Arabella

Arabella


4

Página 6 de 20

4

Fue en ese momento cuando lord Fleetwood, un joven imprevisible, miró con gesto risueño a su amigo y anfitrión, el señor Beaumaris, y preguntó en tono desafiante:

—¡Bueno! Me has prometido que mañana tendremos un excepcional día de caza (por cierto, ¿dónde nos citamos?), pero ¿qué distracciones piensas ofrecerme esta noche, Robert?

—Mi cocinero está considerado un verdadero artista. Es francés, y creo que te gustará cómo rellena el pollo Davenport. Por otra parte, no sé qué truco aplica para sazonar la salsa Benton…

—¡Ah! ¿Te has traído a Alphonse de Londres? —lo interrumpió lord Fleetwood.

—¿A Alphonse? —repitió Beaumaris arqueando ligeramente las finas cejas—. ¡No, no! Me refiero a otro cocinero. Creo que no sé su nombre, pero me gusta cómo cocina el pescado.

Lord Fleetwood rió.

—Supongo que si encontraras un cocinero que sirviera la caza de un modo que te agradara, lo enviarías a tu pabellón y le pagarías un dineral aunque no tuviera nada que hacer durante tres cuartas partes del año.

—Sí, supongo que sí —admitió Beaumaris sin inmutarse.

—Muy bien —añadió lord Fleetwood con severidad—, pero no pienso dejarme distraer por un cocinero. He venido aquí con la esperanza de verme rodeado de sílfides, permíteme que te lo diga, y de participar en toda clase de sorprendentes orgías. Creería que beberíamos vino en calaveras y esas cosas…

—¡Es increíble la lamentable influencia que ejerce lord Byron en la sociedad! —intervino Beaumaris esbozando una sonrisa despectiva.

—¿Cómo? Ah, ese poeta que ha causado tanto revuelo. En mi opinión es sumamente vulgar, pero no queda bien decirlo, desde luego. ¡En fin! ¿Dónde has escondido las sílfides, Robert?

—Si tuviera alguna sílfide aquí, supongo que no creerás, Charles, que correría el riesgo de quedar eclipsado por un hombre tan encantador como tú, ¿verdad?

Lord Fleetwood le sonrió, pero repuso:

—No me salgas con patrañas. Haría falta alguien con diez veces mi encanto para eclipsar a… a… ¡a un Midas como tú!

—Si no me traiciona la memoria, todo lo que tocaba ese Midas se convertía en oro. Creo que te refieres a Creso.

—¡Pues no! Nunca había oído hablar de ese tal Creso.

—Verás, lamentablemente, la mayoría de las cosas que toco tienden a convertirse en basura —reconoció Beaumaris en tono jovial, pero con un deje de amargura y cinismo en su voz apagada.

Eso fue demasiado para su amigo.

—¡Basta, Robert! ¡No conseguirás engañarme! Si no va a haber sílfides…

—No entiendo qué te hizo suponer que las habría —lo interrumpió su anfitrión.

—Oye, no supuse nada, pero debo confesarte algo, amigo mío: ¡la gente no habla de otra cosa!

—¡Cielo santo! ¿Cómo es posible?

—Lo ignoro por completo. Supongo que será porque no te has decidido a proponerle matrimonio a ninguna de las bellezas que te persiguen desde hace cinco años. Es más, tus chères-amies son siempre tan endemoniadamente ambiciosas, querido amigo, que todas esas chismosas no saben qué pensar. ¡Acuérdate de la Faraglini!

—Prefiero no pensar en ella. Es la mujer más codiciosa que conozco.

—Sí, pero ¡qué rostro! ¡Qué figura!

—¡Y qué temperamento!

—¿Qué ha sido de ella? No he vuelto a verla desde que dejaste de ofrecerle protección.

—Creo que se marchó a París. ¿Por qué lo preguntas? ¿Pensabas sustituirme?

—¡No, por Júpiter! No habría podido costear sus caprichos —respondió lord Fleetwood con sinceridad—. ¡Me habría arruinado en menos de un mes! ¿Cuánto te costaron aquellos dos rucios con que se paseaba por toda la ciudad?

—No me acuerdo.

—Si quieres que te diga la verdad, yo no creía que valiera la pena. Aunque admito que era una mujer condenadamente hermosa.

—Tienes razón: no valía la pena.

Lord Fleetwood lo miró entre intrigado y divertido.

—¿Hay algo que valga la pena para ti, Robert? —preguntó en tono socarrón.

—¡Sí! ¡Mis caballos! Y hablando de caballos, Charles, ¿cómo demonios se te ocurrió comprarle ese jamelgo a Lichfield?

—¿Ese zaino? Oye, ese caballo me cautivó —respondió lord Fleetwood, y su sencillo rostro se iluminó de entusiasmo—. ¡Qué animal! En serio, Robert…

—El día que encuentre un penco parecido en mis establos —dijo Beaumaris, despiadado—, te lo ofreceré con la certeza de que quedarás fascinado.

Lord Fleetwood todavía protestaba, con indignación y vehemencia, cuando el mayordomo entró en la habitación para informar a su señor, disculpándose, que un coche se había averiado delante de sus puertas y las dos damas que viajaban en él solicitaban refugio en la casa por poco tiempo.

