Arabella

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Gracias al mensaje del señor Beaumaris, a instancias del cual el carretero pasó por alto los encargos que le habían hecho otros tres propietarios de vehículos accidentados, Arabella sólo tuvo que esperar un día en Grantham. Como la partida de caza se reunió allí por la mañana, la joven pudo, desde la ventana de un saloncito privado del Angel and Royal Inn, ver qué aspecto ofrecía montado a caballo. También habría podido descubrir qué aspecto tenía lord Fleetwood si le hubiera interesado, pero curiosamente ni siquiera se fijó en él. Beaumaris estaba imponente a lomos de un bonito purasangre, con largas y caídas cuartillas y hombros bien moldeados. Decidió que nunca había visto a ningún jinete que luciera mejor que él. La parte superior de sus botas de caza era de una blancura con que ningún provinciano habría siquiera soñado.

Una vez la cacería hubo partido, durante el resto del día dos viajeras rezagadas no podían hacer otra cosa que pasearse por el pueblo, comer y bostezar leyendo los únicos libros que se encontraban en la posada. Pero a la mañana siguiente, llevaron el coche del squire al Angel, con una nueva vara y los caballos convenientemente descansados, y las damas pudieron reemprender temprano la última etapa de su largo viaje.

Hasta la señorita Blackburn estaba harta de la carretera cuando el embarrado coche se detuvo por fin ante la puerta de la casa de lady Bridlington en Park Street. La institutriz conocía lo suficiente la metrópolis para no interesarse por los diversos sonidos e imágenes que hicieron que Arabella olvidara su aburrimiento y su inquietud tan pronto como el coche arribó a Islington. Para una joven que jamás había visto una población mayor que York, aquello resultaba fascinante y apabullante. El tráfico la mareaba, y el ruido de los cascabeles, el estrépito de las ruedas sobre los adoquines de las calles y los estridentes gritos de los vendedores ambulantes de carbón, arcilla, felpudos y ratoneras la ensordecían. Contemplaba aquel torbellino con ojos muy abiertos, y se preguntaba cómo podía vivir la gente en un lugar como aquél sin perder el juicio. Pero cuando el coche, tras detenerse una o dos veces para que el cochero preguntara el camino a los gangosos y no siempre educados cockneys, entró, lento y pesado, en la parte más elegante de la ciudad, el ruido disminuyó y Arabella empezó a abrigar esperanzas de poder dormir en Londres.

La casa de Park Street parecía desmesuradamente alta para alguien acostumbrado a una intrincada casa de campo de dos plantas. El mayordomo que recibió a las damas en un amplio vestíbulo, de donde partía una imponente escalera, resultaba tan majestuoso que Arabella estuvo tentada de disculparse por causarle la molestia de tener que anunciarla a su madrina. Sin embargo, cuando constató que al mayordomo sólo lo ayudaba un lacayo, pudo acompañarlo con relativa serenidad hasta el salón del primer piso.

La bienvenida que le dieron hizo esfumarse todos sus escrúpulos. Lady Bridlington, cuyas rellenas y rosadas mejillas enmarcaban una amplia sonrisa, la estrechó contra su amplio pecho, la besó repetidamente, se admiró, como había hecho la tía Emma, de la increíble semejanza con su madre y pareció alegrarse tanto de verla que los temores de la joven desaparecieron. La bondad de lady Bridlington se extendió incluso a la institutriz, a la que se dirigió con amabilidad e impecable cortesía.

Cuando la madre de Arabella conoció a lady Bridlington, ésta era una joven hermosa, sin exceso de sentido común pero con el suficiente, y tan vivaracha y simpática que a ninguna de sus amigas sorprendió que se casara con tan buen partido. El tiempo había hecho aumentar más su figura que su intelecto, y Arabella no tardó en descubrir que, bajo una apariencia de sofisticación, sólo había una gran tontería. La señora leía todas las obras en prosa y en verso que estaban de moda, entendía una de cada diez palabras que leía y comentaba sin reparo alguno sus lecturas; adoraba a los más admirados cantantes de ópera, pero, aunque no lo confesara, prefería el ballet; aseguraba que jamás había habido nada comparable al Hamlet de Kean en los escenarios ingleses, pero disfrutaba mucho más con la farsa que se representaba después de esa inquietante actuación. Era incapaz de tararear correctamente una melodía, pero siempre patrocinaba los conciertos de música antigua de la temporada, y todos los años visitaba la exposición de la Royal Academy en Somerset House, donde, aunque su idea de un buen cuadro se basaba en que le recordara mucho a alguna persona o lugar conocido, nunca dejaba de detectar la mano de un maestro en los lienzos de los artistas más distinguidos. Arabella, impresionada, comprobó que su vida consistía únicamente en placeres, y que el único esfuerzo mental que realizaba era el de asegurarse su propia comodidad. Pero habría sido injusto tildarla de egoísta. Era una mujer muy amable; quería que cuantos la rodeaban fueran tan felices como ella, porque eso los alegraba y le desagradaban las caras largas; pagaba bien a sus sirvientes, y siempre recordaba agradecerles cualquier servicio extraordinario que hicieran para ella, como pasearle los caballos por Bond Street durante una hora cuando llovía mientras ella se hallaba de compras, o esperarla levantados hasta las cuatro o las cinco de la mañana para ayudar a acostarla después de una fiesta; y, siempre que no tuviera que molestarse por ellos ni hacer nada que le resultara desagradable, era amable y generosa con sus amigos.

