Arcadia

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Tercera parte La ciudad de Victor » 8

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Ése es el embrujo de las ciudades. Nadie persigue la fama, ni la riqueza, ni la libertad, por las carreteras rurales. Ni siquiera el amor. Si anhelamos los fuegos y las fiebres del mundo, damos la espalda a los rebaños y los setos y buscamos las multitudes. ¿Quién dice —aparte de los urbanistas y los filósofos— que no amamos las multitudes ni nos complacemos en el contacto con los desconocidos por la calle? Todos nos enriquecemos con eso, aunque fuese la única razón. Cada roce, cada empujón, confirma lo evidente, que donde se encuentra la masa de las abejas es donde hay que buscar la miel.

La conspiración es ésta: nosotros, los ciudadanos decentes, obedecemos los semáforos, cumplimos los horarios, soportamos las sombras y el estruendo. No cruzamos, ni aparcamos, ni empujamos, ni nos saltamos la cola, ni entramos sin derecho en ningún lugar, excepto cuando nos ordenan hacerlo. Nos casamos con el trabajo y los papeles. Vamos y venimos con la misma libertad de acción que la sal en el mar. Sin embargo, nos consideramos más afortunados, más liberados que los hombres del campo, cuyo tumulto es un tractor y un cuervo, cuyo ir y venir es el de las estaciones, el tiempo y las comidas. ¿Y por qué? Porque nosotros, los ciudadanos, somos los únicos seres del universo que se benefician de sus cadenas, que hacen de la coacción fortuna, que llevan el cotidiano y excoriante arnés de la vida urbana como si fuese la librea de los plutócratas.

¿Quién está más enjaezado entonces? ¿El dócil banquero cuya vida está cuadriculada, trazada y calibrada o el vagabundo? ¿Cuál de estos dos está más protegido por el poder y la riqueza pero es más probable que observe las normas y las leyes de la calle? ¿Quién es el malhechor y quién es el libertino? Sin embargo, ¿quién sería un vagabundo por elección? ¿Qué labrador no querría ser un plutócrata lleno de trabas? Acudimos en manada a la ciudad porque deseamos habitar en la esperanza. Y con esperanza —no con oro— es con lo que pavimentan las ciudades.

Así que Joseph, entonces, era más feliz que Rook. Su vida era más incómoda, por supuesto. Pero era rico en esperanza. Tenía más años vacíos por delante, más posibilidades, mientras que Rook ahora sabía que estaba en decadencia. Los arneses de Rook se habían aflojado. Su ciudad le ofrecía pocas promesas, pocas esperanzas. ¿Qué era él sino un hombre sin empleo, sin salud y soltero, un revolucionario que se había convertido en ceniza? ¿Quién le aceptaría? ¿Qué mujer, qué empresario, qué grupo de amigos, qué barrio? Ahora buscaba consuelo sentimental, la primera búsqueda de las personas de mediana edad. Su vida giraba en torno a Anna, a sus cotilleos, a las noticias que le traía respecto a Victor y el Gran Vic. Estaba resignado a presenciar la construcción de Arcadia.

Por supuesto, pasaba todas las mañanas en su mesa del Jardín del Jabón, bebiendo menos cafés que antes, pero más alcohol y —estúpidamente— incluso fumando un cigarro puro. Se podía contar con él para jugar a las cartas, los dados o el dominó, y para ganar y perder más temerariamente que la mayoría. Descansaba en su cama casi todas las tardes, pero no dormía. No obtenía ningún placer de la radio o la televisión. No leía (excepto el periódico de la tarde). Raras veces cocinaba algo más complicado que una sopa o unos huevos. Al principio se reunía con Anna todas las noches. Ella dormía con él. Tenía su propio cajón y una maleta en el apartamento de Rook. Sus blusas y sus chaquetas de punto compartían percha con los pantalones de él. Utilizaba su maquinilla para afeitarse las piernas. Él usaba el desodorante de Anna. Hablaban de vender sus dos pisos y hacer un fondo común para comprar una casa más grande y más tranquila fuera de la ciudad. Comprarían un coche con los beneficios. Se irían de vacaciones, a Niza, o Estambul, o Amsterdam. Él decía que buscaría trabajo, pero no lo buscaba. Prometió que traerla folletos de las agencias de viajes, pero se le olvidó. No fue a visitar a agentes inmobiliarios para averiguar cuánto valía su piso o qué clase de casa podrían comprar los dos en las afueras de la ciudad. Se limitaba a

hablar de cómo sería su vida si vivieran en pareja. Su único acto de unión era en la cama.