Los fríos y grises ojos de Beaumaris no delataron emoción alguna, pero por un instante sus labios dibujaron una expresión más dura.

—Por supuesto —repuso con serenidad—. La chimenea del saloncito debe de estar encendida. Dígale a la señora Mercey que atienda a las damas allí.

El mayordomo hizo una reverencia, y se habría retirado si lord Fleetwood no lo hubiera detenido al exclamar:

—¡Pero Robert! ¡Qué maneras son ésas! ¡No pienso permitirlo! ¿Cómo son, Brough? ¿Viejas? ¿Jóvenes? ¿Hermosas?

El mayordomo, habituado a los modales desenfadados de lord Fleetwood, contestó con absoluta solemnidad que una de las damas era joven y, en su opinión, muy hermosa.

—Insisto en que ofrezcas a esas damas la adecuada cortesía, Robert —dijo lord Fleetwood con firmeza—. ¡Nada de llevarlas al saloncito! ¡Hazlas venir aquí, Brough!

El mayordomo miró a su señor en busca de consejo, como si dudara de que la orden fuera a ser aprobada, pero Beaumaris se limitó a decir con su habitual indiferencia:

—Como quieras, Charles.

—¡Qué desagradecido eres! —dijo lord Fleetwood cuando Brough hubo salido de la habitación—. No te mereces la fortuna que tienes. ¡Esto es obra de la Providencia!

—Dudo mucho que sean sílfides. ¿No era eso lo que querías?

—Cualquier distracción es mejor que nada.

—¡Un comentario muy desafortunado! No sé por qué te invité a venir.

Lord Fleetwood lo miró sonriente.

—¡Pero Robert! ¿De verdad pensaste que podrías contentarme con cualquier cosa? Es posible que haya un montón de tiralevitas dispuestos a todo sólo de pensar en que los invites a tu casa (y en que no les ofrezcas mejor diversión que una mano de piquet, por cierto), pero…

—Te olvidas del cocinero.

—… pero yo no me cuento entre ellos —concluyó lord Fleetwood inexorablemente.

El aspecto habitual de Beaumaris era de frialdad y reserva, pero a veces sonreía de un modo que no sólo suavizaba la austeridad de sus rasgos, sino que iluminaba sus ojos con un destello de diversión. No era la sonrisa que reservaba para las reuniones sociales —una mueca ligeramente sardónica—, y quienes tenían la suerte de verla solían revisar las primeras impresiones sobre su persona. Los que no conocían esa sonrisa tendían a considerarlo un hombre orgulloso y antipático, aunque sólo los más atrevidos habrían formulado en voz alta esa crítica de una persona que, además de poseer todas las ventajas del linaje y la fortuna, era una de las personas más influyentes de la sociedad. Lord Fleetwood, que conocía bien esa sonrisa, la vio florecer en ese momento, y sonrió a su vez con deleite.

—¿Cómo te atreves, Charles? Debes de saber que lo único que te confiere categoría es que yo te preste alguna atención.

Arabella entró en la habitación y encontró a ambos hombres riendo, así que tuvo la suerte de ver a Beaumaris en uno de sus mejores momentos. No se le ocurrió pensar que ella también estaba muy atractiva, con sus castaños rizos y su delicado cutis admirablemente enmarcados por una capota con plumas de avestruz y cintas rojas atadas con un lazo bajo una oreja, porque a las hijas del señor Tallant nunca las habían animado a pensar mucho en su aspecto físico. Se detuvo un momento en el umbral mientras el mayordomo murmuraba su nombre y el de la señorita Blackburn, pero miró alrededor con inocente y sincera curiosidad. Lo que vio la impresionó mucho. La casa no era muy grande, pero Arabella se percató de que estaba amueblada con buen gusto y discreto lujo. Con un rápido escrutinio reparó en lord Fleetwood, que de modo instintivo había levantado una mano para enderezarse la corbata Belcher que llevaba, y a continuación se fijó en Beaumaris.

Aunque Arabella tenía un hermano que aspiraba a ser un dandi y creía que en Harrowgate había conocido a caballeros muy elegantes, de inmediato comprendió que se había equivocado: nunca había visto a nadie cuya elegancia pudiera compararse con la de aquel hombre.

Beaumaris, o cualquiera de sus amigotes, habría podido reconocer al instante el corte de esa chaqueta de tela extrafina de color verde oliva; Arabella, que desconocía el mágico nombre de Weston, sólo detectó que se trataba de una prenda confeccionada de manera tan exquisita que parecía amoldarse a la figura de la persona que la llevaba. Que, por cierto, era una muy buena figura, pensó con aprobación. No necesitaba relleno de bucarán, como el que ese sastre de Knaresborough había metido en los hombros de la chaqueta nueva de Bertram. Y cómo habría envidiado Bertram las bien torneadas piernas del señor Beaumaris, enfundadas en unos ceñidos pantalones metidos dentro de unas relucientes botas con borlas. Las puntas del cuello de la camisa de Beaumaris no eran tan altas como las de las que llevaba Bertram, pero su corbata mereció el respeto de la joven, que en más de una ocasión había visto a su hermano pelearse con un lazo mucho menos complicado. Arabella no estaba del todo segura de que le gustara su corte de pelo, pero concluyó que el hombre que tenía delante, cuya risa estaba esfumándose de sus labios y de sus grises ojos, era decididamente guapo.