De la visita de Arabella sólo esperaba cosas buenas, y aunque sabía que ofreciéndose a presentar a la joven en sociedad estaba actuando de una manera muy generosa, no se entretenía mucho pensándolo, salvo un par de veces al día en la privacidad de su vestidor, y no con mezquindad, sino meramente por la gratificante sensación que le producía ser una persona benévola. Le encantaba ir de visita, de compras y a espectáculos; le gustaba organizar reuniones en su casa; y casi nunca se aburría, ni siquiera en el más insulso de los salones. Como es natural, pues todas las damas elegantes lo hacían, se quejaba de las reuniones excesivamente concurridas y de las veladas insípidas, pero nadie que la hubiera visto en esas funciones, saludando a un sinfín de conocidos, intercambiando con ellos los últimos chismorreos, escudriñando con atención los nuevos modelos o participando en una partida de whist habría dudado de cuánto disfrutaba en ellas.

Así pues, acompañar a una debutante a una sucesión de bailes, fiestas, salones, revistas militares, ascensiones en globo y cualquier otra diversión que pudiera ofrecerse durante la temporada encajaba a la perfección con su temperamento. Dedicó gran parte de la primera velada de Arabella en Park Street a describirle los maravillosos planes que había estado ideando para distraerla, y apenas pudo esperar a que la señorita Blackburn se marchara al día siguiente para pedir que le enviaran el coche y enseñarle a Arabella las tiendas más elegantes de Londres.

Los establecimientos de High Harrowgate no podían compararse con aquéllos. Arabella tuvo que dominarse cuando vio los seductores artículos expuestos en los escaparates. La ayudó un poco su perspicacia norteña, que la hacía retroceder ante nimiedades que costaban cinco veces su valor real; pero no la ayudó en absoluto su cicerone, que, como durante toda su vida había dispuesto de medios suficientes para adquirir cuanto se le antojaba, no entendió por qué Arabella no quería comprarse un sombrero de terciopelo, adornado con plumas y con un gran velo de encaje, cuyo precio era superior al valor de todos los sombreros que con tanta habilidad habían confeccionado los dedos de su madre y de Sophia. Lady Bridlington admitió que el sombrero era un poco caro, pero sostuvo que comprar algo que tanto la favorecía no podía considerarse una extravagancia. Sin embargo, Arabella lo descartó con decisión y aseguró que tenía todos los sombreros que necesitaba, añadiendo con franqueza que no debía gastar demasiado, porque sus padres no podrían enviarle más dinero del que ya le habían dado. A lady Bridlington la consternaba pensar que una muchacha tan hermosa no pudiera sacarle el máximo partido a su belleza. Eso la entristecía tanto que compró un bolso de malla y un ramillete de flores artificiales y se los regaló a Arabella. Vaciló unos minutos ante un hermoso chal de seda de Norwich, pero valía veinte guineas, y aunque no pudiera decirse que fuera un precio desorbitado, recordó que ya tenía uno, mucho mejor, por el que había pagado cincuenta guineas y que podía prestar a Arabella siempre que no deseara ponérselo ella. Además, más adelante tendría que pagar el vestido para la presentación de la joven en la corte, y pese a que en su armario tal vez hallara muchas prendas que podrían ajustarse a las necesidades de Arabella, sin duda se gastaría mucho dinero. Volvió a examinar el chal y se convenció de que era de mala calidad, por tanto, no era el tipo de prenda que querría regalarle a su protegida, así que salió de la tienda sin llevárselo. Arabella sintió un profundo alivio, porque aunque, como es lógico, le habría gustado ponerse aquel chal, no quería costarle demasiado dinero a su anfitriona.

La franqueza con que Arabella hablaba de sus circunstancias preocupó un poco a lady Bridlington. No lo mencionó de inmediato, pero esa noche, cuando las dos mujeres se sentaron delante del fuego del saloncito a beber té, se aventuró a formular algunas de las ideas a las que había estado dándoles vueltas.