Al cabo de un mes o dos, Anna sintió que necesitaba estar más tiempo sola. Estaba demasiado cansada después del trabajo para la invasora inquietud de Rook. Disfrutaba, en cambio, el breve trayecto en autobús hasta su propia casa, el respiro de las habitaciones vacías, la oportunidad de sentarse sola, vestida de cualquier manera, sin más demandas que las del televisor.

Empezó a ver a Rook únicamente los miércoles por la noche y los fines de semana. A Rook no le agradó este arreglo, por supuesto, pero la ausencia parcial de Anna le convenía hasta cierto punto. Le dejaba libre para beber, fumar y jugar por las noches además de por el día.

Con el tiempo las visitas de Anna de los miércoles no fueron tan bien recibidas. Ella sólo quería relajarse, recuperarse del trabajo, cocinar, hacer el amor tranquilamente, sentarse en la cama en silencio con una revista. No deseaba salir a la calle, tomar algo en un bar, hacer el amor más frecuentemente, más rápidamente, más experimentalmente. El dominio sexual que tenía sobre Rook era episódico y caprichoso. Satisfacerlo era ponerle fin. Los momentos de su mayor unidad —las bocas, los pechos y los genitales húmedamente apretados, las manos abiertas sobre la espalda del otro, las piernas trenzadas— eran también los momentos en que Rook quedada absuelto de ella. Ésa era la ruindad de los hombres y del amor. Los orgasmos de Rook le soltaban el arnés. Le transformaban, en un instante, de un hombre obsesionado por Anna y el universo de la cama en un hombre impaciente por ponerse los pantalones y salir, solo, desapasionado y libre, a la ciudad. A ella la dejaba menos satisfecha que a una prostituta. Al principio Anna se levantaba de la cama con él, se lavaba y se vestía para salir apresuradamente cuando lo único que le apetecía era un masaje y un té, una ducha y un poco de sueño. Pero Rook siempre la llevaba al Jardín del Jabón, como si allí estuvieran los únicos bares de la ciudad.

—¿Por qué no duermes con los mendigos y los alcohólicos en el mercado? —le preguntó Anna.

A ella le parecía que Rook estaba obsesionado, pero no con ella. Lo único que quería, al parecer, era cortejar al Mercado del Jabón y su jardín antes de que desaparecieran para siempre.

Si Anna hubiese estado más segura de sí misma habría podido hacerse cargo de Rook. Habría podido cogerle por la muñeca, como si fuese un niño, y llevarle a las agencias inmobiliarias, o a las agencias de viajes, o a las agencias de empleo. Podría haberle desterrado de los bares del mercado. Él era lo suficientemente débil como para hacer lo que le ordenaban. En lugar de eso, ella se conformó con sus medias raciones. ¿Qué remedio le quedaba? Ella le disculpaba.

Un miércoles por la noche, él no se dispuso a dormir, a pesar de los abrazos del cubrecama y del sedante postcoito de las sábanas. Volvió a vestirse. Dijo que necesitaba comprar leche. Necesitaba aire fresco. No podía respirar. Ella le esperó, pero finalmente el sueño la venció. Cuando él regresó, el escaso ruido del tráfico en la calle indicaba claramente que era mucho más de medianoche. No tuvo necesidad de preguntarle dónde había estado.

No volvió a ir los miércoles, y él se alegró de ello. Cuando todos los bares cerraban le gustaba unirse a los vagabundos de la plaza del mercado. Le gustaba contemplar sus hogueras de cajones y cartones y compartir con ellos una canción, un cigarrillo, una mazorca de maíz tostado, un trago de vino, una maldición. No adivinaban por la forma en que vestía —su cazadora de cuero estaba vieja y gastada— que era rico. Simplemente le consideraban uno de esos hombres, caídos en desgracia pero aún no hundidos, que bebían con ellos cuando todos los bares estaban cerrados. No sabían, ni les importaba, qué hacía cuando les dejaba. Que ellos supieran, tendría un nicho no lejos del suyo. En un rincón del mercado, quizá. O en los inmuebles en ruinas —a unas cuantas paradas de tranvía, fuera de la ciudad— donde lo que no había sido destrozado no había funcionado nunca, donde los pisos de la planta baja estaban cubiertos con planchas de metal corrugado, donde las escaleras y los ascensores olían a orines y eran peligrosos y oscuros. Ninguno de ellos sabía nada de Arcadia. Cuando Rook les describía los cambios que se avecinaban, no les conmovían más que cualquier otro discurso de borracho a medianoche. ¿Por qué iban a alarmarse? El futuro lejano no suponía ninguna diferencia para ellos. Sólo esperaban la botella, que aún estaba a medio círculo de su alcance. Sólo confiaban en que la madera durase hasta el amanecer.