Beaumaris sólo se quedó un momento plantado de esa guisa. Arabella tuvo la impresión de que la analizaba con la mirada; entonces él dio un paso adelante e inclinó ligeramente la cabeza, suplicándole en tono monótono que le dijera en qué podía ayudarla.

—¿Cómo está usted? —dijo ella con educación—. Le ruego me perdone, pero mi coche ha sufrido un percance y… y está lloviendo y hace un frío espantoso. El postillón ha ido a caballo a Grantham y supongo que no tardará en volver con otro coche, pero… pero la señorita Blackburn se ha resfriado, y le estaríamos muy agradecidas si nos permitiera esperar aquí.

Cuando llegó al final de su discurso, estaba balbuceando y sonrojándose. Antes de entrar en la casa, le había parecido sencillísimo pedir refugio; pero bajo la mirada del señor Beaumaris, de pronto tenía la impresión de que su petición era escandalosa. Sí, él sonreía, sin embargo su expresión era muy diferente a la que lucía cuando Arabella entró en la habitación. Su sonrisa se limitaba a una débil mueca, y sin embargo había algo que la hacía sentirse incómoda y turbada.

—Qué percance tan desafortunado —dijo con impecable cortesía—. Permítame que la envíe a Grantham en uno de mis coches, señorita.

Lord Fleetwood, que había permanecido allí plantado, contemplando a Arabella sin disimular su admiración, reaccionó al instante.

—¡De ninguna manera! —exclamó acercando una butaca a la chimenea—. ¡Pase y siéntese, señorita! Debe de estar helada. Hace un tiempo nefasto para viajar. Seguro que tiene los pies mojados, y eso es muy inconveniente. ¿Has perdido el juicio, Robert? ¿Por qué no le pides a Brough que vaya a buscar un refrigerio para la señorita… la señorita… para estas damas?

Con una mirada que Arabella interpretó de resignación, Beaumaris replicó:

—Creo que eso es lo que está haciendo. Le ruego que se siente, señorita.

Pero fue lord Fleetwood quien acompañó a Arabella hasta la butaca que había acercado al fuego y dijo, servicial:

—Debe de estar hambrienta, seguro que querrá comer algo.

—Pues… sí, señor —admitió Arabella, que estaba muerta de hambre—. La verdad es que llevo varios kilómetros pensando en la cena. Y no es de extrañar, porque veo que ya son más de las cinco.

La candidez de esas palabras hizo que lord Fleetwood, que nunca se sentaba a cenar antes de las siete y media como muy pronto, se atragantara, pero recobrándose al instante replicó sin pestañear:

—¡No me diga! ¡Así que está hambrienta! Pues no se preocupe. Precisamente el señor Beaumaris estaba diciéndome que se hallaban a punto de servir la cena. ¿Verdad, Robert?

—Ah, ¿sí? Tengo muy mala memoria, pero estoy seguro de que estás en lo cierto. Le ruego me conceda el honor de cenar conmigo, señorita.

Arabella vaciló. Por la angustiada expresión de la señorita Blackburn, se dio cuenta de que ésta prefería aceptar el primer ofrecimiento de Beaumaris; además, ni el más empedernido optimista habría podido detectar en la voz de aquel lánguido caballero algo más que una reacia cortesía. Pero la acogedora y bien amueblada habitación suponía un agradable alivio comparada con el coche de viaje, y el olor a comida que su olfato había detectado cuando cruzara el vestíbulo le había abierto considerablemente el apetito. Miró con cierto recelo a su anfitrión. Una vez más, fue lord Fleetwood quien, con su amable sonrisa y sus desenvueltos modales, solucionó el asunto:

—¡Pues claro que van a cenar con nosotros! ¿Verdad, señorita?

—No queremos causarles ninguna molestia, señor —dijo la señorita Blackburn con un hilo de voz.

—En absoluto, señorita, se lo aseguro. De hecho, les estaremos muy agradecidos, porque lamentábamos no tener compañía, ¿verdad, Robert?

—Desde luego —afirmó Beaumaris—. Precisamente acababa de comentarlo.

La señorita Blackburn, que había soportado numerosos desaires y desprecios, captó enseguida la entonación satírica del dueño de la casa. Le dirigió una mirada cohibida y reprobatoria y se ruborizó. Éste la miró también y, con un tono más amable, dijo:

—Me parece que no está usted muy cómoda ahí, señorita. ¿No quiere acercarse más al fuego?

Ella se aturulló, y aseguró a su interlocutor que estaba muy cómoda y que él era muy atento. Brough había entrado en la habitación con una bandeja de copas y licoreras, que dejó en una mesa a la que se dirigió Beaumaris mientras decía:

—Supongo que querrán subir con mi ama de llaves para quitarse esos abrigos mojados, pero antes permítanme que les ofrezca una copa de vino. —Empezó a servir el Madeira—. Pon dos platos más en la mesa, Brough, y sirve la cena inmediatamente.

Brough pensó en los pollos Davenport que estaban asándose en la cocina, y en el cocinero francés que se ocupaba de ellos, y se alteró bastante.