—Mira, querida, he estado pensando en la mejor manera de actuar y he decidido que tan pronto como te hayas acostumbrado un poco a Londres (y estoy segura de que no tardarás, porque eres una jovencita muy inteligente) comenzaré a presentarte, con discreción. La temporada todavía no ha empezado y aún no hay mucha gente en la ciudad. Y creo que eso nos beneficia, porque tú no sabes cómo funcionan las cosas aquí, y una fiesta discreta (sin baile, sólo una reunión, con música, quizá, y cartas) será lo mejor para tu presentación. Sólo invitaría a unos cuantos amigos míos, personas que te conviene conocer: otras jóvenes de tu edad y también a algunos caballeros, por supuesto. Así, cuando te lleve a Almack’s o a algún baile importante, te sentirás más cómoda, te lo aseguro. Nada hay más desagradable que encontrarse en una reunión donde una no reconoce ni una sola cara.

Arabella no lo ponía en duda, de modo que aprobó de buen grado ese excelente plan.

—¡Sí, por favor, señora! Es justo lo que desearía, porque al principio no sabré cómo comportarme, aunque estoy decidida a aprender deprisa.

—¡Exactamente! —exclamó la señora, radiante—. Eres una joven muy sensata, Arabella, y tengo grandes esperanzas de conseguir una unión respetable para ti, como le prometí a tu madre. —Vio que la joven se ruborizaba, y añadió—: Espero que no te importe que te hable con franqueza, querida, porque ya debes de saber lo importante que es que te establezcas bien. ¡Ocho hijos! No sé cómo conseguirá tu pobre madre encontrar buenos maridos a tus hermanas. ¡Y los varones salen tan caros! No quiero ni pensar en lo que mi querido Frederick nos costó a su padre y a mí. Primero era una cosa, y luego otra.

El semblante de Arabella se ensombreció al pensar en las muchas necesidades de sus hermanos y hermanas.

—Sí, señora —asintió con gravedad—, lo que dice es muy cierto, y estoy dispuesta a hacer cuanto pueda para no decepcionar a mi madre.

Lady Bridlington se inclinó hacia delante, posó una regordeta mano sobre la de Arabella y se la apretó con dulzura.

—No esperaba menos de ti. Y ahora, déjame que te cuente lo que tenía pensado. —Volvió a recostarse en el respaldo, jugueteó un poco con los flecos de su chal y entonces dijo, sin mirar a Arabella—: Ya sabes, querida, que todo depende en gran parte de la primera impresión. En sociedad, donde todo el mundo anda buscando buenos partidos para sus hijas, y donde los caballeros pueden elegir entre tantas jóvenes hermosas, es importantísimo que digas y te comportes como es debido. Por eso deseo presentarte con discreción, y sólo cuando te hayas familiarizado con la vida londinense. Porque debes saber, querida, que únicamente los pueblerinos expresan admiración. Te prometo que ignoro por qué, pero créeme, las muchachas inocentes del campo no son del agrado de los caballeros.

Arabella se sorprendió, porque a través de los libros había aprendido lo contrario. Se aventuró a decírselo a su madrina, pero lady Bridlington negó con la cabeza:

—No, querida, eso no es así. Eso quizá funcione muy bien en una novela, género que me encanta, pero nada tiene que ver con la vida real, te lo aseguro. Mas no es eso de lo que quería hablarte. —Volvió a toquetear los flecos de su chal y con un arrebato de elocuencia prosiguió—: Yo en tu lugar, querida, no me pasaría el día hablando de Heythram y la rectoría. Debes recordar que resulta insoportable verse obligado a escuchar historias sobre personas a quienes uno no conoce. Y aunque no tienes que recurrir a evasivas, por supuesto, es absolutamente innecesario que le cuentes a todo el mundo cuál es la situación de tu padre. Yo no he mencionado nada que pueda llevar a alguien a suponer que no tengas una posición acomodada, porque te aseguro, Arabella, que nada perjudicaría más tu futuro como que se supiera que tus expectativas son muy reducidas.

Arabella estuvo a punto de replicar más acaloradamente de lo que permitía la cortesía cuando recordó su conducta en casa del señor Beaumaris. Agachó la cabeza y permaneció en silencio, preguntándose si tenía que referirle el lamentable asunto a lady Bridlington, pero al final decidió que era demasiado vergonzoso para confesarlo.

—Si tienes la suerte de ganarte el afecto de algún caballero —se apresuró a decir lady Bridlington, malinterpretando el motivo que confundía a la joven—, querida Arabella, le explicarás cuál es tu situación, por supuesto, o yo misma lo haré. Y en ese caso, ten por seguro que a él no le importará lo más mínimo. No debes creer que deseo que pongas en práctica ningún tipo de engaño, porque no es así. Sólo te digo que es absurdo, además de innecesario, que hables de tus circunstancias con todas las personas que conozcas.

—Sí, señora —asintió Arabella con un hilo de voz.

—¡Sabía que lo entenderías! Y ahora, ya que no hace falta que añada más sobre este asunto, hemos de decidir a quién vamos a invitar a la fiesta. ¿Te importaría mirar si mi bloc está en esa mesita, querida? Y tráeme un lápiz, por favor.

