Arabella

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Al final no fue hasta mediados del mes de febrero cuando Arabella emprendió el largo viaje a Londres. Madame Dupont tardó más tiempo del previsto en confeccionar los vestidos necesarios, y además surgieron muchos detalles que solucionar. Por su parte, Betsy no había dejado de retrasar los preparativos al contraer una amigdalitis acompañada de fiebre, lo cual no era nada extraño en ella. Mientras la señora Tallant todavía estaba ocupada cuidando a la menor de sus hijas, Bertram, sucumbiendo a la tentación, abandonó sus libros y a su padre sin informar a nadie y pasó un espléndido día con los perros de caza. Pero regresó a la rectoría en un carro de la granja con una clavícula rota. Durante una semana el accidente sumió a toda la familia en el pesimismo, porque el párroco no sólo estaba enojado, sino también muy triste. No era el hecho en sí lo que lo disgustaba, pues, aunque él ya no cazaba, había practicado ese deporte con regularidad en su juventud, sino (o eso dijo) la falta de franqueza de Bertram que le había llevado a marcharse sin pedir permiso o sin hacer partícipe ni siquiera al párroco de sus intenciones. Tallant no comprendía la conducta de su hijo, pues él no se consideraba un padre severo, y sus hijos debían de saber que no quería privarlos de ninguna distracción razonable. Estaba desconcertado y molesto, y pidió a Bertram que le dijera por qué se había comportado de ese modo. Pero resultaba casi imposible explicarle por qué uno prefería hacer novillos y atenerse más tarde a las consecuencias, que pedirle permiso para hacer algo que uno sabía perfectamente que su progenitor reprobaría.

—¿Cómo se le puede explicar una cosa así a padre? —preguntó Bertram a sus hermanas, desesperado—. Lo único que se consigue es disgustarlo aún más, que se enfade y que uno se sienta poco menos que una criatura monstruosa.

—Ya lo sé —dijo Arabella, comprensiva—. Creo que lo que le disgusta tanto y lo pone tan triste es que cree que debes de tenerle miedo, y que por eso no le has pedido permiso para ir. Y claro, no puede explicársele que ése no es el motivo.

—Si se lo aclararas, no lo entendería —terció Sophia.

—¡Exacto! —coincidió Bertram—. Además, es imposible. Sería un chapucero si le confesara que no le pedí permiso porque sabía que se enfadaría, me diría que tomara yo mis propias decisiones y me preguntaría si me parecía bien dedicarme a distraerme cuando tengo un examen dentro de poco. Ya sabéis cómo es padre. Al final no habría ido, seguro. No soporto los sermones moralizantes.

—Sí —dijo Sophia—, pero lo peor es que cuando alguno de nosotros le hace enfadar, se queda muy abatido, y se preocupa pensando que somos todos unos inconscientes y unos consentidos, y que él es el culpable. ¡Espero que no te prohíba ir a Londres a causa de la temeridad de Bertram, Bella!

—¡No digas bobadas! —exclamó Bertram—. ¿Por qué iba a prohibírselo?

Verdaderamente, parecía poco razonable, pero cuando a la hora de la cena los hijos del párroco volvieron a ver a su padre, su semblante traslucía una melancolía profunda y parecía evidente que no encontraba ningún consuelo en la animada conversación de sus vástagos. Una pregunta un tanto imprudente de Margaret sobre el color exacto de las cintas elegidas para el segundo vestido de baile de Arabella le hizo anunciar que se daba cuenta de que, entre todos sus hijos, sólo James no era dado a la frivolidad y la ligereza. Lo único que veía alrededor era caracteres inestables; cuando pensaba que la mera perspectiva de una visita a Londres hacía que todas sus hijas enloquecieran por la moda, no podía por menos de preguntarse si estaba actuando bien al permitir que Arabella se marchara.

Si lo hubiera pensado, Arabella se habría percatado de que esas palabras eran fruto del nerviosismo, pero el principal defecto de la joven, como tantas veces le había señalado su madre, era la impetuosidad, que en tantos apuros la ponía. En un primer momento, las palabras del párroco la dejaron muda, pero luego, muy acalorada, exclamó:

—¡Qué injusto eres, padre! ¡No hay derecho!

El párroco nunca había sido severo con sus hijos; es más, había quien opinaba que les daba mucha libertad. Sin embargo, las palabras que acababa de pronunciar su hija iban más allá de lo que él consideraba tolerable. Adoptó una expresión de tremenda austeridad y en tono gélido replicó:

—El injustificable lenguaje que acabas de emplear, Arabella; la descontrolada violencia de tu tono; la falta de respeto que has cometido contra mí… ¡Todo demuestra claramente que no estás preparada para presentarte en sociedad!