—¿Inmediatamente, señor? —repitió consternado.

—Bueno, digamos que dentro de media hora —se corrigió Beaumaris mientras le llevaba una copa de vino a la señorita Blackburn.

—Muy bien, señor —dijo Brough, y salió de la habitación muy preocupado.

La señorita Blackburn aceptó el vino de buen grado, pero Arabella lo rehusó. A su padre no le gustaba que sus hijas bebieran nada más fuerte que la cerveza negra o la copita de suave burdeos que servían en el salón de Harrowgate, y no estaba segura del efecto que podía provocarle. Beaumaris no insistió en absoluto y dejó su copa en la bandeja; sirvió un poco de jerez para él y para su amigo y volvió a sentarse junto a la señorita Blackburn en el sofá.

Entretanto, lord Fleetwood se había arrellanado al lado de Arabella, y charlaba con ella en tono alegre e intrascendente, lo que contribuyó a que la joven se relajara. El caballero se alegró de oír que Arabella se dirigía a Londres, y dijo que confiaba en tener el placer de verla allí, en el parque quizá, o en Almack’s. Sabía muchas anécdotas de la buena sociedad con que distraerla, de modo que siguió hablando con ella hasta que llegó el ama de llaves para acompañar a las damas arriba.

Las condujo a una habitación de invitados del primer piso, y una vez allí, una criada les llevó agua caliente y recogió sus mojados abrigos para secarlos en la cocina.

—¡Qué elegante es todo! —observó la señorita Blackburn—. Pero no deberíamos quedarnos a cenar. Estoy segura de que no deberíamos hacerlo, señorita Tallant.

Arabella también dudaba de la conveniencia de aceptar la invitación, pero como ya era demasiado tarde para echarse atrás, contuvo sus recelos y expresó con firmeza su convicción de que no podía haber ningún inconveniente. Vio un cepillo y un peine encima del tocador y empezó a arreglarse los desordenados rizos.

—Son muy caballerosos —dijo la señorita Blackburn para consolarse—. Dos señores muy elegantes, desde luego. Seguro que han venido aquí a cazar: esta casa debe de ser un pabellón de caza.

—¡Un pabellón de caza! —exclamó Arabella, sobrecogida—. ¿No es demasiado grande y magnífica?

—¡Nada de eso, querida! Yo diría que es pequeña. Los Tewkesbury, de cuyos hijos estaba al cuidado antes de trabajar para la señora Caterham, poseían una casa mucho más grande, se lo aseguro. Estamos en Melton, como usted ya debe de saber.

—¡Cielo santo! Entonces ¿son cazadores? ¡Ay, cómo me gustaría que Bertram estuviera aquí! ¡Cuántas cosas voy a tener que contarle! Me parece que el dueño de la casa es el señor Beaumaris. ¿Quién será el otro? Al principio he pensado que se hallaba fuera de lugar, porque el chaleco a rayas que lleva y el pañuelo de topos en lugar de una corbata le hacen parecer un mozo de cuadra o algo similar. Pero en cuanto le he oído hablar me he percatado de que no tenía nada de vulgar.

La señorita Blackburn, que por una vez en la vida se sentía superior, soltó una risita y dijo con desdén:

—¡No, señorita Tallant! Verá usted a muchos jóvenes caballeros elegantes con ropa mucho más extraña que ésa. Es lo que el señor Geoffrey Tewkesbury, un joven muy moderno, llamaba «el no va más». —Hizo una pausa y añadió, pensativa—: Pero he de confesar que no me agrada ese estilo, y a la querida señora Tewkesbury tampoco le gustaba. El señor Beaumaris, en cambio, sí se corresponde con mi idea de un verdadero caballero.

Arabella se desenredó el cabello con el peine.

—Pues a mí me ha parecido un hombre muy orgulloso y reservado. Y nada hospitalario —agregó.

—¿Cómo puede hablar así? ¿Acaso no se ha mostrado amable y complaciente invitándome a sentarme cerca del fuego? Sus modales son exquisitos y nada presuntuosos. Le aseguro que me ha turbado su condescendencia.

Arabella se percató de que la señorita Blackburn y ella tenían opiniones muy diferentes de su anfitrión. La joven guardó un escéptico silencio, y tan pronto la señorita Blackburn hubo terminado de arreglarse los canosos rizos ante el espejo, sugirió que volvieran a bajar. Así pues, salieron de la habitación y cruzaron el descansillo hasta la escalera. Beaumaris había tenido el capricho de alfombrar la escalera, un lujo que la señorita Blackburn señaló a su acompañante apuntando con el dedo y dirigiéndole una elocuente mirada.

La puerta de la biblioteca, que daba al vestíbulo de la planta baja, estaba entreabierta. La voz de lord Fleetwood, que hablaba con gran exaltación, llegó a oídos de las dos mujeres:

—¡Eres incorregible! Una criatura adorable cae sobre tu regazo, como un verdadero regalo del cielo, y tú te comportas como si un usurero hubiera entrado a la fuerza en tu casa.