De día, los comerciantes hablaban mucho de Arcadia, naturalmente. Los agrimensores estaban ya trabajando y se habían distribuido cuestionarios. Habían cavado zanjas de inspección que atravesaban la hierba del Jardín del Jabón. Unas mujeres que llevaban chapas de identificación se sentaban en taburetes para estudiar y hacer gráficos del uso peatonal de los diferentes sectores del mercado. Bocetos, resúmenes y certificados del proyecto estaban expuestos —como mandaba la ley— en puntos clave. Los comerciantes estaban desconcertados, pero también halagados, por toda la atención que recibían y por las reuniones de consultas y el Parlamento de Jaboneros que Victor les había prometido. Se habían puesto de acuerdo entre ellos en que no tenía mucho sentido luchar contra el progreso con más manifestaciones o con peticiones. ¿Qué poder tenía una hilera de gente, o una lista de nombres, contra la voluntad del dinero? No, serían ciudadanos modernos. Es decir, reprimirían sus pasiones y confiarían en beneficiarse de su pragmatismo. El jefe les había dado su palabra. La manifestación de la galería comercial había hecho salir a Victor de su guarida. Había estado de pie entre ellos bajo la lluvia. Y lo que les había dicho era un desafío: Cambiad vuestras costumbres y prosperad.

Se imaginaban trabajando bajo cristales: calientes en invierno, frescos en verano, secos y sin viento, resguardados de la intemperie. Habría la misma antigua camaradería pero con aire acondicionado. Las frutas y verduras sobrevivirían, tiesas y crujientes, vendibles, unos días más. Habría menos desperdicios, y los que hubiese también proporcionarían un beneficio. Los criadores de cerdos de las afueras de la ciudad pagarían una cantidad por cada saco lleno. Los jaboneros se veían conduciendo libremente sus camiones. Se ahorrarían el sueldo de los mozos de cuerda. Ahorrarían tiempo. Habría interrupciones, naturalmente. ¿Cómo se las arreglarían mientras durasen las obras? Pero, en definitiva, los comerciantes estaban eufóricos. De hecho, estaban impacientes. Estaban cansados de ser jaboneros: convertidnos en arcádicos, y rápido.

Los amargos augurios de Rook no les alarmaban. No les importaba lo enfadado que estuviese. Con era el hombre al que había que escuchar. Y él, aunque cauteloso, compartía la opinión de que tenían menos que temer del progreso que del estancamiento. Rook les había engañado con sus profecías jeremíacas: «Todo esto desaparecerá», «Pronto estaréis sin trabajo y rodando por las calles como yo». Ahora Con se inclinaba más bien a confiar en las palabras de Victor. Le enojaba que Rook fuese un elemento fijo en el mercado y en los bares. ¿Es que no tenía amor propio? ¿Es que no tenía tacto? Si Arcadia había de acabar con Rook, Con se alegraría. Rook predicaba sus palabras de advertencia, pero cualquiera podía ver, y oler, que sus opiniones estaban destiladas en alcohol y sazonadas con la amargura del resentimiento. Llegaría un tiempo en que toda esa ralea, las aves nocturnas, los parásitos, los holgazanes, serían barridos. ¡Bienvenido sea ese día!

La firma Busi tardó un poco menos de doce meses en completar sus planes, hacer una lista de materiales y cantidades y sacar la obra a concurso. La arquitectura es un arte burocrático; y la

merquitectura, como algún cómico bautizó los intentos de casar el arte y el comercio, era doblemente burocrática porque cada detalle tenía que satisfacer al bolsillo y al ojo, al esteta y al hombre de negocios.

Victor cedió unas oficinas en el Gran Vic a los jóvenes colegas del Signor Busi. El Filósofo Entre Medianías no estaba presente. Le habían convencido de que pasara el invierno en Nueva York; los fines de semana en Manhattan, los días laborables en Cornell, donde había sido nombrado Profesor Invitado de Arte y Diseño. Daba sermones acerca de los maestros de la arquitectura italianos: Giovanni Michelucci, Franco Fetronelli y él mismo.