Sophia propinó a Arabella una patadita en el tobillo por debajo de la mesa; su madre la miró a los ojos en señal de advertencia y desaprobación.

—Te ruego me perdones, padre —balbució ruborizándose y con ojos humedecidos.

El párroco no dijo nada. Su esposa rompió el tenso silencio pidiéndole con suavidad a Harry que no comiera tan deprisa; y entonces, como si no hubiera sucedido nada que hubiera que lamentar, empezó a comentar a su esposo unos asuntos relacionados con la parroquia.

—¡Qué lío has armado! —le reprochó Harry cuando los niños fueron al vestidor de su madre y le contaron toda la historia a Bertram, que había cenado allí, en el sofá.

—¡Estoy harta de tanta aprensión! —exclamó Arabella con dramatismo—. ¡Nuestro padre quiere impedir que me vaya!

—¡Bobadas! Sólo ha sido una de sus reprimendas. ¡Las chicas no entendéis nada!

—¿Creéis que debo bajar y pedirle perdón? ¡Oh, no, no me atrevo! ¡Se ha encerrado en su estudio! ¿Qué puedo hacer?

—Deja que lo arregle mamá —le aconsejó Bertram bostezando—. Es muy astuta, y si quiere que vayas a Londres, ten por seguro que irás.

—En tu lugar no iría a hablar con padre ahora —intervino Sophia—. Estás muy alterada, y podrías decir algo indecoroso, o romper a llorar. Y ya sabes que él detesta el exceso de sensibilidad. Habla con padre por la mañana, después de las oraciones.

Decidieron que eso era lo mejor que podía hacer Arabella para congraciarse con su progenitor. Pero resultó peor aún, como Arabella contaría luego a Bertram. Su madre había hecho muy bien su trabajo: antes de que la arrepentida hija pudiera pronunciar una sola palabra de la disculpa que con tanto cuidado había ensayado, su padre la tomó de la mano y, esbozando una dulce y nostálgica sonrisa, dijo: «Hija mía, te ruego que me perdones. Ayer fui muy injusto contigo. Es increíble que yo, que tanto predico la moderación a mis hijos, no sepa controlar mi temperamento».

—¡Habría preferido que me hubiera pegado, Bertram! —exclamó Arabella.

—¡Cielos, sí! —coincidió Bertram estremeciéndose—. ¡Qué cosa tan rara! Cuánto me alegro de no haber estado abajo. Cuando padre se culpa de algo, me siento fatal. ¿Qué le has dicho tú?

—¡No he podido pronunciar ni una sola palabra! Las lágrimas me han dejado sin habla, como podrás imaginar, y temía que se disgustara conmigo por no poder reprimir mejor mis sentimientos. Pero no se ha enfadado. ¡Imagínate! Me ha abrazado, besado y ha dicho que me adora y que soy muy buena hija. ¡Y tú sabes que no lo soy, Bertram!

—Bueno, no te alteres tanto —le recomendó su pragmático hermano—. No tardará mucho en corregir esa opinión sobre ti. Lo que importa es que se le ha pasado el enfado.

—¡Sí! Pero en el desayuno ha empeorado. No ha dejado de hablarme de los planes londinenses, de bromear sobre la agitada vida que llevaré allí y de recordarme que debo escribir cartas muy largas a casa, aunque no pueda franquearlas, porque le interesará mucho saber cuanto hago.

—¿Eso te ha dicho? —preguntó Bertram mirándola sin disimular su horror.

—¡Créeme, Bertram! Con mucha dulzura y con esa mirada triste que ya conoces. Ha sido tan espantoso que he estado a punto de renunciar a todo.

—¡Dios mío! ¡No me sorprende!

—Y por si fuera poco —prosiguió Arabella buscando, muy aturullada, su pañuelo—, me ha expresado su deseo de que tuviera algo bonito que ponerme en Londres, de modo que va a encargar un anillo con la perla de una aguja de corbata que se ponía cuando era joven.

Esa asombrosa revelación dejó a Bertram boquiabierto.

—¡Decidido! —resolvió el joven tras un momento de estupefacción—. Hoy no voy a bajar en absoluto. Apuesto algo a que si padre me viera, empezaría a culparse de mi atolondramiento, y tendría que ir corriendo a alistarme o algo parecido, porque un hombre no puede soportar esas cosas.

—¡No, desde luego! Te aseguro que a mí me ha estropeado la ilusión.