—Mi querido Charles —replicó el anfitrión con una arrolladora claridad—, cuando hayan intentado engañarte con todos los trucos conocidos por el ingenio de la mente femenina, quizá comprendas mejor mis sentimientos ante esta situación. He tenido a numerosas bellezas deseosas de casarse conmigo por mi fortuna desmayadas en mis brazos, he visto cómo se les rompían los lazos de las botas enfrente de mi casa de Londres y cómo se les torcía el tobillo cuando tenían cerca mi brazo para aferrarse a él, y ahora resulta que van a perseguirme también en Leicestershire. ¡Que su coche ha sufrido un percance! ¡Vaya! ¡Esa joven debe de haberme tomado por un ingenuo!

Una pequeña mano se cerró como un torno alrededor de la muñeca de la señorita Blackburn. La institutriz, haciendo una mueca de indignación, vio cómo centelleaba la mirada y se le coloreaban las mejillas de Arabella. Si hubiera conocido mejor a la señorita Tallant, esas señales la habrían asustado.

—¿Puedo confiar en usted, señorita Blackburn? —le susurró Arabella al oído.

La señorita Blackburn le habría asegurado con vehemencia que sí podía, pero la mano le soltó la muñeca y le tapó la boca. Sobresaltada, la institutriz asintió con la cabeza. Para su sorpresa, vio que Arabella se recogía la falda y subía de puntillas hasta lo alto de la escalera. Una vez allí, la joven se dio la vuelta y empezó a bajar despacio, diciendo con voz alta y clara:

—¡Sí, desde luego! Estoy segura de que lo he dicho ya infinidad de veces, señorita Blackburn. Pero pase delante, se lo ruego.

La señorita Blackburn se quedó aún más boquiabierta cuando la firme mano de la joven la empujó por la espalda, haciéndola avanzar.

—Pero a pesar de todo —prosiguió Arabella—, prefiero viajar con mis propios caballos.

El ceño que acompañó esas ligeras palabras desconcertó más a la pobre institutriz, pero comprendió que lo que esperaba era que respondiera con la misma ligereza, así que dijo con voz temblorosa:

—¡Tiene usted mucha razón, querida!

El ceño de Arabella dio paso a una sonrisa de aprobación. Cualquiera de sus hermanos o hermanas le habría suplicado, en ese momento, que tuviera en cuenta las consecuencias de una actitud tan impetuosa; en cambio, la señorita Blackburn, que ignoraba el principal defecto de la señorita Tallant, se alegró de no haberla decepcionado. Arabella cruzó el vestíbulo hacia la puerta entreabierta de la biblioteca y entró.

Fue lord Fleetwood quien acudió a recibirla.

—Ahora se sentirá más cómoda —dijo mirándola sin disimular su admiración—. Es muy peligroso quedarse con un abrigo mojado. Pero todavía no nos hemos presentado, señorita. ¡Qué tonto soy! ¡Me cuesta muchísimo recordar la primera vez que me dicen un nombre! Y ese mayordomo de Beaumaris habla tan bajo que nadie lo oye.

Permítame que me presente. Lord Fleetwood, a sus pies.

—Soy la señorita Tallant —dijo Arabella con un peligroso destello en la mirada.

Murmurando un agradecimiento por haber sido el destinatario de esa información, el caballero se sorprendió por su tono.

—¡Sí, sí! ¡La famosa señorita Tallant! —declaró Arabella suspirando y haciendo una mueca de desdén.

—¿La famosa señorita Tallant? —balbuceó lord Fleetwood sin comprender.

—¡La acaudalada señorita Tallant! —rectificó ella.

Lord Fleetwood le lanzó una turbada e inquisitiva mirada a su anfitrión, pero Beaumaris no estaba mirándolo sino que, distraído, contemplaba a la acaudalada señorita Tallant entre divertido y curioso.

—Confiaba en que al menos aquí podría pasar inadvertida —continuó Arabella, sentándose en una butaca un poco alejada del fuego—. Ah, y permítame que le presente a la señorita Blackburn, mi… ¡mi dame de compagnie!

Lord Fleetwood inclinó la cabeza; la señorita Blackburn, adoptando una expresión insondable, hizo una leve reverencia y se sentó en la butaca más cercana.

—¡Señorita Tallant! —repitió lord Fleetwood rebuscando en vano en su memoria—. ¡Ah, sí! ¡Por supuesto! Me parece que nunca he tenido el honor de conocerla en la ciudad, ¿verdad?

Arabella desvió su inocente mirada hacia Beaumaris antes de contestar.

—¡Ay, pero si usted no lo sabía! —exclamó juntando las manos y fingiendo una mezcla de satisfacción y consternación—. ¡Podría haberme ahorrado revelárselo! Es que cuando me ha mirado de esa forma, he creído que usted era como todos los demás. ¿Verdad que es enojoso? Mi mayor deseo es pasar inadvertida en Londres.

—Querida señorita Tallant, puede confiar en mí —se apresuró a replicar lord Fleetwood, que, como la mayoría de los indiscretos, se consideraba un modelo de discreción—. Y sepa que el señor Beaumaris se halla en el mismo caso que usted, así que sin duda la comprenderá.

Arabella se fijó en su anfitrión y vio que había levantado su monóculo, que colgaba de una cinta negra, para mirarla a su través. Elevó un poco la barbilla, porque no le gustó nada aquel escrutinio descarado.

—Ah, ¿sí?