Arabella se los llevó, y la buena mujer se puso a preparar la fiesta. Como Arabella no conocía ninguno de los nombres que recitaba, la cuestión se resolvió con un suave monólogo. Lady Bridlington repasó a la mayor parte de sus conocidos, murmurando que era inútil invitar a los Farnworth, porque no tenían hijos; que lady Kirkmichael daba unas fiestas muy birriosas, y que, aunque decidiera celebrar un baile en honor de esa desgarbada hija suya, era improbable que invitara a Arabella; que a los Accrington sí debía enviarles una invitación, y también a los Buxton, dos familias encantadoras que con toda seguridad darían numerosas fiestas esa temporada.

—Y quiero invitar a lord Dewsbury y sir Geoffrey Morecambe, querida, porque no sé si alguno de ellos… Y estoy segura de que el señor Pocklington lleva dos años buscando esposa, aunque quizá sea un poco mayor… Sin embargo, le pediré que venga, pues nada malo puede haber en eso. Estoy segura de que lady Sefton asistirá, porque es una de las patrocinadoras de Almack’s; y quizá Emily Cowper pueda… Y los Charnwood, y el señor Catwick; y los Garthorpe, si es que están ya en la ciudad…

Siguió enumerando a gente, mientras Arabella procuraba mostrarse interesada. Pero como no podía hacer más que darle la razón a su anfitriona, pronto se distrajo, hasta que de pronto dio un respingo al mencionar lady Bridlington un nombre que Arabella sí conocía.

—Y también le enviaré una invitación al señor Beaumaris, porque sería estupendo para ti, querida, que se supiera que había venido a tu presentación, ¡porque así es como debemos llamarla! Escucha, si viniera y se dignara hablar contigo aunque sólo fuera unos minutos, y si se mostrara complacido a tu lado, podríamos considerarlo un éxito. ¡Todo el mundo sigue su ejemplo! Y quizá asista, porque aún hay pocas fiestas. Lo trato desde hace años, y conocía muy bien a su madre, lady Mary Caldicot, hija del difunto duque de Wigan y una criatura hermosísima. Además, el señor Beaumaris ya ha estado en mi casa; vino a una reunión y se quedó media hora. Entiéndeme, no hemos de forjarnos muchas ilusiones, pero tampoco desesperar.

Hizo una pausa para tomar aliento, Arabella, que no había podido evitar ruborizarse, aprovechó para decir:

—Yo… yo conozco un poco al señor Beaumaris, madrina.

Lady Bridlington se quedó tan pasmada que se le cayó el lápiz.

—¿Que conoces al señor Beaumaris? —repitió—. Querida, no sabes lo que dices. ¿Dónde puedes haberlo conocido?

—Es que… se me olvidó contarle, madrina —balbuceó Arabella, muy aturullada—, que cuando se rompió la vara del coche (¡eso sí se lo dije!), la señorita Blackburn y yo buscamos refugio en su pabellón de caza, y… y lord Fleetwood estaba con él, y nos invitaron a cenar.

Lady Bridlington profirió un grito de asombro.

—¡Santo cielo, Arabella! ¿Cómo es posible que no lo mencionaras? ¡En casa del señor Beaumaris! ¡Te invitó a cenar con él y no me dijiste ni una sola palabra!

Arabella se sintió incapaz de explicarle por qué no le había comentado aquel episodio. Aseguró que con las emociones de la llegada a Londres se había olvidado.

—¿Que se te olvidó? —exclamó lady Bridlington—. ¿Cenas con el señor Beaumaris en su pabellón de caza y luego me hablas de la emoción de venir a la ciudad? Dios mío, niña… Pero ¿lo ves? Eres una chiquilla bucólica, querida; estoy segura de que no sabías lo que eso podía significar para ti. ¿Se mostró complacido? ¿Le caíste bien?

Aquello fue demasiado, incluso para una joven decidida a comportarse de forma impecable.

—Creo que le caí sumamente mal, señora. Yo a él lo encontré muy orgulloso y desagradable, y espero que no lo invite a su fiesta.

—¿Cómo no voy a invitarlo a mi fiesta cuando, si se dignara venir, todos dirían que había sido un éxito? Debes de estar loca, Arabella, para hablar así. Y permíteme suplicarte, querida, que no te refieras de ese modo al señor Beaumaris en público. Ya sé que es un poco estirado, pero ¿qué importa? Nadie en Londres es más influyente que él, porque al margen de su inmensa fortuna, está emparentado con la mitad de las casas de Inglaterra. Los Beaumaris son una de las familias más antiguas del país, y por parte de madre es nieto de la duquesa de Wigan (me refiero a la duquesa viuda de Wigan, lo que lo convierte en primo del actual duque, y de los Wainfleet, y…). ¡Pero tú no lo entiendes, claro! —concluyó con desesperación.

—Lord Fleetwood me pareció muy simpático y caballeroso —ofreció Arabella como paliativo.

—¡Fleetwood! Voy a decirte algo, Arabella: no pongas los ojos en él, porque todo el mundo sabe que él sí necesita contraer un matrimonio ventajoso.