Los colegas de Busi lamentaban que éste hubiese prometido hacer sitio para la estatua regalo de cumpleaños a Victor. Eran de la escuela moderna y no veían ningún sentido en estatuas que eran, decían ellos, «tan sentimentales como las figuritas de Capo di Monte, pero sin la ventaja de su pequeñez». Querían algo de cristal o plástico, algo de acero, algo grande y venerable de hormigón, un símbolo de Arcadia. Pero se encontraron con

Mendiga con niño, estilo 1910, en bronce.

Victor había insistido en el lugar donde había que colocar la estatua: en la entrada de Arcadia más próxima al distrito de Puerta de Madera, a medio camino entre el sitio donde Em había mendigado y donde había muerto.

—Tal vez podríamos convencer al conductor de un camión para que retrocediera y se la cargase —sugirió un arquitecto—. Entonces tendríamos una escultura moderna,

Mujer aplastada con niño.

¡Señor, Señor, qué aburridos estaban de las reuniones, las noches en hoteles, los recortes impuestos por el presupuesto que se vieron obligados a hacer, los cuales, a su vez, exigían nuevos planes, nuevos cálculos, más trabajo! No les gustaba nuestra ciudad. A los recién llegados rara vez les gusta. No saben qué conduce adónde o cómo y cuándo. Aquellos arquitectos confiaban en no tener necesidad de conocer bien nuestra ciudad. Su principal deseo era hacer el trabajo y marcharse a casa. Fijaron un día, el primero del año, para empezar las obras —dos años de obras— de Arcadia. Así que el día de Nochevieja pondría fin al mercado y a la década.

Había un problema. No hacía falta estar muy versado en la relación espacio-tiempo para ver que había un hueco de dos años entre el cierre del Mercado del Jabón y la apertura de Arcadia. Aquellas primeras y precipitadas promesas de que los obreros y los comerciantes podrían trabajar en armonía, los puestos entre los andamios, el comercio entre la construcción, no pudieron mantenerse. ¿Fueron ingenuos o maliciosos, esos compromisos? ¿Cómo podía nadie haber pensado que los tomates por kilos fuesen compatibles con las palas de seis toneladas, los camiones de cemento y los hombres con cascos de seguridad? ¡Nadie no relacionado con la obra! Ésa era la sensata afirmación de los constructores. Bastaría con que una anciana cargada de repollos y cebollas se cayese o recibiese un golpe para que empezase a buscar un abogado y les demandase por daños y perjuicios antes de que su hematoma se pusiera morado. Así que a los responsables de Victor se les dijo que tenían que situar los puestos del mercado en un nuevo lugar durante dos años por los menos.

El propio Victor recibió un memorándum, pero ¿para qué empleaba a sus directores? Además sólo tenía que mirar por su ventana para ver la perfecta, la única solución al hueco de dos años. Había unos aparcamientos abiertos y asfaltados para los nueve mil empleados de la galería comercial y para los visitantes. Dos de ellos, de tres hectáreas cada uno, estaban infrautilizados. Quedaban demasiado lejos de las oficinas, estaban barridos por el viento y sucios por la Autopista de Enlace Roja que pasaba cerca. Ortigas y otras malas hierbas habían echado raíces en el asfalto, conformándose con la cal de las líneas pintadas y los charcos de lluvia en lugar de tierra. Por las noches acudían allí los amantes y las prostitutas que comerciaban en los bordillos de las aceras, y aquello se llenaba de coches balanceándose y de mirones que aparcaban asimétricamente para tener intimidad. De día estaba tan vacío como el patio de una prisión. Teniendo los coches acceso desde la autopista y los peatones desde el paso subterráneo, aquél era el sitio perfecto para los puestos del mercado. Buenas noticias para todos los implicados. O eso hizo creer al mundo el Gran Vic.

La gente está dispuesta a dejarse engañar. Eso es optimismo.

—Éste es el precio que tenéis que pagar por Arcadia —se les dijo a los comerciantes, cuando trataban de quitar importancia a su situación, a su exilio en el aparcamiento—. Si queréis participar de la riqueza, tenéis que contar con correr algunos riesgos, sufrir algunas incomodidades. Estamos hablando de negocios, no de caridad.

¿Quién les dijo eso? Rook, por supuesto. Le divertía burlarse de ellos por su estupidez, su credulidad. ¿Por qué habían llegado a creer que el plan de Victor era una cruzada para darles más seguridad y más riqueza?