No era nada habitual que las jóvenes levantaran la barbilla de ese modo cuando Beaumaris las miraba a través de su monóculo, pues solían sonreír como unas tontas, o intentaban fingir que no se daban cuenta de que él las estaba observando. Reparó en que había una chispa decididamente combativa en la mirada de aquella damisela, y eso avivó su interés.

—Sí, así es. ¿Y usted? —dijo con gravedad mientras dejaba caer el monóculo.

—¡Ay de mí! —exclamó Arabella—. ¡Soy tremendamente rica! ¡Es un suplicio para mí! ¡No se lo puede usted imaginar!

A Beaumaris le temblaron ligeramente los labios.

—Sin embargo, siempre he creído que una gran fortuna conlleva ciertas ventajas.

—¡Ah, pero usted es un hombre! Como es lógico, no entiende nada de estos asuntos. No puede imaginarse lo que significa para una ser el objetivo de todos los cazafortunas, que continuamente la cortejen y halaguen sólo por su riqueza, hasta el punto de que una desearía no poseer ni un penique.

La señorita Blackburn, que había supuesto que su acompañante era una muchacha modesta y bien educada, apenas pudo contener un estremecimiento.

—Estoy seguro de que se subestima usted, señorita —dijo el anfitrión.

—¡No, absoluto! —lo contradijo Arabella—. He oído demasiadas veces cómo me llamaban «la acaudalada señorita Tallant» para dejarme engañar, señor. Y ésa es la razón por la que quiero pasar inadvertida en Londres.

Beaumaris sonrió, pero como el mayordomo entró en ese momento para anunciar la cena, guardó silencio y se limitó a ofrecer su brazo a Arabella.

La cena, que consistía en dos platos, le pareció a Arabella más suntuosa de lo imaginable. No imaginó en ningún momento que su anfitrión, tras un rápido vistazo al aparador, se había convencido de que tanto su reputación como la de su casa estaban en peligro; ni que el cocinero francés, tras despedazar —mientras profería extrañas imprecaciones galas que hicieron temblar a sus ayudantes— los dos pollos Davenport a medio asar y meterlos en una sartén con una salsa bechamel aderezada con estragón, no hubiera decidido todavía si abandonar inmediatamente aquella poco honorable casa o cortarse el cuello con el cuchillo más grande que encontrara en la cocina. La soupe à la Reine se sirvió con filetes de rodaballo con salsa italiana; y los pollos al estragón iban acompañados de un plato de espinacas con pan frito, jamón glaseado, dos perdices frías, champiñones asados y pastel de cordero. El segundo plato sorprendió a Arabella con una selección aún más apabullante, pues había, además de los cestos de pastelitos, una crema renana, una gelatina, un bizcocho Savoy, un plato de salsifí frita con mantequilla, una tortilla y tostadas con anchoas. La señora Tallant siempre se había enorgullecido de cómo gobernaba la casa, pero un ágape como aquél, adornado con elegantes guarniciones y sutiles salsas, estaba más allá de las posibilidades del cocinero de la rectoría. Arabella no pudo evitar abrir un poco los ojos al ver aquel despliegue de viandas, pero consiguió disimular lo impresionada que estaba y aceptar cuanto le ofrecían con un meritorio alarde de indiferencia. Beaumaris, quizá reacio a degradar su vino de Borgoña, o tal vez con la vaga y dudosa esperanza de añadir un poco de interés a aquella comida tan corriente, había ordenado a Brough que sirviera champán. Arabella, que ya había abandonado por completo la discreción, dejó que le llenaran la copa y se la bebió aunque le resultara desagradable. El champán le produjo un efecto estimulante, de manera que informó a Beaumaris que se dirigía a la residencia de lady Bridlington en la ciudad; se inventó a varios tíos con el sencillo propósito de dotarse de sus fortunas; y se deshizo como si nada de sus cuatro hermanos y tres hermanas, que quizá podrían haber reclamado parte de su riqueza. Sin jactarse hasta el punto de parecer vulgar, consiguió causar la impresión de que estaba huyendo de numerosos y persistentes pretendientes; y su anfitrión, que la escuchaba con auténtico deleite, aseguró que Londres era el lugar idóneo para alguien que no quisiera llamar la atención.

Abordando con temeridad la segunda copa de champán, Arabella comentó que entre la multitud era más fácil pasar inadvertido que en la reducida sociedad del campo.

—Eso es cierto —coincidió Beaumaris.

—¡Tú nunca lo has hecho! —observó lord Fleetwood mientras se servía del plato de champiñones que le estaba ofreciendo Brough—. Debe usted saber, señorita, que se halla ante una persona sin parangón. El señor Beaumaris es la figura más destacada de la sociedad desde que murió el pobre Brummell.

—¿En serio? —dijo Arabella a Beaumaris con un aire de inocente curiosidad—. No lo sabía. Quizá no haya oído bien su nombre.

—¡Mi querida señorita Tallant! —exclamó lord Fleetwood fingiéndose horrorizado—. ¿Cómo no va a conocer al gran Beaumaris, el árbitro de la moda? Robert, te han dejado en ridículo.