—Espero, señora —replicó la joven, muy exaltada—, que no esté insinuando que debo fijarme en el señor Beaumaris, porque no lo haría por nada del mundo.

—Querida mía —repuso lady Bridlington con franqueza—, sería en vano. Robert Beaumaris puede escoger entre todas las bellezas de Inglaterra. Y además es el seductor más hábil de Londres. Pero te ruego encarecidamente que no lo pongas en tu contra mostrándote tan descortés. Puedes opinar lo que desees de su persona, pero créeme, Arabella: él podría arruinar toda tu carrera, y también la mía, por cierto —añadió.

Arabella apoyó la barbilla en una mano y caviló sobre una idea interesante.

—¿Y también podría beneficiarme, madrina?

—Por supuesto, si decidiera hacerlo. ¡Es una criatura imprevisible! Podría resultarle divertido convertirte en la joven más atractiva de la ciudad, pero también podría metérsele en la cabeza decir que no eres su tipo, y si afirmara algo así aunque sólo fuera una vez, querida, ¿qué hombre te miraría dos veces, a menos que ya se hubiera enamorado de ti, lo cual, al fin y al cabo, no podemos esperar?

—Querida madrina —la tranquilizó Arabella con dulzura—, confío en no ser tan maleducada para mostrarme descortés con nadie, ni siquiera con el señor Beaumaris.

—Yo también lo espero, querida mía —repuso la señora sin mucho convencimiento.

—Le prometo que no seré descortés con el señor Beaumaris, si es que asiste a su fiesta.

—Me alegro de oírlo, querida, pero me temo que no acudirá —replicó su madrina con pesimismo.

—Cuando nos despedimos me dijo que confiaba en tener el placer de visitarme en la ciudad —comentó Arabella con indiferencia.

Lady Bridlington reflexionó un instante sobre la afirmación de su ahijada.

—No creo que debamos darle mucho valor a eso —concluyó negando con la cabeza—. Seguro que sólo lo dijo por educación.

—Sí, claro. Y ya que lo conoce, me gustaría que le enviara a lord Fleetwood una invitación a su fiesta, madrina, porque fue sumamente amable y me resultó muy simpático.

—¡Pues claro que lo conozco! —exclamó lady Bridlington—. Pero te ruego que no te forjes ilusiones respecto a él. Es encantador, mas según tengo entendido, los Fleetwood se hallan en la ruina, y por mucho que flirtee contigo, estoy convencida de que jamás te propondría matrimonio.

—¿Acaso todos los hombres que conozca deben quererse casar conmigo? —preguntó Arabella esforzándose por controlar su tono.

—No, querida, y ten por seguro que no lo harán. De hecho, tenía pensado prevenirte para que no te ilusiones demasiado. Voy a hacer cuanto pueda por ti, pero no puede negarse que los buenos partidos no crecen en todos los campos. Sobre todo, querida (y espero que no te ofendas porque te lo diga), cuando no tienes mucho que ofrecer.

Ante la convicción de su madrina, Arabella no quiso confesar sus sentimientos, así que permaneció callada. Afortunadamente, lady Bridlington no era una persona muy tenaz, y como en ese momento recordó el nombre de una dama muy importante a la que debía incluir en la lista de invitados, olvidó las opciones matrimoniales de Arabella y se puso a explicarle por qué sería un grave error no contar con lady Terrington para la fiesta. No volvieron a mencionar al señor Beaumaris, pues milady, a raíz de alguna referencia que ella misma había hecho, empezó a describirle a su ahijada las diversas distracciones que le tenía preparadas. Pese a que todavía no había empezado la temporada, éstas eran tan numerosas que Arabella casi se mareó, y se preguntó si, en medio de aquella alegre vorágine, su anfitriona encontraría tiempo para llevarla a la iglesia el domingo. Pero había juzgado muy mal a lady Bridlington al dudar de que fuera a ir a la iglesia: a su madrina le habría resultado muy extraño no dejarse ver en la iglesia todos los domingos por la mañana, a menos, como a menudo ocurría, que decidiera asistir al servicio de la Capilla Real, donde, además de escuchar un excelente sermón, podía estar segura de encontrarse con todos sus amigos más distinguidos e incluso, con frecuencia, ver a algún miembro de la familia real. Eso fue lo que ocurrió el primer domingo que Arabella pasó en Londres, circunstancia que interesó mucho a sus hermanos y hermanas en Yorkshire cuando la joven lo contó por carta, además de describirles con mucha habilidad Hyde Park, la catedral de St. Paul y una vívida imagen del alboroto de las calles londinenses.

«El domingo fuimos al servicio matutino de la Capilla Real de St.

