. Todo el personal de la planta baja —recepcionistas, guardias de seguridad, porteros— estaban mirando hacia la galería comercial, donde los comerciantes del mercado estaban empapados de lluvia e indignación. Victor se echó el pelo hacia atrás —innecesariamente— con la mano. Se abrochó el abrigo, cruzó el vestíbulo y se quedó, un hombre muy bajo y muy anciano, detrás del personal que bloqueaba las puertas de salida. Nadie cedió. Nadie mostró deferencia. Nadie se fijó en él. No pasaba por aquellas puertas giratorias todos los días camino del trabajo o camino de casa. No era conocido.

Anna trató de abrirle camino, pero no tenía la voz ni la fuerza necesarias para penetrar entre la gente. Pero cuando la prensa llegó un minuto o dos después, apretados en los ascensores principales del Gran Vic, pronto empujaron a la gente y Victor fue identificado por los cámaras y los periodistas que deseaban que les diera una idea de qué se proponía decirles a los jaboneros que estaban del lado lluvioso de las puertas giratorias.

Ahora los de seguridad hicieron su trabajo. Abrieron camino. Hicieron que el personal retrocediera. Hicieron que los hombres de la prensa se apartaran, y dejaron que Anna, Victor y el jadeante director de publicidad, cuya cara conocían, avanzaran hacia su enfrentamiento en la galería. El rango, la edad y el poder, y los compartimientos giratorios de las puertas automáticas —demasiado rápidos e íntimos para más de un pez gordo a la vez, o eso pensó el portero— conspiraron para que el viejo saliera el primero y solo a la lluvia. El encargado de pedir los taxis conocía la cara de su jefe. Había estado en el Gran Vic desde el principio. Se acercó corriendo con un paraguas negro y siguió a Victor mientras éste cruzaba desde su territorio privado al dominio público de la galería. No hubo un viento repentino. El sol no asomó entre las nubes para realzar aquel desacostumbrado encuentro entre los súbditos y su lejano rey. La lluvia fue democrática y cayó por igual en todas partes, sólo que Victor no estaba mojado. Tenía su dosel y ahora un séquito de tres personas: Anna, el director de publicidad y el hombre del paraguas.

El fornido portero —el que había escoltado a Rook hasta la puerta del Gran Vic con tan inflexible diplomacia— se creyó obligado a bloquear las salidas del edificio. Si el jefe estaba en la galería comercial, entonces ésta se convertía en un lugar privado suyo y nadie tenía derecho a salir y unirse a él a menos que tuviese cita para hacerlo. Los fotógrafos de prensa y los cámaras de televisión tuvieron que pegar sus objetivos al cristal ahumado y salpicado por la lluvia, mientras los técnicos de sonido y los escribas se quedaban mirando, impotentes, o aprovechaban su encierro para entrevistar al Signor Busi.

La capacidad auditiva de Victor sufría a causa del aire y la luz. Estaba rodeado de las pancartas y las consignas de los comerciantes del mercado, pero no podía entender lo que decían. La noticia de que era Victor se había corrido de alguna manera. Hacía ondear todas las pancartas. Hacía que todos los manifestantes se pusieran vehementes por un momento en preparación para el silencio que sabían había de venir. Le agobiaban. Agitaron sus pancartas y sus octavillas y, uno o dos, los puños. Si Victor hubiese podido separar un sonido de otro, habría comprendido la esencia de su ira, que un hombre que vivía a lo grande en una oficina y un ático lujoso de una galería comercial, pudiera, por decreto, destruir su medio de vida, pudiera construir sobre ellos, pudiera barrerles y echarles a la basura como desperdicios del mercado.

—¿Quién hablaba en nombre de ustedes? —preguntó.

Empujaron a Con hacia adelante y le hicieron plantarse justo frente a Victor de tal modo que la lluvia que se escurría del paraguas negro le salpicaba los pies.

—Les han informado mal —le dijo Victor al hombre—. Les han engañado. —Cogió la octavilla de la mano del comerciante—. No sé cómo han conseguido esto. —Señaló la ilustración de Arcadia tomada de los planos confidenciales de Busi—. Pero si hubiesen tenido más paciencia se habrían enterado de las buenas noticias que les teníamos preparadas. «Arcadia. ¿Quién paga?», pregunta su octavilla. —Se llevó un dedo al pecho—. Pago yo. ¿Quién, si no? Costará sesenta millones de dólares, pero ni uno solo de ellos vendrá de ustedes. Yo corro el riesgo. Me echo a temblar al pensar en las facturas. ¿Y quién se beneficiará de esto? ¿Quién no tendrá necesidad de montar y recoger los puestos cada día? ¿Quién no tendrá necesidad de llevar en carretilla el género desde el borde del mercado, sino que tendrá espacio de almacenaje, acceso para los camiones y montacargas para llevar los productos a los puestos?

Abrió los brazos para abarcar a todos los presentes. Les prometió que no traicionaría a sus «amigos del mercado». Habló de reuniones en las que se precisarían todos los detalles y se podrían manifestar todas las preocupaciones. Sugirió que debería haber contactos todas las semanas y un parlamento dentro de Arcadia en el cual los comerciantes pudiesen tener sus representantes, sus ministros.

Victor miró a su alrededor para comprobar que no había periodistas, y luego pronunció de nuevo las palabras que le habían dado tan buen resultado un rato antes.

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