Como la actitud tierna y tolerante del párroco no daba señales de remitir, Arabella se sumió en tal abatimiento que sólo la salvó de renunciar al viaje a Londres la oportuna intervención de su madre, que dio a sus pensamientos una orientación más positiva cuando la llamó una mañana a su dormitorio y dijo sonriente:

—Quiero enseñarte algo, hija mía, y creo que te gustará.

Encima del tocador de su madre había una caja abierta. Arabella parpadeó deslumbrada por los diamantes que contenía, y profirió un largo «¡Ooooh!».

—Me los regaló mi padre —explicó la señora Tallant suspirando débilmente—. Hace muchos años que no me los pongo, por supuesto, pues no he tenido ocasión. Además, no son adecuados para la esposa de un clérigo. Pero he mandado limpiarlos, y quiero prestártelos para que te los lleves a Londres. Además he preguntado a tu padre si cree que debería regalarte el collar de perlas de tu abuela Tallant, y no ha puesto ninguna objeción. A él nunca le han gustado las joyas, pero considera que las perlas son modestas y apropiadas para una mujer. Sin embargo, si lady Bridlington te lleva a alguna fiesta de gala, y no tengo ninguna duda de que lo hará, el aderezo de diamantes es lo más idóneo. Verás, hay una media luna para el pelo, un broche y también una pulsera. Y no son piezas pretenciosas ni vulgares de las que tu padre desaprobaría; son de una calidad excelente.

Era imposible sentirse desanimado después de aquello, o plantearse no ir a Londres. Arabella tenía que adornar sombreros, coser pañuelos, bordarle unas zapatillas al squire, hacerle un monedero nuevo a su padre, además de todas las tareas domésticas que le correspondían; y por si fuera poco, llegaron los vestidos de Harrowgate, así que Arabella no tuvo tiempo para permitirse reflexiones malsanas. Todo estaba saliendo bien: la institutriz de los Caterham declaró que estaba dispuesta a acompañar a Arabella en su viaje; el squire descubrió que sólo tendría que desviarse unos pocos kilómetros para poder pasar un par de días con su tía Emma en Arksey y así dejar descansar a los caballos; a Bertram se le soldó la clavícula; y hasta Betsy se recuperó de su amigdalitis. No fue hasta que el coche del squire se detuvo ante la verja de la casa parroquial, preparado para recoger a las pasajeras, con todos los baúles bien asegurados en la parte de atrás, y la maleta de su madre (prestada también para la ocasión) cuidadosamente colocada en el interior del vehículo, cuando la depresión volvió a apoderarse de Arabella. Habría sido difícil determinar si fueron el abrazo de su madre, la bendición de su padre o la regordeta mano del pequeño Jack diciéndole adiós lo que la venció, pero fue incapaz de disimular sus sentimientos, y Bertram tuvo que meterla casi por la fuerza en el coche hecha un mar de lágrimas. Arabella tardó un buen rato en recomponerse, y su acompañante no le sirvió de gran ayuda, pues un exceso de empatía, agravada, quizá, por la melancolía natural de una mujer obligada por las circunstancias a buscar un nuevo empleo, hizo que la institutriz llorara casi con tanta amargura como la joven en un extremo del asiento del amplio coche.

Mientras todavía se veían lugares familiares por la ventana, Arabella no dejó de verter lágrimas, pero para cuando el coche se internó por un paisaje desconocido, ya se le habían agotado. Tras olfatear con cautela la botellita de sales que le ofreció la temblorosa mano de la señorita Blackburn, pudo secarse las mejillas y hasta obtener un considerable grado de satisfacción por la opulencia del enorme manguito de piel de foca que llevaba en el regazo. El manguito, junto con la esclavina que portaba sobre los hombros, se los había enviado su tía Eliza —la misma que en su día le había regalado a su madre un juego de ropa interior de muselina india color rosa—. Aunque fuera la primera vez que una salía de su casa, no podía sentirse desgraciada cuando tenía las manos arropadas por un manguito tan grande como los que aparecían en La Belle Assemblée. De hecho, era tan grande que su padre… Pero no: no le convenía pensar en él, ni en ninguno de sus seres queridos. Era mejor concentrarse en el paisaje y pensar en los placeres que la esperaban en Londres.