Jame’s —escribió Arabella con pulcra caligrafía en un papel muy fino—. Escuchamos un excelente sermón de un texto de la Segunda Epístola a los Corintios. Por favor, decídselo a nuestro padre: al que había atesorado mucho, nada le quedó; y al que había atesorado poco, nada le faltó. En Londres todavía no hay mucha gente —Arabella había escuchado con atención a su madrina—, pero se encontraban allí muchos personajes importantes, y también el duque de Clarence, que después del servicio vino a saludarnos, y se mostró muy amable, pues no es nada engreído». Arabella hizo una pausa y mordisqueando el extremo de la pluma reflexionó sobre el duque de Clarence. Quizá a su padre no le gustara que describiera a su alteza real, pero seguro que su madre, Sophy y Margaret querrían saber cómo era y qué les había dicho. Volvió a inclinarse sobre la hoja y escribió con comedimiento: «Aunque no puede decirse que sea precisamente guapo, su rostro es agradable. Su cabeza tiene una forma un poco rara, y es más bien corpulento. Me recordó a mi tío, porque habla igual que él, y muy fuerte, y ríe mucho. Me hizo el honor de comentar que llevaba un sombrero muy bonito; espero que madre esté contenta, porque era el de las plumas rosa que me hizo». No creyó que hubiera nada que añadir sobre el duque de Clarence, salvo que hablaba demasiado fuerte en la iglesia, pero esa información no agradaría a los habitantes de la rectoría. Releyó lo que había escrito y pensó que no satisfaría a madre ni a las niñas, así que agregó: «Lady Bridlington dice que no está tan gordo como el príncipe regente o el duque de York». Con esa alentadora observación terminó el párrafo y empezó uno nuevo.

«Me estoy adaptando muy bien a Londres, y ya empiezo a saber moverme por las calles, aunque como es lógico todavía no salgo sola. Siempre me acompaña un lacayo de lady Bridlington, como Bertram predijo, pero me he fijado en que hoy en día algunas jóvenes salen sin compañía, aunque quizá no pertenezcan a la buena sociedad. Esto es muy importante, y vivo siempre con el temor de hacer algo improcedente, como pasear por St. Jame’s Street, donde están todos los clubes de los caballeros. Lady Bridlington ha organizado una fiesta para presentarme a sus amistades. Voy a estar muy nerviosa, porque todo el mundo es muy elegante, aunque también muy correcto y más amable de lo que yo esperaba. A Sophy le encantará saber que lord Fleetwood, al que conocí durante el viaje, como os expliqué desde Grantham, vino a visitarnos una mañana para saber cómo me iba, lo cual fue un detalle muy encomiable por su parte. También nos visitó el señor Beaumaris, pero estábamos paseando por el parque y dejó su tarjeta. Lady Bridlington se emocionó mucho cuando se enteró, y le dio suma importancia; yo lo encuentro disparatado, pero veo que así es como funciona este mundo, y eso me hace reflexionar sobre cuanto nos ha enseñado nuestro padre sobre la frivolidad y la vacuidad de la vida moderna. —Con esa alusión creyó zanjar satisfactoriamente el tema de Beaumaris. Volvió a mojar la pluma en el tintero—. Lady Bridlington es un verdadero ángel; por otra parte, estoy segura de que su hijo es un joven muy respetable y que no se entrega a la búsqueda de los placeres, como temía nuestro padre. Se llama Frederick. Se encuentra de viaje por Alemania y ha visitado gran parte de los campos de batalla. Le escribe unas cartas muy interesantes a su madre, que estoy segura que complacerían a nuestro padre, porque de ellas se desprende que es una persona íntegra, y reflexiona sobre cuanto ve de un modo muy edificante, aunque se extiende demasiado. —Constató que le quedaba poco espacio en la hoja y apretando la letra añadió—: Seguiría escribiendo, pero no puedo franquear esta carta, y no quiero que padre tenga que pagar seis peniques por una segunda hoja. Les envío todo mi cariño a mis hermanos y hermanas, y mi más profundo respeto a mi querido padre. Tu hija que te quiere. Arabella».

Con eso, su madre y las niñas tendrían suficiente tema de conversación, aunque Arabella se dejó muchas cosas en el tintero. Era difícil no alardear un poco de los cumplidos que le había prodigado un duque real, o no mencionar a un noble que había ido a visitarla para ver cómo estaba; por no hablar del gran señor Beaumaris, si es que a una le importaban esas cosas. Pero ella era demasiado modesta para revelarle incluso a su madre con qué elegancia y amabilidad se comportaban todos con una insignificante muchacha de Yorkshire.