Beaumaris, que con sólo levantar imperceptiblemente un dedo había hecho acercarse al vigilante Brough, le estaba murmurando alguna orden a su atento pero asombrado oído, y no prestó atención a su amigo. El mayordomo transmitió la orden al lacayo que se hallaba de pie junto a la mesita auxiliar, que, como era muy joven y por tanto controlaba mal sus emociones, adoptó una expresión de asombro que delató en cierto modo la incredulidad que lo embargaba. Sin embargo, la fría mirada que le dirigió su superior le recordó al instante cuál era su posición, y el joven salió de la habitación para cumplir la pasmosa orden que acababa de recibir.

La señorita Tallant, entretanto, había encontrado una oportunidad para satisfacer su más ardiente deseo, que consistía en desairar a su anfitrión hasta el punto de que no pudiera recuperarse.

—¿Arbitro de la moda? —repitió en tono inexpresivo—. No querrá decir que es uno de esos dandis, ¿verdad? Creía que… Oh, le ruego me perdone. Supongo que en Londres eso es tan importante como ser un gran soldado, un estadista o… algo por el estilo.

Ni siquiera lord Fleetwood podía confundir el tenor de ese ingenuo discurso, y sofocó un grito. La señorita Blackburn, que ya era consciente de cómo estaba empañándose gravemente el disfrute de aquella cena, rechazó la perdiz e intentó en vano captar la mirada de su acompañante. Sólo Beaumaris, que estaba disfrutando de lo lindo, parecía indiferente.

—Sí, desde luego. Uno puede ejercer una influencia trascendental —replicó con frialdad.

—Ah, ¿sí? —dijo Arabella con educación.

—Por supuesto, señorita. Uno puede arruinar por completo una carrera con sólo arquear una ceja, o elevar a una debutante a los más altos niveles de la buena sociedad con sólo recorrer una calle cogida de su brazo.

Arabella sospechó que estaban poniéndola a prueba, pero una extraña euforia se había apoderado de ella, de modo que no dudó en habérselas con aquel experto esgrimista.

—No cabe duda, señor, de que si yo tuviera la ambición de destacar en sociedad, su aprobación sería imprescindible, ¿verdad?

Beaumaris, célebre por su manejo de la espada verbal, burló la guardia de Arabella con una estocada inesperada:

—Mi querida señorita Tallant, usted no necesita permiso para ser admitida en las filas de las jóvenes más solicitadas. Ni siquiera yo podría desmentir las virtudes de una persona dotada… si me permite decirlo, de su rostro, su figura y su fortuna.

Arabella se sonrojó y atragantó con el último sorbo de champán y aunque intentó adoptar un aire de superioridad, sólo consiguió parecer adorablemente turbada. Lord Fleetwood, percatándose de que su amigo se había embarcado en otro de sus expertos flirteos, le lanzó una mirada furibunda e hizo cuanto pudo por atraer la atención de la presunta heredera. Estaba a punto de lograrlo cuando, de pronto, lo distrajo el insólito comportamiento de Brough: al ir a servir el segundo plato, le retiró la copa de champán y la sustituyó por un vaso que procedió a llenar con el líquido de una alta jarra que a lord Fleetwood le pareció limonada. Bastó con que diera un sorbo para confirmar ese espantoso temor y para que se quedara momentáneamente sin habla. Beaumaris, bebiendo de manera insulsa la inocua mezcla, aprovechó la oportunidad para retomar la conversación con la señorita Tallant.

Arabella se alegró de que le retiraran la copa de champán, pues aunque no lo habría admitido por nada del mundo, el vino espumoso le resultaba sumamente desagradable y le provocaba ganas de estornudar. Bebió un revitalizante sorbo de limonada, y la alegró enterarse de que en los círculos elegantes servían esa bebida con el segundo plato. La señorita Blackburn, más versada en las costumbres de la élite, ya no sabía qué juicio formarse de su anfitrión. Pasar en varias ocasiones de la convicción de que era un verdadero caballero a la sospecha de que no se trataba más que de un patán dejó a la pobre mujer muy desconcertada. No sabía qué pensar, pero fue incapaz de abstenerse de dirigirle una elocuente mirada de la más profunda gratitud. Los ojos de su anfitrión se encontraron con los de la institutriz, pero fue un intercambio tan fugaz que la señorita Blackburn no pudo discernir si había captado en ellos el destello de una burla o si eran imaginaciones suyas.

Brough recibió un mensaje en la puerta y anunció que el postillón de la señorita había traído un coche de alquiler a la casa, y que preguntaba cuándo quería reemprender su viaje a Grantham.

—Eso puede esperar —dijo Beaumaris colmando de nuevo el vaso de Arabella—. ¿Le apetece un poco de crema renana, señorita Tallant?

—¿Cuánto tardarán en reparar mi coche? —preguntó ella recordando el desagradable comentario que el anfitrión había hecho a su amigo.

—Creo que será necesaria una vara nueva, señorita. No sabría decirle cuánto tiempo tardarán en colocarla.

La señorita Blackburn chascó débilmente la lengua indicando que aquella información la consternaba.

—Un accidente muy inoportuno —admitió el anfitrión—. Pero les ruego que no se preocupen. Mañana puedo enviarles mi cupé a Grantham, a la hora que más les convenga.