Para una joven que nunca había viajado más allá de York —cuando el párroco las llevó a ella y a Sophia para que las confirmaran en la catedral—, todo cuanto veía en el camino daba pie a un profundo interés y entusiastas exclamaciones. A cualquiera que estuviera acostumbrado a los rápidos viajes en silla de posta, un trayecto en un coche lento y pesado tirado por dos caballos, elegidos más por su resistencia que por su velocidad, le habría resultado insoportablemente tedioso. Para Arabella, en cambio, suponía una verdadera aventura, mientras que para la señorita Blackburn, habituada a los horrores de la diligencia, una comodidad inesperada. De modo que a ambas, que no tardaron en proponerse disfrutar de aquel viaje, les parecieron excelentes los refrigerios que les ofrecían en las diferentes paradas, no hallaron ningún motivo de queja en las camas de las casas de posta y eran incapaces de concebir una forma más deliciosa de realizar un largo viaje. Se sintieron muy bien acogidas en Arksey, donde la tía Emma las recibió con gran amabilidad y exclamando que Arabella se parecía tanto a su adorable madre que al verla había estado a punto de desmayarse.

Pasaron dos días en Arksey antes de reanudar el camino, y Arabella lamentó mucho abandonar aquella casa grande y desordenada dado el cariño que la tía Emma le había profesado y lo alegres que se habían mostrado todos sus primos. Pero Timothy, el cochero, informó que los caballos ya habían descansado suficiente y estaban preparados para continuar el viaje, de modo que no podían entretenerse más. Se pusieron de nuevo en marcha, y la tía Emma y su familia las despidieron deseándoles a gritos buena suerte mientras les decían adiós con la mano.

Después de la diversión y la hospitalidad de que habían disfrutado en Arksey, resultaba un poco tedioso pasarse toda la jornada sentadas en un coche, y en una o dos ocasiones, cuando los adelantó, veloz, una silla de posta, o algún vehículo deportivo, como un carrocín enganchado a un par de ágiles caballos, Arabella no pudo por menos de lamentar que el coche del squire fuera tan grande y pesado, y que sus caballos no fueran menos resistentes y un poco más rápidos. También habría agradecido poder cambiar de caballos cuando a uno de los del tío John se le cayó una herradura, en lugar de tener que esperar en el maloliente saloncito de una posada mientras volvían a herrarlo. Y, mientras comía en el saloncito de cierta casa de postas, Arabella no pudo abstenerse de lanzar una mirada envidiosa cuando algún cupé elegante entraba en el patio, con los caballos sudorosos y los mozos de cuadra apresurándose a llevarle un par de animales descansados al impaciente viajero. Tampoco pudo abstenerse de lamentar, después de ver cómo el coche de Correos pasaba rápidamente sin detenerse por una barrera de peaje, que el tío John hubiera dado al postillón una pistola, que sin duda no tendría la más mínima ocasión de utilizar, y no una corneta, que habría podido hacer sonar con altanería.

El tiempo, que en Yorkshire había estado frío pero despejado, empeoró a medida que viajaban hacia el sur. En Lincolnshire llovía, y el paisaje se veía empapado. No había mucha gente por la carretera, y el panorama era tan poco halagüeño que la señorita Blackburn señaló que era una lástima que no se les hubiera ocurrido llevarse un tablero de ajedrez, con el que, ya que no podían distraerse mirando por la ventana, habrían podido matar el tiempo. En Tuxford tuvieron la mala suerte de que en el New Castle Arms no hubiera ni una sola cama libre, y no les quedó más remedio que hospedarse en una posada más pequeña y mucho menos elegante, donde las sábanas estaban tan mal aireadas que la señorita Blackburn no sólo pasó toda la noche tumbada sobre la colcha, temblando, sino que despertó por la mañana con dolor de garganta y con un goteo nasal que presagiaba un resfriado. A Arabella, que pese a su aspecto frágil raramente contraía enfermedades, no le afectó en absoluto la experiencia, pero su espíritu norteño se había ofendido por el polvo que había descubierto debajo de su cama, y empezó a pensar que la aliviaría sobremanera llegar a Londres. Cuando ya había guardado sus cosas en la maleta de su madre y se disponía a abandonar la posada, le resultó sumamente irritante descubrir que había que reparar uno de los tirantes del arnés, porque habían acordado pasar la siguiente noche en Grantham, que, según la guía de viaje, se encontraba a unos cincuenta kilómetros de Tuxford. Confiaba en que el cochero no decidiera que sus caballos no podían ir más allá de Newark, pero como era un individuo un poco déspota al que disgustaba viajar con prisas, era muy probable que lo hiciera. Sin embargo, no tardaron en reparar el tirante, y arribaron a Newark a tiempo para comer. Una vez allí, y mientras alimentaba a sus caballos, el cochero discutió con uno de los mozos de cuadra, que le preguntó si era el coche del rey lo que conducía; y ese comentario lo ofendió tanto que estaba tan ansioso como Arabella por llegar a Grantham esa noche.