Porque así era. Cuando iba de compras a Bond Street, o a pasear por Hyde Park las tardes que hacía buen tiempo, o cuando asistía al servicio de la Capilla Real, lady Bridlington siempre encontraba a algún conocido, y en cada ocasión presentaba a Arabella. Algunas matronas de la alta sociedad que no tenían por qué prestarle ninguna atención se comportaban con ella de la forma más gratificante, abrumándola con la amabilidad de sus preguntas y con su insistencia en que lady Bridlington fuera a visitarlas acompañada de su ahijada. Hubo quienes presentaron a sus hijas a la joven, y le propusieron que fuera a pasear con ellas por Green Park alguna mañana soleada, de modo que en muy poco tiempo parecía tener un montón de conocidos en Londres. Los caballeros tampoco se quedaban cortos: a menudo ocurría que uno que estuviera paseando por el parque se acercara al birlocho de lady Bridlington y charlara un rato con ella y su hermosa protegida; y más de un petimetre, al que milady apenas conocía, fue a visitarla sirviéndose de lo que incluso para alguien tan poco dado a las especulaciones como lady Bridlington parecía una pobre excusa.

Lady Bridlington estaba un poco sorprendida, pero tras reflexionar acerca del asunto, pudo explicar fácilmente tanto la cortesía de las damas como la de los caballeros. Estaban deseosos de complacerla. Y eso la condujo de forma natural a creer que el mérito era en gran parte suyo por haber anunciado tan bien la visita de Arabella a la ciudad. En cuanto a los caballeros, nunca había dudado, desde el momento en que vio a su ahijada, de que aquella hermosa figura y aquel adorable semblante fueran a causar de inmediato gran admiración. Además Arabella tenía una sonrisa adorable que hacía que le salieran hoyuelos en las mejillas y le conferían una expresión traviesa y seductora. Lo más probable era que cualquier hombre, salvo quizá los más insensibles, pensó lady Bridlington con envidia, se comportara de forma arrebatada bajo esa embriagadora influencia, por mucho que más tarde pudiera lamentarlo.

Pero ninguna de esas conclusiones acababa de explicar las visitas diurnas de varias damas de renombre, cuyo trato con lady Bridlington se había limitado hasta ese momento a invitaciones a sus fiestas y mudos saludos desde sus respectivos coches. La actitud de lady Somercote resultaba particularmente desconcertante. Fue a Park Street cuando Arabella estaba paseando con las tres adorables hijas de sir James y lady Hornsea, y pasó más de una hora en compañía de la satisfecha lady Bridlington. Expresó gran admiración por Arabella, a la que se había encontrado en el teatro con su madrina.

—¡Qué joven tan encantadora! Es muy educada, y no hay nada pretencioso en su forma de vestir ni en su conducta.

Lady Bridlington le dio la razón, y como no era muy despierta, su invitada ya había pasado a su siguiente observación cuando se preguntó por qué esperaría alguien que Arabella fuera pretenciosa.

—Tengo entendido que procede de buena familia, ¿verdad? —dijo lady Somercote con indiferencia, pero escrutando el rostro de su anfitriona.

—Sí, por supuesto —respondió lady Bridlington con dignidad—. De una familia muy respetada de Yorkshire.

Lady Somercote asintió con la cabeza.

—Ya me lo imaginaba. Sus modales son excelentes y se comporta con perfecto decoro. Me complació especialmente la modestia de su porte: no daba la menor señal de querer destacar. ¡Y su vestido! Es precisamente lo que me gusta en una joven. Nada vulgar, como lamentablemente solemos ver hoy en día. Ahora que todas las damiselas se cubren de joyas, resulta reconfortante ver a una con una simple corona de flores en la cabeza. Somercote quedó muy impresionado. Es más, quedó prendado de ella. Debe llevarla a Grosvenor Square la semana que viene, querida lady Bridlington. Nada formal, ya me entiende: sólo unos cuantos amigos, y quizá los jóvenes se animen a bailar un poco.

Lady Somercote se marchó en cuanto su anfitriona hubo aceptado esa halagüeña invitación. La madrina de Arabella quedó muy desconcertada. Era lo bastante astuta para saber que detrás de aquel inesperado honor debía de haber algo más que un cumplido dirigido a ella, pero ignoraba los motivos de lady Somercote. Tenía cinco hijos solteros, y era bien sabido que las propiedades de los Somercote estaban gravosamente hipotecadas. La progenie de los Somercote necesitaba casarse con mujeres adineradas, y su madre estaba decidida a buscarles una heredera. Por un instante lady Bridlington temió haber ocultado demasiado bien, en su ansiedad para ayudar a Arabella, las circunstancias de su ahijada. Pero no recordaba haberlas mencionado siquiera: es más, se acordaba de que había tenido mucho cuidado de no hacerlo nunca.

La honorable señora Penkridge, que fue a visitar a su querida amiga con el propósito expreso de invitarlas a ella y su protegida a una selecta soirée musical, y de explicarle, con las debidas disculpas, que por causa de la estupidez de su secretario todavía no había recibido la invitación, habló de Arabella en términos todavía más cariñosos:

—¡Adorable! ¡Francamente adorable! —declaró obsequiando a lady Bridlington con su gélida sonrisa—. ¡Eclipsará a todas nuestras bellezas! Su sencillez es lo que más llama la atención. ¡Debo felicitarla, lady Bridlington!