—Con os ha metido en un callejón sin salida —les dijo—. Podéis estar seguros de que

él saldrá bien parado. Ellos le mantendrán manso y callado a cualquier precio. La última cosa que quieren es tener más problemas en la galería comercial, así que los hombres de Victor cuidarán bien a Con. Conseguirá un sitio preferente, ya lo veréis. Pero ¿qué pasará con los pequeños comerciantes, los que no hacen ruido, los que van tirando a duras penas vendiendo desde las traseras de los camiones? ¿O con aquellos que tienen cinco criaturas que vestir? ¿O con quiénes…?

Rook estaba lo bastante borracho y era lo bastante listo como para hacer un lista interminable en la cual el único que parecía beneficiarse del traslado al aparcamiento era Con.

Nadie dudaba de que Rook era malévolo. Había escurrido el bulto demasiadas veces antes. Se había escapado y realineado con demasiada frecuencia para que ninguna de sus alianzas contase mucho. Pero es un hecho que incluso los tontos, los borrachos y los mentirosos pueden dar la alarma. ¿Qué importa quién grita fuego, o cómo, si hay llamas? Ahí estaba el Mercado del Jabón en sus últimas semanas. Tenía el mismo aspecto que había tenido siempre. No había saldos por cierre. No había rebajas. Los alimentos frescos tienen una vida de un día, un poco más en invierno. No habla existencias que liquidar porque en los mercados de productos agrícolas se liquidan cada día y se reponen cada noche, pero había algo rancio en el aire, más penetrante que los desperdicios del mercado o el olor de demasiadas personas en el mismo lugar. Era la putrefacción del propósito, el debilitamiento de ese pinchazo y codazo que levantaba a los comerciantes de la cama cada día a las cinco de la mañana para regatear con los mayoristas, que les daba orgullo y placer en la forma en que presentaban lo que tenían que vender, lo que les hacía descarados, alegres, rápidos y agudos en la respuesta. Ahora no se despertaban con ganas de trabajar. No disfrutaban del día. Eran descuidados con la fruta y con los clientes. No les importaba cuál de éstos fuese magullado o tratado de mala manera. Dejaban el negocio en manos de hijos y sobrinas y se quedaban de pie en círculo, las manos metidas hasta el fondo en los bolsillos, los hombros caídos, para oír el último rumor o la última mala noticia acerca de sus perspectivas entre el mercado y Arcadia.

Los bares y restaurantes que bordeaban el Jardín del Jabón eran los que tenían más que temer. No habría sitio para ellos en el aparcamiento de Victor. Les habían prometido arrendamientos en Arcadia, les pagarían indemnizaciones, negociadas por los abogados del Gran Vic. Tenían que buscarse locales en otra parte, pero ¿por dos años? ¿Qué propietario les alquilaría un local por sólo dos años? El suyo era un dilema imposible de resolver, ¿mudarse, quedarse, esperar a ver? Sin embargo, a medida que se acercaba el nuevo año, el estado de ánimo del mercado volvió a transformarse. Los negocios prosperaron en todos los bares. Los comerciantes estaban sedientos todo el día. Se sentaban a las mesas, se quedaban de pie en la barra, se encaramaban en las desgastadas piedras que rodeaban los lavaderos medievales. Cualquiera diría que no tenían trabajo y sí fondos inacabables. Cualquiera diría que estaban de un humor celebratorio, a juzgar por el ruido que hacían y las botellas que bebían. El suyo era un carnaval de la desesperación, la desesperación de aquellos cuyas balsas se aproximan a los rápidos y ven a la vez los peligros del vuelco y las plácidas aguas más allá. Nadie es tan loco como para nadar, pero a nadie le apetecen las rocas.

Por supuesto, jugaban el juego de

Si. ¿Qué pasaría si se trasladaran tan dócilmente como corderos e hiciesen todo lo posible en lo que mejor hacían, es decir, vender frutas y verduras a la gente de la ciudad, fuese donde fuese? ¿Serían los beneficios en el aparcamiento los mismos que en el Mercado del Jabón? Al llegar la primavera, ¿se reirían de sus temores y desearían secretamente que hubiese retrasos en Arcadia para poder quedarse y prosperar en el aparcamiento? ¿Qué pasaría si se mantuviesen firmes y dijeran: ¡Nos quedamos!? Estos adoquines son nuestros. No queremos riesgos ni desafíos. Queremos el mercado tal y como está. ¿Y si ese Rook, ese fanfarrón de Rook, ese ya-os-lo-dije, no hubiese sido despedido y aún pudiese hablar con Victor en nombre de ellos? ¿Habría impedido el proyecto Arcadia como aseguraba ahora? ¿Y si el viejo Victor no hubiese vivido hasta ser tan viejo?