Cuando salieron de Newark volvía a llover y el ambiente era frío y húmedo. La señorita Blackburn, envuelta en un gran chal, se sorbía la nariz con aire compungido, pues su resfriado había empeorado. Incluso a Arabella, que en general era inmune a las condiciones climáticas, le afectaron un poco las corrientes de aire que se colaban en el coche, y movía los dedos de los pies dentro de los botines para evitar el entumecimiento.

El coche recorrió varios kilómetros a paso lento, y el tedio sólo se alivió en la barrera de peaje de Balderton, donde el guarda, al percatarse de que el cochero era un rústico, intentó hacerle pagar. Pese a no haber salido nunca de los límites de Yorkshire, Timothy era más testarudo que cualquiera de esos apocados sureños a los que tan profundamente despreciaba, y sabía muy bien que el billete que había comprado en la anterior barrera de peaje le autorizaba a pasar por todos los peajes hasta que llegaran al siguiente, al sur de Grantham. Tras un intercambio de insultos que hizo que la señorita Blackburn se le escapan débiles grititos de consternación, y que Arabella —lamentablemente— riera por lo bajo, el guarda tuvo que ceder, y el cochero arrancó con una triunfante floritura del látigo.

—¡Cielos, qué harta estoy de este viaje! —confesó Arabella—. Casi agradecería que nos asaltara un bandolero.

—Querida señorita Tallant —repuso su acompañante, estremecida—, le ruego que no piense siquiera en algo así. Yo espero que no suframos ningún tipo de accidente.

Ninguna de ambas mujeres vio cumplidos sus deseos, pues si bien no ocurrió nada tan emocionante como un atraco, poco antes de llegar a la barrera de peaje de Marston se rompió el pescante del vehículo. El coche de viaje del squire había pasado demasiado tiempo en la cochera.

Después de soltar un largo monólogo disculpándose, el cochero envió al postillón a pedir consejo al guarda del peaje, que se hallaba ochocientos metros más allá. Cuando volvió, el postillón informó al cochero que no iban a encontrar ninguna asistencia adecuada en el siguiente pueblo: debían buscarla en Grantham, a unos diez kilómetros, donde con toda seguridad podrían alquilar un vehículo para ir a recoger a las damas mientras reparaban o sustituían el pescante. Entonces el cochero sugirió a sus pasajeras, que estaban de pie en la calzada, que volvieran a subir al coche y esperaran allí a que fueran a rescatarlas, mientras el postillón se dirigía a lomos de uno de los caballos a Grantham. La señorita Blackburn se resignó mansamente, pero a su acompañante no le pareció muy buena idea.

—¡Cómo! ¿Pretende que nos quedemos esperando en este espantoso y frío coche? ¡Ni hablar! —declaró.

—¡No podemos seguir aquí de pie, bajo la lluvia, querida señorita Tallant! —suplicó la señorita Blackburn.

—¡Claro que no! Estoy convencida de que tanto una cosa como la otra significaría su muerte. Tiene que haber por aquí alguna casa donde nos ofrezcan cobijo. ¿Qué son esas luces que se ven allí?

Arabella se refería a las luces que brillaban en las ventanas de una residencia que había cerca del camino. El postillón mencionó que había visto una verja poco antes de sufrir el percance.

—¡Estupendo! —saltó Arabella—. Iremos andando hasta allí, señorita Blackburn, y les pediremos que nos ofrezcan cobijo mientras vienen a buscarnos.

La señorita Blackburn, que era una mujer muy timorata, protestó débilmente:

—¡Nuestra conducta les parecerá muy rara!

—¿Por qué? —replicó Arabella—. El año pasado, un coche sufrió un accidente delante de la verja de nuestra casa, y mi padre envió a Harry de inmediato a ofrecer ayuda a los viajeros. No podemos pasarnos una hora o más temblando en ese espantoso coche, señorita Blackburn, sin nada que hacer. Además, estoy terriblemente hambrienta, y supongo que los habitantes de la casa nos ofrecerán algún refrigerio, ¿no lo cree usted también? Me parece que ya ha pasado la hora de la cena.

—¡Ay! ¡No creo que debamos! —fue lo único que pudo añadir la señorita Blackburn, pero Arabella no le prestó ninguna atención. Pidió al postillón que las acompañara hasta la verja de la residencia antes de ir a Grantham. Una vez allí, las mujeres se despidieron de él y empezaron a recorrer el corto camino que conducía hasta la casa. Una iba murmurando inconexas protestas mientras que a la otra no se le ocurría ningún motivo por el que no debiera solicitar la hospitalidad que en Yorkshire cualquiera habría estado encantado de ofrecer.

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