Arabella se lo agradeció, pero rehusó cortésmente el ofrecimiento, asegurándole que no había ninguna necesidad. Si la reparación tardaba tanto que agotaba su paciencia, terminaría el viaje en una silla de posta.

—¡Será toda una experiencia! —declaró con sinceridad—. Mis amigos siempre me reprochan mis ideas anticuadas, y aseguran que en las sillas de posta se viaja con considerable comodidad.

—Veo que tenemos mucho en común, señorita —repuso el señor Beaumaris—. Pero discrepo en que el hecho de que no le guste viajar en coches de alquiler sea estar anticuada. Digamos que nosotros somos más delicados que el resto de los mortales. —Miró a su mayordomo y añadió—: Que le envíen un mensaje al carretero, Brough, diciéndole que me haga el favor de reparar el coche de la señorita Tallant con la mayor prontitud posible.

La señorita Tallant no pudo hacer más que agradecerle su amable mediación y terminarse la crema renana. Entonces se levantó, dijo que ya había abusado en exceso de la hospitalidad de su anfitrión y que debía despedirse de él, al tiempo que reiteraba el agradecimiento por su amabilidad.

—Soy yo el que está agradecido, señorita Tallant —replicó él—. Me alegro de que hayamos tenido ocasión de conocernos y espero que me conceda el placer de ir a visitarla en la ciudad cuanto antes.

Esa promesa produjo una gran agitación a la señorita Blackburn. Cuando acompañó a Arabella al piso de arriba, le susurró al oído:

—¿Cómo ha podido hacer algo así? Ahora quiere ir a visitarla en Londres, y usted le ha dicho… ¡Ay! ¿Qué pensará su madre?

—¡Bah! —contestó Arabella restándole importancia—. Si de verdad es un hombre rico, no se molestará en visitarme. ¡Ni siquiera se acordará de mí!

—¿Si lo es? Santo cielo, señorita Tallant, debe de ser uno de los hombres más ricos del país. Cuando comprendí que se trataba del señor Beaumaris, poco faltó para que me desmayara.

—Bueno —dijo Arabella, envalentonada por el alcohol—, si tan poderoso e importante es, seguro que no tiene ninguna intención de volver a verme. Y le garantizo que confío en que no lo haga, porque me resulta francamente odioso.

Arabella se negó a corregir su punto de vista y a reconocer siquiera que el señor Beaumaris, como mínimo, observaba un comportamiento impecable. Afirmó que no lo encontraba atractivo y que detestaba a los dandis. La señorita Blackburn, aterrada de pensar que Arabella, en su alarmante estado de ánimo, pudiera delatar la opinión que le merecía su anfitrión al despedirse de él, le suplicó que no olvidara que debía tratarlo con cortesía. Añadió que una sola palabra despectiva que él formulara sería suficiente para arruinar la carrera de cualquier damisela, y entonces lamentó haber hecho ese comentario, porque esa advertencia hizo surgir de nuevo en los ojos de Arabella aquel destello combativo. Pero cuando el señor Beaumaris la ayudó a subir al coche y, con la más atractiva de sus sonrisas, le rozó delicadamente la mano con los labios antes de soltársela, la joven se despidió de él con una tímida vocecilla en la que no había ni el más ligero rastro de desprecio.

El coche se puso en marcha; Beaumaris se dio la vuelta y echó a andar sin prisas hacia la casa. Su ofendido amigo se abalanzó sobre él en el vestíbulo y le preguntó qué diantre pretendía sirviéndoles limonada a sus invitados.

—Me parece que a la señorita Tallant no le ha gustado mi champán —replicó él, imperturbable.

—Si no le hubiera gustado podría haberlo rechazado, ¿no? —protestó su amigo—. Además, eso no es cierto. ¡Se ha bebido dos copas!

—No importa, Charles. Podemos tomar oporto.

—¡Estupenda idea! —se animó lord Fleetwood—. ¡Y espero que sea el mejor de tu bodega! Un par de botellas de ese vino tuyo del setenta y cinco…

—Sírvelo en la biblioteca, Brough. Uno de esos de barril…

Lord Fleetwood, que era una presa fácil, mordió el anzuelo sin vacilar:

—¡Pero cómo! —exclamó palideciendo—. ¡Robert! ¡En serio, Robert!

Beaumaris arqueó las cejas fingiendo sorpresa, pero Brough, apiadándose de él, dijo en tono tranquilizador:

—No se preocupe, señor. En nuestra bodega no hay vino de ése.

—¡Te mereces que te dé un puñetazo, Robert! —exclamó con vehemencia lord Fleetwood, percatándose de que lo habían embaucado otra vez.

—Si te atreves…

—No, no me atrevo —confesó lord Fleetwood, y acompañó a su amigo a la biblioteca—. Pero lo de la limonada ha sido una jugarreta. —Frunció la frente, como si se concentrara, y añadió—: ¡Tallant! ¿Habías oído ese apellido? A mí no me suena de nada.

Beaumaris lo miró por un instante. Entonces desvió la vista hacia la caja de rapé que había sacado del bolsillo. Abrió la tapa y cogió un pellizco con el índice y el pulgar.

—¿Nunca has oído hablar de la fortuna de los Tallant? ¡Mi querido Charles!

Ir a la siguiente página

Report Page