Rook era Casandra ahora, la profetisa despreciada cuya verdad era hojarasca. Él y Anna ya no eran amigos. Una mujer de su edad no necesita un lastre de esa clase. Se mantenía apartada de Rook y cuando pensaba en él enrojecía de cólera, no de amor. Mientras él se liberaba del Gran Vic, ella formaba parte de éste cada vez más, era más leal a un trabajo que ahora consideraba una «carrera». Deseaba granjearse el favor del jefe y por lo tanto la ambición gobernaba su lengua.

—Tengo un nombre para usted —le dijo a Victor—. ¿Recuerda lo que me dijo? El nombre de la persona que filtró los planos del Signor Busi. Usted me dijo que investigara. Estoy segura de que fue Rook, el día que usted le despidió. Entró en su despacho, estoy segura. Utilizó la fotocopiadora. Tengo informadores en el Mercado del Jabón. Dicen que presume del robo.

Ella sabía que los tiempos no concordaban, que Rook se había ido antes de que los planos llegasen. Pero suponía —y esperaba— que la memoria del viejo estaría lógicamente deteriorada. Que no distinguiría un mes del siguiente cuando de ambos había pasado más de un año.

Victor la recompensó con asentimientos de cabeza. Se alegraba de creer que el ladrón era Rook. Así no tendría que soportar el trago de despedir a nadie más.

—Está bien —dijo—. Le hemos hecho más daño del que él nos ha hecho a nosotros, creo.

Ahora estaba listo para pasar a otros asuntos. Pero Anna sabía que con el silencio no sacaría nada de Victor. Había traicionado a un antiguo amigo, sin ningún coste para ese amigo, quizá, pero era un verdadero pecado y los pecados deben remover aguas.

—Todo el trabajo de Rook lo he desempeñado yo este último año. Llevo ya siete años trabajando aquí. Me pregunto si…

—Ya veremos —dijo Victor.

Pero tenía claro lo que haría. Anna, considerándolo todo, era ya los ojos y los oídos de Victor. Hacía lo que Rook había hecho, salvo que conocía las interioridades del Gran Vic mejor que el Mercado del Jabón. ¿Qué podía importar eso ahora? Le enviaría un memorándum dándole el puesto de Rook, el sueldo de Rook, el despacho de Rook, su acceso a su suite, su apartamento, su ermita de la azotea. Casi le dio la noticia en ese momento, de palabra, pero se resistió a semejante intimidad y le pidió que le diera los cheques y documentos que tenía que firmar. No le gustaba la gratitud. La gratitud no era lo mismo que una deuda. No se podía saldar con un cheque.

Así que Rook y Anna eran tenientes en campos opuestos. ¿Y qué? Ya no se encontraban, ni siquiera se veían por la calle. Sus calles no eran las mismas. Y Rook estaría pronto fuera de las calles para siempre. Había amargura entre ellos, una amargura inexpresada. Rook veía que el nombre de Anna estaba donde había estado el suyo, en las cartas del Gran Vic a los comerciantes, en los documentos del mercado.

—No os fiéis de esa mujer —les advirtió, escandalizado por la facilidad con que decía tales mentiras—. No es leal con nadie más que consigo misma.

Era ella quien le había dado los planos de Busi a Con, les dijo. ¿Cómo podían interpretar eso? La mujer que había arriesgado su puesto al robar unos documentos era ascendida ahora a ayudante personal de Victor, a parachoques y arbitrador del viejo. Según la versión de Rook todo estaba claro. Todo había sido una conspiración.

—No subestiméis a ese hombre. Él planeó vuestra manifestación en la galería comercial. Él llamó a la prensa. Tenía su discurso preparado, sin duda ese mono del relaciones públicas trabajó en él durante semanas y ensayó cada palabra con Victor. ¿«El mercado está creciendo»? Oh, sí. ¿Y quién estaba allí de pie bajo la lluvia mientras Victor soltaba su bonito discurso y os prometía haceros ricos? La dulce Anna, ni más ni menos. Su doncella. ¿Y quién acompañó al viejo Busi en el Excelsior? ¿Quién me echó de mi puesto en realidad? ¿Quién está ahora acomodada en mi antigua silla? Anna se hace cada vez más fuerte mientras vosotros, pobres diablos, hacéis las maletas en Nochevieja para pasar dos años de trabajos forzados en ese Gulag que es el aparcamiento en el desierto helado de la Ciudad Nueva.

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