Arcadia

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Tercera parte La ciudad de Victor » 7

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—El mercado está creciendo, eso es todo —dijo—. Yo tengo ochenta años. Lo he visto crecer. Cuando no era más que un niño y sus padres y abuelos vendían allí, ponían sus productos sobre esterillas y se sentaban como budistas en los adoquines. Cuando trajimos los puestos elevados, los que ustedes usan y quieren hoy, sus padres se amotinaron. Dijeron que era una maldición moderna. Dijeron que nadie compraría en esos puestos. Pero los puestos del mercado les han hecho a ustedes más ricos. Y ahora tendremos Arcadia, con toda su belleza y sus ventajas. Todo el mundo querrá comprar sus productos allí. No sólo los pobres. Los ricos también. De no ser así, ¿por qué habría yo de invertir tanto dinero en ustedes? ¿Para que todos seamos tan pobres como eran nuestros abuelos? Amigos míos, tengan fe. Arcadia les hará ricos.

Ahora Con estaba respondiendo algo. Aunque Victor no podía entender todas sus palabras, sabía que el estado de ánimo había cambiado. Las pancartas se sostenían con menos determinación. Después de todo, el jefe en persona había salido. Les había tratado como a colegas. Les había prometido reuniones, salvaguardas, parlamentos. Y lo que decía tenía sentido. ¿Por qué iba a desear perjudicar el comercio en el mercado? Los negocios de ellos le enriquecían a él.

Victor estrechó unas cuantas manos de forma ostentosa y luego dio media vuelta seguido por Anna y el hombre del paraguas y volvió a entrar en el Gran Vic. Se negó a hablar con los periodistas. Para eso pagaba a su director de publicidad (ahora rodeado por los comerciantes). Se sentía inmensamente cansado y desconcertado. No era la edad, sino la indignación por el hecho de que unos planes tan privados como los suyos sufriesen semejante escrutinio, por parte de la prensa, del público, de los comerciantes del mercado, y porque a pesar de su eminencia y su riqueza había tenido que pregonar al aire libre como si fuese un niño de siete años que dependía de una bandeja de huevos. Compartió el ascensor con Anna.

—Será mejor que se ocupe usted de organizar esas reuniones. Debemos ser democráticos. —Levantó la octavilla de Con para examinarla mejor—. Esos planos eran confidenciales. Alguien los ha filtrado. —Miró a Anna, miró directamente a través de ella—. Descubra quién los filtró. Deme el nombre, no importa quien sea ni lo que cueste. Será despedido.

Durante un instante Anna estuvo tentada de darle a su jefe un par de nombres, el suyo y el de Busi. ¿La recompensaría el viejo por su honradez? ¿Mandaría a Busi a casa con Arcadia y todo? Lo dudaba. Pero ¿por qué iba a ella a cargar con las culpas? Había otro nombre. Un nombre culpable. Rook era el hombre y él estaba a salvo de cualquier cosa que Victor pudiese hacer. No puedes despedir a un hombre que ya está despedido. Si alguna vez se veía acorralada, Rook sería el nombre que la ayudaría, que la mantendría a salvo, que le permitiría obtener recompensas.

—Me enteraré —dijo.

Victor pidió té dulce y esperó a que se lo trajeran de pie junto a la ventana de su suite de oficinas. La galería comercial estaba casi vacía. Una pancarta rota se levantó ligeramente movida por el viento. Algunas octavillas azules de Con se habían pegado a las losetas de mármol con la grasa y la lluvia. Unos jaboneros que no tenían prisa formaban un círculo junto a las fuentes, tan tranquilos en su actitud como un grupo de hinchas de fútbol comentando el poco estimulante empate de su equipo.

El periódico de la tarde publicaba la fotografía de la cómica revolución en las calles. El policía y el comerciante golpeando la piel del contrario. El Ciudadano, en una página interior, comenzaba su columna con un cotilleo acerca de un escritor y su esposa. Su séptimo tema tenía el titular «El merengue de cristal de Victor» y consistía en una prolija y floja broma —debo reconocerlo— a costa de los pasteles, los arquitectos y los millonarios. Pero el titular de la primera plana decía: «Les han engañado». El grupo de periódicos para el que trabajaba El Ciudadano tenía intereses financieros en Arcadia y en otras compañías de Victor. No le deseaban ningún mal al viejo.

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