Pese a lo perpleja que ese discurso hubiera podido dejar a lady Bridlington, por proceder de los labios de una dama famosa tanto por su altivez como por su mordacidad, al menos la libró de las sospechas que había hecho surgir en su mente la visita de lady Somercote. Los Penkridge no tenían hijos. Lady Bridlington, sobre la que la señora Penkridge había formulado en más de una ocasión algún comentario despectivo, no la conocía bastante para saber que la única señal de emoción humana que la habían visto expresar era el profundo cariño que sentía por su sobrino, Horace Epworth.

Ese elegante caballero, de esmerado atuendo que comprendía patillas, leontina, sellos, monóculo y pañuelo perfumado, había honrado a su tía recientemente con una de sus infrecuentes visitas. Sorprendida y encantada, ésta le había preguntado si podía ayudarlo en algo. El señor Epworth no vaciló en decírselo:

—Podrías presentarme a la nueva heredera, tía. Es una joven muy hermosa, y además muy rica.

Lady Penkridge aguzó el oído.

—¿A quién te refieres, querido Horacio? Si es a la hija de los Flint, tengo entendido que…

—¡Bah! ¡No, no me refiero a ella! —la interrumpió él con un ademán de su blanca y lánguida mano—. No creo que tenga más de treinta mil libras. Esta joven es tan rica que eclipsa a todas las demás. La llaman lady Dives.

—¿Quién la llama así? —preguntó su incrédula tía.

Epworth volvió a hacer un ademán de desdén, esta vez señalando hacia lo que vagamente creyó que debía de ser el norte.

—No lo sé, tía. Por ahí, en Yorkshire o en otro condado remoto. Creo que es hija de un comerciante de lana, de algodón o de algo parecido. Es una lástima, pero no importa; dicen que es adorable.

—No he oído hablar de ella. ¿Quién es? ¿Quién te ha dicho que es adorable?

—Me lo contó Fleetwood anoche, en el Great-Go —explicó él con despreocupación.

—¡Ese charlatán! No deberías frecuentar tanto Watier’s, Horace. Te lo advierto, es inútil que vengas a suplicarme. No me queda una sola guinea y no pienso pedirle al señor Penkridge que vuelva a ayudarte, al menos hasta que se le olvide lo de la última vez.

—Preséntame a esa joven, tía, y nunca volveré a molestar a Penkridge —replicó el sobrino—. Conoces a lady Bridlington, ¿verdad? Pues esa joven está viviendo en su casa.

Lady Penkridge se quedó mirándolo con fijeza.

—Si Arabella Bridlington tuviera una heredera en su casa, se habría enterado toda la ciudad.

—No; te equivocas. Fleetwood me contó que la joven no desea que se sepa. No le gusta que la cortejen por su fortuna. Y según me ha asegurado Fleetwood, es de una belleza deslumbrante. Se llama Tallant.

—¿Tallant? No había oído ese apellido en mi vida.

—Pero ¿por qué ibas a conocerlo, tía? Ya te digo que viene de no sé qué remoto condado del norte.

—Yo no le daría ningún valor a nada que me contara Fleetwood.

—¡Pero si no es él! —exclamó Epworth alegremente—. Él también lo ignora todo de esa joven. Se trata de su amigo, el Incomparable. Está muy informado sobre la familia de la heredera y da fe de que lo que dice es cierto.

Lady Penkridge mudó de expresión y una mirada aún más perspicaz se adueñó de sus ojos.

—¿Beaumaris? —preguntó. Su sobrino asintió con la cabeza—. Bueno, si él responde por ella… ¿Es presentable?

Epworth se sorprendió.

—¿Cómo puedes formularme una pregunta tan necia, tía? —respondió indignado—. Veamos, contéstame tú: ¿crees que Beaumaris respondería por una joven que no gozara de una reputación impecable?

—No. No, claro que no —contestó ella con decisión—. Si eso es cierto, y no tiene parientes vulgares, sería ideal para ti, querido Horace.

—Eso mismo pienso yo, tía.

—Iré a hacerle una visita diurna a lady Bridlington —decidió la señora Penkridge.

—¡Eso! ¡Hazlo por mí!

—No creas que no me resulta un poco violento, porque nunca he intimado mucho con ella. Sin embargo, esto altera las circunstancias. ¡Déjalo en mis manos, querido sobrino!

Y así fue como lady Bridlington se encontró de pronto convertida en el objeto de las atenciones de la señora Penkridge. Como hasta entonces nunca había tenido el honor de recibir una invitación a uno de los exclusivos bailes de esa dama, estaba considerablemente extasiada, y aprovechó de inmediato para invitar a la señora Penkridge a su fiesta. La señora Penkridge aceptó con otra de sus exigua sonrisas, y dijo que sabía que podía contar con la asistencia de su esposo, para acto seguido marcharse pensando rápidamente en algún tipo de compromiso que exonerara a su marido de una aburrida velada y que le proporcionara a ella la coartada necesaria para que su sobrino la acompañara a la fiesta.

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